Félix de Azúa
No estaba del todo cierto, pero cuando Paco me dijo que lo más importante de la isla era un cangrejo totalmente blanco y totalmente invidente, único en el mundo, supuse que me estaba llevando al huerto, como suele. En consecuencia, cuál no sería mi sorpresa al notar que una mano me agarraba por el tobillo y no me dejaba caminar. Al volverme, vi a una extraña muchacha que me miraba desde el suelo con una mueca de súplica y espanto. Miré a donde señalaba su otra mano con una uña pintada de marrón, y, en efecto, estaba yo a punto de pisar el cangrejo albino ciego, único en el mundo.
A la sazón me encontraba yo en los Jameos del Agua, una burbuja (chaboco) que contiene un lago a lo largo del tubo volcánico. Los chabocos son auténticas burbujas de lava a las que se les ha derrumbado la bóveda, de modo que por el agujero celeste entraba un foco de luz cegadora que daba sobre el lago subterráneo y se refractaba en verdes veroneses, óxidos de hierro, azules de Prusia y demás arpas cromáticas, una locura que rebotaba contra el techo verdegrís, azafrán y betún, si quieren sigo.
Aturdido por la despampanante exhibición de la madre de todos los colores, no había advertido yo que en aquel laguillo, justamente, es donde vive el albino ciego, que uno de ellos había trepado por la roca y emergido al aire para cambiar de ambiente, que como buen ciego no se percataba de que por allí caminábamos los turistas sobradamente pirados por el espectáculo, y que lo más probable es que lo dejáramos como una calcomanía en el bellísimo suelo de carbón vitrificado.
Pero allí estaba la turista, atenta al cangrejo y a mi pie, de modo que la buena mujer se había lanzado al suelo al tiempo que me sujetaba por el tobillo antes de que mi pie aplastara al ejemplar único. Atlética, la moza. Debíamos de formar una figura inquietante porque Eva me sugirió con su bella sonrisa que abandonara de una vez la conexión turística: “¿Quieres hacer el favor de sacar tu tobillo de la mano de esa interesante muchacha?”, me preguntó.
En ese preciso instante intervino Fernando Parra, que además de ecólogo tiene una vista de lince, y en veloz pirueta atrapó al albino con delicadeza de orfebre al grito de “¡Cielos, el albino ciego!”, con lo que logró que la mujer de la mano de hierro me soltara de una vez. Todos vimos entonces a Fernando, como un dios antiguo, lanzar el cangrejo al agua dibujando una parábola casi perfecta y al cangrejo volar a velocidad de vértigo primero por el aire y luego por el fondo esmeraldino sin que nadie pudiera decir en qué momento había cambiado de elemento.
“¡Gracias, Fernando! ¡Has salvado al cangrejo albino ciego!”, le dije emocionado y moviendo el pie como un pato.
“Es un langostino albino ciego, Azúa, por Dios. Se advierte que tú de crustáceos…”, añadió displicente. Ir con científicos, es lo que tiene.