
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
En el primer piso del Museo de la Inocencia, situado cerca del popular barrio de Beyoglu en Estambul, se encuentra una enorme vitrina con 4.213 colillas de cigarrillos, cada una de ellas con una nota al pie indicando el día en que fue conseguida y lo que representa. Quienes han leído la novela El museo de la inocencia (2008), de Orhan Pamuk, saben que esas colillas eran de Füsun, el gran amor del narrador, Kemal: "cada una de aquellas colillas, uno de cuyos extremos había tocado los labios de rosa de Füsun, había entrado en su boca, a veces había rozado su lengua humedeciéndose, como comprendía cuando tocaba el filtro, y, en la mayoría de los casos, se había pintado de un agradable rojo con su lápiz de labios, era un objeto muy particular e íntimo que llevaba consigo el recuerdo de dolores intensos y momentos felices".
El Museo de la Inocencia abrió sus puertas en abril del año pasado y es uno de los edificios más impactantes de una ciudad a la que no le faltan lugares para impresionar. Es un edificio dedicado a una obra de ficción, que se presenta como si esa ficción fuera real. La novela cuenta el amor contrariado de Kemal, un hombre de la clase acomodada estambulí, por Füsun, una pariente lejana de la clase media baja; una vez que ella desaparece después de un breve romance, Kemal, desesperado, se dedica a coleccionar los objetos que ella ha tocado como si fuera un "drogadicto": esos objetos le recuerdan "el placer de haber estado sentado junto a ella, la taza de té, el pasador de pelo olvidado, la regla, el peine, el bolígrafo… y ampliaba mi colección reviviendo ante mi mirada cada uno de los recuerdos relacionados con ellas".
En los cuatro pisos del edificio, situado en la esquina de las calles Çukurcuma con Dalgik -el lugar exacto donde vivía Füsun con su familia en la novela–, están los más de mil objetos coleccionados por Kemal, organizados meticulosamente, una vitrina correspondiente a cada uno de los 83 capítulos. Hay saleros, peines, cepillos, espejitos, broches para el pelo, pendientes, etc; hay incluso una cucaracha que alguna vez cruzó por la cocina de la casa de Füsum. Proust tenía su magdalena; en el Museo de la Inocencia, Pamuk tiene más de mil magdalenas.
Pamuk ha escrito un manifiesto en contra de los museos "atestados y pretenciosos como el Louvre" y a favor de los museos pequeños y personales, en los que cada objeto está relacionado con una profunda historia sentimental. Su museo intenta ser un recordatorio de la vida cotidiana en los años setenta y ochenta en Estambul, recuperada a través de chucherías como perritos de cerámica, lapiceros y entradas al cine. Sí, lo es, pero más que eso es un canto al fetichismo del coleccionista, que intenta curar una ausencia a través de la frágil consolación de los objetos.
Por supuesto, el museo es también un homenaje narcisista al propio Pamuk: en el último piso se pueden observar varias vitrinas con manuscritos de la escritura de la novela. Pamuk coquetea con las complejas relaciones entre la realidad y la ficción: él no es Kemal, nos dice, al mismo tiempo que susurra "Kemal soy yo" (varios de los objetos provienen de su adolescencia y juventud). Al final, hay que ver el museo como un homenaje al poder de la ficción: como los hrönir, esos objetos de un cuento de Borges imaginados con tanta fuerza que terminan por aparecer en la realidad, el edificio de la calle Çukurcuma fue primero soñado antes de imponerse a la realidad.
(Qué Pasa, 22 de agosto 2013)