Edmundo Paz Soldán
Hace algunos meses, la revista norteamericana Foreign Policy y la inglesa The Prospect publicaron una lista de los cien intelectuales más influyentes en el mundo. Los responsables de la lista definían al intelectual de manera amplia, como "alguien que se ha distinguido en su campo y que a la vez se ha demostrado capaz de comunicar sus ideas e influir en el debate más allá de su campo". Ante la triste sorpresa de que en esa lista sólo se encontraban cuatro latinoamericanos–Mario Vargas Llosa, Fernando Henrique Cardozo, Hernando de Soto y Enrique Krauze–, se inició un debate acerca de la relevancia de los intelectuales en España y América Latina. Ahora, la edición española de Foreign Policy ofrece una lista de "los cincuenta intelectuales más influyentes en Iberoamérica", dominada por escritores: hay alrededor de veinte, entre los que se encuentran Jorge Edwards, Nelida Piñón, José Saramago y Jorge Volpi).
Más allá del hecho de que siempre sorprende encontrarse en una de estas listas, hay que verlas como lo que son: caprichosas, arbitrarias, más un punto de partida para la discusión que uno de llegada. Así, me interesa destacar un par de cosas. ¿Es posible reconciliar la lista de Foreign Policy con las versiones del intelectual/escritor que nos han dejado algunas de las más grandes novelas latinoamericanas recientes? El fin del siglo veinte produjo novelas con intelectuales y/o escritores marginales, que habían perdido su lugar central en el debate público o que lo cuestionaban profundamente. Tres novelas relevantes tienen que ver con ese tema: en Respiración artificial, Ricardo Piglia imagina al intelectual como un exiliado en su propio país, tratando desesperadamente de encontrar el sentido extraviado de la historia argentina; en La virgen de los sicarios, Fernando Vallejo crea un intelectual desarraigado, un gramático al que no le queda más que un discurso apocalíptico ante la constatación del fracaso del proyecto decimonónico de nación; en Los detectives salvajes, Roberto Bolaño crea a unos poetas vitalistas que cuestionan la misma idea de la obra –pues ésta no es más que un paso hacia la institucionalización de la literatura que tanto detestan–, y que se consideran enemigos de esos grandes del establishment literario: Paz, Neruda.
Según Nicola Miller en su indispensable In the Shadow of the State, en América Latina el concepto de "intelectual" se usaba hasta mediados del siglo XX prácticamente como un sinónimo de "escritor": el intelectual era el escritor que intervenía en la esfera pública y que tenía algún tipo de relación con el poder. Luego, la expresión comenzó a extenderse a los cientistas sociales. En su libro, Miller también sugiere que no se puede operar sobre la base de una definición fija del concepto de "intelectual"; lo que vale la pena analizar son "los cambios de criterio" para la definición, reveladores "de la relación entre poder y conocimiento en una sociedad". Así, si bien la lista de Foreign Policy está llena de escritores, políticos y cientistas sociales, llama la atención la presencia de Almodóvar, Jaime Bayly y Yoani. Almodóvar es el único cineasta de la lista; en la tan mentada era de la imagen, ¿no debería haber más? Bayly es escritor, pero también un exitoso conductor de programas televisivos. De nuevo: el mundo de la televisión tendría que estar más representado. En cuanto a Yoani, ella es la única que ha ingresado a la lista por su trabajo exclusivo como blogger.
Foreign Policy muestra tímidos cambios de criterio en la definición del intelectual. Algunas novelas latinoamericanas del fin de siglo, y la inclusión de Almodóvar, Bayly y Yoani en la lista, señalan el camino a seguir para los próximos años: habrá menos escritores, habrá más gente del mundo del cine y la televisión, habrá más bloggers.