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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Acteón y los cínicos

Cuenta Ovidio en las Metamorfosis que cierto día Acteón trepa por un cerro y, al internarse entre unos matorrales, atisba la repentina desnudez de varias jóvenes, una de las cuales resulta ser Diana, la veleidosa Artemisa de los griegos. Al verse descubierta, la púdica e iracunda hija de Júpiter transforma al intruso en ciervo y deja que los sabuesos de éste -Melampo, Icnóbates, Pánfago, Dorceo, Oríbaso, Lélape, Nebrófono, Terón, Ptérelas, Agre, Hileo, Nape, Pémenis, Harpía, Ladón, Dromas, Cánaque, Esticte, Tigre, Alce, Leucón, Ásbolo, Lacón, Aelo, Too, Licisca, Hárpalo, Melaneo, Lacne, Labro, Agriodunte, Hiláctor, Melanquetes, Teródamas y Oresítropo- le den caza al impertinente cazador. Los canes no tienen clemencia: según el poeta, muy pronto la jauría "hiende en su cuerpo los dientes, y faltan lugares para las heridas." Y añade: "Por todos lados lo rodean y, hundiendo los hocicos en su cuerpo, despedazan a su dueño".

 

            Desde la Antigüedad abundan las historias de perros salvajes que, desconociendo su naturaleza doméstica, se lanzan en contra de sus propietarios. Más cerca de nosotros, en Un grito en la oscuridad (1988), basada en el caso de la australiana Linda Chamberlain, Maryl Streep es acusada de asesinar a su pequeña hija Azaria cuando en realidad ésta ha sido devorada por un dingo. Todos estos relatos encierran el miedo ancestral a que el "mejor amigo del hombre" regrese a su estado primigenio y se convierta en una fiera como tantas. Por ello, los perros que atacan a los humanos pertenecen a la peor categoría de criminales: los traidores.

            La enloquecida trama de la "jauría de Iztapalapa" no escapa a estas referencias míticas: como en el relato de Acteón -recreado en la luminosa pintura de Tiziano o en la delicada ópera de Charpentier-, la acción ocurre en el Cerro de la Estrella, una zona mal urbanizada que, debido a la criminalidad y el abandono, parece haberse revertido a su estado natural. Tampoco suena a coincidencia que ésta sea la delegación más brava de la ciudad ni que desde tiempos prehispánicos esté asociada con diversos cultos femeninos -o con los rituales satánicos y la brujería denunciados en estas estrambóticas semanas.

            Lejos de estas resonancias, el asunto se muestra como una fábula, más a la manera de La Fontaine que de Esopo, en la que se concentran todos los problemas de la justicia en México. Primero, un crimen: cuatro cadáveres -uno de ellos de un niño de brazos, como la australiana- con la carne destrozada. Pese a que los vecinos alegan no haber escuchado ladridos, las autoridades señalan como culpable a una banda (una manada) de perros salvajes. Con la eficacia que la caracteriza, la policía se apresura a realizar una desmadrada serie de arrestos (de redadas) sin esperar los resultados forenses ni recabar el perfil de los acusados. La tragedia se decanta en farsa cuando las redes sociales exhiben que los mordelones sean responsables de atrapar a otros mordelones: una vez más, criminales y policías no se diferencian.

            Sin limitarse a los confines de Iztapalapa, las autoridades detienen a medio centenar de cánidos sin preocuparse por establecer si tienen dueño. Incluso el flamante jefe de Gobierno presume la captura, como si se tratara de un grupo de narcotraficantes, aunque apresurándose a aclarar que el capo (el macho alfa) permanece prófugo. Desoyendo sus derechos -si no respetan los humanos, ¿cómo iban a preocuparse por los animales?-, la policía encierra a los detenidos para realizarles las pruebas periciales que comprueben sus delitos. De inmediato, las asociaciones protectoras de animales denuncian los abusos policiales y el trato inhumano recibido por los detenidos.

            Por último, en un giro que, de no ser por la gravedad de los casos previos, movería más a la indignación que a la solidaridad, no tarda en aparecer un movimiento cívico, jalonado por las redes sociales, llamado #YoSoyCan26, que exige la inmediata liberación de los presos. Como ocurre una y otra vez, las autoridades reconocen que han capturado a inocentes -en otro chiste fácil, se alega que los culpables quedan libres al pagar una mordida- e invitan a la sociedad a adoptarlos. (En una nueva pifia, los trámites para hacerlo resultan indescifrables). A estas alturas, la confusión replica la de todos los casos policíacos humanos presentados en los últimos años ante la opinión pública, y a la postre nadie sabe lo que en verdad ocurrió en Iztapalapa. 

