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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los Bang y la crónica coral

Me llaman de una radio de Chihuahua, en el norte de México. Me dicen que espere un minuto en línea dos, antes de salir al aire. La idea es hablar sobre Generación ¡Bang!. Ya casi estamos al aire. El conductor anuncia mi entrevista y lee la contraportada al aire. Le describe a los auditores la portada, y cuenta que ya estoy en línea, desde Sudamérica. 

Me pregunta cómo nace la idea del libro, cómo fue la selección de los autores, cómo podría definir el libro.

-Es una crónica coral de México y el narco- le digo.

Repite varias veces "crónica coral", como quién intenta calzar piezas que no cuadran. Y luego comienza a enumerar a los autores de la antología. Cuando nombra a Marcela Turati, le digo:

-Ella es de Chihuahua. Es una gran periodista.

El conductor de la radio se sorprende. Confiesa que no sabía que era de Chihuahua, y confiesa que tampoco sabía quién era Marcela Turati. Nada nuevo. Pasa con la mayoría de los ¡Bang!: en un pequeño círculo se les conoce en detalle, pero la mayoría no los conoce.

Alcancé a decirle que en días pasados, Marcela Turati ganó el premio Lyons de la Universidad de Harvard por su cobertura al tema del narco. ¡Los Bang! siempre están ganando premios internacionales. Esa vez,hablando con la radio de Chihuahua, me quedé con ganas de leer partes de las respuestas de Marcela en la entrevista que le hice para Generación ¡Bang!

Extractos de un coro, como estos:

¿Qué están contando ustedes, los cronistas, de la guerra narco que no esté contando el periodismo convencional?

Los cronistas estamos trascendiendo el ‘ejecutómetro' (ese brutal conteo diario de asesinados que realizan los reporteros de la nota roja) y le estamos dando rostro a la guerra, la dotamos de historias, de significados, antecedentes, implicaciones y explicaciones.
La numeralia y el registro diario de hechos son importantísimos y es admirable la labor que están haciendo los reporteros policiacos. Por nuestra parte, las y los cronistas, con nuestras historias, estamos humanizando la guerra y ayudando a derribar los mitos en los que el presidente basó su estrategia así como el discurso violento e irracional de los narcotraficantes. Si ahondamos en el horror quitamos el disfraz a las mentiras que señalan que esta es una guerra de ‘buenos contra malos', que la mayoría de los que mueren son delincuentes o ‘en algo malo andaban', que muy pocos eran inocentes -o ‘bajas colaterales, como le gustaba nombrarlos al presidente- o que esta guerra debe pelearse a balazos, como se hacía en el Viejo Oeste.
No es lo mismo registrar que aparecieron 12 albañiles asesinados en un bosque cerca del Distrito Federal a viajar a las comunidades selváticas de las que salieron para contar quiénes eran, en qué soñaban, cómo lucen las chozas donde nacieron, quién los contrató para su último trabajo, cómo se les aparecen en pesadillas a sus madres, cómo viven el trauma sus hijos, cómo el rumor fácil que los señalaba como ‘narcoalbañiles' terminó por rematar a su familia.
Cada cadáver que aparece amarrado y colgado de un puente, o apilado con otros, o en una fosa común tiene una partícula de verdad que contar. Si logramos escribir sus historias estamos colaborando para que nuestros lectores salgan del caos en el que la violencia nos ha sumido, encuentren algún sentido a lo que ocurre, comiencen a domar el miedo y a intervenir.
La apuesta de los cronistas es propiciar que nos rebelemos a la normalización de la violencia, picar al lector para que salte de su silla, para que se sienta incómodo, para que reaccione, para que no se sienta ajeno ante esto, para que desee cambiar esta historia.

¿Es más seguro el periodismo narrativo para cubrir hechos de violencia?

El riesgo que se corre es similar aunque diferenciado.
Los más expuestos y valientes siempre serán los reporteros policiacos y los reporteros locales, porque viven en medio de las balaceras y no tienen oportunidad de tomarse un fin de semana lejos de los balazos.
Y los que nos consideramos cronistas y que trabajamos para medios nacionales (lo aclaro porque hay cronistas muy buenos en las redacciones regionales) también vamos a los frentes de guerra y, muchas veces, sin conocer bien el terreno, sin tiempo para prepararnos, o confiando en personas a las que apenas conocemos. Si bien, nosotros podemos darnos el lujo de tomar un avión, regresar a casa y cambiar de tema, pero la dinámica del conflicto nos hace viajar constantemente a zonas de guerra y, algunas veces, cuando menos nos damos cuenta estamos parados sobre arenas movedizas.

