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Peregrinaje

En el extremo norte de la isla de Mallorca, rebasada la Atalaya de Albercuix, se abre la bahía de Formentor y su célebre hotel. Hoy el agua amaneció rizada por una discreta brisa que arrugaba la superficie lo justo para que no reflejara la dramática roca que los marinos llaman Puig del Águila. Aquí Adan Diehl construyó a principios del siglo pasado, cuando sólo era accesible por mar, un hotel heroico. Se conserva asombrosamente intacto, pero el inmenso jardín ha ido creciendo durante los últimos 80 años.

Le pido al jardinero, Cristofol de Sa Pobla, más conocido como Tofolet por ser el más bajo de los cuatro cristofols que trabajan en la casa, que me acompañe en un peregrinaje botánico. Pasamos la gravilla de flores azafranadas, la jacaranda lila, el limonero y el granado, los temibles pinchos del árbol de la lana, el ceibo cresta de gallo, los nísperos y palmitos, cruzamos los arcos de trompetas moradas y llega la cascada de flores. Los carnosos lilium rojos y amarillos, las espesas buganvilias, las daturas rendidas a la tierra, los hibiscus, y así hasta alcanzar la enorme escalera cuyos 50 tramos te lanzan sobre el mar. La sábana azul resplandece y los rizos vítreos bailan como miríadas de insectos encendidos.

Aquí se bañaban los dioses y también aquellos nórdicos de pálida carne cuyas vidas cuenta con tanto arte María Belmonte en su libro sobre los peregrinos que bajaron hasta el Mediterráneo buscando un mundo empapado de sangre y semen. Los que aborrecieron de la metafísica y cuyo cerebro se fundió anegado por la luz. Muchos de ellos duermen bajo matas de lavanda, de orégano, de tomillo, en quebradas o en campos de amapola de Italia y Grecia.

Cruza ahora sobre esta página la sombra de una escéptica gaviota y lanza una carcajada en su honor

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9 de junio de 2015
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Nafarroísimo

Navarra deriva del vasco ‘nabarra’ (multicolor, abigarrado, variopinto, mestizo, mixto, jaspeado y todo en ese plan). En la antigüedad ‘navarros’ eran los de la comarca entre Deio y Urbasa, luego se juntaron con los pamploneses, y como mínimo ya para el año 1000 (sponda Navarrensis) el nombre se había generalizado  y aparece con su grafía actual de Navarra.
 
Naffarroa, en cambio, es un neologismo del clérigo calvinista Leiçarraga (1571), se trata de la transcripción toscamente fonética del francés ‘navarroi’. El clérigo se lo sugiere a Jeanne d’Albret la reina conversa: se trata de renombrar Navarra y convertirla al calvinismo, involucrándola en las guerras religiosas francesas del siglo XVI. Naffarroa fue un término ideado desde el fundamentalismo y el furor didáctico, y lo chistoso es que hablando en castellano funciona como santo y seña del converso vascojonado (uy perdón, quería decir vascojonudo, dícese del vasco con más conmilitones, y no vascojonado, dícese del vasco temeroso de no dar la talla).
 
Esto porque, con las elecciones, aquí en Navarra retumba el nafarroísimo. Navarrísimo fue el slogan del rancio calderete, Nafarroa es la estrella amarilla en la punta de la lengua.
 
Entretanto resulta que la única persona a la altura del momento político es la Chivite. Ha estado sensata en todo lo que ha dicho. Tendría que postularse la moza como presidenta de un gobierno navarro formado por independientes que no tuvieran ánimo didáctico, y el mínimo nafarroísimo posible, que cansa mucho, y doctrinarios no, bases fuera. No sé si le votarían de ninguna de esas dos facciones que entretanto la requieren para que les vote a ellas, pero al menos oiríamos algo político siquiera un rato.
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9 de junio de 2015
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Fiebre natural

