El éxito que ha tenido En la orilla (Anagrama) de Rafael Chirbes en las listas de fin de año es...
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El éxito que ha tenido En la orilla (Anagrama) de Rafael Chirbes en las listas de fin de año es...

Foto: Simon Scott ¿Desde cuándo ser experimental es un insulto? Mi nuevo post en “Vano...

El juez Castro, en su segunda imputación a la infanta Cristina, ha recurrido al argumento moral para ilustrar, en un claro juicio de valores, dos conductas que, al margen de su reprobación, gozan de buen sedimento en las perfumadas alcantarillas de la realidad. De hecho, vienen formado parte del marchamo del triunfador como pasos determinantes para multiplicar ganancias: “mirar hacia otro lado” y actuar por “codicia”. El del juez es un alegato contra el deseo febril por lo excedente, esa avaricia bíblica de la que tanto hay que guardarse porque siempre acabará trayendo problemas. A pesar de que no lo cite explícitamente, el auto dimana un ajuste de cuentas con el sentido de inmunidad, el mismo que, según los fiscales -que no ven indicios de delito-, puede ser utilizado como un argumento de desigualdad e indefensión al tratarse de la infanta Cristina. Curioso asunto el del privilegio frente a la penalización del apellido, en un tiempo en el que media élite española es presunta y sigue repantigándose en los cenadores Michelin. Parece que, entre los 277 folios del auto, en verdad se esté juzgando un substrato mucho más profundo que guarda relación con el modus operandi de un sistema que, a pesar de haberse anunciado a los cuatro vientos que es caduco, sigue mostrando el óxido de una idealizada ejemplaridad con la que manteníamos a salvo la aspiración de un mundo mejor. Porque en una España estragada por las penurias de la crisis y con tres millones de ciudadanos en situación de pobreza extrema, los agasajos y privilegios de cuna o rango continúan al orden del día. En su ensayo David y Goliat. Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, el periodista del New Yorker Malcolm Gladwell se refiere a lo que los economistas denominan “la ley de los rendimientos decrecientes” para subrayar la importancia de los límites, sobre todo en la relación paternidad-riqueza: “el pasar del no podemos al no queremos”, porque la segunda se trata de una posición mucho más compleja, en cuya sombra se agazapan una moral y una estética. Por ello, recurre a diferentes dichos populares que, en todas las culturas, ilustran la necesidad de poner fronteras al privilegio a fin de evitar la autodestrucción que anida en él: del anglosajón “de descamisado a descamisado en tres generaciones”, al italiano “de las estrellas a los establos”, o nuestro “quien no lo tiene, lo hace; y quien lo tiene, lo deshace”. La codicia, imputada ahora en las portadas de los periódicos, no podía tener protagonistas más simbólicos para ilustrar esa parábola sobre la agonía de la desmesura. Otro asunto es esa histeria que reclama una humillación real cuando las fantasías codiciosas parecían hasta ahora la forma más apropiada de estar en el mundo. (La Vanguardia)

2013. Tener ideales que es lo mismo que tener cojones, valga la redundancia. En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.
De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la rota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos, más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.
Cayó el muro de Berlín, la ciudad divida donde yo viví en los setenta y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo. He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.
Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.
Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.
Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.

No puedo estar más de acuerdo (pueden ver mi balance de fin de año en “Vano Oficio”) con...

El éxito de su autobiografía, publicada como un clásico en Penguin, ha movido al ex vocalista de The...

