
Félix de Azúa
Aunque no he leído su libro, debo decir que Ildefonso Falcones me parece un tipo cabal. Puede parecer modesto, pero no lo es, no hay que confundir la objetividad, el realismo, la lucidez, con la modestia. A fin de cuentas, no hace otra cosa que reconocer que esta vez le ha tocado a él, pero lo admite con más curiosidad que orgullo, poniéndole un signo interrogante y no de admiración. Desde el mes de abril, ya ha vendido trescientos mil ejemplares de su novela La catedral del mar y el primer sorprendido ha sido él. Ayer le entrevistaban en La Vanguardia.
Según puede leerse en las respuestas, a la vista del éxito, en lugar de considerarse Cervantes, el bueno de Ildefonso comenzó a hacerse preguntas (las imaginamos: ¿por qué yo?, ¿por qué este libro precisamente?) y el deseo de saber fue más fuerte que su vanidad. Acudió a los editores, escritores y críticos, aquellos a los que ingenuamente considera “expertos” en esta materia rara, la literatura, para averiguar la causa del fenómeno: “Yo he preguntado por escrito a quienes saben o deberían saber de esto de las novelas que me digan dónde he acertado y por qué he tenido éxito, porque yo todavía no lo sé”.
Creo que seguirá sin saberlo, pero en todo caso, su reacción es admirable. ¡Ojalá ésta hubiera sido la actitud de García Márquez, de Saramago, de Houllebecq, de todos los que han vendido cientos de miles de ejemplares sin habérselo propuesto! A lo mejor ahora sabríamos algo más acerca del éxito, o mejor aún, acerca de las relaciones entre el éxito y la calidad artística. Sin embargo, la carne es flaca y aquellos que tienen éxito creen merecerlo. Por lo tanto, no necesitan explicaciones. Más bien, les sobran las explicaciones. Y ahí queda todo. Luego vienen los sociólogos y tratan de tranquilizar a los inquietos. Nadie sin embargo ha podido dar razones convincentes de por qué algunos éxitos caen sobre muy buenas novelas y otros sobre detestables basuras.
Sucede lo mismo con los millonarios: creen haber ganado el trillón gracias a su talento, pero es un espejismo. Lo comentaba Galbraith con mucha gracia en A short history of financial euphoria: la mayoría de la gente cree que aquellos que se enriquecen son personas dotadas de una inteligencia excepcional. En realidad (Gil y Gil, De la Rosa, Ruiz Mateos, Conde) son delincuentes con suerte… hasta que se les acaba. O bien déspotas más o menos sanguinarios (el presidente Marcos, Mobutu, los jeques árabes)… hasta que los asesinan o exilian a Suiza. Hay una mínima parte que se enriquece porque fue el primero en llegar, como Bill Gates. Y otra parte minúscula que es la auténticamente rica: la de los que heredan, como Rockefeller.
Lo mismo sucede con los escritores. Unos pocos tienen éxito porque son los primeros en llegar a un tipo de narración novedosa (Richardson), otros porque heredan de un gran escritor un estilo y lo despilfarran (Wolfe, heredero de Balzac), finalmente, la mayoría: los que sencillamente tienen suerte sin necesidad de delinquir.
Como la lotería, el éxito literario es algo inexplicable, aunque comprensible. La literatura no es un asunto tan serio como el fútbol, en donde el éxito responde a causas razonables y es infrecuente que un futbolista cojo llegue a la cima. El fútbol, como casi todos los deportes, trabaja sobre un terreno solvente, bien asentado, y por eso fascina a las masas a pesar de la corrupción y el dopaje y la barbarie. Si el éxito artístico respondiera a causas razonables se podría planificar y producir industrialmente, pero no, los editores de best-sellers tienen tantos fracasos como los editores “literarios”. Y está plagado de analfabetos que han alcanzado sonoros éxitos literarios.
Obsérvese que así como los deportistas han de disimular que se inflan a drogas, que participan en orgías caligulescas, o que beben como esponjas, los literatos y artistas en general, justamente por trabajar en un terreno desprovisto de toda seriedad, no sólo no lo disimulan sino que se vanaglorian de ello. Pobre gente.
La gracia del éxito literario es que responde a la más cómica de las divinidades, la Fortuna, a la cual, en efecto, “pintan calva” porque no se la puede coger “por los pelos” una vez ha pasado la ocasión.
Ildefonso Falcones cuenta que su novela se gestó en un curso de la escuela de escritura del Ateneo de Barcelona, no te quiero ni decir. Uno de sus profesores, Pau Pérez, le ayudó a “pulir y dar esplendor” al texto. ¡Simpático Ildefonso! ¡Se advierte que es abogado! ¡Qué contraste con esos petulantes que ni siquiera admiten haber comprado a un negro para sus memorias de locutor, de cocinero, de promiscua, de presentadora, de diputado!
De paso, la novela de Ildefonso ilustra sobre un dato histórico muy relevante para los obsesos de la identidad catalana: la Inquisición (¿española?) se fundó en Barcelona. Eso sí, en catalán. Bueno, en occitano. Mira tú que calladito lo tenían. ¿Le pondrán una calle, como a Sabino Arana?
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Para calmar la curiosidad popular: viven los cinco. En esta borrosa imagen puede verse a tres de ellos muy pendientes de mi desayuno.