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Víctima y verdugo

La avalancha de novelas autobiográficas y biografías noveladas ha de tener algún sentido, pero no se lo veo. Es inquietante porque he escrito tres. El que tengo por actual maestro de la falsa autobiografía verdadera, Edward St.Aubyn, dice que es un modo de escapar a la polémica sobre verdad y novela, surgida tras la avalancha de biografías noveladas.

En una entrevista con la perspicaz Andrea Aguilar, el novelista lo exponía así: hay un océano de banalidad, cosas que la gente dice y hace todos los días, y hay también una sima de tinieblas indescriptibles donde no alcanzan las palabras. Entre estas dos masas corre una estrecha lengua de arena desde la que se percibe lo que es difícil de decir, pero merece la pena intentarlo.

Está bien resumido. Entre la trivialidad y lo siniestro hay una torrentera que separa lo superficial de lo insondable. Lo más hondo no se puede narrar, pero la biografía permite caminar sobre esa temible pista, asomándose a lo siniestro y machacando la vida de la tertulia.

Ahora bien, St.Aubyn ha necesitado cinco novelas, casi mil páginas, para dar cuenta de su experiencia. Ese conjunto, llamado Las novelas de Patrick Melrose (en España lo ha editado Literatura Random House), es uno de los momentos realmente grandes de una novelística, la británica, que casi siempre se inclina por la tertulia, es decir, por lo demótico, incluso cuando es de calidad.

No me extraña. St.Aubyn quería contar una historia inadmisible. De los tres a los cinco años su padre (aristócrata británico) lo sometió a abusos sexuales mientras su madre (millonaria americana) se emborrachaba como un tocino. De aquella niñez desastrosa emergió un yonqui, descrito con atroz exactitud en la segunda de las novelas(Bad news), pero cuando parecía que podía aparecer un cierto sosiego en la vida de aquel niño torturado, regresa la madre, tan monstruosa como el padre, para exigir algo poco común: que el hijo le administre su eutanasia, que el cordero degüelle a su madre. Hacer de Abraham y de Isaac al mismo tiempo no es confortable, pero St.Aubyn asegura que él lo hizo. Añade que hubo de escribir su historia para no matarse.

¿Realmente fue así? Eso nos ha de tener sin cuidado. Es morboso, pero trivial. A lo mejor el autor es un sumiso becario de alguna fundación laborista. No importa. Lo que la falsa biografía permite es asomarse a lo siniestro y St.Aubyn nos lo ofrece con arte. Para no fracasar, el autor contaba con una herramienta excepcional, el canallesco sarcasmo heredado de Evelyn Waugh y la novela de aristócratas calamitosos. Observen esta frase: "La ingenua creencia de que la gente rica es más interesante que la gente pobre, o que la gente con título nobiliario es más interesante que los sin título, sería imposible de sostener si la gente no creyera también que se vuelve más interesante cuando se asocia".

Por ejemplo a un partido político, a un sindicato, a una religión o a una asociación filantrópica. Este es un tono que sólo Waugh y ahora St.Aubyn son capaces de mantener a lo largo de mil páginas para destruir lo que más admiran en este mundo, su sociedad y su familia.

 

Artículo publicado en El País. 

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21 de enero de 2015
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Dolan: todo sobre las madres

En las películas del canadiense Xavier Dolan siempre hay una madre al que su hijo odia, insulta, adora a distancia, llegando, entre expresiones de amor extremo y dependencia, a golpearla y a maldecirla. Las madres son o viudas, o divorciadas, o con un marido inconexo. ‘Mommy', que le ha sacado del ghetto del cine gay y de un cierto malditismo dorado (ganó en el último Festival de Cannes el Premio del Jurado, ex-aequo con Godard ni más ni menos, y ha tenido más de un millón de espectadores en Francia), es, de las cuatro que conozco de una filmografía de cinco, la menos ambiciosa y la más convencional, pese al uso del formato fílmico 1:1, que empequeñece y encapsula los fotogramas. Detrás de ese dispositivo técnico hay un fatigoso melodrama de discapacidad adolescente tampoco redimido por el leve apunte de ciencia ficción: la trama se desarrolla en 2015, cuando el gobierno de Canadá ha dictado una ley que permite a los padres de hijos con un déficit de atención por hiperactividad entregarlos, sin más instancia, al estado. La escena en que Die, la madre de Steve, el chico de quince años que sufre el trastorno, le conduce engañosamente al hospital y lo pone en manos de los loqueros, tiene una gran fuerza dramática, basada en lo que nunca le falta a Dolan, invención visual y libre uso del relato.

