Félix de Azúa
La súbita llegada de otro invierno me sume en una perplejidad que aumenta de año en año. Y es que el tiempo se arrastra y gira en círculo. Los cambios más notables son sólo de quincallería técnica: modifican los hábitos y sugieren una impresión de aceleración, sí, pero no afectan a nuestra conciencia. El teléfono mejoró la vida de millones de personas aisladas; sus nietos, los móviles, sólo afectan a menores de edad.
Estos días los diarios hablan de Einstein y sus teorías físicas como algo vivo y actual. Sin embargo, tienen ya un siglo. Nunca había sido tan indolente la ciencia. Los últimos provocadores de ideas fueron los franceses de la generación de Foucault. Hace de eso medio siglo. Como hace ya medio siglo que insistimos en la socialdemocracia y nada mejora. Incluso los grupos de música popular siguen usando los mismos harapos y aullando iguales tópicos que en el siglo pasado. Miran a la cámara con gesto adusto y hacen el fuck universal, propio de celebridades, con el índice en ristre. Luego afirman estar contra esto y aquello y que son muy rebeldes, pero son como sus abuelos. Los suplementos juveniles de los diarios son la parte más conservadora de los mismos. No han cambiado desde que los inauguramos los de mi quinta.
Cuando llega el invierno y los días se acortan y salen del altillo abrigos y bufandas, todo toma un insoportable aspecto de repetición, de cosa vista. Es el tedio de la quietud. El día en que cumplió los cincuenta, una amiga mía me dijo desolada: "Lo inesperado ya no irrumpirá en mi vida". Nuestra sociedad está condenada a no conocer lo inesperado. Es un claro signo de que los bárbaros están a punto de llegar.