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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Shirley Jackson y la belleza de lo macabro

Jonathan Lethem escribió que en algunos de sus cuentos Shirley Jackson (1916-1965) podía verse como "la hermana secular de Flannery O'Connor". Jackson, la gran representante del gótico norteamericano del siglo pasado, no es tan conocida como Flannery O'Connor en el mundo hispanoamericano, pero eso puede que cambie gracias a la reedición de Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula, 2012), una obra maestra con un memorable párrafo de inicio: "Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto".

Después de leer a Shirley Jackson se entiende de dónde proviene una parte fundamental del gótico contemporáneo de Joyce Carol Oates y Stephen King. King llegó a decir que sólo había dos grandes novelas de lo sobrenatural en los últimos cien años (Una vuelta de tuerca, de Henry James, y La maldición de Hill House, de la Jackson); en sus dos principales novelas -La maldición de Hill House (1959) y Siempre hemos vivido en el castillo (1962)--, Shirley Jackson renovó para nuestros tiempos la narrativa de la casa embrujada, y, aunque creía en la presencia de lo sobrenatural en nuestras vidas, para ella importaba más cómo se manifestaban los efectos del "encantamiento" en la psiquis de sus personajes (aunque no lo parezca al principio, son los personajes, no las casas o los lugares, los verdaderos embrujados); King aprendió la lección y copió el molde de la Jackson, sobre todo en sus primeras novelas (El misterio de Salem's Lot es la más obvia, pero el hotel Overlook de El resplandor también tiene muchas deudas con Hill House).

Joyce Carol Oates escribió que, de los grandes adolescentes de la ficción norteamericana de mediados del siglo pasado -Holden Caulfield en El guardián en el centeno, Scout en Para matar a un ruiseñor, Frankie en Frankie y la boda--, "ninguno es tan memorable como Merricat", de Siempre hemos vivido en el castillo. Merricat (Mary Katherine) tiene un lazo indisoluble con su hermana Constance: no la cuestiona moralmente a pesar de que se sospecha que es ella quien, seis años atrás, ha envenenado con arsénico a toda la familia. Merricat está muy consciente de que el pueblo los odia, pero ella, una entrañable sociópata, devuelve los favores y solo quiere que el pueblo se pudra y quedarse a vivir aislada con su hermana en la casona de Blackwood Estate. Como narradora, es dueña de un lenguaje elegante que no esconde su lado más cínico y perverso. Su profunda insatisfacción puede entenderse a partir de la opresiva situación de la mujer a mediados del siglo veinte. A su lado, la alienación de alguien como Holden Caulfield se ve como algo más bien amable.

¿Quién o qué es eso que "camina solo" en la casa embrujada de La maldición? Los lectores de hoy, acostumbrados a tanto horror explícito en el cine y la televisión, podrían decepcionarse de la ambigüedad con que Jackson trabaja el misterio en La maldición de Hill House. Pero ella sabía -y hay que aprender bien esta enseñanza- que está bien revelar algo del misterio, pero que muchas veces puede ser más impactante sugerirlo.   

 

(La Tercera, 23 de febrero 2013)


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1 de marzo de 2013
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II. Códigos del mal y el bien

He leído algunas crónicas, entre ellas una de Mayté Carrasco, corresponsal de El País, acerca de lo que significó el dominio de la ciudad de Gao, en Malí, por parte del Movimiento para la Unidad de la Yihad en África Occidental (MUYAO) y del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad (MNLA), que impusieron la sharía, el código islámico totalizador de la conducta que incluye normas morales que deben gobernar la vida privada, y reglamenta lo que pertenece al mal, y lo que pertenece al bien, una clasificación a la que es necesario atenerse a riesgo de volverse uno infeliz. El dogma con fuerza de ley a la que nadie puede escaparse.
Veamos algunos de los lemas pintados en las calles de Gao por el aparato de propaganda del MUYAO: Juntos por el placer de Dios todopoderoso y la lucha contra los pecados. La sharía es la pureza de la mujer.
Pero este otro se lleva la palma: vivir bajo la sharía es vivir con felicidad. La imposición de la felicidad significó cortar a los ladrones la mano con que había cogido lo ajeno, meter en las mazmorras a los herejes, y desollar el lomo a latigazos a los fumadores y a quienes se atrevían a dirigir la palabra a las mujeres en la vía pública. Semejante estado de sitio de la felicidad perfecta duró diez largos meses, grabados con sangre en la memoria de la gente.

