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La vuelta al mundo del antropoide

Por 7 de septiembre de 2009 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Sabemos que durante un millón de años nos condujimos con la sensatez de cualquier otro animal y las tribus humanas sólo se trasladaban por motivos razonables. La alimentación, la reproducción, la supervivencia, y punto. Se agotaban los recursos de un valle o aumentaba la prole, pues había que moverse. En consecuencia, si llegaba a nuestro valle una horda forastera huyendo del hambre (o de otra horda) y eran más fuertes, pues había que largarse. Y si no, quieto hasta ver.

    Se dice que quien inauguró los viajes poco claros fue Herodoto, inventor del turismo primitivo hace dos mil quinientos años. Parece que emprendió camino para indagar si los dioses griegos descendían de los dioses egipcios. Razón ya un poco refitolera, pero que podemos admitir pues, al fin y al cabo, el traslado por motivos religiosos y comerciales viene siendo el más común. Los islámicos acuden a La Meca desde los rincones más apartados del globo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

    Pero esta desazón que empujaba a los europeos a moverse sin tregua por motivos cada vez más caprichosos, se convirtió en una epidemia a partir del descubrimiento de América. Miles de occidentales comenzaron a subir a los más altos montes, sumergirse en todos los océanos, sudar por todos los desiertos, entrar en los pueblos más sosos, acopiar plantas, animales y minerales, bailes de muerto, boinas y guitarras. La dificultad de permanecer en casa se transformó en una ansiedad intolerable. Las excusas se fueron ampliando: la ciencia, pegar tiros, el oro, la fornicación, salir en la tele, fisgar como porteras, el tedio.

    La eficacia de la cultura occidental ha infectado con esta desazón a todas las poblaciones de la tierra. Son ahora cientos de millones los que se mueven como ardillas, aunque sea durante medio mes, buscando no se sabe qué. Es una industria, dicen, pero también lo es la venta de estampitas. Yo diría que se trata del ritual religioso más notable de una cultura que se ha librado de la tutela divina y sale de casa cuando le da la gana, casi siempre para matar el tiempo.

Artículo publicado el sábado 29 de agosto de 2009.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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