Félix de Azúa
La aparición de un tercer candidato ha obligado a conservadores y socialistas a esforzarse más en Francia
El día amaneció espléndido para ser un 22 de abril parisino. Bien es cierto que por la mañana no superábamos los ocho grados. A mediodía, sin embargo, ya estábamos por encima de la temperatura de Barcelona. Esta primavera viene siendo excepcionalmente calurosa. Quizá como consecuencia del buen tiempo, muchos franceses cogieron el coche y el resultado fue que las primeras estimaciones de participación eran alarmantes: un exagerado aumento de votantes respecto a las elecciones del 2002 que nadie sabía explicar. Es cierto que hay tres millones de votantes nuevos, pero ¿por qué votaban todos a primera hora? A las doce del mediodía se confirmaba el dato: la participación era histórica. Algo estaba a punto de cambiar.
LA CAMPAÑA había sido muy seria, muy profesional, muy intensa. La aparición de un tercer candidato con posibilidades reales, François Bayrou, había obligado a los perpetuos dueños del negocio, socialistas y conservadores, a esforzarse por razonar y explicar sus propuestas. A trabajar más. Y a fe mía que han trabajado como esclavos. Aquí no sirve lo de anular al adversario como si fuera menor de edad. Los ciudadanos franceses llevan varios cientos de años votando y saben que las imprecaciones personales, los insultos, las descalificaciones, esconden algo turbio y manifiestan la inconsistencia e inseguridad de quienes las usan.
En Francia es inadmisible que un político diga de otro que es un facha o un totalitario o un imbécil. El insulto se vuelve en su contra de inmediato, porque no cae sobre la persona, sino sobre los votantes del insultado. Solo algunos pequeños grupos con la enfermedad infantil del comunismo siguen utilizando el vocabulario de la guerra civil. El mismo día de las elecciones, Christophe Prochasson explicaba en Le Monde, bajo el título La izquierda de la vieja escuela ha muerto, que las elecciones francesas habían prolongado hasta 1970 la guerra civil soterrada durante el régimen de Vichy. Durante 40 años, la izquierda y la derecha francesas respon- dían a esa divisoria fratricida. En la actualidad, según Prochasson, las diferencias ideológicas han desaparecido y por lo tanto la división entre izquierdas y derechas no tiene sentido: "Los valores han reemplazado a las ideas, pero la izquierda aún no se ha percatado". Acababa su intervención diciendo que posiblemente ese sería el papel histórico de Ségolène Royal: librar a los socialistas de su conformismo. Nosotros, que llevamos ya 70 años de guerra civil soterrada, quizá nunca veamos esa modernización. Seguiremos viviendo en el pasado, como siempre.
Otro aspecto curioso de la campaña es que por primera vez los notorios intelectuales apenas han tenido presencia pública. De nuevo un elemento del antiguo régimen que se acaba, quizá por el mismo motivo: el fracaso de las ideologías y la cada vez más fuerte necesidad de pragmatismo. Ciertamente, los medios han destacado el apoyo a Sarkozy de la casi totalidad de la vieja izquierda del 68. Los socialistas solo han contado con ancianos ideólogos casi todos funcionarios y con algún cantante de voz muerta. Aunque lo más chusco ha sido el apoyo que han recibido el tenebroso José Bové y sus ovejas por parte del filósofo más infantil del año, Michel Onfray. Según el joven divulgador, Bové es el candidato "libertario". Nadie sabe lo que esa palabra pueda significar porque el tal Bové no cesa de exigir fondos estatales, subvenciones, protección administrativa y otros elementos poco afines con el pensamiento anarco.
Y finalmente, a las ocho de la tarde se hizo público el resultado. Nada había cambiado. Con variantes decimales ganaba Sarko con una cifra muy alta, más del 30%, Ségo- lène venía a continuación, rozando el 26%, y Bayrou se quedaba al borde del 19%. La extrema derecha se reducía al habitual 10% de rabiosos, temerosos y resentidos. La extrema izquierda desaparecía del mapa de la mano de los verdes. Así pues, sin sorpresas: lo esperable, lo que está mandado.
Una vez pasado el susto, los invitados de los programas de las televisiones francesas, elefantes de la nomenklatura, jefazos burocráticos, reptiles de moqueta y redacción, peroraban durante horas para no decir absolutamente nada. Sobre todo ni una palabra sobre el futuro, sobre las posibles alianzas, sobre los apoyos de la segunda vuelta, el 6 de mayo. Para eso les pagan. A los electores no debe llegarles ni una sola palabra sobre asuntos tan delicados. Ahora comienzan quince días de tráfico, yo te doy esto, tú me das aquello, antes de la decisión definitiva. Empieza la política real, de la que los votantes no sabrán nunca nada.
EL PERDEDOR, Bayrou, se despedía de sus huestes (muy jóvenes y entusiasmadas, a pesar del resultado) con un discurso triunfante, luchador, enteramente distinto de los sermones de Sarkozy ("¡Gracias, franceses y francesas, etcétera!") y Ségolène ("¡Hemos de inventar una Francia nueva, etcétera!"). O bien cambiamos las reglas de juego, decía Bayrou, o bien Francia seguirá siendo la finca privada que explotan dos inmensas empresas y sus redes clientelares, los socialistas y los conservadores. Bayrou hablaba ya pensando en las legislativas, cuando es muy probable que se convierta en la pieza decisiva para la formación de gobierno. Es el único que aún puede hacer algo por su país.
Artículo publicado en: El Periódico, 24 de abril de 2007