         Canadiense de Quebec, Xavier Dolan, actor infantil desde los cuatro años, debutó a los diecinueve como guionista y director de ‘Yo maté a mi madre' (2008), a la que siguió en 2009 ‘Los amores imaginarios', dos fantasías ancladas en la homosexualidad juvenil y la filiación respecto a una madre exuberante y desordenada que en ambas interpretaba su actriz fetiche, la magnífica Anne Dorval. Dorval es capaz de insuflar humor, locura y patetismo a sus personajes maternales, y así lo vuelve a demostrar en la extraordinaria escena final de ‘Mommy', cuando su vecina y salvadora Kyla (Suzanne Climent, otra presencia regular en la obra del cineasta) le anuncia que se va a vivir a Toronto, dejándola sola en el trato y la compañía de su insufrible hijo Steve. Al lado de estas dos excelentes actrices, Dolan es un intérprete sin registros ni encanto, limitado a poner siempre caras de enfado y dar voces estridentes, eso sí, en el vivaz ‘slang quebecois' de los nacidos en Montreal, muy contaminado de anglicismos y casi imposible de comprender para quienes sepan el francés europeo. De hecho, ya en su tercer largometraje, ‘Laurence Anyways', lo mejor de su filmografía, Dolan no actúa, como tampoco en ‘Mommy', aunque podría decirse que todos los papeles masculinos protagonistas, estén o no encarnados por él, son él: seres desubicados, hermosos, impulsivos, que producen una mezcla de fascinación y fastidio emanada seguramente de su radical carácter insolente o su desajuste personal.

      Dolan fue niño prodigio pero no es un ‘enfant terrible' al modo en que lo fue en el cine galo Jean Vigo o lo es Leos Carax. Su filosofía, cuando la imparte en algún monólogo, es elemental y hasta ñoña, su cultura icónica muy superficial, formada en las portadas de las revistas de moda y en los videoclips, que a menudo se cuelan en sus propios relatos como entremeses vistosos con nada dentro. También me atrevo a decir que sin Almodóvar, Dolan no existiría, o no sería lo que es, por mucho que el joven canadiense, comprensiblemente, trate de negar parentescos con el manchego, prefiriendo dar como modelos estéticos los nombres de fotógrafos reputados y -como inspiradoras de ‘Mommy'- las películas ‘Titanic', ‘Batman' y ‘Magnolia'. De esta obra maestra de Paul Thomas Anderson hay enseñanzas y citas literales en ‘Laurence Anyways', la historia de un profesor de literatura y poeta felizmente casado con la publicista Fred, que un día, a los 35 años, decide hacerse mujer. Cuando, después de una escena muy intensa con su esposa, quien tras un inicial rechazo trata no sin dificultad de entenderle y ayudarle, Laurence, ya feminizado, va a la casa familiar bajo la lluvia, a pedirle consuelo a su rígida madre, ésta se pone al fin de su parte, rompe el aparato televisor al que el padre está permanentemente enchufado y sale con su hijo a la intemperie: les envuelve una nieve de cuento de hadas. Otros ‘magnolianismos' aparatosos son la ducha torrencial que le cae de golpe a Fred en su sala de estar, o el revuelo de pañuelos y diversas prendas de ropa de casa en el momento en que Laurence, a punto de ser mujer plena, vuelve a ver a Fred y reanudan su relación. Los fuegos de artificio de Dolan carecen del misterio de los de David Lynch, otra referencia, y del tejido metafórico del cine de Anderson

       Aun así, sus películas da gusto verlas, cuando se supera el tedio de la acumulación de efectos y excursos innecesarios y en la pantalla brilla el ojo infalible y el instinto de narrador inventivo propios de Xavier Dolan. Creador también, además de los guiones y el montaje de sus películas, de los conceptos de vestuario, se tiene la impresión a veces de que los trajes, como los decorados, casi nunca naturales, forman parte de su universo, que, cuando se han visto varias películas suyas, adquiere consistencia, originalidad, poder de hechizo. Usa con frecuencia (y aquí de nuevo surgen los antecedentes ilustres, Cocteau, Almodóvar) las tomas en cámara lenta, logrando que no resulten empalagosas. Y es también un refinado hacedor de encuadres inesperados, hasta el punto de que ciertos fragmentos de sus historias pueden ser leídos como cuadrerías pictóricas en movimiento. Y un memorable brote de genio: tras una hora larga de relato minimizado por el formato 1:1, Steve sale a la calle acompañado de sus dos madres, la biológica y la que le educa, y el propio actor abre con sus brazos los límites de la imagen, que durante diez minutos ocupa la pantalla entera, dejándoles vivir con amplitud y aire libre una pausa de felicidad. Pero cuando esta acaba, vuelve el recuadro cercenado, que de nuevo se abre o libera en la bella secuencia de la excursión del trío al mar, hasta que lentamente se cierra. No hay mundo suficiente en este relato claustrofóbica para el rubio Steve, aunque el final le muestre huyendo de sus celadores.

