Félix de Azúa
Ahora que tenemos a un comunista al frente del Ministerio de Consumo, ocurrencia en verdad homérica, es el momento de entrar a cuchillo en la industria más alienante (¡qué hermoso adjetivo!) del capitalismo tardío, colonial e imperial. Me refiero, claro, a la publicidad.
Mi historia con la publicidad es de manual. La amo, no quiero arriesgarme a ser fusilado. La publicidad es la actividad más sustancial, global, estratégica y nuclear del capitalismo tardío, etcétera. Atacar a la publicidad es como aserrarle una pierna a Messi. Todo se viene abajo. Así que, una vez creo haber salvado la vida declarando mi amor por la publicidad, paso a contarles lo que debo agradecer a esa práctica vital del capitalismo.
Dejé de ver televisión porque cortan los programas a lo bestia, en medio de una frase y durante un cuarto de hora. Últimamente rompen la película en el momento en que el asesino va a matar a la chica. Dejé de oír la radio cuando descubrí que en mis programas favoritos había más anuncios que información. Me fui a las radios estatales, pero eran todas ellas mera publicidad de mercancías gubernamentales. Me han dicho que ahora en el cine hay publicidad hasta media hora antes de que comience la película, pero hace años que no hago cola a la intemperie. Y los periódicos, como saben, no pueden sobrevivir sin la publicidad, de modo que regalan productos repletos de anuncios como si fueran una tómbola.
En resumen, gracias a la publicidad, ahora cuido el silencio, pienso un poco, hablo con la familia, leo libros y únicamente temo el día en que un anuncio de compresas me interrumpa la lectura de Marx y Engels. Por eso confío en los principios del señor ministro: él sabe que el mayor enemigo del pueblo no es la banca, es la publicidad. Puro opio.