Félix de Azúa
Por fin se acabó la más tediosa comedia de la democracia nacional. Abruma la falta de ingenio, de inteligencia en los actores principales. Sin embargo, la sesión de investidura trajo algunas sorpresas y resultó, al menos para mí, más entretenida que el entero año disipado.
Primera de todas, la rastrera intervención de ese títere que celebra su nombre, Rufián. No puedo entender que unas gentes que hasta hace diez años eran aproximadamente europeas se hayan convertido en un concurso de imitadores de Trump. Los Rufián, Tardà, Homs y sus parejos valencianos, baleares y navarros (¡pasmoso, el Matutes!) dieron un espectáculo digno del teatro de Manolita Chen. Como es lógico, Iglesias se emocionó mucho con ellos y les daba palmaditas en la espalda. Poco a poco la sección más reaccionaria del país, envuelta en banderas rojas o regionales, se va dando a conocer.
La segunda fue la orgía sentimental del PSOE. Pero ¿no pueden actuar como adultos? ¿Se imaginan a un grupo de médicos llorando en público porque no han resuelto el problema del reparto de camas en el hospital? ¿O acaso creen que se dirimía un problema superior? Es cierto: hay un problema mayor. El partido es una olla de grillos. Están los de Sánchez, que acabarán uniéndose a Iglesias, si les deja. Los de Cataluña ya se van a fundir en Colau, que es lo que se merecen. Los del País Vasco parecen chicos de la gratuita del PNV. Y finalmente quedan algunos socialistas que podrían pertenecer a un partido europeo. El primer trabajo del futuro secretario va a ser eliminar la grasa.
Dirán ustedes, ¿y el PP? Comprenderán que con esa oposición lo suyo es un paseo después de misa. Habano, el Marca, sombrerazo, ¿cómo está usted, señora baronesa?, gratitud al altísimo.