            Frente a esta exhibición de los vicios de nuestro sistema judicial, quizás resultaría mejor imitar a Diógenes, uno de los grandes filósofos cínicos -cinis significa "perro" en griego"-, y entregarles linternas a nuestros policías para ver si con ellas pueden distinguir a los culpables a plena luz del día. Y, si ni siquiera así los capturan, habría que recomendarles que, en una mínimo acto de justicia poética, al menos se decidan a bautizarlos con los nombres que Ovidio adjudicó a los sabuesos de Acteón.

 

twitter: @jvolpi

 



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20 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Guerras necesarias

Es clásica la diferenciación entre guerras necesarias y guerras de elección. Las primeras se definen porque no hay otra opción: la guerra es el único camino para evitar un mal mayor que está perfectamente garantizado en caso de no hacer nada. Las guerras optativas responden a una decisión política que conduce a preferir la guerra a la diplomacia, las sanciones o la negociación.

La que ha emprendido Francia en Malí pertenece al primer tipo, las guerras necesarias, aunque buena parte de los países europeos y de la comunidad internacional parecen comportarse como si fuera del segundo, una guerra opcional francesa en la que no se juegan sus intereses. No es así. El presidente francés ha mandado sus aviones y sus soldados a Malí porque no había otra respuesta posible al avance de las columnas insurgentes. Nada se podía negociar ni nadie había con quien negociar. Ningún papel puede jugar la diplomacia, ni nada puede disuadir a las katibas islamistas de que sigan cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad, atacando y expulsando a la población e imponiendo la sharía islámica más rigurosa como método de dominación.

La guerra cuenta con la cobertura legal interna del Gobierno de Bamako, que ha pedido la intervención militar urgente para evitar que los rebeldes islamistas del norte lleguen a la capital y se apoderen del país entero. También con cobertura multilateral internacional, a través de la resolución 2085 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobada por unanimidad el pasado diciembre, con los votos de Rusia y China. La guerra necesaria es una guerra justa. Lo es la causa, bien delimitada por la propia resolución de las Naciones Unidas, de restaurar la integridad territorial de Malí y evitar así que el país saheliano se consolide en un Estado terrorista. Cabe calificarla de defensiva, tanto para los malienses que sufren el régimen de terror islámico implantado en el norte y la amenaza de su extensión al sur, como para los países vecinos e, incluso, los europeos, tal como ha demostrado su extensión a Argelia por la acción sangrienta de la banda de Mojtar Belmojtar en la planta gasista de In Amenas. No es una guerra por la energía, tal como reza un típico reproche antibelicista, sino una guerra en la que está en juego la seguridad energética de los europeos.

La mayor paradoja de esta guerra es que sea Francia sola quien la libre, como si esta crisis fuera un tema regional, de calibre menor para Estados Unidos y para la Alianza Atlántica, comprometida en cambio en el lejano Afganistán. No lo es en absoluto para la Unión Europea, que se enfrenta a ella cuando todavía no ha terminado de salir de la crisis del euro y tiene evidentes dificultades para reconocerse y actuar como agente de estabilidad y seguridad, no ya en el mundo, sino meramente en el entorno regional donde se hallan los grifos del petróleo y del gas que llega a los hogares europeos.



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19 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Poe Toaster.- Desde hace tres años, desapareció el llamado Poe…

Poe Toaster.- Desde hace tres años, desapareció el llamado Poe Toaster que aparecía cada 19 de enero, día del cumpleaños de Edgar A. Poe, en la tumba en Baltimore -vestido de negro y con un pañuelo blanco- llevando una copa de coñac y tres rosas que luego dejaba sobre la lápida. La célebre ceremonia del hombre misterios quizá tampoco se repita este año, pero los turistas no dejan de ir a la tumba y rendirle honores a Poe e, incluso, al desaparecido Poe Toaster.