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21 de enero de 2015
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Bombón

Soy de piropear aquello que me gusta y a quien me gusta. No ahorro en lisonjas ni requiebros cuando, desde un atuendo hasta un brillo en los ojos o un perfume, me agradan. ¿O es que sólo hay que decirlo a través del botón de Facebook? Admirar levemente y atrapar el momento sin miedo a encontrar las palabras para decir “me gusta” es una forma de salir de uno mismo y de afinar la mirada. También de elogiar los aciertos ajenos en unos tiempos demasiado ensimismados en el propio ombligo. Dirán que se trata de cortesías y no de verdaderos piropos, que según el Observatorio contra la Violencia de Género y su presidenta, Ángeles Carmona, deben ser erradicados al constituir una invasión de la intimidad de las mujeres. Porque son actos de violencia. Pero ¿a qué piropos se refieren? ¿O es que los varones hipersexualizados aúllan hoy por las calles y no nos hemos enterado? Porque en España, al igual que en muchos otros países occidentales, las artes de la seducción se fueron diluyendo a medida que nos quedábamos absortos ante las pantallas. Hace tiempo que el piropo callejero entró en decadencia. “Tienes unos ojos preciosos, ¿lo sabes?”, le decía Jean Gabin a Michèle Morgan en El muelle de las brumas, y en Francia, durante años, fue un mantra para ligar. Aquella inocencia se esfumó, al igual que la represión de una España negra, donde llegó a ser prohibido por el Código Penal durante la dictadura de Primo de Rivera, considerado como una costumbre viciosa. Las burbujas festivas de los ochenta trajeron aquel burdo “estás como un tren” -o “como un camión”-, pero ¿quién querría parecerse a un tren o un camión? Improvisados, ocasionales, ingeniosos, también ordinarios, los piropos han conformado un género espontáneo, popular y masculino que, por decoro, ha obligado a las mujeres a bajar la cabeza, aunque en más de una ocasión les hayan subido el ánimo. De joven era de las que se plantaban ante aquel albañil salido que se atrevía a soltar alguna burrada exigiéndole disculpas y pidiéndole que, por su propio bien, se autocensurara. Existen miles de testimonios de guarrerías que un tipo crecido se ha sentido con la autoridad suficiente para estampar contra una mujer, en su mayoría joven. Pero los piropos ofensivos pueden ser neutralizados por una misma -esto no es India ni Egipto- sin necesidad de paternalismos y prohibiciones. En su lugar, que se afinen los valores en la educación para la igualdad, que se haga una pedagogía basada en el respeto y el acercamiento entre sexos. Más ética y menos tonterías: ¿o acaso no ofende más la invisibilidad o la indiferencia que el hecho de que alguien te haga viajar en el tiempo con aires añejos y risibles? (La Vanguardia)

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21 de enero de 2015
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Prohibido hablar, prohibido reírse.

El asalto despiadado contra Charlie Hebdo pasó hace ya algunas semanas, pero nunca se llega tarde a esta clase de acontecimientos. Se trata de un ataque a la libertad de expresión y un ataque a la libertad de reírse, perpetrado desde las oscuras cavernas de la ignorancia fundamentalista que se profesa como religión, porque la ignorancia también llega a ser una profesión de fe.

La indignación ha estallado por todas partes, algo saludable en un mundo donde todos los días vemos amenazada la libertad de palabra. Periodistas decapitados por denunciar a los traficantes de drogas, y perseguidos y encarcelados por exponer los actos de corrupción gubernamental; diarios y revistas que se cierran por temor ante la represión, o por amenazas, o porque los gobiernos les quitan o restringen el acceso al papel de imprenta, o la publicidad oficial; estaciones de radio y televisión compradas por el poder, para acallarlas o mediatizarlas. Todas son formas de intolerancia, tanto como la intolerancia religiosa.

Pero comenzamos a escuchar voces que nos preguntan si los redactores y caricaturistas de Charlie Hebdo no debieron ser más moderados. Nos dicen que si se han abstenido de burlarse de Mahoma, porque todas las religiones merecen respeto, esa tragedia se habría evitado. O sea, que estaba en manos de las propias víctimas quitarse del riesgo de ser asesinadas, con solo hacer uso del buen juicio. ¿Por qué caer en actos de provocación, si uno sabe que en eso le va la vida?

