Félix de Azúa
Nunca llegué a leerlo, aunque era el libro que más me atraía en la biblioteca de mis padres. Seguramente me cautivaba el título, tan seductor como repelente. Se llamaba Primavera mortal y lo había escrito un húngaro entonces extensamente leído, pero hoy desaparecido, Lajos Zilahy. Creo que en posteriores ediciones se le cambió el título por otro más comercial, Primavera mortífera. Se me asociaba con un verso famoso: Abril es el más cruel de los meses. Un verso a veces profético.
La última primavera está siendo especialmente mortífera con mis amigos, Ana María Moix, Leopoldo Panero, José María Castellet… ojalá que García Márquez sea tan sólo su invitado final. Ahora le veo, en algún momento del siglo pasado, abriendo la puerta de su modesto apartamento en la calle de la República Argentina de Barcelona, donde tenía que entregarle unas galeradas de parte de Carlos Barral. Vestía un chándal azul prusia, muy notable en una época en la que aún no se había aprobado el chándal ni siquiera como prenda casera. Sonaba una música y con el desparpajo de la juventud le dije que era una de mis piezas favoritas. Le llamó la atención y me hizo pasar para terminar de oírla. "Es usted la primera persona que conozco que la conoce", dijo con aquella facilidad para el juego de palabras tan típico de su generación. A partir de entonces siempre que nos veíamos me hablaba de aquel cuarteto de Bartók y yo le comentaba que era el único escritor que conocía que lo conocía.
Menos la última vez, hará cosa de cinco años. Fue en casa de Carmen y con los encantadores Feduchis. En algún momento de la comida salió a relucir el bello soneto anónimo que comienza con el verso, No me mueve mi Dios para quererte. Comenzó a recitarlo Luis Feduchi, pero se le añadió García Márquez y lo dijeron a capella. Siguió luego una conversación sobre asuntos generales hasta que la interrumpió la voz de Gabo que comenzó de nuevo con No me mueve mi Dios para quererte. Luis se unió también en esta ocasión al recitado. La escena se repitió diez o doce veces. Luis le siguió en todos los recitados. Gabo decía los versos lentamente, como si los paladeara, y a veces con los ojos cerrados.
Podría haber sido una broma muy de los años setenta. Recuerdo escenas similares con amigos recitando una y otra vez un verso, un poema, un fragmento de novela. En mi grupo de colegas, casi todos escritores, podíamos repetir docenas de veces: Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real… Cualquier ocasión era buena para ello, nadie podía pronunciar la frase "es cierto…" sin que se le echara encima la jauría presente para continuar la cita a coro y luego repetirla a lo largo de la noche tantas veces como aguantáramos hasta aburrirnos.
Pero esta vez no era ninguna broma. Aunque yo diría (no lo sé, por supuesto) que García Márquez no tenía creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del lenguaje, le permitía participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que suele aportar una religión. La perfección de la palabra escrita con arte, el resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos a cristalizar en algunos momentos excepcionales. Así podríamos nosotros ahora, si esto fuera una comida de amigos y lectores, comenzar a repetir una y otra vez, Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Porque quizás en esta frase se encuentre el sentido mismo de la vida de García Márquez, así como la de Región resume de modo extraordinario la vida de Benet, aquel viajero que para llegar a donde quería, siguiendo el antiguo camino real, no podía dejar de atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable. Comienzos de obras inmortales que son también reflejos de vidas completas.
El segundo verso del soneto anónimo añade una causa determinante al primer verso: No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido. Para amar algo, sea un dios, una compañía, un soneto, un paraje o la literatura misma, no es necesario que veamos en ello una garantía de felicidad, como pretendía Keats, para quien la belleza encerraba siempre una promesa de gozo perpetuo ya que nunca se marchitaba: Lo hermoso es alegría para siempre/ su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada, dice el poeta en la traducción de Irene.
El verso es muy bonito, A thing of beauty is a joy for ever, pero es falso. El gozo de la belleza es pasajero y siempre vuelve a la nada. Ese es precisamente su encanto, que es efímero y debe ser tomado al vuelo, dura un instante y desaparece. Es la pequeña estrella shakespeariana que uno desearía ver danzar en la palma de la mano y observar su centelleo durante años y años placenteros, pero el lugar de la estrella es el firmamento en donde parpadea durante unas horas y ni siquiera podemos saber si su luz viene de un astro vivo o de una estrella muerta.
Por esta razón cuando queremos a alguien o algo no suelen movernos sus promesas de felicidad sino más bien su naturaleza transitoria, fugaz, la belleza de su paso ígneo antes de fundirse en la helada luna de la noche sin fin. Participar de esa fugacidad es la auténtica alegría, acabe como acabe. Así lo decía Ishmael, tras la catástrofe del capitán Ahab y su velero, el Pequod: él estaba allí y por eso pudo contarlo, porque todo lo vio y participó del instante en que el gigantesco Leviatán engulle en las simas del océano al infame, al obsesivo, al destructivo perseguidor de Moby-Dick. También en las destrucciones hay una chispa de belleza cuando la destrucción arrastra al maligno.
Y allí, frente al pelotón de fusilamiento, está también el testigo de una destrucción, esta vez definitiva, con su último recuerdo. En el chispazo que va a llevarle a las simas de la nada, el coronel vislumbra la posible razón de toda su existencia, aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Suelen decir algunos escritores que en el momento preciso de la muerte, un instante antes de que se abra la puerta del sueño eterno, toda nuestra vida circula velozmente por una memoria que se despide de sí misma. Prefiero pensar que más bien la memoria elige un instante privilegiado, un momento en el que se concentra todo el sentido posible de nuestra existencia, y con él nos ensimisma. El caso más exacto y precioso que conozco es el que relata Ambrose Bierce en El puente sobre el río del búho.
Como el hombre del cuento de Bierce, que va a morir de un momento a otro sobre el funesto río de Alabama, no sin que antes la memoria le arranque del presente con una prodigiosa mano mágica, así también el coronel, erguido ante la muerte, recibe la visita de un recuerdo específico e imborrable, aquel día en que su padre le llevó a conocer el hielo. Y no es que su padre "le enseñara" o "le mostrara" el hielo, es que le llevó a "conocerlo". Tantos niños han esperado impacientemente a conocer el mar, a conocer la caza del oso, a conocer el amor, a conocer el mundo, a conocer la victoria, que el conocimiento del hielo es una hipérbole magnífica de todas las desesperadas ilusiones de la infancia.
El cielo que nos tiene prometido, la inmarchitable belleza eterna, el siempre te amaré, la estrella cautiva, la perduración de lo maravilloso, se truecan, en el instante supremo, en un radiante pedazo de hielo, en el remolino espumoso de la ballena blanca hundiéndose para siempre, en la estrella que se posa en tu mano durante unos segundos. A cada cual, según sus merecimientos.
Gabriel García Márquez sabe ahora cómo es el alma invisible del hielo. Fortuna será, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad, en el relámpago previo a la oscuridad eterna, cuál ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido.