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Tentativa

Internet y los smartphones han sesgado la autoridad de secretarias, funcionarios y, en algunos casos, enfermeras, tradicionalmente responsables de poner en agenda visitas y citaciones. A menudo pienso en el trabajo de quienes se dedican a dar horas durante toda una jornada laboral. A veces en jornadas intensivas. Deben vivir dentro de un calendario: al día, semana, mes. O de un minutero que adjudica nombres a las 10.30, las 12.45 o a las 17.00 horas. Cuando una cita no es en firme escriben “tentativa”, porque hay citas que nunca quedan bien selladas. Se cambian, se alteran los nombres, se tachan líneas, se atrasan los planes por una llamada en espera. Pero quienes se dedican a dar horas muestran un obligado aplomo, por mucho que haya horas que se les resistan, incapaces de quedarse quietas, y no acaben de hallar acomodo. Basta una simple confirmación para tener hora fija. Una hora perseguida desde hace meses. Que de aparente urgencia acaba transformándose en aplazada rutina, como ir al dentista o cambiar los armarios de temporada. De la misma forma en que vivimos postrados ante la cultura de lo saludable, acostumbrados a adjetivar como tóxico desde un alimento a una persona o una relación, la ilusión de ordenar el caos persiste tanto en la vida profesional como en la privada. Hay personas que deben programar concienzudamente su ocio, ya que les angustia la hoja del día en blanco, sin planes ni obligaciones que les anclen en la actividad, y, sobre todo, otorguen un sentido a sus actos. La pereza, al igual que el miedo, han sido denostados por la cultura de la competitividad y el triunfo, y, aunque se sientan, deben de ser neutralizados por la vehemencia de la frenética actividad pautada. Pero en un país con más de cinco millones de desempleados, donde a veces parece que no quepamos todos, hay un puñado de horas libres que en lugar de ser estímulo parecen un ataúd. En la encuesta de empleo del tiempo que anualmente realiza el Departamento de Trabajo de EE.UU. se analiza también cómo ocupan su tiempo las personas sin trabajo. Más de un 20%, se dedican a ver la televisión o películas en el ordenador. Por sexos, ellas se aplican trabajando en casa y cuidando de la familia, mientras que ellos salen a buscar trabajo. Y, sorprendentemente, ni un 4% de los desempleados decide estudiar y formarse. Muchos de ellos, no obstante, insisten en llevar una agenda de sus jornadas improductivas, decididos a convertirlas en nutritivas. Por ello, cuando por fin han logrado una cita, debe de resultar enormemente frustrante que se cancele. En la llamada de la secretaria encargada de dar horas anida un tono adusto y parco en explicaciones. Representa la frialdad de quienes están terriblemente ocupados y viven el día como una tentativa para llegar muy alto. Hasta que sus horas también se desparramen en uno de esos vuelcos que da la vida. (La Vanguardia)

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16 de febrero de 2015
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Noches europeas

Negociaciones interminables, noches en blanco incluso, momentos al borde la ruptura, comunicados confusos, declaraciones de madrugada ante periodistas ojerosos... Eso es Europa. Así se ha construido la Unión Europea desde el primer día. El objetivo no era una idílica unión política en la que las viejas naciones se fundirían en una entidad nueva y resplandeciente. Las ideas quiméricas llegarían más tarde. Al principio y en el origen, era evitar la guerra. Eso es exactamente lo que han intentado el presidente francés, François Hollande, y la canciller alemana, Angela Merkel, en Minsk, donde les ha acogido Aleksander Lukashenko, dictador de Bielorrusia, en el poder desde hace 20 años, para sentarse con el presidente ucranio, Petró Poroshenko, y el ruso, Vladimir Putin. Sin el acuerdo de Minsk, el segundo en cinco meses, todo conducía a la guerra entre Rusia y Ucrania, la primera confrontación abierta en territorio europeo después de las guerras balcánicas de la década de los 90. Nada asegura que funcione ni siquiera el alto el fuego que entra en vigor esta madrugada, pero es seguro que a la actual guerra encubierta, o la descarada que pueda declararse si Minsk falla de nuevo, solo la podrá frenar la diplomacia con un acuerdo político. Es decir, un proyecto europeo capaz de interesar e incluir a Rusia en vez de dejarla en la soledad de su enorme centralidad geopolítica euroasiática. Las maratones de discusiones de esta semana en Bruselas, suscitadas por la Grecia de Syriza, no son para evitar la guerra, sino para cuadrar el círculo del cumplimiento de los compromisos europeos por parte del Gobierno griego y de los compromisos electorales por parte de quienes acaban de obtener la mayoría para gobernar. Ambas negociaciones versan sobre el futuro de Europa. Una, de cara adentro: el de sus miembros, su moneda, la toma de decisiones y la solidaridad entre los socios. Otra, de cada afuera: el de sus fronteras exteriores, la relación con los vecinos, su capacidad para defenderse y su fuerza como actor en la escena internacional. En el límite, ambas tratan de lo mismo. Europa está llegando a un grado de madurez en el que todo lo que no sea avanzar es regresar a una letal casilla de salida. Si Grecia abandonara el euro, moneda que se consideraba irreversible, la construcción europea se vería acometida por las dudas. Si Rusia entrara en guerra en territorio ucranio, el pasado trágico europeo regresaría al galope. Encima, Alexis Tsipras, con el legado ideológico que suma la ortodoxia al comunismo, mira de reojo a Moscú. Son dos negociaciones que no están conectadas, pero que son conectables y que los europeístas deberán evitar que se conecten.

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15 de febrero de 2015
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Francisco Goldman y la novela ‘real’ de un crimen político

Estas semanas me acordé de uno de los mejores libros de periodismo narrativo de la última década: El arte del asesinato político, de Francisco Goldman.

Se acaba de dictar sentencia en Guatemala por uno de los peores crímenes de la cruenta guerra civil de 36 años que sufrió ese país en el siglo pasado: el asesinato de 37 personas en la embajada española hace 34 años. El jefe de policía de la dictadura de entonces ordenó prender fuego al edificio y no dejar salir a los campesinos que lo habían tomado para exigir justicia por masacres anteriores. El general Pedro García Arredondo fue condenado. También fue condenado el año pasado el dictador José Efraín Ríos Montt por genocidio de una etnia indígena.

La posibilidad de justicia en esta nación bella y castigada comenzó con el histórico juicio por la muerte del obispo Juan Gerardi, masacrado con una piedra dos días después de presentar el completo informe de las violaciones a los derechos humanos producidas durante la guerra, casi todas por los militares. Ese gran libro es más necesario que nunca para entender lo que está pasando hoy en esa parte del mundo, y también para recordarnos qué buena literatura se puede hacer contando, explicando y sacando conclusiones de una historia real.

Goldman produjo después una novela de hechos ciertos aún más deslumbrante, pero en este caso de carácter autobiográfico: Dí su nombre es el lamento por la temprana muerte de su esposa, la escritora mexicana Aura Estrada, el refugio de la memoria para soportar la pena y la lucha contra el olvido.

En la cercanía Goldman (tan guatemalteco como estadounidense, que escribe en un inglés que de tan cuidado parece fluir libre, y donde cada verbo y cada adjetivo dan siempre en el blanco) es un tipo divertido, mordaz, asiduo de los chistes y los despistes. Pero sus libros tienen la carga dolorosa y el aliento clásico de las tragedias griegas.                    

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Quienes lean El arte del asesinato político, la apasionante disección de la podredumbre moral de los grupos de poder en Guatemala que Anagrama publicó en España en 2009, se encontrarán, en una prosa diáfana y poética, con el relato de una muerte, una investigación, un juicio y sus consecuencias.

Combinando las herramientas y la infinita paciencia de un rocoso periodista de investigación con las dotes literarias y la sensibilidad de un gran narrador, el guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman se abocó a la tarea de atar todos los cabos sueltos y encontrar a todos los personajes del sórdido ‘caso Gerardi’. Le tomó ocho años. Su libro justifica y premia tamaño esfuerzo.

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Este fue el ‘caso Gerardi’: En 1998, tras décadas de abusos militares e impunidad, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (OHDA) de Guatemala sacó a la luz un pormenorizado informe de los crímenes, cometidos príncipalmente contra la población indígena. Dos días después de la presentación del documento, el obispo Juan Gerardi, quien coordinó la investigación, apareció muerto a golpes en el garaje del arzobispado.

Las usinas de los rumores y la desinformación se pusieron rápidamente en funcionamiento: un crimen pasional entre homosexuales, una banda de delincuentes juveniles… hasta hicieron viajar a Guatemala a un extraño profesor español quien sostuvo la hipótesis de la participación en el crimen del viejo perro del cura que vivía en la casa parroquial.

Tres años más tarde, cuando comenzó el juicio, los acusados no eran los ‘sospechosos habituales’: pertenecían a la élite de inteligencia del ejército, una casta nunca tocada por la justicia guatemalteca. Sorprendentemente, los militares y sus cómplices fueron condenados pese a las presiones – a veces violentas – y el ruido mediático. Los condenados apelaron, hubo más presiones, y la corte ratificó la condena. “Durante medio siglo el mundo clandestino militar había parecido inexpugnable”, explica Goldman al final de su libro. “El caso Gerardi abría un camino para penetrar esa oscuridad”. 