Pertenezco a ese ínfimo porcentaje de adultos que no conducen. No es fácil adjetivarlos. Contaré que, de pequeña, siempre me mareaba con las curvas, sobre todo en el Coll de Lilla, donde tantas veces vomité procurando no mancharme la punta de las merceditas. A los veinte ya había dejado pagadas tres matrículas de autoescuela, y a lo más que llegué fue a llevar una Mobylette por cuarenta kilómetros de carreteras comarcales entre cerdos y almendros. Y siempre he soportado con desagrado el olor a goma quemada y a gasolina, los tubos de escape humeantes o ese no lugar tan inhóspito que son los parkings subterráneos. La primera vez que me preguntaron por qué no conducía me escabullí con la excusa de falta de tiempo. Después, alentada por algunos de mis amigos, acabé por aceptar que mi conducta evitativa encubría una decisión cabal: algo más profundo me inhabilitaba para ejecutar esforzadas maniobras pero, sobre todo, para salir de mi ensimismamiento a cien por hora. “¿Cómo una mujer moderna como tú no conduce?” me han repetido aquellos que no sabrían vivir sin su coche. Amaxofóbicos se denomina a los que padecen ansiedad y parálisis frente a un volante. Algunos han sufrido malas experiencias en la carretera; otros, cuando maduran, empiezan a menguar en el asiento; ignoro si el concepto también engloba a quienes nunca hemos sentido el más mínimo interés por conducir y hemos levantado un muro mental ante un motor. Cierto es que viajar no es lo mismo que trasladarse. Pla prefirió visitar España en autobús, como Peter Handke. Cela se puso choferesa negra. De Fernán Gómez a Umbral, pasando por Antonio Gala, Pere Gimferrer, Luis Antonio de Villena o Joaquín Sabina, y periodistas como Juan Cruz, Fernando Rodríguez Lafuente, Pedro J. o Carmen Rigalt, curiosamente, la lista de amaxofóbicos entre plumas y plumillas es abultada. ¿Otro tipo de bloqueo? El caso es que no puedo sentirme más dichosa ante la extraordinaria noticia de los 183 muertos menos en carretera que en el 2012. La cifra más baja desde que existen estadísticas -1960, cuando se contaba un millón de coches frente a los treinta y uno que circulan hoy-. En medio siglo se han reducido en un porcentaje gigantesco -de más del 90%- los accidentes mortales, un gran triunfo en el inacabable proceso civilizatorio. Y ahí están los encomiables esfuerzos en materia de seguridad vial. Aunque algunos psicólogos aseguren que el coche -a cierta edad y entre la población masculina- figura la potencia del falo, hoy ya no es símbolo de estatus ni de conexión; resulta mucho más necesario un portátil o un smartphone. Las nuevas fórmulas propiciadas por la crisis como el compartir coche, las rebajas en la alta velocidad o los vuelos low cost también han contribuido a matizar su centralidad. Sea como sea, me pregunto si a esa fobia influye que musicalmente siempre haya preferido el Born to be alive al Born to run, incluso sobre cuatro ruedas. (La Vanguardia)

Una extravagante lógica nos impulsa a creer que las naciones se hallan destinadas al progreso, que la línea de la Historia conduce de un pasado de barbarie a un porvenir civilizado, que poco a poco los individuos ganan nuevos derechos y que muy pronto el orbe se acercará a una utopía de libertad y justicia. Por más que guerras y genocidios nos desmientan, nos resistimos a dejar atrás esta ilusión. Quizás por ello sorprenda tanto que un país que en tiempo récord dejó atrás una tiranía, tramó un admirable negociación entre sus facciones, se encaramó en un vertiginoso ascenso económico y se abrió como pocas a la tolerancia y la diversidad, hoy sea capaz de retroceder en todos estos rubros a una velocidad mucho mayor.
A la muerte de Franco, España acarreaba un sinfín de patrones autoritarios, sus regiones parecían volcadas a una fuga paralela a la de Yugoslavia, la Iglesia y el ejército continuaban como poderes dominantes y la democracia se abría paso con timidez en el anacrónico sistema dinástico heredado por el Caudillo. Y, sin embargo, las fuerzas cívicas desatadas en la Transición lograron imponerse para generar una de las sociedades más dinámicas y ejemplares de los últimos decenios.
Entre 1983 y 2009, los diversos grupos políticos parecían haberse puesto de acuerdo sobre el modo de conducir a España hacia los más altos niveles de vida, no sólo de la Unión Europea -el motor que la impulsaba-, sino del planeta. En lo que hoy luce como un parpadeo, la monarquía recobró su prestigio como garante de la estabilidad institucional, el sistema autonómico logró conservar la unidad territorial -pese a las amenazas del terrorismo vasco-, los sectores clericales fueron arrinconados y una inesperada riqueza alentó un crecimiento sin precedentes.
En medio de esta euforia, España se atrevió a presentarse de nuevo como potencia global -algo inédito desde el siglo xvii-, fuese como líder de una pujante comunidad de 400 millones de hispanohablantes, fuese a través de los exabruptos de Aznar en los noventa. Como fuere, los signos del progreso fueron acompañados por un gran salto adelante en materia de derechos y, tras una primera norma de 1985, en 2010 una importante mayoría secundó las leyes que permitían el aborto (en un avanzado sistema de plazos) y el matrimonio homosexual.
Por desgracia, en ese mismo año las marejadas del crash estadounidense arribaron a las costas de la Península y estas ilusiones se decantaron en pesadilla. El endeudamiento de la banca, sumado a la burbuja hipotecaria, barrió millones de empleos (y esperanzas). Ahogada por la inmovilidad del euro y la austeridad decretada en Berlín, en estos cuatro años España se convirtió en un zombi: un muerto viviente que hoy no hace sino lamentarse de sus pérdidas. Pero lo más desasosegante es que la crisis puso en evidencia que los acuerdos de la Transición no resistieron el fin de la bonanza. La monarquía, celosamente blindada, exhibió su honda corrupción; el sistema autonómico hizo aguas, de modo que hoy la Península se halla tan cerca de desmembrarse como a fines del siglo xviii; la clase política ha alcanzado el culmen de su desprestigio; y, como si se tratara de la más ominosa metáfora del deterioro general de una nación, las reformas sociales de los últimos años están a punto de ser echadas por la borda.
Cuando los electores le dieron la mayoría absoluta al PP para castigar el pésimo desempeño económico de los socialistas, no calcularon que sus miembros la aprovecharían para cumplir su anhelo de devolver a España al pasado en términos de moral pública. Así es como el PP no dudó en presentar una iniciativa para penalizar el aborto que no sólo retrotrae los derechos de las mujeres a antes de 1985, sino que las coloca bajo una tutela externa sin parangón en casi toda Europa (peor, incluso, que en México).
La retórica de la propuesta hace pensar que atravesamos el túnel del tiempo para situarnos en pleno franquismo. No sólo bloquea del todo la posibilidad de que una mujer aborte voluntariamente, sino que se elimina el supuesto de malformación del feto y sólo admite la interrupción del embarazo si se pone en riesgo la salud física o mental de la mujer, previo dictamen de dos facultativos (en un sistema disciplinario de raigambre medieval). Si valiéndose de su mayoría absoluta el PP sanciona esta norma, será el mayor símbolo de que una sociedad puede retroceder en el tiempo, dejando atrás no sólo sus conquistas sino su memoria.
Twitter: @jvolpi