¿Cuáles son las cinco cosas que nunca debe hacer un cronista que quiere escribir sobre la violencia que afecta a su ciudad, y su país?

1. Exponer a una víctima a que sea revictimizada.
2. Arriesgar la propia vida por una nota.
3. Hacer tratos con alguna de las "partes" del conflicto.
4. Usar a los reporteros locales para que le surtan a uno de noticias (esos reportajes publicados en medios nacionales o internacionesl generalmente ganan premios y los periodistas locales terminan amenazados).
5. Darse tanta importancia como para pensar que uno mismo es "la nota" (todos lo vimos -asqueados- en Ciudad Juárez).

 

 

 

@menesesportatil 



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21 de enero de 2013
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El final de una madre

Si bien todos coincidimos en que Colm Tóibín es uno de los mejores escritores vivos, solo quienes lean su último libro se percatarán de que, además, es un soberbio poeta. O dramaturgo, porque este reciente monólogo de María, la madre de Jesús de Nazaret, está pensado para ser representado en un teatro. Me refiero, claro está, a The Testament of Mary, recién aparecido inglés y posiblemente ya en trance de traducción al español. No sé si los traductores optarán por traducir testament por Testamento a la manera bíblica (como en Antiguo Testamento), o por Evangelio, que es el sentido más cabal: el Evangelio de María, o según María.

El monólogo de la madre del sacrificado es muy sorprendente. Como es lógico, María no podía ser cristiana, pero su rechazo de las instituciones judías, del poder rabínico, pero también de los seguidores de su hijo, la empujan hasta "el otro Templo" de modo que, con el escaso dinero que le queda, compra una estatuilla de Artemis que le sostiene el ánimo. Una María pagana es algo digno de consideración, aunque es cierto que estaba viviendo sus últimos años en Éfeso, vigilada y mantenida por unos pocos discípulos de su hijo, cuyo fanatismo la exaspera. Ella sabe que alguno de los discípulos está escribiendo mentiras sobre lo que sucedió en Jerusalén y que la odian porque ella sabe la verdad, razón por la cual procede a contarnos lo que realmente sucedió.

Lo más conmovedor es que María vive atormentada por la última escena que vivió con su hijo y que nadie excepto ella va a contar. Aun cuando los signos del amor entre ambos son indudables, María expone su desconcierto ante el cambio repentino del hijo, cuando se convierte en predicador público, factor de milagros o hechicero que resucita a Lázaro (una de las figuras más escalofriantes del relato), sin que ella entienda absolutamente nada de lo que está proponiendo. Esta incomprensión llega hasta su raíz cuando, en la última disputa con sus protectores (o secuestradores), María pregunta por la razón de tan espantoso sacrificio. "Ha sido para salvar al mundo y para darnos la vida eterna", responden los discípulos. "¿A todo el mundo?", pregunta la anciana. "Sí, a todo el mundo", responden. "No merecía la pena", concluye María.

Esta incomprensión radical está ligada al espanto con el que hubo de asistir a la crucifixión de su hijo, a la atmósfera siniestra y amenazante que soportó en el Gólgota, y al terror que acabó por hacerla huir del escenario. Contra lo que luego contarán los evangelistas, contra la imaginería cristiana posterior, María no recogió en su regazo el cuerpo del hijo muerto. No lavó el cadáver, como repite una y otra vez, obsesionada por su traición, sino que escapó antes de que Jesús entregara su espíritu.

Tóibín muestra una emocionante comprensión de la culpabilidad de María. Entiende que es una pobre mujer, ignorante y dolorida, a la que ha sucedido algo desmesurado, pero la desmesura no consiste en que su hijo resucite muertos o transforme el agua en vino, sino en que muriera sin el auxilio de su madre.

Esta es la tragedia de María: ella se ve a sí misma como una madre que ha abandonado a su hijo cuando más la necesitaba. Por eso en un momento de desesperación grita: "¡Si el agua puede volverse vino y los muertos regresar a la vida, entonces yo quiero que el tiempo retroceda!". No sabemos a quién se lo está pidiendo, ¿a su hijo, a Artemis?, pero exige un milagro que le permita reparar la traición, la cobardía, y acoger en sus brazos al hijo muerto.

