Las tumbas de los autores famosos han fascinado durante años a los lectores y amantes de souvenirs...

Las tumbas de los autores famosos han fascinado durante años a los lectores y amantes de souvenirs...
El rey de Arabia Saudí es siempre un anciano enfermo, de muerte próxima o inminente, objeto de todas las atenciones y rumores. Se conoce el nombre de su sucesor e incluso del sucesor del sucesor, aunque al final son meras cábalas, puesto que este rey tiene todo el poder, incluido el de nombrar a quien deba sucederle, y los sucesores, ancianos normalmente enfermos, pueden morir antes de alcanzar el trono. Shakespeare funciona en el desierto. Oculta en la opacidad de los palacios de Riad hay una larga historia de celos y peleas familiares, asesinatos incluso e intentonas de golpes militares, antes y después de la fundación en 1932 de este reino tribal, en el que los hijos que el fundador tuvo con sus 22 esposas legales son los que han venido sucediéndose en la continuidad de la corona. La función del rey es procrear y mantenerse en el poder, y eso los príncipes sauditas saben hacerlo. Fueron 44 los hijos varones de Abdelaziz Ibn Saud, el primer monarca de un país que, en consonancia con la realidad del poder, adopta el nombre de la familia. Reinan cuando les toca y colocan a sus hijos más capaces en los puestos claves del Gobierno y de las fuerzas de seguridad, defensa e inteligencia, además de prepararles para reinar. Con el actual, Salman, 79 años, son ya seis los hijos de Saud que han reinado y queda todavía Moqrim, 69 años, sucesor ya designado a la espera. El siguiente, Mohamed bin Nayef, 55 años, es el primer nieto de Saud que llega tan alto y deberá esperar a la muerte de sus dos tíos para ese relevo a la tercera generación que todavía no se ha producido. Todo esto es enormemente exótico. La atención europea está en Atenas y no en Riad, y tiene toda la lógica. No es el caso de Estados Unidos, que ha mandado una delegación de altísimo nivel, con Barack Obama al frente, a dar el pésame por la muerte del viejo rey y dar su apoyo al nuevo. El cortejo americano representaba al país entero, todos a una, republicanos y demócratas, la actual presidencia y las anteriores que trataron con Abdalá, la Casa Blanca y el Congreso. Nada que ver con la política doméstica. Y no es casualidad. Saud selló una alianza con Roosevelt, en febrero de 1945, antes de que terminara la II Guerra Mundial, en un célebre encuentro a bordo de un barco de guerra en el canal de Suez, que se ha revelado una de las más sólidas de la historia, tanto al menos como la OTAN. Uno garantiza el suministro de su petróleo inacabable a occidente y el otro ofrece protección y seguridad. No cuentan las diferencias de regímenes y menos las susceptibilidades occidentales sobre las complacencias y rivalidades por la hegemonía entre el rigorismo wahabita de los saudíes y los terroristas islámicos de Al Qaeda o el Estado Islámico, todos ellos sunitas. Tampoco cuentan las fuertes divergencias bien recientes, sobre la guerra de Irak, la primavera árabe o la negociación nuclear con Irán y, naturalmente, un desencuentro de siempre como es el conflicto israelo-palestino. A la vista del cortejo americano, la alianza estratégica sigue plenamente vigente, y con mayor razón justo cuando Washington quiere terminar su guerra fría con Teherán y arden al menos tres hogueras árabes de inestabilidad en Libia, Siria y Yemen, las dos últimas alentadas precisamente por el enfrentamiento entre chiitas y sunitas.
En un prólogo a su novela Los trabajadores del mar, Víctor Hugo se refiere a la penuria que para la condición humana supone el hallarse acotado en primer lugar por sus propios prejuicios, en segundo lugar por las leyes de organización social y en tercer lugar, por lo que él denomina las cosas, es decir, el entorno físico o necesidad natural. Los protagonistas de la narración son marinos de la isla anglo normanda de Guernesey, en la que se hallaba exiliado, y el escritor toma como punto de arranque la tercera de estas constricciones, la necesidad natural, concretizada en el combate del hombre para quien el océano es el horizonte de vida.
