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Una triple crisis europea

No es una, sino tres. El sistema de fronteras y asilo europeo está a punto de colapsar. Decenas de miles de personas se hallan deambulando entre Grecia y los Balcanes a la espera de encontrar el portillo hacia un país que les acepte como asilados. Un país como Siria, que constituía una pieza crucial en el sistema de equilibrios de poder en Oriente Próximo, está a punto de desaparecer.

Europa se ha construido de crisis en crisis según la doctrina ya tópica del más ortodoxo europeísmo. Pero esta doctrina se halla ahora sometida a una prueba de tensión extrema, porque no es una crisis sino tres arracimadas las que enfrenta, justo cuando apenas quedan instrumentos nacionales para que actúe por su cuenta cada uno de los Estados socios y todavía no hay ni un atisbo de instrumentos para resolverlas de forma conjunta a través de las instituciones de la UE.

Las tres crisis se hallan encadenadas en el tiempo y en el espacio como las cuentas de un rosario: primero Siria, luego las masas de refugiados y finalmente la implosión del sistema de fronteras europeo. Y las tres interpelan a los europeos y a sus instituciones respecto a sus responsabilidades: ante la desaparición de un país vecino que se traduce en un caos geopolítico devastador; ante el destino de miles de refugiados desprotegidos y desatendidos, que son castigados y rechazados en países como Hungría y no obtienen suficiente protección ni atención en los otros países que utilizan como corredores en su huida; y ante el desmoronamiento del sistema de Schengen y el regreso, de momento eventual, a la Europa anterior a la libre circulación de personas del Mercado Único alcanzada en 1993.

La reacción europea ante la triple crisis es parcial, rácana y alicorta. Aunque Alemania está dispuesta a admitir hasta un millón de refugiados este año, los ministros del Interior de la UE no han sido capaces de superar la cifra ridícula de 40.000 inicialmente propuesta. Ya no sirve el entero edificio de la actual política de asilo, que deja la iniciativa al cargo de los Estados, y se necesitará tiempo para conseguir los consensos mínimos para su reconstrucción. Apenas se habla y menos se hace respecto a la resolución del problema en origen, es decir, la creación de zonas seguras en Siria que permita regresar a los refugiados, y luego el fin de la dictadura y la estabilización de la región: eso exigiría de Europa una política exterior y de defensa que no ha querido tener y los medios militares para la acción de los que no dispone.

No hay que olvidar la tercera crisis, la humana, esos miles de personas que deambulan por las lindes de Europa y que en pocos días pueden encontrarse en situaciones trágicas que nos van a escandalizar y nos harán revolver de nuevo las entrañas. Están recibiendo la ayuda y la solidaridad de muchos europeos en Hungría, en Grecia o en Serbia, pero nadie se ha hecho cargo todavía de gestionar este éxodo y de cubrir sus necesidades urgentes de habitación, alimentos y seguridad, algo que solo los Estados e instituciones europeas e internacionales, debidamente coordinados, pueden resolver con dignidad y eficacia.

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17 de septiembre de 2015
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Un cuarto lleno de Miguel

En la primavera de 1935, Vicente Aleixandre recibió la carta de un desconocido que le pedía con gran modestia al consagrado poeta un ejemplar de ‘La destrucción o el amor' que el remitente anhelaba leer pero le era imposible adquirir; la carta la firmaba "Miguel Hernández, pastor de Orihuela", y dio origen a una de las amistades más luminosas, en su brevedad, de la literatura española y, ahora, a un libro apasionante, ‘De Nobel a novel. Epistolario inédito de Vicente Aleixandre con Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa', publicado, en minuciosa edición de Jesucristo Riquelme, por Espasa.

      Los acontecimientos acaecidos en los apenas siete años que duró la amistad de Aleixandre con Miguel, hasta la prematura muerte de este a finales de marzo de 1942 en la Cárcel de Alicante, son conocidos. El pastor de Orihuela, que en 1935 sólo había publicado ‘Perito en lunas', desarrolló una personalidad lírica, escénica y política de extraordinaria calidad, mientras su compromiso social, como militante y soldado republicano en las trincheras, era intenso. Distintos humanamente y opuestos en su escritura, Aleixandre y Hernández se hermanaron y, lamentando la pérdida, sin duda irremediable, de las misivas de Miguel a Vicente, éstas que ahora ocupan una buena parte de las 600 páginas del libro contienen no sólo el relato de una aventura espiritual compartida en tiempos convulsos de nuestro país sino también páginas de una belleza y potencia literaria incomparables.

