Félix de Azúa
Vamos a consultar el problema con la militancia, dicen unos. Se lo preguntaremos a la gente, dicen otros. Esto lo decidirá el pueblo, braman los peores. Se multiplican las consultas a la muchedumbre. Los políticos están renunciando a su responsabilidad y trasladan las decisiones peligrosas a "la sociedad". Es la constatación del fracaso de nuestra democracia. Si consultamos a la gente cuando aparece un dilema grave, ¿para qué queremos elecciones? Las votaciones se supone que seleccionan a los más dotados para decidir. Si resulta que son unos gallinas, unos vagos, unos tipos que solo van por el sueldo, están demoliendo el Parlamento.
La excelente revista Letras Libres incluye en el número de octubre un artículo de Roberto Calasso titulado La última superstición. Allí expone, con su habitual agudeza, cómo en apenas 300 años ha aparecido un dios potentísimo que ha devorado a los miles de dioses que existieron a lo largo de cientos de siglos. Durante ese inmenso periodo miles de sociedades consultaron sus problemas con unas fuerzas divinas de muy diverso signo. A partir de Bouvard y Pécuchet, dice Calasso, las sociedades solo se consultan a sí mismas. Así que "la suprema superstición es (hoy) la sociedad misma", dice el reciente premio Formentor. El culto a la sociedad glorificada la ha convertido en un dios para sus fieles, añade. Es importante ese "para sus fieles" porque son ellos quienes sostienen a un clero que hace de intermediario con el dios. Y ese clero no es otro que los políticos que se dedican a trasladar problemas en forma de consultas, preguntas, dilemas, a los militantes, a la gente, al pueblo. Lo abominable es que muchos de ellos dicen ser demócratas, aunque les asoma la pezuña totalitaria.