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Este es, por lo tanto, un drama judicial, donde el tenaz reportero sigue a los investigadores, descubre por su cuenta hechos desconocidos y personajes insólitos, cae en trampas y encuentra finalmente la luz. Su estructura, similar a la de Todos los hombres del presidente, de Bob Woodward y Carl Bernstein, sigue el camino de las entrevistas del autor y de los descubrimientos de los fiscales y de los abogados de la OHDA, todos jóvenes, muertos de sueño y hambrientos de justicia. Es una historia de lucha por llegar a una verdad peligrosa.

En el camino aparecen unos ‘villanos’ sorprendentes, conocidos del lector español: los periodistas Maite Rico y Bertrand de la Grange, autores de un libro anterior sobre el tema (¿Quién mató al obispo?). Goldman los presenta como parte del cuartel mediático que busca alejar las culpas del estamento militar.

Y en ese campo coloca a otro viejo conocido: el novelista Mario Vargas Llosa, en su vertiente de comentarista político, quien publicó una columna defendiendo – y apoyando con su prestigio – la tesis de Rico y la Grange tras la sola lectura del libro de éstos.

Pero los personajes principales de El arte del asesinato político son otros: son los generales, tenientes, cabos e informantes que forman la tenebrosa estructura de un ejército legendario en América Latina por su violencia y su impunidad. Y son los fiscales, abogados, luchadores por los derechos humanos y periodistas que los desafiaron a través de este caso histórico.

El libro de Francisco Goldman – que comenzó como una investigación para la revista New Yorker – se lee hoy como una trepidante novela de investigación, peligro y suspense.

 Francisco Goldman: El arte del asesinato político. ¿Quién mató al obispo? Anagrama Crónicas. 528 págs. 

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14 de febrero de 2015
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El escorpión ruso

Poco se puede decir hasta la próxima medianoche. Si el alto el fuego no se respeta, sabremos que Merkel y Hollande estuvieron reunidos inútilmente durante 16 horas con Poroshenko y Putin. Hay estímulos para su aplicación: la Unión Europea aplazó precisamente hasta el próximo lunes la entrada en vigor de nuevas sanciones contra Rusia; prospera la idea, letal para Moscú, de cortar su participación en Swift, el sistema internacional de información bancaria; y queda la amenaza de suministrar armas y equipamiento a Kiev. No importa. El escorpión de la fábula termina picando a la rana a la que pide que le ayude a cruzar el río, aun a costa de ahogarse él mismo y desmentir así a los optimistas que descartan los males que puedan venir por el prejuicio que causen a quien los provoca. El sueño geopolítico de Putin, al que no renunciará fácilmente, es recuperar parte del territorio perdido con la desaparición de la Unión Soviética y crear Novarossiya bajo su zona de influencia. Solo por la guerra más o menos encubierta podrá conseguirlo. El éxito de Minsk es que no siga la escalada hacia la guerra abierta. El fracaso, que no ofrece suficientes garantías para frenar la guerra encubierta que ha producido 5.500 muertos, la pérdida de Crimea y la creación de las falsas repúblicas de Donestsk y Lugansk. El auténtico y definitivo triunfo sería revertir la actual deriva, para establecer con Rusia la relación estable y conveniente para todos que los europeos no han sabido construir desde la desaparición de la URSS. Esto no está ni podía estar en el acuerdo de Minsk, que al final se reduce a un alto el fuego acompañado de algunas declaraciones de intenciones. Pero Minsk es un portillo desde donde se atisba el camino que nos aleja de la guerra y del pantano en que estamos metidos.

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14 de febrero de 2015
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Bellezas reversibles