El tirano sabe cómo deben hacerse las cosas. Con un sable en una mano y una chequera en la otra. No admite negativa al soborno. La hoja afilada atenderá a quien lo rechace. Así ha venido comportándose la monarquía saudí desde que encontró en el árido subsuelo de la península arábiga el mayor depósito de riqueza mineral del mundo, los hidrocarburos que la han convertido en una potencia regional y un aliado hasta ahora indispensable de los Estados Unidos de América. La política del sable y la chequera fue fundamental para la estabilidad de Arabia Saudí durante la primavera árabe de 2011. Centenares de jóvenes fueron a las cárceles y multitud de manifestaciones por las redes sociales fueron desarticuladas antes de que reunieran a más de cien personas. Pero un chorro de dinero para vivienda, subsidio de paro y pagas extras para los funcionarios, por valor de 130.000 millones de dólares, fue el líquido más disolvente de manifestantes que podía imaginarse.Desde entonces, la familia Saud no ha dejado de regar la entera geografía árabe. En Túnez se ha gastado 750 millones en proyectos civiles; en Marruecos, 1.250 millones en infraestructuras, sobre todo turísticas; en Yemen, 3.250 millones en ayuda militar y financiera; en Jordania, 1.000 millones en ayuda a los refugiados sirios; en Siria, 400 millones en armas para los rebeldes que combaten contra Bachar el Asad, y en Egipto, 5.000 millones de premio a los militares después de que desalojaran del poder a los Hermanos Musulmanes. La última manguerada es la que acaba de anunciar el presidente libanés Michel Suleiman, en forma de créditos para el ejército por 3.000 millones de dólares, que casi duplican el presupuesto militar de Líbano y triplican la ayuda de Estados Unidos desde 2006. El regalo forma parte de la estrategia saudí en la guerra de Siria: servirá para contrarrestar la fuerza excesiva de Hezbolá, el partido chiita y proiraní que apoya a El Asad; también para distanciarse de Washington y mostrar sus propias cartas en la negociación con Irán sobre el programa nuclear: las armas que comprarán los libaneses serán todas francesas. El arma de la chequera está muy experimentada. La expansión del rigorismo wahabí se ha hecho cheque en mano. Así se han financiado las madrasas paquistaníes. Así se hizo la guerra de los talibanes contra los soviéticos en Afganistán. Arabia Saudí no es el único Estado petrolero que practica la política de la chequera. Con un estilo distinto, también lo hace Qatar. Sirve para hacer política exterior e, incluso, para actuar militarmente fuera. Sus efectos políticos pueden ser visibles a corto plazo, pero a la larga son incontrolables y perversos. El dinero saudí sirvió a la causa occidental en la guerra fría, pero plantó las semillas del fundamentalismo y del terrorismo. Veremos qué frutos da la siembra de ahora.

En Página 12, Silvina Friera hace un balance de los libros que se han publicado en argentina durante...