     Se sabía ya, por epistolarios parciales anteriores y en otros casos, como es el mío, por haber recibido numerosas cartas suyas, que Aleixandre, más allá de su eminente relieve poético, fue uno de los grandes prosistas de su generación. El delicado hallazgo verbal, la mirada honda y sabia, el punzante humor y el don de narrar son sus marcas de identidad, que ante el aguerrido poeta oriolano, desde el fin de la guerra perseguido y encarcelado, dejan paso a la preocupación y el desvelo por su suerte. En enero de 1938 le escribía Aleixandre a Hernández: "Está mi cuarto lleno de Miguel", y esa presencia intangible nunca desapareció, manteniéndose al morir el autor de ‘El rayo que no cesa' con el carteo y la ayuda de Aleixandre a su viuda.

    Exceptuando las tres primeras, todas las cartas al amigo más joven fueron escritas después del alzamiento de Franco, y aunque la contienda sólo aparezca de fondo, Aleixandre, débil entonces de salud, le habla de la "sensación de sordera horrible" que es "estar enfermo en medio de la guerra". Los pasajes más conmovedores son aquellos en que, demostrándose la plena confianza que el homosexual Vicente tenía en el heterosexual Miguel, el primero le cuenta al segundo, como no hizo en ninguna otra correspondencia, los quebrantos sentimentales en su relación con Andrés Acero, que tuvo un trágico final en México. En la carta del 1 de septiembre de 1936, quizá la más hermosa del libro, Aleixandre revela cómo la historia privada de su corazón, que no ha sido "totalmente feliz en casi ningún amor", le da la sensación de que, amando él con la intensidad que lo ha hecho, ha "trabajado para el aire".

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17 de septiembre de 2015
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Narco para principiantes

1. Tierra de paras

 

En una película cargada de escenas desasosegantes, la primera y la última secuencia condensan una vez más la inutilidad de la batalla (aunque se trate de un documental, advierto sobre el spoiler): un grupo de policías, vestidos con sus uniformes reglamentarios, se dedica a cocinar metanfetaminas en plena noche michoacana. Sus rostros permanecen cubiertos con paliacates, pero en sus gestos y miradas incluso más que en sus voces y sus palabras, se condensa el fracaso de la guerra contra el narco.

            Con una mezcla de descaro y resignación, al inicio de Cartel Land (2015) uno de los miembros del grupo le explica al director y camarógrafo Matthew Haineman que su producto está destinado a Estados Unidos; que si no ellos, otros se encargarán de producirlo y transportarlo; que esta es la vida que les ha tocado y no se arrepienten de ella. A estas alturas todos sabemos que las fuerzas de seguridad y los narcotraficantes no sólo se hayan coludidos sino que son los mismos, pero observar a este personaje menor, orgulloso de su doble carácter de guardián de la ley y criminal, elimina hasta el último resquicio de esperanza.

            A partir de esta premisa, la de que el Estado no es confiable y por tanto los ciudadanos deben ocuparse de enfrentar a los narcos, Cartel Land contrapone las vidas paralelas de dos figuras singulares: el Dr. José Manuel Mireles, uno de los más conspicuos, fascinantes y complejos líderes de las Autodefensas de Michoacán, y Tim Nailer Foley, un obseso exmilitar que ha formado una unidad armada en el sur de Arizona con el objetivo de enfrentarse a los cárteles mexicanos que, en su delirante visión del mundo, están invadiendo Estados Unidos.

            La idea de confrontar a dos hombres que, ante su común desconfianza hacia las instituciones optan por armar a sus conciudadanos para proteger a sus familias, queda muy desbalanceada. Porque si bien Nailer Foley puede parecer gracioso al encarnar la típica historia del white trash alcohólico y violento que de pronto recibe una iluminación y abraza una causa con celo religioso, no deja de ser un sujeto delirante que, acompañado por una cohorte de perdedores, disfruta de sus uniformes, sus gadgets y su disciplina militar en una guerra que sólo existe en su mente. Foley luce como un harapiento y militarizado don Quijote que, a la manera de Donald Trump, confunde a estos desfallecientes migrantes mexicanos y centroamericanos con peligrosos delincuentes a los que cree haber vencido en una batalla campal.