El libro lleva una bella dedicatoria a la propia isla que le acogió, la cual hará quizás evocar La Terra Trema, aquella maravillosa parábola sobre el destino humano en un pueblo marinero de Catania, filmada por un Luchino Visconti cuya visión solidaria y conmovida del Mezzogiorno italiano se hallaba en las antípodas de los prejuicios hoy alimentados por los sórdidos manipuladores de la Lega Norte: "Dedico este libro a la roca de hospitalidad y libertad, a este rincón de antigua tierra normanda habitada por noble y modesta gente del mar, a la isla de Guernesey, severa y amable, mi refugio actual, mi tumba probable"
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En estas notas, he venido defendiendo la tesis de que la metafísica, lejos de constituir una figura pasada o declinante, tiene precisamente en nuestro tiempo la ocasión de un verdadero renacer. La idea de base es que en el arranque del siglo XX la física sitúa a sus protagonistas en posición que guarda analogías con la de los fisiócratas jónicos del siglo VI a. C. Ya he señalado que la singularidad jónica no radica en lo más o menos elevado de su conocimiento de la naturaleza. Tales de Mileto se nutre del saber de las civilizaciones del entorno, y el eclipse que se le atribuye hubiera podido ser previsto con igual o mayor acuidad por un astrónomo babilónico o egipcio. La diferencia no reside tanto en el grado de conocimiento técnico, como en la manera de considerar aquello de lo que se tiene tal conocimiento.
Los jónicos saben que la naturaleza es necesidad. Intencionalmente evito expresiones como la naturaleza " responde a una necesidad", que podría dar a entender que la necesidad es exterior a la naturaleza, que ésta obedece a la misma, pudiendo eventualmente no haberlo hecho. La naturaleza es para el jónico algo tan concomitante con la necesidad, que conocer la primera no es otra cosa que reflejar el entramado de la segunda. Los jónicos se ocupan de lo que determina todo acontecer, y por ello con los jónicos se inicia la física en la que, como es sabido, las conjeturas serán baremadas por el grado de adecuación a esta implacabilidad.
Lo implacable de la necesidad natural no significa que el hombre no pueda modificar la secuencia de lo que acontece. La técnica consiste precisamente en esta potencialidad de intervención. Pero la técnica no hace sino actualizar una de las potencialidades de la necesidad, la técnica no intervine a la manera de los dioses, la técnica no lleva a cabo más que aquello que la necesidad posibilita. Por eso precisamente los protagonistas del relato de Victor Hugo a los que arriba me refería, confrontados a la tarea de recuperar la maquinaria de un barco encallado, son presentados por el escritor como paradigma de la limitación por la necesidad.
Traía a colación el texto de Victor Hugo para recordar que esta necesidad ha de ser distinguida de la ley (nomos), la cual determina el tipo de constricción que se fragua en la sociedad humana. No hay ciertamente ciudad (polis) sin ley ( nomos), habrá como mucho una ciudad con una ley amenazada o desquebrajada, pero mientras haya un rescoldo de organización humana la ley está presente. La ley que no tiene nada de natural, no es menos constringente que la necesidad. La ley es a la ciudad como la necesidad es a la naturaleza, pero una y otra han de ser perfectamente diferenciadas, aunque no es tarea del físico focalizarse en esta diferencia. El físico explora la necesidad, nunca esa cosa de los hombres que es la ley. Ello en todo caso mientras permanezca físico, y salvo que su misma práctica le conduzca a dar un radical paso.
La mudanza de The New Yorker.- La mítica revista se muda a las nuevas oficinas en el World Trade Center y ha ido colgando fotografías en su cuenta de Instagram acerca de la mudanza. En ellas podemos ver el desorden, algunos ejemplares de la primera edición, un acto de vandalismo de Truman Capote que será dejado en el olvido, las letras borradas. El blog de Silvia Cobo nos muestra la mudanza en ocho interesantes fotos.
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