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Ravenwood (un cuento)

Por 19 de agosto de 2008 Sin comentarios

Edmundo Paz Soldán

     Santi abrió el refrigerador, lo vio vacío y le dijo a su padre que tenía sed.
     –¿Quieres leche? –preguntó Fernando–. ¿Jugo de naranja? En un rato vamos de compras.
     –Y cereales también. Los Lucky Charms, y los que tienen miel. ¿Puedo tomar agua?
     Fernando sacó un vaso de plástico de la alacena y lo llenó con agua de la pila. Santi lo vació de un trago. Era verdad que tenía sed. Quizás no había sido buena idea traerlo al piso tan temprano; debió haber esperado hasta la tarde, después de haberse dado una vuelta por el supermercado y Wal-Mart. Había una televisión, pero no un sofá donde verla; la mesa era aquella que Eli y él habían usado alguna vez cuando iban de picnic, cojeaba de una pata.  
     –¿Y ahora qué hacemos? –preguntó su hijo–. Ya sé: ¡espadas!
     Santi sacó un par de espadas de plástico de una caja de cartón donde Fernando había puesto, a la rápida, juegos de mesa y otras cosas con las que pensaba entretener ese fin de semana a su hijo. Eli le había dicho que se llevara todo lo que quisiera, pero él, entre apurado e incómodo, no había escogido bien. Con la Playstation 2 hubiera sido más que suficiente. Quizás debía pasar por el centro comercial, ver si los Gamecube seguían en oferta.
     Santi le dio una de las espadas a Fernando y le dijo que ganaba el que tocaba al otro cinco veces con la espada. Fernando le pidió que fueran a la sala, había más espacio allí. Cuando lo hicieron, Santi se aproximó al ventanal de la puerta corrediza y señaló a un alce en medio del césped del condominio. Tenía el pelaje marrón y una de sus astas estaba quebrada; los miraba sin mirarlos.
     –¿Le sacamos una foto?
    Fernando fue a la habitación y buscó la cámara al lado del colchón en el suelo, donde había dormido la última semana. Al volver a la sala, vio el rostro radiante de su hijo –el cerquillo rubio, los ojos verdes–, y se sintió mal de haberle dicho, hacía una semana, que a partir de ahora estaría mejor que sus compañeros en el kinder, tendría dos casas y dos autos, y que Fernando tenía que dejar la casa para ir a cuidar la casa y el auto nuevos. A Santi le había gustado la idea, además ahora podría dormir todas las noches en la "cama grande", junto a su mamá. Eli opinó que no era bueno mentirles a los niños, ellos entienden más de lo que parece, pero al final no se opuso; tan difícil, saber qué era lo correcto con un niño. Lo único que alegraba a Fernando era algo que le había dicho la sicóloga del colegio de Santi: si ocurre, mejor que sea entre los cuatro y los siete. A esa edad aceptan los cambios sin mucho cuestionamiento. Fernando no estaba seguro de que tuviera razón, pero estaba dispuesto a aferrarse a lo que ella había dictaminado.
     Fernando sacó la foto. El alce mantuvo la cabeza erguida un buen rato; luego se dio la vuelta y desapareció. Mientras aproximaba el rostro a la ventana de la puerta corrediza, Fernando sintió un golpe en las costillas. Era una estocada de Santi.
     –Uno a cero, uno a cero–, gritó su hijo.
     Fernando fingió furia y se enfrentó a Santi como había visto que lo hacían en La guerra de las galaxias; el suyo era un lightsaber, y él el padre de la voz ronca que luchaba con ese hijo que todavía no sabía que lo era. Él era la encarnación del mal, y su hijo, pobre, la luz que se dejaría corromper por ese padre imperfecto.
     No, no estaba bien que pensara así. La culpa era un sentimiento valioso, pero no debía dejarse dominar por ella.
     Fernando corrió por la sala detrás de Santi. Uno a uno. Dos a uno. Era un piso grande, debía haber alquilado el estudio, no estaba en condiciones de gastar mucho; el abogado le había dicho que todo esto, en términos económicos, le haría perder unos cinco a siete años.   No quería pensar en eso. Ravenwood estaba bien, tenía una piscina, un parque con columpios donde Santi podría divertirse, y alces merodeando por el condominio. El día que fue en busca de un lugar dónde dormir, lo había acompañado Santi; había dejado que Santi eligiera el piso, y cuando lo hizo, aunque pensó que el alquiler era caro, se dio cuenta de que no estaba en condiciones de negociar con Santi; o sí lo estaba, pero no quería hacerlo.
     Tres a uno, ganaba Santi. Cuatro a uno. Cuatro a dos.
     Fernando se detuvo al lado de varias cajas de libros en el suelo. Recordó el dibujo de Santi que la sicóloga le había mostrado, hecho al tercer día de que él no durmiera en casa; allí había una persona de sexo indefinido que lloraba. "Mommy", había escrito Santi en la parte inferior. Fernando pensó en Eli, en los años transcurridos desde que la había conocido. ¿En qué momento la maravilla había dejado de serlo? ¿Dónde estaban, qué hacían, por qué no se habían dado cuenta a tiempo?
     –¡Cinco!–, gritó Santi.
     Fernando se tiró al piso de alfombra gris de la sala, farfulló unas palabras de agonizante, puso una cara de dolor. Santi sonreía.
     –¿Jugamos con las cartas de Pokemon ahora?
     Buena pregunta, se dijo Fernando entreabriendo los párpados. ¿Ahora qué?
     Tirado en el piso mirando el techo blanquísimo, sintió el vértigo, el miedo ante ese vacío que se abría a sus pies. Se preguntó si era más fácil cruzar los puentes colgantes con los ojos abiertos o cerrados.
     –Okey, Pokemon -dijo–. Pero te advierto que no me acuerdo de las reglas.
     –No importa –dijo Santi–. Esta vez te voy a dejar ganar.
     Perfecto, se dijo Fernando. Eso quería. Que alguien lo dejara ganar.
     Debía incorporarse, pero se estaba muy bien ahí, en el suelo.
     Se quedó ahí, esperando que los segundos, los minutos, se estrecharan, que Santi tardara en encontrar las cartas de Pokemon en la caja de sus juguetes.

(Revista del Verano, El País, 14 de agosto 2008)

 

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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