Tóibín cree en la posibilidad de que este fabuloso monólogo se ponga en escena a pesar de su duración. ¿Aguantaría un espectador actual las tres o cuatro horas que puede llegar a durar, con un solo personaje en escena? Tengo entendido que su primera opción era Vanessa Redgrave, pero que la actriz hubo de rechazarlo porque se veía incapaz de memorizar un texto tan extenso. Finalmente será Fiona Shaw quien estrenará la pieza en Broadway esta primavera. También sé que hay una opción en castellano. Ojalá podamos asistir a un drama que, entre otras virtudes, sobresale por su audacia, algo realmente infrecuente en lo que llevamos de siglo.

Yo querría ver ese final. Antes de que los focos se apaguen, María nos confía que está dirigiendo sus palabras "a las sombras de los dioses" y que lo hace sonriendo, smiling as I say them. Ella, que está rogando a los dioses que el mundo retroceda para poder reparar su traición, lo hace sonriendo, como una suplicante de Sófocles. La madre del Salvador transformada en heroína griega. Me parece una de las escenas más difíciles de la historia del teatro. Ojalá podamos aplaudirla.

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21 de enero de 2013
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Nudismo maternal

Observo una y otra vez las fotos de Shakira con su vientre de ocho meses al aire y me pregunto por qué razón las mujeres embarazadas -especialmente las primerizas- sienten la urgente necesidad de fotografiarse desnudas. Desde aquel striptease de Demi Moore en Vanity Fair hace veintiún años, la maternidad de las celebrities se ha convertido en scoop recurrente siempre que enseñen su ombligo dilatado por la piel tirante. Pero sobre todo importa la transformación de su cuerpo exhibido como un trofeo en plena celebración de la maternidad. Se trata de un ritual de pasaje (el que se instaura ante la modificación de roles y estatus, ¡y qué mayor mudanza que la maternidad!) cada vez más aplaudido socialmente y que entronca con las representaciones de la fertilidad de las Venus paleolíticas. Los nuevos códigos de imagen, así como la aceptación pública de la desnudez maternal, han propiciado que famosas como Claudia Schiffer, Jessica Simpson, Paz Vega, Martina Klein o ahora Shakira, con su vientre rotundo, encarnen el deseo que también albergan millones de madres anónimas de inmortalizar el milagro de dos latidos en un mismo cuerpo y una declinación de la belleza entendida como ternura. De exhibir su tripa, lo más abultada posible, como una forma de mostrar su orgullo de madre y a la vez como búsqueda para reconocerse a sí mismas impregnadas de ese baile hormonal en el que la realidad adquiere formas caprichosas y lo urgente deja de parecerlo. Las embarazadas a menudo han sido representadas como mujeres serenas que esperan, “en estado de buena esperanza”, se decía antes. La espera forma parte de la historia de las mujeres y su tiempo se ha tejido con hilos de expectativas: desde aguardar a que los hombres regresaran de la guerra o del trabajo, a que los hijos se hagan mayores, a que les llegue la regla o se les retire… “Las madres no escriben, están escritas”, leo en Maternidad y creación (Alba), un libro en el que se reflexiona sobre el cuerpo de la mujer cuando actúa como una “tierra bella” para ser explorada. El maternonudismo contemporáneo, en cambio, nos ilustra acerca de todo lo contrario: la mujer espera, sí, pero de pie y desnuda, autoexplorándose. Sin indolencia y con actitud de plantarse frente el futuro. Aunque eso ya no sea noticia, ni la americanada que sin duda acabará prosperando, como Halloween, denominada baby shower -una fiesta con regalos para la madre y el bebé durante el embarazo-, en el caso de la colombiana con fines benéficos. La noticia en este caso es que a la estrella latina que canta canciones sobre lobas y waka-wakas la acompaña en las imágenes el padre, Gerard Piqué, enlazando sus manos sobre la barriga idolatrada. Un hombre diez años más joven que ella, también desnudo de cintura para arriba, que viene a demostrar que hoy no sólo se trata de exhibir el orgullo maternal, sino también el del hombre que se siente embarazado. (La Vanguardia)

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21 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sísifo catalán

No hay nuevo guion. Es el de siempre. Las mismas discusiones, las mismas dificultades, incluso las mismas palabras. Con tripartito incluido: esto de ahora ya es evidente que tiene tres patas, tan discordantes como los trípodes anteriores, inestable por definición, sin autoridad presidencial capaz de fijarlo. Y también es evidente que pediremos la luna y terminaremos a ras de suelo, Sísifos catalanes condenados a trasportar la piedra hasta lo alto antes de que vuelva a caer una y otra vez al pie de la montaña.