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1 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La potencia del átomo

Stéphane Hessel ha muerto apenas cinco años después de que, a sus 90 años, se hiciera famoso en el mundo entero. Su proeza fue un libro de 32 páginas que llama a la rebelión contra los poderes políticos y económicos establecidos. Impulsa a resistirse contra la injusticia, la superexplotación, el neoliberalismo salvaje, la falsa democracia y la corrupción rampante. Clama en fin contra todo el mundo institucional que odiamos los ciudadanos comunes de Oriente u Occidente, donde se revela la gran estafa de un sistema que aún aspira a "refundarse"

El éxito de este panfleto hesseliano del que se han vendido casi 5 millones de ejemplares en unos 100 países del mundo expresa la cristalización de un malestar de prácticamente toda la Humanidad de clases medias y obreros frente a unas estructuras cada vez más crueles y expoliadoras.

Le bastó a Stéphane Hessel un puñado de folios para aumentar la intensidad emocional de los potenciales rebeldes y para sumar a su descontento la conciencia de otros millones de personas que no había escuchado todavía el fuerte grito de un ¡basta ya!, procedente de un viejo sabio cuya autoridad se había forjado no sólo bajo las torturas de la Gestapo y la reclusión en dos campos de concentración nazi sino en su participación en la elaboración de la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, poco después de la Segunda Guerra Mundial.

Ni El Manifiesto Comunista de 1848 podía aspirar por las circunstancias históricas y el incipiente desarrollo de los medios de comunicación a un impacto tan grande, a pesar de su majestuosa importancia. El Manifiesto se parece al panfleto de Hessel, ¡Indignaos!, en su potencia y en su breve extensión, un texto o átomo, un tomito de 23 páginas que explota como una bomba. La gran diferencia es, sin duda, que tanto Marx como Engels, sus autores, no habían cumplido aún 30 años, 60 menos que Hessel y que, no por casualidad, mientras las palabras de este se proponen la destrucción de lo existente sin una clara alternativa futura, El Manifiesto, más romántico, expone un programa para el porvenir tras haber aniquilado la maldición capitalista.



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1 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La revolución del papa conservador

Quizás era inevitable que a un papa tan carismático como Juan Pablo II le sucediera uno poco versado en el arte de seducir a la gente; lo que sorprendió a todos fue que el nuevo papa, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), más que exento de carisma, era simplemente alguien para quien los baños de multitudes y los largos viajes transcontinentales para predicar la palabra de Dios resultaron ser una forma nada disimulada de la tortura. Los problemas de salud terminaron por minar a un papa anciano, que solo quería quedarse en casa, y lo llevaron a tomar una decisión revolucionaria que repercutirá en la forma de entender el puesto de líder de la iglesia católica.

Benedicto XVI ya era un hombre poderoso durante el papado de Juan Pablo II; estaba a cargo de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la organización destinada a promover la ortodoxia católica. Elegirlo era apostar por el continuismo, dar un voto de apoyo al proyecto puesto en marcha por Juan Pablo II (frenar los impulsos del ala más liberal de la Iglesia). Sin embargo, ser papa consiste en mucho más que defender un proyecto ideológico. Porque Benedicto XVI es un teólogo más a gusto entre libros y encíclicas, y el puesto para el que se lo eligió no necesita tanto de un intelectual como de un hombre capaz de transmitir visceralmente la fe. Durante ocho años asistimos al espectáculo escasamente conmovedor de un papa que no terminaba de entender ese mundo complejo y turbulento, lleno de desafíos que cuestionaban la relevancia de la iglesia católica.

A Benedicto XVI le tocó un período particularmente espinoso, y no salió airoso del todo. Ante el escándalo de los abusos sexuales dentro de la iglesia Católica, respondió de manera tardía; si bien trabajó para imponer nuevas reglas y prevenir abusos en el futuro, lo cierto es que no tomó medidas duras contra los sacerdotes acusados --salvo excepciones muy obvias como Marcial Maciel Degollado, director de la congregación Legión de Cristo en México- y tampoco castigó a los miembros de la iglesia que ayudaron a tapar el escándalo. Se mostró más duro con los que cuestionaban la ortodoxia católica, los teólogos y obispos que se atrevieron a sugerir que era hora de un lugar menos subordinado para la mujer dentro de la Iglesia.