La palabra natural, un mantra de nuestro tiempo, trae tanto frescor como púas. En el pueblo, antes de que llegaran los inspectores de Sanidad, veíamos matar animales de forma natural, sí, pero también cruel, y sólo la destreza de los matarifes y los posteriores faeneros, que se encargaban del mondongo, validaban el sacrificio. Estampas de un mundo antiguo en el que las abuelas parían con dolor en casa y las heridas se desinfectaban con aguardiente. Sin ir más lejos, mi madre, entre su primer hijo y el quinto y último, pudo comprobar las diferencias entre un parto propio de una sala de torturas y otro regado deliciosamente con la epidural, que bendijo con palmas. Cuando algunos de mis conocidos reivindican la vuelta a los orígenes -y no sólo la moda de cultivar un huerto propio, sino la decisión de montar un paritorio en la bañera o rechazar la medicación tradicional y sustituirla por el ayuno y unos jarabes de hierbas-, siento un vértigo bien diferente del de mi infancia, cuando el llamado “dolor a lo vivo” parecía un ritual obligado. Partidaria de suavizar las púas de lo natural en lugar de idealizar su frescor, me pregunto acerca de la liviandad con la que actúan quienes rechazan las vacunas contra virus y bacterias letales desde tiempos de Hipócrates, de las que gracias a la investigación médica nos hemos librado. Hacía casi 30 años que en España no se producía un caso de difteria, como el del niño de Olot -no vacunado- que está en la UCI de Vall d’Hebron. El premio Nobel de Medicina en el 2011, el doctor luxemburgués Jules Hoffmann, galardonado precisamente por su trabajo en el campo de la inmunología, afirmaba estos días que el movimiento contra la vacunación “es un crimen”. Y razonaba para apoyar tales palabras que las vacunas han salvado unos 1.500 millones de vidas en el mundo. Los recientes casos en Berlín o Nueva York de muertes por enfermedades superadas -como el sarampión- demuestran que seguir creyendo que no existe un riesgo real representa jugar a la ruleta rusa con los microorganismos infecciosos. La pseudociencia amenaza no sólo el sentido común, sino la conservación de la propia especie. Veamos si no la alarma (y la movilización popular) provocada en Galicia por la meningitis. Con el debido respeto a todas las personas, sean cuales sean sus creencias, y consciente del alivio de algunos métodos alternativos que combaten los excesos farmacológicos, entiendo que el bien común debe ser impuesto por encima de criterios personales, que dejan de ser inviolables cuando afectan a otras vidas. Cualquier suerte de creencia que no admite flexibilidad ni duda se envilece con su propio veneno fundamentalista. Pero en el caso de los que defienden lo natural por encima de todo, y desafían a la obligada profilaxis del progreso, una suerte de benevolencia se ha extendido como mermelada casera. Hasta que reaparece la difteria, en el túnel del tiempo. (La Vanguardia)

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8 de junio de 2015
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El pueblo y la capital

Puede tomarse por una perogrullada, pero el lugar donde se vive nos hace la vida. Nos la hace, la deshace o la modifica. Más aún: no somos los mismos en el pueblo donde nacimos y en la ciudad donde trabajamos. Un racimo de personas nos saludan en las calles del pueblo y más de uno nos detiene para mantener una conversación. En la capital, sin embargo, vamos de aquí para allá como partículas brownianas que salimos  o entramos en casa sin más compañía habitual que nosotros mismos. Así en los pueblos apenas hay tiempo de pensar en solitario por las calles y la experiencia se expande entre las peripecias que relatan los demás.

En la gran ciudad, por el contrario, el entorno es acaso tan populoso como mudo. No nos dice nada. Más bien nos tapona los sentidos y es en esa  tesitura en la que nos buscamos adentro la conversación. No hablamos nunca o casi nunca por las aceras y ese silencio se prepara para dialogar con uno mismo. Extrovertirse en el pueblo e introvertirse en la ciudad son  movimientos antagónicos que afectan tanto al alma como a la gesticulación, pautan el habla y la meditación. Es fácil deducir que los osos no son lo mismo en su medio natural que en un zoológico. El zoo está concebido  para exhibirlos y el oso no tiene prácticamente nada que hacer ni cazar. Solo estar de aquí para allá. Con ello se aburre o se ensimisma y de ahí el aire de tristeza de las fieras en su cautiverio. Habrá momentos felices en los que incluso el tigre parece  alegrarse  ante la visita pero de ordinario habita ese espacio hacinado para darse de bruces en él. Ni siquiera con sus iguales se sentirá realmente  acompañado puesto que la compañía  verdadera no se gesta  sino en la acción conjunta. O bien, somos mejores amigos de aquellos con quienes emprendemos algo común.  De esta complicidad se desarrolla un afecto amistoso con argumento, memoria y voluntad. Sin actividad conjunta la vida pierde mucho nivel y, al cabo, todos nivelados en la acción unida igual a cero nos desvanecemos  "abarrotados" en la jaula o en la gran ciudad.

