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La tinta perdida

Lejos de entonar otro canto nostálgico, advierto que empieza a ser una excentricidad sacar una libreta para escribir algo más que un dato en unos tiempos donde lo físico se reemplaza por lo virtual, que además es ingrávido y requiere menos esfuerzo. Pertrechados en nuestra solitaria sala de máquinas, completamos la ilusión de estar conectados sin gastar más energía que la de un tecleo autodidacta. Desde el sexo al trabajo fijo o del ocio hasta las compras -showrooming se le llama a la nueva costumbre de ir a una tienda tan sólo a mirar modelos y precios para luego comprar on line-, la realidad cambia sus formatos y con ellos se desvanece una parte de nuestra idiosincrasia a la vez que se gesta el nuevo sesgo del presente. En las reuniones, mi cuaderno cada vez está más solo, rodeado de iPads y encantadoras pantallas en las que la gente escribe sin el susurro de la punta del bolígrafo sobre el papel. Ese sonido de mecedora, de tierno arañazo, de pulso inquieto que aguarda la pausa del párrafo, se sustituye por un adictivo y compacto cling. Atrás quedaron los mapas caseros o las postales abreviadas, ahora apenas escribimos a mano la carta a los Reyes de nuestros preescolares porque el género epistolar se proyecta vía e-mail, sin posibilidad alguna de perfumar el sobre para el enamorado cómo alguna vez hicimos de adolescentes. Dicen que al escribir a mano el cerebro recibe retroalimentación de nuestras acciones motoras. Y está científicamente probado que refuerza el proceso de aprendizaje al involucrar varios sentidos. Sin olvidar el fetichismo: empezar una libreta es un placer tan incontestable como el pan caliente o la sábana recién lavada. Hasta el extremo de que la editorial Steidl lanza un perfume de papel; que Mac y Microsoft crean una ilusión de escritura manuscrita a través del teclado; o que algunos ya no podemos vivir sin el papel panamá de nuestros dietarios. Un ensayo, The missing ink de Philip Hensher, avisa de cómo el gesto de la escritura registra nuestra individualidad y nuestra naturaleza más íntima. De nuestra verdad. Dentro de pocos días, la casa especializada en manuscritos y autógrafos Profiles in History pondrá en manos de afortunados coleccionistas más de 300 cartas escritas por Napoleón, Dickens, Einstein, Mata-Hari o John Lennon que podrán respirar y atesorar, subastadas a precio de oro. Hurgar en ellas es una suerte de voyeurismo literario que ilustra acerca de la expresión humana del conocimiento y las emociones. En una de ellas, escrito en tinta, Van Gogh subrayó estas palabras: “El dolor nos recuerda que no estamos hechos de madera. Eso es lo bueno de la vida”. Ni de madera ni de plasma.

(La Vanguardia)

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5 de diciembre de 2012
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I. El alma rebelde de Sichuan

Liao Yiwu ha venido a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de manera silenciosa, pues ni siquiera aparece en la lista oficial de escritores invitados. Lo trajo la editorial Sexto Piso, la cual acaba de publicar su libro de crónicas El paseante de cadáveres, que no puede leerse sino con fascinación y asombro, porque revela la otra China oculta, ese mundo aún rural y arcaico donde bullen las tradiciones escondidas bajo la coraza de cemento armado de la China moderna que se encamina a ser la primera potencia económica del mundo. Esa China subterránea donde, como el mismo Yiwu afirma, los pequeños seres que nadie ve, "se mueven como ratones debajo del piso mientras alguien los persigue".
Nacido en Sichuan en 1958, vino al mundo bajo la estrella catastrófica de El gran salto adelante, la pretendida transformación industrial iniciada por Mao Zedong, que debería poner a China por delante como potencia siderúrgica, bajo el eslogan "superemos a Estados Unidos, atrapemos al Reino Unido", y que al arrancar a millones de campesinos del cultivo de la tierra para dedicarlos a la producción de acero a toda escala, trajo una colosal hambruna que costó incontables vidas. Y esa misma estrella funesta persiguió a Yiwu en su infancia al sobrevenir la siguiente catástrofe, la Revolución Cultural, cuando su padre fue señalado de contrarrevolucionario, un delito cuya calificación quedaba en manos de los jóvenes radicales de la Guardia Roja, y que se pagaba con el ostracismo, las humillaciones, y hasta con la muerte. Para colmo, su madre fue a dar también a la cárcel acusada de comerciar en el mercado negro.

 

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5 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La elocuencia del defecto

Prácticamente todas las obras de arte son intrínsecamente defectuosas. Gracias a Dios. Puesto que de lo contrarios serían no labores humanas sino divinas.

Pero hay, con todo, una diferencia, entre la obra plástica o la escritura equivocadas y el defecto en su composición. Naturalmente tanto en un caso como en el otro se trata de diferentes grados pero no es lo mismo lo feo que lo imperfecto, ni tampoco es lo mismo, dentro y fuera del arte, lo deforme que lo falto de culminación.

