Félix de Azúa
No creo que puedan citarse párrafos más nobles que aquellos apuntes de Kant, editados con el título de Lógica, en los que describe el cosmos de nuestra conciencia como Newton había descrito el cosmos celeste, es decir, como un entramado de relaciones que con la sutileza de una casi invisible tela de araña representaba un universo geométrico, regulado y armónico, similar al Arte de la Fuga.
La telaraña de Kant, sin embargo, a diferencia de la de Newton, no era la invención de ninguna araña divina, sino de los humanos atrapados por regularidades y repeticiones, leyes, normas, que ningún dios había imaginado en su inacabable ocio. Desde Kant, quedamos presos en una telaraña deshabitada, sin dueño, cuya enigmática presencia como lugar ocupado en exclusiva por los humanos nos obliga a suponer la más temible de las hipótesis, a saber, que la telaraña nos la hemos tendido nosotros mismos.
No obstante, en tiempos de Kant era hermosa y su belleza aún inclinaba más sobre el abismo. Los herederos de Kant ya lo entendieron así: los románticos se complacían en decir que éramos la mosca y la araña simultánea e incomprensiblemente. La telaraña, por lo tanto, nos seduciría como obra nuestra, adecuada a las emociones y sentimientos mortales, pero también porque es nuestra cárcel y de ella jamás podremos escapar. El romanticismo no tiene nada de romántico. Es más bien siniestro.
Que los románticos admiraran la urdimbre de un universo solipsista nos hace sospechar que se admiraban a sí mismos y a esa diabólica voluntad de sentirse presos de sus propias creaciones. O como diría el último romántico, Walter Benjamin, hijos nosotros de nuestra producción y creados por nuestras creaciones. Taimada excusa para acusar de todos nuestros males y alegrías a la inexistencia de la araña.
Durante siglos la telaraña fue descrita desde fuera, como si ocupáramos el imaginario lugar de una araña. Los actuales, sin embargo, la vemos ya desde dentro y al perder la perspectiva plana nos encontramos en un laberinto tridimensional que recorremos haciendo estaciones horrorizadas, allí donde encontramos cadáveres sin sangre envueltos en su sudario, como el gusano de seda en su capullo.
Las estaciones de ese vía crucis histórico (porque la historia es la tercera dimensión del cosmos) nos detiene ante mármoles rotos, desiertos en cuyo vientre de arena se esconden dinastías milenarias, templos vacíos que son ahora refugio de murciélagos, y también naciones, estados, monarquías y teocracias en cuyas ruinas tratamos de desentrañar una orientación, un sentido, un destino, como los antiguos arúspices trataban de encontrar señales en las vísceras sanguinolentas del sacrificio.