
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Pasé un par de horas en el centro comercial de Ithaca buscando un par de camisas. En Target la ropa que se vendía había sido hecha en Indonesia, Nicaragua, China y Malasia. En American Eagle la ropa era de Vietnam y Guatemala. En Aeropostale o Gap aparecía Perú como uno de los proveedores. Era tan natural como hipócrita que en ninguna tienda se ofreciera ropa hecha en Bangladesh, el segundo proveedor mundial después de China. Natural, porque después del colapso del edificio en Daca hace un par de semanas, que produjo la muerte de más de mil trabajadores de la industria textil, las grandes compañías querían protegerse del desastre en sus relaciones públicas que significaba tener lazos con las fábricas del Rana Plaza (Children’s Place y Benetton negaron en principio que su ropa se hiciera allá, pero entre los escombros del edificio aparecieron pruebas irrefutables de que mentían); hipócrita, porque estas compañías que se beneficiaban del bajo costo de la mano de obra en Bangladesh (el sueldo es de 37 dólares mensuales) y de las pobres condiciones laborales -entre ellas la prohibición de que existieran sindicatos para defender al trabajador–, querían ahora aparentar que Bangladesh no existía.
Es normal que estas compañías se preocupen de su imagen, aunque el camino no está claro; Walt Disney, por ejemplo, prefiere evitarse de problemas y ha anunciado que no tendrá más lazos con Bangladesh, mientras que PVH (Tommy Hilfiger y Calvin Klein) ha decidido que es mejor quedarse y apostar por mejoras en la industria, con todos los riesgos que ello implica. Los norteamericanos progresistas evitan comprar ropa hecha en Bangladesh al menos por estos días, y hacen campañas para boicotear a empresas que, por ahorrar costos, no han hecho nada por cambiar los laxos estándares de seguridad de sus fábricas proveedoras en Asia y América Latina; han habido manifestaciones en tiendas Gap en San Francisco y New York.
Lo que no es normal, y lamentablemente se revela así tan sólo después de una tragedia, es que ni los gobiernos ni las empresas internacionales hayan intentado subsanar las precarias condiciones de las fábricas de textiles en Bangladesh -edificios a los que se les añaden pisos ilegalmente y que no cuentan con una estructura adecuada en caso de incendios-; esa precariedad produjo en los últimos años un promedio de 200 muertes anuales por accidentes de trabajo, y afecta también a la famosa imagen por la que estas empresas son capaces de todo. Tan sólo en noviembre un incendio mató a más de 100 personas. Gracias a bajos sueldos y escasa inversión de seguridad en las fabricas, la ropa es barata en los Estados Unidos y Bangladesh tiene una industria que mueve 18 billones de dólares anuales y que domina el 80% de sus exportaciones. Analistas neoliberales como Matt Yglesias dicen sin ruborizarse que la mejor solución es el status quo: si Bangladesh cambiara las reglas de juego y encareciera los costos de producción, perdería su ventaja competitiva sobre otros países y sería pronto reemplazado por otro país; además, la subida de precios afectaría la economía de consumo en los Estados Unidos.
Pero el colapso del Rana Plaza ha sido tan desgarrador que al final tanto el gobierno de Bangladesh como las compañías internacionales se han visto obligadas a actuar. Por lo pronto, el gobierno ha autorizado a que los trabajadores puedan agruparse en sindicatos y en un par de meses una comisión recomendará un nuevo sueldo mínimo; las compañías más importantes -exceptuando algunas norteamericanas e inglesas como Gap y Arcadia (Topshop)- han firmado un acuerdo comprometiéndose a invertir en las fábricas para que cumplan con los códigos de seguridad vigentes en los países industrializados, y a indemnizar a las familias de los trabajadores muertos en accidentes laborales; Walmart dice que tomará medidas por cuenta propia, aunque, al no firmar el acuerdo, no hay forma de presionar legalmente al gigante del comercio norteamericano si es que vuelve a ocurrir un desastre.
¿Volverán los pantalones y camisas hechos en Bangladesh a los centros comerciales norteamericanos? No por un tiempo. Pero el consumidor es olvidadizo, y la gran mayoría no suele fijarse en el lugar de donde procede su ropa, mucho menos si la oferta es de dos blusas por diez dólares. De modo que habrá que buscar formas de mantener la presión. Si las empresas internacionales cambian de actitud no será porque de pronto les ha dado pena la situación del trabajador sino porque al fin se han dado cuenta de que estas tragedias afectan a su imagen.
(revista Qué Pasa, 17 de mayo 2013)