  El proyecto central de Benedicto XVI puede entenderse como un metódico intento de seguir restringiendo los logros liberalizadores del reformista Concilio Vaticano II. La postura conservadora ante el rol de las mujeres en la iglesia se replicó en otros sectores: el papa insistió en la necesidad de volver a celebrar la misa en latín, y, en un tiempo multicultural, ofendió a los musulmanes con comentarios tontos sobre Mahoma. Todos esos gestos, por supuesto, tuvieron adherentes: el papa le estuvo hablando siempre a los más ortodoxos. El problema es que una iglesia no solo debe sobrevivir sino también necesita revitalizarse con nuevos fieles, creyentes jóvenes y creyentes descubiertos en lugares no tradicionales, a los que el papa no fue a buscar.

Irónicamente, al final de su período, Benedicto XVI fue capaz de un gesto tan radicalmente subversivo como la renuncia a su puesto. No se trata sólo de una muestra de humildad, sino de algo revolucionario: al morir los papas en el puesto, mostraban simbólicamente que eran los representantes de Dios en la tierra. Podía haber ex-presidentes, pero no ex-papas. Ahora, sin embargo, tendremos un papa emérito, y eso hará que la institución del papado pierda algo de su magia cuidadosamente preservada a lo largo de los siglos. Después de un mandato deslucido, Benedicto XVI pasará a la historia por su último gesto como papa. 

(El Deber, 28 de febrero 2013)    



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28 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuestro querido yo

No somos nada sin los demás. Somos buenos o malos, odiados o queridos, simpáticos o antipáticos gracias a los juicios emitidos por los otros. Porque los otros, a fin de cuentas, en el balance definitivo, no son otra cosa que productores de la identidad de mi yo.

¿Cómo no sentir, pues, interés por lo que opinan, hacen, prefieren y desprecian los prójimos? El querer saber sobre los demás no es una forma de cotilleo, sino realmente una exploración básica y alimenticia sobre el ello freudiano en donde nos cotejamos y perfilamos como definidos personajes del ego. Este ego que resulta ser, en consecuencia, una producción de los egos interrelacionados de los demás puesto que no somos sino en comandita. No nos hallamos, pues, como tales sino en consecuencia social.

Durante unos 400 años o más la intimidad fue una completa quimera. Los habitantes de un domicilio dormían arracimados, padres e hijos, parientes y caminantes del lugar. La modernidad, que inauguró el sentido del ciudadano, individuo (indivisible), fue estableciendo una frontera entre el interior privado, reino del yo, y el espacio público, reino de todas las cosas. La cosa pública pertenecía, en efecto, al teórico reino de la claridad mientras la intimidad se correspondía con las impenetrables sombras del hogar, desde el comedor a la alcoba.

Antes de este tiempo, los reyes y reinas se apareaban por primera vez ante una concurrencia de nobles, eclesiásticos o no, y morían, hasta los principios del siglo XX, en presencia de un coro de allegados y una algarabía de plañideras.

El sexo, tan taimado, se hizo público solo en el último tercio del siglo XX pero, a cambio, la muerte fue pasando a la clandestinidad de las herméticas residencias de ancianos, las celadas camas de los hospitales y los encastillados tanatorios del extrarradio. El deseo de saber sobre la vida de los otros fue circunscribiéndose, en el mejor de los casos, a los parientes y allegados. Pero ni eso. La intimidad alcanzó el valor de un tesoro máximo que no se podía revelar.

De ahí que, como marca la ley de la oferta y la demanda, creciera su valor mercantil y vivencial. Viviendo como vivimos en enjambre, el secreto ha pasado a convertirse en el mayor caudal doméstico. Pero no saber de los otros y sus historias personales es igual a perder el sustento fundamental del propio yo. No se trata, pues, de perversión el interés por el secreto o los secretos existenciales de los demás sino la manifestación de un hambre biológica por llegar a ser yo. Una necesidad tan primaria, en suma, como la de existir identitariamente entre el embrollo de lo que somos y lo que no somos en contraste con los percances y el carácter de nuestro querido yo.