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8 de junio de 2015
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Indefensos ante la manipulación

Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.

En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.

Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla.

En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.

Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.

Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.

Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.

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7 de junio de 2015
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Medicina y humanismo

Glosa de Rafael Argullol en la entrega de la Medalla de Oro al Mérito Cívico al Hospital del Mar de Barcelona. Saló de Cent, Ayuntamiento de Barcelona, 2 de febrero de 2015

 

Alcalde, regidores, señoras, señores.

Es para mí un honor y un placer dirigirme a ustedes para rendir homenaje al Hospital del Mar con motivo de su centenario y de la concesión de la Medalla de Oro del Ayuntamiento de Barcelona. Aunque no soy médico, sino escritor y profesor de Humanidades, he tenido una relación muy cercana con la medicina. Primero, cuando era muy joven, porque inicié la carrera, interrumpida. Más tarde, en búsqueda de otros conocimientos, y posteriormente porque he utilizado numerosas metáforas médicas en mis textos a lo largo de mi trayectoria literaria. Siempre he creído que el mundo de la palabra y el mundo del cuerpo tienen historias paralelas y que, si la medicina busca curar lo que los antiguos denominaban la physis, la literatura y la filosofía buscan la curación del espíritu.

No soy médico, pero estoy en condiciones de valorar la ética y la épica de la medicina. Y la historia del Hospital del Mar es, también, una historia de épica y de ética, desde su fundación hasta la actualidad.

También es una historia en la cual la ciudad, Barcelona, y el mar juegan un papel fundamental. Respecto a este último, podríamos recordar que estamos hablando de un hospital con una situación única, casi adentrado en las aguas del Mediterráneo, rodeado por un barrio que había tenido una fuerte vocación marinera. El mar tiene, creo, un importante poder terapéutico y catártico. Es, para la vista, lo que la música para el oído. Una vez, hace algunos años, conocí a un gran médico y escritor polaco que había organizado la unidad de curas intensivas del Hospital General de Cracovia. Desde el primer momento, incluyó la música entre estas curas. Cuando le dije que el mar sería el complemento visual idóneo, aprobó la idea con entusiasmo. El Hospital del Mar es, y con todas las consecuencias, mar. Y es Barcelona. Aunque en la actualidad está a la espera de nuevos aggiornamenti, propios del siglo XXI, en 1992 se presentó ya, con motivo de los Juegos Olímpicos, como un moderno establecimiento dedicado a la medicina, la cirugía y la investigación. Antes, la crónica se remonta a 1914, fecha de su fundación, un año en que Europa se llenaba de tinieblas y Barcelona conoció un trienio dorado. El Hospital del Mar, nacido como Hospital de Infecciosos, está más cerca de las tinieblas que de lo otro, más próximo a los miserables que a los poderosos. Quiere ser el muro sanitario que ha de defender la ciudad de las epidemias. Esto nos muestra cuál es la primera voluntad del Hospital del Mar y, también, del vínculo con la ciudad.

Porqué, aunque sea brutal decirlo así, las epidemias marcan a una ciudad tanto como sus sueños. El maravilloso sueño del Renacimiento florentino se engendra entre los estragos de la peste negra que asoló Europa y, en particular, la capital toscana. Para vivir sueños una ciudad ha de hacer frente a sus epidemias, también a las espirituales, que están siempre al acecho. Como Hospital de Infecciosos, título oscuro y maldito, el Hospital del Mar nace en 1914 para luchar contra las epidemias físicas y, desde entonces, tiene una larguísima tradición al servicio de la ciudad, hasta llegar a ser, después, un hospital generalista. Hay muchos episodios de esta lucha donde se confirma la ética y la épica de la medicina. Déjenme hoy rememorar solo uno: aquel que nos explica el bombardeo del Hospital durante la Guerra Civil y su traslado, más o menos improvisado, al Hotel Florida, al pie del Tibidabo. Leer esta narración de hechos, ver la actitud de los médicos y del personal sanitario, observar cómo, en condiciones durísimas, se quiso mantener el funcionamiento hospitalario emociona, reconcilia y demuestra la fortaleza del ser humano frente a las adversidades, aquello que, en medio de decepciones y escepticismos, nos hace que nos sintamos orgullosos de pertenecer a la humanidad. Lejos de su mar, en la otra parte de la ciudad, en la precariedad del Hotel Florida, el Hospital selló su pacto de sangre, su compromiso con la ciudad.

