Edmundo Paz Soldán
Hace un par de meses descubrí con sorpresa que no había leído a los hermanos Grimm. Como suele ocurrir con muchas lecturas de la infancia, leí las versiones abreviadas y no las originales. Los Cuentos de la infancia y del hogar fueron publicados dos siglos atrás –un 20 de diciembre de 1812–, y no solo han sobrevivido a esas versiones edulcoradas sino que continúan proliferando en adaptaciones para todos los gustos e influyendo en creadores en campos diversos (un par de ejemplos latinoamericanos recientes: Jorge Volpi ha hecho muy buen uso de algunos cuentos en su novela Oscuro bosque oscuro [2009], y la artista plástica Alejandra Alarcón tiene series dedicadas a Caperucita y al Príncipe Sapo).
Nacidos en Hanau durante la época de las guerras napoleónicas, los hermanos Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) eran parte de un movimiento romántico que, a principios del siglo XIX, trató de preservar la identidad alemana ante la amenaza francesa. Como lingüistas y expertos en folklore, su recopilación de relatos populares cumplía esa función: en esas narrativas orales pasadas de generación en generación podían encontrarse los sueños, ansiedades y pesadillas del pueblo germánico. El movimiento romántico, más que preservar una identidad, inventó una: muchos de estos cuentos eran pan-europeos; hay versiones de "Caperucita Roja" y "La Cenicienta" recopiladas por el francés Charles Perrault a fines del siglo XVII, y otros estudiosos han encontrado versiones de los cuentos más populares en Italia, Rusia, Inglaterra, etc.
Si hay algo alemán en el imaginario de los hermanos Grimm, es el bosque, clave para la economía de la sociedad rural y a la vez un territorio que debe ser evitado. Una de las estructuras narrativas más emblemáticas es la de los niños y adolescentes enviados al bosque: en "Hansel y Gretel", la madre le pide al esposo que, para evitar morirse ellos de hambre, abandone a los hijos en el bosque; en "Caperucita Roja", la madre envía a Caperucita a casa de la abuela en medio del bosque; en "El novio bandolero", el novio invita a su prometida a visitarlo en su casa en el bosque. Lo que aguarda en ese espacio siniestro es una encarnación del Mal: en "El novio bandolero", la mujer descubre que su novio pertenece a un grupo de asaltantes asesinos de mujeres, y ve cómo ellos desnudan a una mujer, la cortan en pedazos y la espolvorean con sal; en "Hansel y Gretel", una bruja tienta a los niños con una casa hecha de dulces, para luego intentar matarlos, cocinarlos y comérselos.
Hay formas de escapar del horror: con mucha astucia –dejando arvejas o guijarros en el camino-, suerte y algo de magia, y sin olvidar jamás cómo regresar a casa. En el mundo encantado de los hermanos Grimm puede haber reyes y princesas, pero en cada página reina el Mal. Los niños logran superar las pruebas, no sin antes haber aprendido que viven en un mundo violento y sádico. Caperucita se dice al final: "Mientras viva no volveré a hacerlo. Si mi madre me dice que no me aparte del camino, eso es exactamente lo que haré".
Estos cuentos no fueron originalmente escritos pensando en una audiencia infantil, pero, ante su éxito con los niños, los mismos hermanos Grimm comenzaron a purgar los relatos de sus aristas menos amables, en las ediciones posteriores a 1812. La intención nunca fue purgar toda la violencia, porque eso hubiera desvirtuado la esencia misma de estos cuentos. Esa violencia, además, era necesaria para los lectores y oyentes de estos cuentos: los niños tenían ante ellos una forma vicaria de enfrentarse a sus miedos primales.
"Caperucita Roja fue mi primer amor", dijo alguna vez Charles Dickens. Típico primer amor, el de Dickens fue tan inolvidable como los cuentos de los hermanos Grimm.
(La Tercera, 13 de enero 2013)