No puede decirse que esa obra deja de ser bella porque se equivoca respecto a una armónica regulación sino, sencillamente, que su trazo sigue un rumbo, acaso incalificable o deficiente, se trate de la pintura, la narrativa, la música, el filme. La circunstancia hará, al cabo, que la obra aparezca sellada por un defecto (firmada o filmada como un garabato) o resulte en efecto contrahecha. En realidad, la contravención ineficiente de algo en una novela, una música o una obra plástica puede ser el motivo de que su atracción o su turbación aumente. Y no poco porque la ausencia melancólica de lo perfecto constituya el compasivo factor de su atracción. Sino porque nada es más fuerte que la ausencia para crear presencias, la falta para otorgar realidad, ni nada es más seductor que la imposibilidad de poseerlo por completo todo.

Lo que no está en una obra y sólo se revela mediante el defecto no perjudica necesariamente el efecto sino que tendería si la obra es todavía buena a acrecentar su aura y su evocación. Toda obra, en suma, que no deje a la invención del receptor la holgura de su oferta será una obra que empache por su exceso. Los cuadros de Palazuelo son perfectos. No hay nada que decir. Pero los de Gordillo, Barceló, Bacon o Ràfols Casamada son interminables por su defecto de concreción.

Igualmente las escrituras de Kafka son imperfectas en su vana intención pero resultan incomparablemente más evocadora que la de un perfecto Thomas Mann. Más cercanamente, la escritura de Antonio Muñoz Molina será impecable pero es más sugestiva la relativa imperfección de Manolo Longares que hace por hacerlo bien. Ninguno de los dos puede ser del gusto del mismo lector pero su diferencia radica en que mientras el pulimento de Muñoz Molina se saborea como un polo, la prosa de Longares se saborea a fondo, como un filete del menú.

Ser perfecto, alcanzar la perfección, es la senda a cuyos lados cunde el negocio de los tenderetes religiosos, pero ser adorablemente imperfecto como Julia Roberts es un prodigio que no se puede aprender. Las escuelas tratan de escolarizarnos, hacernos escolares. O lo que es lo mismo, procurarnos un puesto seguro en la grada numerada del estadio académica, pero nada más allá.

Como en las advertencias o en las admoniciones eficientes, el maestro no debe decirlo ni anotarlo todo. Esto ahoga al interlocutor o crea un rechazo en quien se ve investigado. Tanto el castigo como la censura, la exposición como la composición deben poseer una holgura. Un defecto que no es otra cosa que su ángel. Y el ángel no está ni se describe, ni se dicta ni se copia. Sólo se presiente, se padece o se adivina.

La idea de completar todos los ángulos de un proyecto ahoga las soluciones más agudas. Esto lo saben bien los grandes arquitectos, los buenos pintores y los escritores con impulso. El cuadro no debe acabar con la mirada del receptor sino promover su opción sobre lo que no pudo haberse pintado. O no está filmado o no está escrito o referenciado.

La facultad de la deficiencia no faculta directamente al genio. Pero lo contrario es verdad: sin una determinada deficiencia es imposible crear. Oscar Wilde decía: "Cultiva tus defectos; será aquello que más envidien tus enemigos". La deficiencia es potencial de ida y el defecto es la primera fuente de la originalidad.

Puede ser que la deficiencia anule o mate, pero ¿qué decir de la soga que rodea el cuello del santo como consecuencia de haber seguido el inmortal camino de la perfección?

 



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5 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Más Afuera