Esas reflexiones sobre la prudencia desbordan la infamia de los asesinatos de París, y se extienden a todo el oscuro territorio de la libertad de expresión, amenazada en tantas partes. ¿Por qué un periodista de esos que son asesinados en Honduras o en México, no piensa mejor en la familia que va a dejar desamparada, antes de exponerse, con sus pertinaces denuncias, a la ira de los narcotraficantes o de los pandilleros? ¿Por qué mejor no se quedan callados los medios de comunicación que hacen revelaciones peligrosas para que no les pongan una bomba? ¿Por qué no guardan silencio los periódicos a quienes reprimen negándoles papel, y así tendrán suficiente para imprimir todo lo que quieran, menos aquellos que al poder no le gusta?

Si se trata de una fiera que ya sabemos que es peligrosa, que tiene colmillos afilados, y no entienden ni de chistes ni de bromas, ¿la sensatez no nos indica que no debemos provocarla, ni burlarnos de ella, ni reírnos en sus narices? Estos razonamientos son parecidos a los que se usan para eximir de culpa de los agresores sexuales. ¿No harían mejor las mujeres en vestirse de manera recatada, en lugar de usar provocativos escotes, o minifaldas atrevidas? Son ellas las que los incitan al pecado, y después no deberían quejarse si las violan.

Si esta lógica de la cobardía prosperara, estaríamos aceptando que la libertad de expresión debe ser cedida por partes, según la sensatez lo vaya dictando, y luego, cuando abriéramos los ojos, nos daríamos cuenta que la hemos cedido toda, y la hemos dejado en manos de quienes, gracias a nuestra prudencia, la estarían ahora administrando: los fanáticos que sólo saben leer en las páginas en blanco del libro de la ignorancia. Los capos del narcotráfico. Los autócratas que tienen proyectos de redención para sus pueblos, y a quienes la palabra libre estorba sus planes.

Y habríamos cedido también el saludable derecho de reírnos en público. De reírnos de las ideas fijas y solemnes, de los personajes pomposos, de las ridiculeces y de las iniquidades del poder, de los políticos corruptos, de los oropeles y fastos con que se visten los reyes del narcotráfico y sus acólitos. Permitiríamos ser expulsados del mundo de la risa, que es por naturaleza irreverente.

No hay risas reglamentadas. Y como la risa es un don creativo, también los administradores de nuestra libertad nos exigirían entregar el resto de nuestras potestades creativas. Escribir sólo aquellas novelas que no ofendan al Dios autoritario que los extremistas tienen en sus cabezas; no más caricaturas, canciones ni películas opuestas a la fe de otros, que debemos respetar al precio de pagarles el tributo del silencio.

Un escritor argelino, Kamel Daoud, se está viendo en esas ahora mismo, después de la publicación de su novela Meursault, Contra-investigación, candidata en Francia al premio Goncourt. Un clérigo salafista del grupo Frente Despertar Islámico, nada versado en literatura, llamó a la ejecución del novelista "por la guerra que está instigando contra Dios y el profeta".

Ahora Daoud se halla bajo amenaza de muerte, aunque la solución, para su tranquilidad, hubiera sido presentar primero su libro a la censura de un imán que apenas sabe leer, a fin de que suprimiera lo que no fuera de su gusto. Y los caricaturistas de Charlie Hebdo estarían vivos si hubieran hecho lo mismo, someter sus dibujos a los dueños de la sanidad religiosa, que no entienden de bromas ni de risas.

Así viviríamos todos felices, serios y callados, contemplando en la pared de nuestras celdas mentales el rótulo PROHIBIDO HABLAR, PROHIBIDO REÍRSE.

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21 de enero de 2015
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¿Oficio para vivir?

Siento una extraña admiración por aquellos que dicen haber aprendido de la vida. Para mí la vida no habla. No habla inteligiblemente y con la suficiente claridad como para asumir adecuadamente sus lecciones. Más bien diría, en mi caso en el de otros, que si la vida nos  parece tan empinada y compleja es porque no acostumbra a presentar problemas que ya aprendimos a resolver. Si este aprendizaje fuera eficiente  nos dejaría libre  mucho tiempo para observar despacio el horizonte, tiempo para contemplar el mar o tiempo,  sencillamente para amar con los brazos abiertos a la mucha gente que nos necesita.

Pero siempre la propia vida nos mantiene tan ocupados y preocupados como a un mal oficinista, torpe e  insuficiente. Día a día se plantean  cuestiones incómodas, desconocidas o mal enredadas a las precedentes. Factores viejos, dolorosos y transformados en una materia innovada e inextricable. La dificultad de vivir obedece a que no hay una buena escuela de vida ni un oficio pasoliniano de vivir. Más aún el oficio sólo parece redondo demasiado tarde, cuando se llega a morir. (Mañana será otro día, menos antipático,  supongo)

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20 de enero de 2015
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