Este compromiso continúa, aunque ya hace muchos años que no se denomina el Hospital de Infecciosos y que no se circunscribe a combatir epidemias sino que se ha extendido a todas las ramas de la medicina. Y el compromiso continúa gracias al carácter social y comunitario del Hospital, a su voluntad innovadora y a la apuesta por la investigación. La medicina ha de estar al servicio de la sociedad. No es un trabajo más, no es un negocio ni es solo una profesión. No es una actividad privada. O no debería serlo. Debería ser un servicio y debería ser una pasión porque concierne a uno de los territorios más frágiles y fascinantes de la existencia: aquel donde confluyen el miedo y la esperanza. Si leen o releen los principios de Hipócrates comprobarán hasta qué punto estos términos juegan entre ellos. Ahora ha desaparecido la declaración hipocrática de las salas de espera. Antes nos la encontrábamos habitualmente y, como enfermo, era tranquilizador.

A propósito de las salas de espera, déjenme hacer una reflexión literaria y filosófica. En uno de mis libros indiqué, un poco provocadoramente, que las salas de espera serían los espacios idóneos para hacer representaciones de teatro antiguo y, también, posiblemente del moderno. En ninguna otra parte se concentra tanta quinta esencia del miedo y la esperanza. En ellas se vive la condición humana en estado puro. Hombres, mujeres... sentados o de pie, arriba y abajo. Esperan. Pero ¿qué esperan? En ocasiones noticias más o menos triviales; otras veces noticias que cambiarán para siempre sus vidas. Esperan. Con miedo y con esperanza. Las puertas se abren y se cierran. Para algunos es la rutina; para otros el destino que puede trastocarlo todo. A menudo es la condición humana llevada al límite.

Afortunadamente, junto con el miedo hay esperanza. Si algún hospital -el Hospital del Mar, por ejemplo- se propusiese hacer realidad mi propuesta se podría representar el Prometeo encadenado de Esquilo, con su escena central, cuando el titán filántropo explica cómo ha alejado a los hombres del no-sentido y del nihilismo. Dice: "Les he dado ciegas esperanzas". Les he dado fuerzas en medio de la oscuridad para fundar la civilización. El lector de Esquilo se encuentra con la concepción griega de la cultura humana. Surgen la agricultura, la ganadería, la minería, el lenguaje, las matemáticas, la astronomía y... la medicina.

En la sala de espera se representaría, el surgimiento de la medicina.

La medicina es, si creemos a Prometeo, hija del miedo y de la esperanza. Hija del dolor que provoca el miedo y de la esperanza de superar, de curar, este dolor. Los griegos utilizaban la misma palabra, elpis, para espera y esperanza. Por ello las salas de espera son, metafóricamente, los pasajes de confluencia entre el enfermo y el médico, entre los dos protagonistas de este relato. El médico no existe sin el enfermo y la medicina tampoco existe sin la tensa dialéctica entre dolor y curación. Como consecuencia, la medicina no puede ser meramente una actividad o un negocio privado. Ha de estar al servicio de la comunidad, del hombre. Y quien lo ejerce ha de hacerlo con la pasión por aquello que es humano, dispuesto siempre a reconocer el protagonismo del enfermo.

Junto con la medicina comunitaria, se hace más necesario que nunca reivindicar al médico humanista. ¿Y que es un médico humanista a principios del siglo XXI? Hace cuatro años tuve la fortuna de escribir un libro de conversaciones con el Dr. Moisès Broggi.

En aquel entonces él tenía 103 años y, como es sabido, una dilatadísima dedicación a la medicina y a la cirugía. Había visto la evolución de la figura del médico y los cambios en la consideración del enfermo. Le preocupaban fundamentalmente dos aspectos: la separación entre especialidad y visión unitaria del cuerpo, por una parte y, por otra, el alejamiento entre enfermo y médico. Creo que un médico humanista en nuestros días es aquel que trata de superar estas dualidades. Durante el Renacimiento la gran conquista fue la unificación entre teoría y práctica. Ya no eran el herrero o el barbero, como en los cuadros de Brueghel o El Bosco, los que operaban sino que era el médico quien se enfrentaba directamente al cuerpo. El reto hoy en día es leer de nuevo el cuerpo en su integridad con el respaldo de los revolucionarios saberes que proporciona la especialización. La medicina es conocimiento y catarsis, curación para la técnica y curación para la palabra.