Cuando se trata de escritores como Jonathan Franzen, que llevan la facultad de narrar tan interiorizada como el ballenero su arpón (y pienso por ejemplo en la inolvidable presentación nocturna de Queequeg ante el llamado Ismael en la versión de Moby Dick de John Huston), no tiene demasiado sentido hacer distinciones entre ensayo y ficción. Hablen de lo que hablen, ese tipo de escritores están siempre contando historias al mismo tiempo que reflexionan sobre lo que cuentan, y qué les importa la etiqueta que les pongan luego.
En este libro que ahora presenta la editorial Salamandra se reúnen trabajos escritos entre 1998 y 2011 y que en principio no tienen mucho que ver entre sí: artículos de costumbres, comentarios de libros por lo general no convencionales o actualmente descatalogados, viajes ornitológicos, trabajos periodísticos de encargo y mucho material extraído de cursos universitarios, conferencias, talleres de escritura y entrevistas, todo ello con numerosas incursiones en la teoría literaria.
Pero Jonathan Franzen goza de gran prestigio y es una figura nacional, lo cual le autoriza a trufar sus escritos de noticias, comentarios y opiniones personales, hasta el extremo de que él mismo acaba siendo uno de los personajes principales, si no el que más, de su libro. Lo cual me lleva a enlazar con la observación inicial acerca de la no distinción entre ensayo y ficción. Lejos de haber una tesis, una antítesis y una síntesis, como suele hacerse en los ensayos, o una presentación, un nudo y un desenlace si se tratase de un relato, el lector no puede anticipar el contenido del escrito porque el discurrir discursivo de Franzen es imprevisible. Y pongo como ejemplo el relato que da nombre al libro. En teoría todo empieza cuando, cansado de la interminable campaña para la promoción de su última novela, el narrador decide marcharse muy lejos y elige la isla que los lugareños conocen como Masafuera. Al parecer allí vivió largos años un marinero inglés llamado Alexander Selkirk, cuyas aventuras le sirvieron de inspiración a Daniel Defoe para el personaje de Robinsón Crusoe.
Antes de salir hacia la isla, el narrador visita a la viuda del escritor David Foster Wallace, que le da una cajita con cenizas del suicida para que las esparza por la isla. Una vez allí, el relato de los sucesos en la isla se interrumpe para dar paso (15 páginas) a un largo excurso sobre la novela de Defoe y su influencia sobre la novelística inglesa, pero con frecuentes noticias personales y el recuerdo de Foster Wallace, cuyo doloroso, injusto, incomprensible y todavía no asimilado suicidio volverá intermitentemente a ser planteado en apartados posteriores. Al final resulta que el motivo confesado del viaje (avistar a un pajarillo endémico en la isla y que recibe el curioso nombre de rayadito de Masafuera) no se cumple y emprendemos una desalentadora retirada.
Lo mismo cabría decir de otras circunstancias igualmente decisivas en la vida del narrador, tales como sus matrimonios: las causas del fracaso del primero, la mala conciencia (todavía no resuelta) que le provocó una ruptura que privó a su pareja (el supuesto amor de su vida) de aquellos hijos que ésta tanto deseaba tener y que no tendría porque su reloj biológico ya había dado las fatídicas campanadas. Sus relaciones entre adulto con su pareja actual.
Si el lector así lo desea, y con sólo hacer una lectura transversal de los textos aquí reunidos, puede hacerse una pequeña biografía de Jonathan Frenzen, desde la época en que vivía con sus padres hasta la actualidad, pasando por los estudios, la carrera literaria y el triunfo o (una y otra vez) la traicionera muerte del amigo. Y lo resalto no como crítica sino a título informativo, y para poner sobre aviso al lector. Pero éste puede darse por satisfecho por el abundante material que se le suministra acerca de una persona (el propio Jonathan Franzen) que fascina al narrador. Cabe decir que, autobiografías aparte, el libro se lee con gran interés porque además de ameno está muy bien escrito. Como era de esperar.

Más Afuera
Jonathan Franzen
Salamandra



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4 de diciembre de 2012
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Nihilismo antropológico… Desastre pedagógico

La enorme regresión que caracteriza nuestras sociedades (no ya respecto a los proyectos emancipatorios de la modernidad, sino también respecto a la concepción del ciudadano que tenían los griegos) se traduce en textos como ese Preámbulo de la Ley Wert ya evocado. De todo aquello en lo que pueda jugar un papel el nivel educativo, el legislador de nuestro país se queda con "la capacidad de competir con éxito en la arena internacional". No parece pasarle por la cabeza la posibilidad de una ordenación social en la que el ciudadano no esté determinado por la necesidad de abrirse pasos a codazos a fin de alcanzar esas "ventajas competitivas en el mercado global" de las que la educación sería instrumento.
Mas la tesis de que las bases de este horizonte social en el que nos desenvolvemos son tan inevitables como los principios que rigen el orden natural, y por eso es absurdo luchar contra él tiene como corolario el que nunca se dará la situación en que para los ciudadanos en general y no tan sólo para un sector o una élite "esté resuelto lo relativo a la naturaleza y al ornato de la vida". Condición esta que Aristóteles situaba como necesaria para que se desplegara el pensamiento y en general todo aquello que es fundamental para la existencia específicamente humana. Transcribo una vez más la líneas claves de este texto que en tantos hizo sentir que persistía un interno rescoldo de la exigencia de libertad.
"...Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el asombro. Al principio su asombro es relativo a cosas muy sencillas, mas poco a poco el asombro se extiende a más importantes asuntos, como fenómenos relacionados con la luna y otros que conciernen al sol y las estrellas y también al origen del universo. Y el hombre que experimenta estupefacción se considera a sí mismo ignorante (de ahí que incluso el amor de los mitos sea en cierto sentido amor de la sabiduría, pues el mito está trabado con cosas que dejan al que escucha estupefacto). Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber y no por un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis .Pues sólo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de confort y recreo estaban cubiertas empezó a buscarse un conocimiento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún provecho. Pues así como llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que si misma".

Si la subsistencia en un entorno digno no se ha logrado o se halla amenazada, cabe que se convierta en el objetivo principal que mueve al espíritu, y entonces el animal humano queda mutilado no sólo en su capacidad de conocer y simbolizar, sino muy probablemente también su capacidad de amar, si por amar se entiende inclinación a superar la barrera respecto a aquel en quien se ha reconocido otro representante la propia humanidad. Y obviamente todo aquello que se engloba bajo los términos genéricos de artístico, narrativo o poético queda fuera del horizonte, salvo en modalidades caricaturescas, que suponen ya una degradación del uso mismo de esos términos. Por ello, hacer propia esta tesis de Aristóteles conduce inevitablemente al combate político.

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4 de diciembre de 2012
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El Boomeran(g)
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