Edmundo Paz Soldán
Hace poco estuve en Madrid, y debí recoger una maleta de libros que había dejado cuando vivía allí. De paso, visité librerías y terminé con más libros. Llegué a Bolivia y, viendo lo que pesaban mis maletas, me dije que ya basta, debía pararla; de otro modo, no podría viajar a los Estados Unidos.
Ayer visité la feria del libro de La Paz. Pasé por el stand de Plural, y conseguí reediciones de un par de libros de Jaime Saenz (La piedra imán y Vidas y muertes); luego fui por Gente Común, y me quedé con un magnífico libro de crónicas de Paul Tellería y con uno de cuentos de William Camacho. En el stand de Alfaguara coseguí La toma del manuscrito, novela ganadora del premio nacional y de la que Wilmer Urrelo me había hablado con entusiasmo. Luego me regalaron ejemplares de la revista Alejandría, y el gran Ricardo Bajo apareció con ejemplares de Archipiélago y Le monde diplomatique. Añado a esta lista los DVDs que conseguí en Cochabamba, en el segundo piso del I.C. Norte (las últimas de Reygadas y Wong kar-Wai).
Es inútil: no podré domesticar mis impulsos. Mi paraíso son las bibliotecas, las ferias del libros, las visitas a editoriales (que siempre te regalan más libros de los que quisieras). Pertenezco a la cofradía de los que no sólo se emocionan cuando ven un libro que quisieran leer, sino que también se mueren por poseerlo. No somos muchos, pero nos reconocemos fácilmente por la forma de caminar algo inclinada hacia un lado por el peso de las bolsas, por los ojos brillosos al ver que en esa librería de mala muerte se encuentra un ejemplar polvoriento de La vida instrucciones de uso.
Eso. La vida. ¿Cuáles son las instrucciones de uso? Pues, por lo pronto, seguir dejándome seducir por los libros, los DVDs, la música, el arte que, como buen caníbal, quisiera poseer primero para devorar después.