Tengo amigos muy apreciados en el Hospital del Mar y sé que, en buena parte, comparten estos criterios. Cien años después de su nacimiento, el propio Hospital es una buena muestra de aquella épica y de aquella ética de las cuales hablaba al principio. Con una historia difícil, dura y gloriosa, el Hospital del Mar se ha ganado el prestigio científico y médico que tiene ahora. También se ha ganado un lugar privilegiado en el corazón de los barceloneses, que ven este recinto del dolor y la esperanza, casi bañado por el mar, un elemento indispensable de su memoria urbana y de su paisaje sentimental.

Muchas gracias al Ayuntamiento de Barcelona por este merecidísimo reconocimiento. Y muchas felicidades a los amigos del Hospital del Mar. El reconocimiento del esfuerzo siempre nos hace más grandes.

Rafael Argullol
2 de febrero de 2015

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7 de junio de 2015
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El desmontaje de Europa

La erosión de la unidad europea no solo llega desde Reino Unido o Grecia, sino de las propias sociedades, cada vez más despegadas de la Europa de los derechos fundamentales. De entrada están Grexit y Brexit, dos operaciones de género y ritmo temporal distinto que pueden resultar en el encogimiento por primera vez en la historia de un proyecto acostumbrado solo a crecer. La Unión Europea necesita a Reino Unido y necesita a Grecia, a cada uno de los dos países por razones distintas. Más al primero que al segundo, por razones que van desde el tamaño demográfico y económico, así como el papel financiero de la City de Londres, hasta el arma nuclear y la silla permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pero nadie en sus cabales, no tan solo en Bruselas sino también en Washington, permitiría la primera deserción del euro y una pérdida geopolítica del calibre de Grecia en favor de la Rusia de Putin. Si Atenas abandonara la moneda europea y, como consecuencia, la UE, y Londres hiciera lo propio, no solo el club pasaría de 28 a 26, sino que sería una invitación a que más socios se dieran de baja. Hasta el ingreso de Croacia, hace dos años, Europa era una gran mansión abierta a los cuatro vientos, en la que iban entrando los países; pero a partir del momento en que Londres y Atenas se despidieran, fácilmente se abriría la ventanilla para salir. Sería la prueba de que se ha gripado la fábrica de democracia, estabilidad, prosperidad y seguridad, a pesar de su buen funcionamiento desde mitad del siglo pasado. Con el castigo adicional de que pasaría una pesada factura en forma de dilatadas negociaciones de divorcio, que absorberían esfuerzos y energías solo para poner orden, no para ganar ni avanzar. Turquía nos ofrece una buena demostración de que el modelo europeo ha perdido fuerza y atractivo. Este país candidato al ingreso en la UE evolucionó muy favorablemente en el horizonte de una sociedad islámica y abierta mientras actuó la tracción de su plena incorporación; pero, una vez se le han ido cerrando las puertas, va en dirección contraria hacia un régimen presidencialista de ribetes ultraconservadores y autoritarios, más cerca de Putin que de Merkel. Como miembro que es de la Alianza Atlántica y del Consejo de Europa, el destino de Europa también se juega en alguna medida en Turquía, y hoy en concreto en unas elecciones en las que Erdogan pretende obtener una supermayoría de 330 diputados sobre 550 para reformar la constitución y coronarse como primer e inaugural magistrado de un nuevo régimen presidencial. La mutación