“Doctor, que el resultado sea muy natural”. Esta es la petición más frecuente de las pacientes a los cirujanos plásticos antes de entrar al quirófano.Y resulta una contradicción tan interiorizada, que pasa desapercibida: rejuvenecer sin que se note. Porque los Dorian Grey de este mundo siempre han creído que el paso del tiempo les arrebataba no solo su apostura, sino su alma. Un componente trágico ha acompañado fielmente a la belleza, y a menudo la ha aislado por inaccesible. “La belleza es aún más difícil de explicar que la felicidad”, dejó dicho Simone de Beauvoir. Una presión social tan latente como sobredimensionada penaliza a las mujeres famosas cuando engordan o lucen canas, y a menudo deriva en obsesión. Los pies de fotos rezan así: “Madonna, a sus 56 años, y Jane Fonda, con 77, dos mujeres a quien el tiempo ha tratado muy bien”, buen eufemismo para referirse a las bien operadas, que son legión. Nunca se había visto a tantas mujeres -y hombres- que con cincuenta años han congelado sus arrugas y proyectado sus pómulos. El caso de Uma Thurman y la polémica que ha enloquecido a los titulares con sed de bisturí y de sentencia ilustra el camino que nuestras sociedades occidentales han recorrido en la otrora bien pavimentada autopista de la opulencia. Por un lado está la centralidad del par belleza-juventud, que hemos convertido en la esencia misma de la persona. Y por otro el empoderamiento de millones de personas que encuentran en las redes sociales el tribunal perfecto para, condenar o absolver al prójimo. Georges Soros razonaba hace unos años que la fe ciega en la estabilidad del mercado ha sido una de las claves del desastre. La distorsión entre la percepción y la realidad, el salto entre lo verdadero y lo inexacto, o mejor dicho, entre lo que ven los otros y lo que ve uno mismo, causa estragos. Prueba de ello son los cambios radicales de tantas actrices dispuestas a sacrificar su singularidad y en busca de un reflejo ficticio de sí mismas que se acaban creyendo. Uma Thurman asegura que su cambio fue sólo maquillaje, demostrando su reversibilidad, a diferencia de Renée Zellweger y Demi Moore. O Chaterine Z. Jones, a quien el lifting o el bótox le han robado lo que tenía de voluptuoso y carnal. La uniformidad lima el carácter, y todas parecen la misma. Hubo un tiempo en que se elogiaba la diferencia, y la hermosura se declinaba desde la heterodoxia del mestizaje. En La piel que habito Almodóvar retomaba el fondo de una cinta de culto francesa, Los ojos sin rostro, un magnífico thriller dirigido por Georges Franju; ambos reflexionaban sobre cómo el rostro nos completa como personas: sin él no somos del todo reales. Las chicas desfiguradas que las protagonizan viven a la fuerza fuera del mundo, hasta que los médicos -tan brillantes como sádicos- sean capaces de darles una nueva cara. Entonces volverán a una vida plena, pública y feliz. Una metáfora que sigue funcionando en una sociedad donde el paso del tiempo parece un accidente en lugar de un destino. Un pellizco / Adrián Martín Vega Qué alivio sentí al recibir un vídeo que no es un chiste, ni una provocación, ni una mamarrachada, sino una muestra de cuán prodigiosa puede ser la música, la misma que es capaz de alumbrar un rincón en penumbra, la que nos iguala y acerca. Considerado un fenómeno viral, Adrián Martín Vega -diez años, hidrocefalia congénita- demuestra el combate contra un destino que acostumbra a aislar a quienes padecen una discapacidad, pero que suelen estar más capacitados que muchas personas sanas. Me ha hecho recordar a mis primos, Josep y Enric, que vivieron encadenados a una silla aunque su sensibilidad fuera de superdotados. Detrás de la prodigiosa voz de Adrián también habita una historia de amor, la de unos padres excepcionales. Do de pecho / Lluís Homar En su horizontal sonrisa cristaliza el gesto de galán de cine europeo aliñado con un aplomo terrenal. De niño fue un gamberro simpático, hijo de un profesor de matemáticas y actor infantil en el teatro de Horta, interpretó a Manelic aún chaval y Armand Calafell le regaló una talla de madera de Enric Borrás. Fue su bautizo. En su currículum reúne a Molière, Chéjov y Mamet, Camus, Pons y Almodóvar. El éxito sostenido no se le ha atragantado. Considera que la mejor construcción de uno mismo es conectarse con quien uno es. En los últimos meses ha encadenado una insólita Terra baixa con la disparatada L’art de la comèdia, una racha de las que le hacen millonario a uno en el casino. Homar es apuesta segura. V de Victoria / Vicky Martín Berrocal El público se rindió ante Vicky Martín Berrocal en la pasarela Simof 2015 después de asistir a su colección de trajes flamencos, pura couture lorquiana con un guiño a Halston. Tras diez años diseñando, algo que al principio nadie se tomó en serio al tratarse de una chica couché que se hizo famosa por casarse y divorciarse de un torero, Berrocal ha conseguido combatir el tópico de los volantes y los faralaes. Vestidos de noche, ponchos con flecos de seda, collares masáis de Aristocrazy: una completa renovación del género. Es también imagen de la firma Violeta de Mango. Polifacética, sería la Victoria Beckham española, de no ser porque se ríe con todo el cuerpo y come ajo. Pura raza, unida al talento y al sentir, la esencia del flamenco. (La Vanguardia)

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14 de febrero de 2015
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