Estamos en mitad de la recesión más pavorosa que hayamos vivido las actuales generaciones. La Unión Europea se fragmenta y evapora a ojos vista. Nuestro sistema de bienestar social se va cayendo a pedazos. El sistema político que nos ha dado paz, estabilidad y prosperidad en los últimos tiempos se halla carcomido por la termita de la corrupción. Las instituciones, arrastradas por el barro del desprestigio. Y a unos pocos miles de kilómetros las katibas del terrorismo de Al Qaeda asaltan las plantas de gas que calientan nuestros hogares e intentan hacerse con el poder de un Estado entero en el corazón geoestratégico de Africa.

Mientras tanto, nuestros diputados recién electos siguen dándole al lápiz con su declaración. De soberanía, por supuesto. Económica, política y energética incluso, si se quiere. Precisamente lo que estamos perdiendo por todos lados y vamos a seguir perdiendo unos y otros y todos juntos si no reaccionamos. Y no es una ironía, sino fruto de una creencia cada vez más intensa y extendida. Cuidado, se nos dice, no es una cuestión meramente subjetiva, sino expresión de una voluntad popular expresada en las urnas y que obliga como mandato a los gobernantes. La realización de una declaración de soberanía estaba en el programa de la mayoría salida de las urnas y hay por tanto una obligación de aplicarla.

Bien, bajemos de la estratosfera y atendamos por un momento a esta idea. La teoría del mandato electoral parte de una creencia difícil de sustentar. Y es que las elecciones no sirven para contar con diputados que hagan y voten leyes y Gobiernos que las apliquen y gobiernen, sino que hacen hablar al conjunto de los ciudadanos como si fueran un individuo para dar instrucciones concretas: hacer una declaración de soberanía, por ejemplo. Es el pueblo que habla.

Cabría entenderlo así en los sistemas presidenciales, como el francés o el estadounidense, aunque con la salvedad de que el mandato popular que recibe el presidente puede entrar en contradicción con el mandato popular del Parlamento o sucede con la presidencia francesa de vez en cuando con la cohabitación. Pero no es este el caso de Cataluña. No lo es a pesar de la presidencialización electoral que funciona en España y de la especial presidencialización catalana, fruto de la huella de Tarradellas y Pujol. No lo es tampoco porque hay varios niveles de elección y de Gobierno, igualmente legítimas, y no en todas las ocasiones arrojan resultados concordantes. Y sobre todo no lo es por los últimos resultados electorales, que fueron una denegación en toda regla de la presidencia plebiscitaria planteada por la campaña de Artur Mas.

Toda la hoja de ruta de la transición nacional debía ser de un tenor totalmente distinto con una mayoría absoluta de CiU y un Parlamento con una mayoría abiertamente soberanista de más de dos tercios, los necesarios para la reforma estatutaria. Artur Mas habría tenido manos libres y mandato electoral. Ahora no tiene ni lo uno ni lo otro. Está en manos de Junqueras y no tiene mandato presidencial para liderar y negociar en nombre del pueblo soberano como pretendía.

Los mandatos electorales solo se podrían tener en cuenta si ?reflejaran puntos de vista estables tanto de los electores individuales como del conjunto del electorado?, según señala la autorizada voz de Stanley Kelley en un libro clásico como Interpreting elections. Estamos exactamente en la situación opuesta, en uno de los momentos más volátiles de la vida política de los últimos 40 años, tal como reflejan las elecciones y las encuestas. Y es difícil creer que la medicina ante tanta inestabilidad sea crear más inestabilidad.



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20 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Acteón y los cínicos

Cuenta Ovidio en las Metamorfosis que cierto día Acteón trepa por un cerro y, al internarse entre unos matorrales, atisba la repentina desnudez de varias jóvenes, una de las cuales resulta ser Diana, la veleidosa Artemisa de los griegos. Al verse descubierta, la púdica e iracunda hija de Júpiter transforma al intruso en ciervo y deja que los sabuesos de éste -Melampo, Icnóbates, Pánfago, Dorceo, Oríbaso, Lélape, Nebrófono, Terón, Ptérelas, Agre, Hileo, Nape, Pémenis, Harpía, Ladón, Dromas, Cánaque, Esticte, Tigre, Alce, Leucón, Ásbolo, Lacón, Aelo, Too, Licisca, Hárpalo, Melaneo, Lacne, Labro, Agriodunte, Hiláctor, Melanquetes, Teródamas y Oresítropo- le den caza al impertinente cazador. Los canes no tienen clemencia: según el poeta, muy pronto la jauría "hiende en su cuerpo los dientes, y faltan lugares para las heridas." Y añade: "Por todos lados lo rodean y, hundiendo los hocicos en su cuerpo, despedazan a su dueño".