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28 de febrero de 2013
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Basta un animal humano

Reitero lo esencial de la tesis aquí mantenida en relación a una de las vertientes de este blog: si el orden social indujera desde la infancia a desplegar las potencialidades que nos singularizan como seres humanos, cada uno de nosotros tendería tanto a ir más allá de la lucha por la subsistencia e incluso la dignidad ornamental de su entorno, intentando ser una proyección singular de la humanidad. El hombre es el animal más social que existe, el animal intrínsecamente marcado por esa ordenación que los griegos designaban bajo el término nómos, ley, término que delimita de entrada los lazos entre hombres y que (como hemos visto en la columna titulada "Ley social y necesidad natural") sólo más adelante acabara designando asimismo correlaciones entre fenómenos físicos. Por ello cualquiera que sea la circunstancia en la que el hombre se encuentra, imperativo para él es sentir que de alguna manera su presencia garantiza ya los cimientos del orden lingüístico, simbólico y de ordenación social en general. La tesis sin embargo presta el flanco a una objeción a la que intentaré dar respuesta.
Lo contingente e irremediablemente trágico del destino humano puede hacer que una persona llegue a carecer tanto de proyección directa en el relevo de las generaciones como de lazos afectivos, más allá de los signos de respeto y consideración de los que todo ciudadano sería merecedor en una sociedad humana digna de tal nombre. Y si la ley marca los vínculos entre hombres ¿qué ley puede imperar cuando un hombre está sólo? Tremendo asunto que enlaza directamente con la idea que estoy barruntando de que ese nudo de relaciones entre seres de palabra que hace la humanidad no exige empírica pluralidad de sujetos, que la humanidad se proyecta por entero en cada uno de los sujetos que lo encarnan:
Aun careciendo de compañía, aun careciendo de alguien a quien dirigir la palabra, y de todo horizonte que permita de manera directa reconocerse en el ciclo de las generaciones, aun careciendo de objetivo para el cual sea necesario contar con los demás, el hombre lucha. Y en la hipótesis de que su subsistencia está ya garantizada, esta lucha va obviamente más allá de la misma: lucha precisamente por mantenerse como el singular animal cuyo objetivo esencial no es la subsistencia.
Aún en la soledad el hombre halla manera de que su día y vida incluya momentos de una tarea fértil para la preservación de su humanidad: tarea en la que continuamente ha de actualizar tanto sus recursos memorísticos como su ingenio, por ejemplo para el aprendizaje de nuevas técnicas, quizás triviales para los demás, mas no para quien tiene la dicha de descubrirlas por vez primera.
Aún en la soledad el hombre activa sus potencias cognoscitivas que puede llegar hasta la disposición de espíritu que caracteriza el ejercicio de las matemáticas, cuya virtud como hemos visto en el prodigioso texto de Aristóteles al respecto, va más allá de toda finalidad práctica.
Aun en soledad, el hombre se inscribe en el tiempo de manera no pasiva, conserva la memoria de fechas simbólicas y así, con independencia de si ello toma la forma de representación de un Hacedor, el hombre vive su destino como algo marcado por el entorno empírico, pero irreductible al mismo.
Aun en la soledad, el hombre tiende, en suma, a garantizar en su propio ser lo esencial de aquello que forja la humanidad manteniendo el lugar físico en que habita no meramente como una guarida, un lugar que protege de amenazas e intemperies, sino como una casa, un lugar dónde hay fuego y amplitud, es decir un lugar apto para recibir a otros hombres y compartir con ellos el alimento y la palabra.
Pues el hombre no está en soledad como podría estarlo un animal, eventualmente mejor dotado por la naturaleza si emergiera un problema de subsistencia. En la persona sola hay un ser de pensamiento y de palabra. Y su perdurar no tiene cabal sentido más que si en él sigue estando presente todo el acervo que caracteriza a la especie, y es en razón de ello que, permanentemente, esta persona habla.
¿Con quién habla pues si nadie puede escucharle? Hace ya tiempo sugería en este mismo foro que la persona que pese a la soledad se encuentra en condiciones de reivindicar su humanidad habla con aquel mismo a quien se dirige Einstein cuando, entre sus convencionales tareas en una oficina de patentes de Berna, aventura en su cabeza hipótesis para las que no había quizás entonces interlocutor competente (de lo cual es indicio el hecho de que tendrían consecuencias para nuestra representación del mundo inasumibles por el propio Einstein). Habla la persona sola con el sujeto humano, sujeto del conocimiento o sujeto forjador de símbolos, sujeto asimismo de ese imperativo por el cual, cualquiera que sea la circunstancia, mientras se dé un hombre, la ley que forja a los hombres está plenamente vigente y que, en el reino de las leyes, de ninguna manera todo está permitido. Habla en todo caso con un interlocutor que es reductible a la situación de soledad en que se encuentra, habla en suma con la matriz, presente en sí mismo del hombre.

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28 de febrero de 2013
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