Félix de Azúa
A la salida de una reunión de trabajo, me toma del brazo y nos vamos a la cafetería. Es un brillante arquitecto y quiere contarme su próximo proyecto. Nos instalamos.
Se presenta a un concurso restringido de cinco arquitectos. Como en los chistes antiguos, un japonés, un americano, un español, en fin, lo habitual, pero el proyecto tiene lugar en un lugar imposible: una ciudad nacida y crecida en medio del desierto de un emirato árabe. El no lugar por excelencia, me río yo de Morin.
Se trata de construir un considerable edificio de viviendas en la capital. Si no recuerdo mal, el solar mide unos 50.000 metros cuadrados. Sin embargo, aunque la ciudad tiene calles, no se usan. El calor es tan intenso que incluso para cruzarlas los habitantes de la ciudad usan el coche. No hay vida exterior, el edificio debe contener en su interior la totalidad de la vida.
Me viene a la memoria aquella novela de Galdós, La de Bringas, creo, que toda ella sucede en el interior del Palacio Real de Madrid. Una novela fascinante. Al parecer, todavía en el ochocientos vivían allí dentro cientos de familias y nunca se aventuraban al exterior. Por los pasillos se instalaban los vendedores y comerciantes, en los patios había mercadillos, las señoras paseaban a los niños por los jardines interiores, en algunos saloncillos visitaban los médicos, los ópticos y los callistas, era época de mucho callo. Una ciudad entera vivía dentro de un edificio sin el menor contacto con el bullicio madrileño. Se lo comento por si le sirve de inspiración.
Sí, es algo similar, pero, añade, hay una variante nueva, algo que en tiempos de Galdós habría parecido un milagro y que es más bien de Julio Verne. Para el proyecto mi amigo ha de suponer que la energía es infinita y gratuita. En este país no hay problema con el gas, la electricidad, el petróleo. Calefacciones y aires acondicionados pueden funcionar todo el día sin que represente ninguna contrariedad. Tampoco el agua. Las desalinizadoras producen más agua de la que necesitan los ciudadanos. De hecho, en los baños no hay tapones. Puedes dejar el grifo abierto todo el día y le estás haciendo un favor a la administración que no sabe dónde acumular el agua desalinizada.
Tampoco es un problema el presupuesto. Si el proyecto es convincente, la financiación puede multiplicarse exponencialmente. No hay vida amorosa porque las mujeres viven recluidas y cubiertas de velos, lo cual limita las posibilidades de un intercambio social agradable y rico. En resumidas cuentas, no hay problema alguno que resolver. Ese es el problema. Puede tomarse como modelo una estación espacial, o uno de esos gigantescos cruceros de diez pisos, o los zigurats hoteleros, o las ciudades subterráneas de Capadocia, da lo mismo. El edificio puede tener la forma de un huevo, de un cubo, de una viruta a lo Gehry, de un globo hinchable, de un nautilus, de un laberinto, no importa. El proyecto tiene un grave problema: no presenta ningún problema.
Kant decía que la paloma vuela gracias a que el aire le ofrece resistencia. En un mundo sin ese molesto viento que nos mete arenilla en los ojos, no podrían existir los aviones. Si nada se te opone, no eres nada. Nos construimos gracias a que algo se resiste a nuestra construcción. Y nuestra forma física e intelectual, la de cada uno de nosotros, es el resultado de ese enfrentamiento y de los millones de detalles, variantes y matices con los que tropezamos a lo largo de nuestra existencia. Por eso Hegel tituló el célebre capítulo de su Fenomenología que trata sobre la revolución francesa: “La libertad o el terror”.
Envidio a los arquitectos. Inventaron la cueva troglodítica, la choza y el iglú, la casa y la isba, el templo y la iglesia y la ermita, el palacio y la abadía y la fortaleza, la mansión residencial y el cortijo, la villa veraniega y la dacha, el rascacielos y la torre, el chalet suburbial y las pareadas, yo qué sé… Y todavía pueden inventar modos de habitar en el mundo. Menuda suerte.