hacia regímenes de talante autoritario ya se produjo en un país que es socio de pleno derecho de la UE como Hungría. Allí otro nacionalista ultraconservador como Viktor Orban obtuvo en 2010 la supermayoría parlamentaria que le permitió una reforma constitucional antiliberal. Ahora se ha querido trasladar ante el Parlamento Europeo el debate sobre la reinstauración de la pena de muerte, bajo la coartada del derecho a la libertad de expresión, mientras compite con la extrema derecha de Jobbik en muestras de rechazo a la inmigración y a la pluralidad cultural y religiosa. Veremos cómo evoluciona Polonia después de elegir como presidente este 24 de mayo a Andrzej Dudas, del euroescéptico y ultracatólico partido Ley de Justicia, fundado por los hermanos Kaczinski. El desmontaje no afecta solo a la UE, sino también a otra institución como es el Consejo de Europa, que vela por los derechos humanos con su tribunal de Estrasburgo, instancia suprema en todo lo que se refiere a derechos fundamentales. Cameron también quiere que le devuelvan esos poderes europeos y que los tribunales británicos no se vean obligados a someterse a la jurisdicción de la corte europea, algo que se observa con muy buenos ojos entre los socios habitualmente menos respetuosos con la Convención de Derechos Humanos, como son la citada Hungría y por supuesto países como Rusia o Azerbaiján. Esta es la erosión más visible que se ofrece a ojos de los europeos, pero no es la única. También trabajan en el desmontaje dos virulentas crisis bélicas, una en el confín oriental con Rusia y otra en el flanco meridional. En el primero se ha producido por primera vez desde 1945 la anexión de un territorio y la agresión militar a un país que pretendía estrechar su relación con la UE con vistas a una futura adhesión, mientras que en el segundo hay cuatro guerras civiles árabes en marcha que han producido ya la mayor crisis de refugiados desde los años 90. Y de nuevo no es solo la UE, la institución central, la cuestionada. La invasión rusa de Crimea y de parte de las provincias de Lugantsk y Donetsk también interroga a la Alianza Atlántica sobre su incapacidad para prevenir y evitar una violación tan flagrante del derecho internacional en el corazón mismo del continente. Crecen a la vez las dudas ya existentes sobre dos instituciones como el Consejo de Europa y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, a las que pertenecen tanto Ucrania como la Federación Rusa, palancas cada vez más débiles a la hora de asegurar las libertades y la paz en el continente. Junto al desmontaje de la estructura exterior, actúa la corrosión interior, que afecta a los valores definitorios de Europa, tal como se contemplan en la Carta de Derechos Fundamentales, y toca dos puntos de máxima erosión, como son la seguridad y la inmigración. Las acciones y el reclutamiento de los terroristas del Estado Islámico en el interior mismo de Europa enerva las reacciones xenófobas y hostiles hacia los musulmanes europeos; pero activa también los reflejos autoritarios de la sociedad, tanto para recortar la libertad de expresión en nombre del respeto a la diversidad como para limitar las libertades individuales en nombre de la seguridad. Algo similar sucede con las oleadas de asilados que llegan a nuestras costas, que inspiran a los gobiernos fórmulas militarizadas, próximas a las intervenciones preventivas, para cortar las redes mafiosas de tráfico de personas, y a la vez suscitan el síndrome de la fortaleza europea cerrada a los extraños y diferentes, sobre todo si son pobres.