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19 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Este poema de un desconocido

al dios Pan procede de las Carmina del Codex Turicensis 78 (que data del inolvidable siglo noveno) y se atribuye a Ovidio. Son los cuarenta y ocho vocativos del dios Pan.
Úsese con moderación.
Rustice lustrivage capripes cornute bimembris 
Cinyphie hirpigena pernix caudite petulce 
Saetiger indocilis agrestis barbare dure 
Semicaper villose fugax periure biformis 
Audax brute ferox pellite incondite mute
Silvicola instabilis saltator perdite mendax 
Lubrice ventrisonax inflator stridule anhele 
Hirte hirsute biceps fallax niger hispide sime 
Scabrens ariole spurce bruticle fatucle! 
¡Rústico, rondamalezas, patacabra, cornudo, bimembre,
del río Cinifio, engendro lobuno, veloz, tarugo, insolente,
cerdoso, indócil, inculto, bárbaro, rudo,
semicaprino, velludo, huidizo, mentiroso, biforme,
atrevido, irracional, impetuoso, empellejado, tosco, mudo,
silvícola, tornadizo, bailón, depravado, falso,
escurridizo, ventritonante, hinchante, rechinante, jadeante,
erizado, hirsuto, bicéfalo, impostor, negro, híspido, chato,
sarnoso, adivino, sucio, brutico, faunejo!


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19 de enero de 2013
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Editorial nº 189

Una vez fui una chica de provincias, una catalana recién llegada a Madrid, con falda corta y negra, media melena y un bolso demasiado lleno. No tenía miedo, mi padre me había enseñado que en la vida te puedes permitir algunas debilidades, pero nunca la de ser cobarde. Aun y así, conocía las servidumbres del respeto y a pesar de mi juvenil determinación estaba obligada a entrar de puntillas en la cabina de mando de una cabecera mítica, Marie Claire. Nunca tuve la sensación de aterrizar en un templo del glamour, una jaula extravagante o la meca del posfeminismo. Cierto es que de todo ello había un poco en aquella casa donde la moda era una coartada para apartar como zarzas los tópicos sobre mujeres y no caer en la petulancia de hablar en nombre de todas. Me encontré con un equipo aventajado en cortar el aire para cerrar páginas. Con un pozo sin fondo de reporterismo, buenas historias, fotógrafos de moda, y un reino de abejas laboriosas capaces de convertir un estudio fotográfico en la vía láctea. A día de hoy, solo puedo ser indulgente con aquél vértigo alimentado por el lápiz de mi imaginación escribiendo historias imposibles. Siguieron años felices, números de baño y números antifrío, los especiales de sexo y los de pasarela, el premio contradiction, las campañas contra los malos tratos. Los años difíciles, los equilibrios mantenidos, el 25 happy birthday con Karl Lagerfeld. Mientras escribo mi editorial número 189, mi último editorial, pasan en moviola los rostros de quienes después de aquilatar, uno por uno, ciento ochenta y nueve números de Marie Claire, nos hemos ido a casa, ya cerrada la noche, satisfechos y locuaces como si hubiéramos salido a cenar. Tantos compañeros en el arte de compartir, discrepar y construir, con el orgullo de que muchos de quienes me acompañaron sean hoy profesionales de éxito al frente de publicaciones y grandes proyectos. Dieciséis años es algo más de la media de duración de los matrimonios españoles, por ello la biografía compartida con quienes estáis al otro lado, leyendo esta página, no es residual. Las lectoras. Esa es la verdadera razón por la que dirigir Marie Claire ha sido algo más que un trabajo. Una vocación. «Demasiado joven», me contaron que fue la única objeción a mi fichaje, hace dieciséis años. Pero acabé siendo merecedora de tal confianza. Pura serendipity que este número de Marie Claire esté dedicado a los jóvenes. A su desnudez existencial, que tan magistralmente capta la cámara de Ryan McGinley, y a la incertidumbre que los acecha en un territorio desconocido donde deben tomar impulso para plantar su árbol. A pesar de que el futuro se escriba en precario y de que las salidas se hayan ido cerrando ?sin manual de instrucciones?, la generación que nació en los ochenta tiene hoy una llave en sus manos. Ignoro si es la «generación yo» o la «generación Facebook», los ni-nis o los no-nos. Las etiquetas limitan y ensucian la originalidad. Por ello, como habitantes de unos tiempos donde no hay otra pedagogía que la de la perseverancia, saben que deben revestirse de nuevos lenguajes que puedan sostener el nuevo mundo. Tan solo necesitan una oportunidad. Y hoy no nos queda otra opción más sensata que la de aprender de ellos. Porque sería presuntuoso creer que es nuestra huella la que importa. No, es el pálpito de quienes edificarán castillos entre la vigilia y el sueño bajo los pliegos de este papel couché. Gracias. (Marie Claire)

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19 de enero de 2013
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El Boomeran(g)
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