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De qué va esto

Por 5 de diciembre de 2011 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

No poca gente cree que la pintura se inventó para colgarla de la pared. Muchos entienden que una casa sin cuadros es como una reina de Inglaterra sin sombrero. Es comprensible, pero eso no evita que se trate de un error.

    La pintura es un modo de conocimiento, como la matemática o la química, aunque no tenga un prestigio tan asentado. También es cierto que por la pintura conocemos asuntos que ni la biología ni la astronomía son capaces de explicar. Es un conocimiento, por otra parte, indemostrable, como casi todos los conocimientos importantes.

    Así, por ejemplo, en las cuevas prehistóricas están pintados nuestros primeros conocimientos que, como es lógico, muestran lo que teníamos delante de las narices, pero era muy difícil de ver: bisontes, caballos, cérvidos y también cazadores o parturientas. La selección nos ha de hacer pensar en lo que entonces conocíamos. No aparecen, por ejemplo, la luna o el mar.

    Todo lo que hay de importante en nuestras vidas lo hemos pintado para ver si podíamos verlo. Es como aquel verso de Machado, cuando se pone las gafas y dice: "Ahora verás si veo". Un desafío paradójico, pero llevado con gran bravura.

Podemos darle la vuelta a la idea y decir que todo lo que hemos pintado es lo realmente importante en nuestras vidas. Y lo que no hemos pintado, la verdad es que no pinta nada.

    Esta reflexión de paseante ocioso viene a colación de una de las mejores exposiciones que he visto en Madrid, la que el comisario Delfín Rodríguez nos ha donado bajo el título "Arquitecturas pintadas". Una exposición en la que, lo sé de buena tinta, el comisario ha puesto su vida entera. La muestra es muy extensa y se reparte entre la Fundación Thyssen y la sala de Cajamadrid.

    Si al principio pintábamos bisontes, ¿cómo no íbamos a pintar los lugares donde nos dedicábamos a pintar, además de a otras actividades como comer, reproducirnos o morir? El cambiante lugar que hemos habitado a lo largo de miles de años ha sido una y otra vez pintado. Gracias a eso sabemos que no siempre hemos vivido igual. Es más: que nunca hemos vivido del mismo modo.

Vean ustedes, la pintura moderna comienza con el cristianismo, una religión que se basa en un relato y que por lo tanto no puede expresar su conocimiento de la pasión y la muerte mediante la escultura. De modo que lo pinta. Al pintar el relato de la muerte (y la resurrección, pero esa parte tiene menos recorrido) del Dios humano no tiene más remedio que ponerle un escenario. ¿Y qué puede haber en ese escenario si no son paisajes y edificios?

    Dicen los expertos, y entre ellos Delfín Rodríguez, que una de las fuentes más ricas de arquitecturas pintadas tiene lugar obligadamente por la célebre escena del descanso durante la huida a Egipto. Recordarán que, para salvar a su hijo, María y José huyen de la matanza ordenada por Herodes, pero en el largo trayecto se detienen de vez en cuando para descansar, comer unos dátiles o pasar la noche. ¿Dónde la pasan? En ese punto las escrituras son parcas, Mateo informa tan sólo de la huida, Marcos nada dice, Lucas habla del nacimiento que es asunto enteramente distinto, y Juan comienza con Jesús ya hecho todo un hombre. Sin embargo, los pintores saben más que los evangelistas. En esta exposición pueden verse descansos que toman como refugio viejos palacios romanos en ruinas o monumentos paganos cuyos ídolos yacen por tierra. El niño librado de la matanza iba a precipitar la ruina de la religión antigua y el pintor así nos lo hace saber.

    Fabulosas son también las pinturas que muestran el conocimiento del más odioso de nuestros defectos, la soberbia, antes reservada a los poderosos y hoy democráticamente esparcida. Persuadidos de que todo lo podíamos, comenzamos la construcción de una torre que debía llegar hasta la morada divina, seguramente porque en un ejercicio de arrogancia técnica nuestros ancestros creían posible subir hasta allí como por una escala y así guarecerse del siguiente diluvio. Naturalmente el inquilino de las alturas no lo permitió y no sólo derribó la torre sino que nos condenó al conflicto lingüístico que tanto entretiene incluso hoy día.

    Las Torres de Babel pintadas llevan consigo el testimonio de la técnica. En los campos adyacentes se encuentran grupos de herreros, carpinteros, albañiles, estereótomos, maestros de la poliorcética y de los polipastos, arquitectos y demás ingenios con los que nos hemos protegido de la intemperie y levantado escalofriantes construcciones. Todos aquellos técnicos descendían de Caín y por lo tanto estaban marcados  por una falta originaria que hasta el día de hoy hace de todo lo técnico una potencia grandiosa, pero funesta. La técnica permite hacer más benigno el habitar, pero no es salvífica, más bien lo contrario.

    Viene también la gran fantasía de los palacios y basílicas y abadías que muestran la imaginación simbólica del poder, el cual, a pesar de nuestra nefasta experiencia, no siempre ha sido malo y dañino. Aquí cada pintura es una novela, a veces épica, a veces cómica, siempre dramática, porque todo príncipe construye su casa como espejo de sus virtudes, de manera que podemos saber cómo son los poderosos de aquí o de allá con sólo ver sus palacios e iglesias. Así, de paso, constatamos que no podían ocultar sus defectos.

También las ciudades, esa obra de arte extraordinariamente compleja que hoy aglomera a la mayoría absoluta de la población del globo y que dentro de pocos siglos sufrirá un colapso agónico, tienen su representación. A diferencia de los palacios, las ciudades no facilitan conocimientos sobre el soberano, sino sobre los ciudadanos. Como vio con agudeza Calvino, hay ciudades habitadas por malvados, ciudades de población aromática o tullida, ciudades de una feminidad turbadora, ciudades que aún no saben cómo se llaman, ciudades rubias y ciudades ladronas. En la exposición hay varias de ellas y en especial unos retratos apoteósicos de Nápoles, que es capital del harapo, del lujo, del llanto, de las gargantas más finas, de los asesinos, ciudad madre, ciudad prostituta.

    Poco espacio tengo aquí (leer en pantalla fatiga) para seguir. Valgan estas apresuradas líneas como invitación a la visita y testimonio de entusiasmo. A lo mejor regreso un día de estos y acabo el relato.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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