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7 de junio de 2015
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Rompe, rasga y pega

Corrían los prodigiosos años noventa, unos tiempos en que florecía la conexión Moraleja – Marbella mientras Gil y Gil inventaba la figura del sheriff-constructor, cuando una tarde, en la Cope, Encarna Sánchez le llamó vaga a Isabel Pantoja delante de redactores y peluqueros: ?Si te lo propusieras, te comerías el mundo?, apostilló. La periodista había introducido a la folclórica en el arte de los tailleurs Chanel, y no solo medio refinó a la gitana de voz portentosa sino que se hizo cargo de deudas, sueldos, valijas y comuniones. En el año 2000, cuando la viuda de España había serenado su duelo, se puso frente a la cámara de Outumuro para una revista femenina. Acudió al estudio con una nutrida troupe y la niña, que tenía cuatro años. Llevaba un abrigo de visón hasta el tobillo, gafas de sol y botas. Cuando se lo quitó, el asombro se derramó en el plató: vestía un chándal sin sujetador. No sé qué opinaría Karl Lagerfeld de lo segundo. De lo primero sentencia: ?El pantalón de chándal es un símbolo de derrota, has perdido el control de tu vida, así que te has comprado un chándal?. ?Fue muy disciplinada, y me dijo: necesito un poco de música que me animará. Me sorprendió que pusiera sus propias canciones?, cuenta Outumuro. Al cabo de unos meses, el fotógrafo acudió invitado a un concierto en el Teatro Apolo y en un puestecito se vendían cedés, ?claveles para tirarle a la Pantoja?, y ?fotos para autógrafos?, a 5 euros. Eran las de Outumuro. Alguien habló de derechos, a lo que la agente fajadora desenfundó argumento: ?Quien sale en la foto es Isabel, ¿verdad?, pues las fotos son de Isabel?. Nadie rechistó. En aquellos años disparatados podía ocurrir de todo, incluso que la periodista que le hizo la entrevista se orinara en el sofá de la Pantoja, según escándalo posterior. Cómo no va a salir esta mujer radiante y marinera, acusada por un delito de dineros negros, a disfrutar de sus cuatro días de permiso vestida de rojo y blanco y a falta de clavel, una bolsa tejida en talleres del presidio. La cabeza alta, agitando la gafa ?no las gafas? de sol, símbolo pantojil por excelencia. Sin arrepentimiento. Ese es el debate que ha palpitado en la España de la mesa camilla y el watsap. Arguiñaño, cuyo programa fue cancelado a causa de la expectación de la salida de Pantoja, mandó una receta con chorizo por Twitter. La indolencia flamenca se salta etiquetas y prejuicios, como la francesa. Qué gran imagen oficial la de una pareja de divorciados, él presidente de la República, ella ministra, padres de cuatro hijos, recibiendo a los reyes de España. La dulce Ségolène, que tanto pujó políticamente para ocupar el lugar de su ex infiel, ha demostrado que el verbo reinventar es una auténtica falacia: somos los de siempre, con la ambición agazapada bajo el chándal o el Chanel. Misterio intacto / Mary Ellen Mark Si ?fotografiar es conferir importancia?, como escribió Susan Sontag, la fotógrafa Mary Ellen Mark, que ha fallecido a los 75 años, hizo grandes con su cámara a las prostitutas, refugiados, yonquis, mendigos, y demás desheredados a los que retrató como estrellas de Hollywood. La adoraban. Aquel icono: Brando turbio y calvo en el rodaje de Apocalypse now. O Dennis Hopper: ?Tenía todas las tragedias en su rostro y no le importaba en absoluto mostrarlas?. Lo suyo era la street photography, siempre en busca de ?todas aquellas emociones que hacen de una foto una buena foto?. Cuando expuso en PhotoEspaña, hace un par de años, le confesó a Elsa Fernández Santos: ?No podemos confundir comunicación con fotografía. Las nuevas tecnologías están matando el misterio?. El suyo permanece intacto. Bollos en la mesa / José Mujica Dice el siempre informadísimo Juan Cruz que los teléfonos de Manuel Carmena comunican desde la noche electoral. Va en ascendente su perfil de candidata ?vecina que coge el metro y conversa con sus adversarios igual que una vieja profesora?. Contrasta con su exposición en las redes sociales. Por allí se desbordó la foto y el vídeo desayunando con el expresidente urguayo José Mujica, uno de los bastiones de la izquierda global. Un Mujica atiborrado de jet lag y de los menús confusos del avión. La mesa de la casa de Carmena estaba bien provista de bandejas de bollos. Debió de ser una dulce clase de política para dos enormes jubilados. Transcendieron los consejos del joven Mujica: siempre te quedará una sensación de impotencia al gobernar. A cualquier edad. Premio y maldición / Mary-Kate y Ashley Olsen Poquísimas son las estrellas infantiles que escapan a una maldición tan letal como autoimpuesta, y las hermanas Olsen, Mary-Kate y Ashley, estrellas televisivas con tan solo seis meses, parecen por fin haberlo logrado. A pesar de no haber esquivado drogas, anorexia y relaciones tóxicas. Semanas después de rechazar el spin-off de la serie que las hizo famosas, Padres forzosos, han recibido el premio a las diseñadoras de ropa de mujer del año del prestigioso Council of Fashion Designers of America (CFDA), arrebatándoselo de las manos nada más y nada menos que a los mismísimos Marc Jacobs, Michael Kors y Joseph Altuzarra. La crítica, una vez superados los prejuicios, aclama su talento. El mayor: escapar de ese lugar común llamado juguete roto. (La Vanguardia)

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6 de junio de 2015
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El Boomeran(g)
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