 

            Desde la Antigüedad abundan las historias de perros salvajes que, desconociendo su naturaleza doméstica, se lanzan en contra de sus propietarios. Más cerca de nosotros, en Un grito en la oscuridad (1988), basada en el caso de la australiana Linda Chamberlain, Maryl Streep es acusada de asesinar a su pequeña hija Azaria cuando en realidad ésta ha sido devorada por un dingo. Todos estos relatos encierran el miedo ancestral a que el "mejor amigo del hombre" regrese a su estado primigenio y se convierta en una fiera como tantas. Por ello, los perros que atacan a los humanos pertenecen a la peor categoría de criminales: los traidores.

            La enloquecida trama de la "jauría de Iztapalapa" no escapa a estas referencias míticas: como en el relato de Acteón -recreado en la luminosa pintura de Tiziano o en la delicada ópera de Charpentier-, la acción ocurre en el Cerro de la Estrella, una zona mal urbanizada que, debido a la criminalidad y el abandono, parece haberse revertido a su estado natural. Tampoco suena a coincidencia que ésta sea la delegación más brava de la ciudad ni que desde tiempos prehispánicos esté asociada con diversos cultos femeninos -o con los rituales satánicos y la brujería denunciados en estas estrambóticas semanas.

            Lejos de estas resonancias, el asunto se muestra como una fábula, más a la manera de La Fontaine que de Esopo, en la que se concentran todos los problemas de la justicia en México. Primero, un crimen: cuatro cadáveres -uno de ellos de un niño de brazos, como la australiana- con la carne destrozada. Pese a que los vecinos alegan no haber escuchado ladridos, las autoridades señalan como culpable a una banda (una manada) de perros salvajes. Con la eficacia que la caracteriza, la policía se apresura a realizar una desmadrada serie de arrestos (de redadas) sin esperar los resultados forenses ni recabar el perfil de los acusados. La tragedia se decanta en farsa cuando las redes sociales exhiben que los mordelones sean responsables de atrapar a otros mordelones: una vez más, criminales y policías no se diferencian.

            Sin limitarse a los confines de Iztapalapa, las autoridades detienen a medio centenar de cánidos sin preocuparse por establecer si tienen dueño. Incluso el flamante jefe de Gobierno presume la captura, como si se tratara de un grupo de narcotraficantes, aunque apresurándose a aclarar que el capo (el macho alfa) permanece prófugo. Desoyendo sus derechos -si no respetan los humanos, ¿cómo iban a preocuparse por los animales?-, la policía encierra a los detenidos para realizarles las pruebas periciales que comprueben sus delitos. De inmediato, las asociaciones protectoras de animales denuncian los abusos policiales y el trato inhumano recibido por los detenidos.

            Por último, en un giro que, de no ser por la gravedad de los casos previos, movería más a la indignación que a la solidaridad, no tarda en aparecer un movimiento cívico, jalonado por las redes sociales, llamado #YoSoyCan26, que exige la inmediata liberación de los presos. Como ocurre una y otra vez, las autoridades reconocen que han capturado a inocentes -en otro chiste fácil, se alega que los culpables quedan libres al pagar una mordida- e invitan a la sociedad a adoptarlos. (En una nueva pifia, los trámites para hacerlo resultan indescifrables). A estas alturas, la confusión replica la de todos los casos policíacos humanos presentados en los últimos años ante la opinión pública, y a la postre nadie sabe lo que en verdad ocurrió en Iztapalapa. 

            Frente a esta exhibición de los vicios de nuestro sistema judicial, quizás resultaría mejor imitar a Diógenes, uno de los grandes filósofos cínicos -cinis significa "perro" en griego"-, y entregarles linternas a nuestros policías para ver si con ellas pueden distinguir a los culpables a plena luz del día. Y, si ni siquiera así los capturan, habría que recomendarles que, en una mínimo acto de justicia poética, al menos se decidan a bautizarlos con los nombres que Ovidio adjudicó a los sabuesos de Acteón.

 

twitter: @jvolpi

 



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20 de enero de 2013
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