            Por ello, la única figura en verdad apasionante del documental termina siendo el doctor Mireles, una presencia tumultuosa que se come a la cámara cada vez que ésta le concede un primer plano. Con su piel tostada al sol, su gran bigote entrecano y su sombrero, su energía imbatible y sus discursos inflamados, aparece como un héroe -o antihéroe, según las versiones- capaz de transformar por sí mismo a una comunidad entera sólo para caer víctima de su propia hubris. Si Foley no deja de ser un payaso -peor: un payaso armado-, el Mireles de Cartel Land adquiere proporciones trágicas: atrabiliario, generoso, convencido de sus decisiones, y al mismo tiempo soberbio e irrefrenable -como cuando la cámara lo capta seduciendo, si no de plano acosando, a una joven reina de belleza-, terco e intolerante.  

            Su camino recuerda, en efecto, a un personaje de Sófocles o Shakespeare: Cartel Land muestra su ascenso como líder comunal, su vocación de servicio como médico y jefe armado, y el amor y la lealtad que le dispensan sus cercanos sólo para que, a partir del accidente o atentado que sufre en un desplazamiento aéreo, sea víctima de la traición de sus seguidores -en particular de quien fuera su segundo, esa suerte de Sancho Panza conocido con el apropiado mote de Papá Pitufo- y de las represalias del gobierno, mientras sus propios yerros lo llevan a perder de su familia y, en última instancia, a su encarcelamiento.   

            El documental concluye en el mismo escenario del inicio, exhibiendo la mayor derrota para Mireles -y en general para cualquier grupo paramilitar-: el momento en el que, tras la decisión de Papá Pitufo de convertir a las Autodefensas en Policías Comunitarias aprobadas por el gobierno, estas se ven de inmediato infiltradas por los mismos narcos que aparentan combatir. La conclusión es evidente: tal como insinúa el narco-policía enmascarado, mientras las drogas sean ilegales y sigan generando millones no desaparecerán ni el tráfico ni la violencia.

 

2. Escobar para principiantes

 

No es casual que se le haya comparado con una plaga o una epidemia: el narco todo lo invade y todo lo corroe. Como si fuera una enfermedad contagiosa, se infiltra en cada grieta de nuestra sociedad y, con su estrategia de "plata o plomo", no sólo corrompe las instituciones, sino que trastoca el sistema y lo pone a su servicio. Si hoy anteponemos el prefijo a toda suerte de palabras -narcopolíticos, narcoliteratura, narcocorridos, etc.- es porque ha conseguido definir tanto nuestra realidad como nuestra imaginación. Así, las distintas representaciones del narco se han convertido en virus particularmente infecciosos, capaces de adaptarse a los medios más diversos y de reproducirse sin fin. En el lapso de una década, se han extendido de los corridos de Sinaloa o las barriadas de Medellín hasta el mainstream de Hollywood.

            El fenómeno se inició, como era natural, en Colombia, escenario de la primera fase de la "guerra contra el narco". Ahí se definieron sus héroes y villanos, sus estereotipos y sus tramas, las cuales pronto se extenderían a México y Centroamérica hasta alcanzar al territorio responsable de esta narcoépica: Estados Unidos. Con Leopardo al sol, de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras, de Jorge Franco quedó definido el campo literario del narco, que luego tantos de nuestros escritores se encargarían de copiar y replicar.

En el mundo audiovisual ocurrió algo semejante: a las versiones fílmicas de Vallejo y Franco se sumó una sucesión de narcotelenovelas, en un espectro que se tiende de El cártel de los sapos al Patrón del mal, donde figura ya el protagonista por excelencia de esta narrativa, Pablo Escobar, cuyas excentricidades estaban destinadas a convertirlo en el perfecto antihéroe de una serie televisiva. Narcos, producida por Netflix, es un paso más allá en un tema que había comenzado su ruta comercial con películas emblemáticas como Traffic (Soderbergh, 2000) y llega a la "comedia romántica cum narco" Escobar: Paradise Lost (Di Stefano, 2014), pasando por los anunciados proyectos de Oliver Stone (Escobar) y Joe Carnahan (Killing Pablo, basado en el espléndido libro de Mark Bowden).  

            Igual que los anteriores, Narcos, creada por Chris Brancato (el productor de Hannibal), está pensada para el público estadounidense, si bien ha sido rodada en inglés y español e involucra creativos y actores de varios países latinoamericanos en un esfuerzo por hacerse con el cada vez más lucrativo mercado de la región. De esta decisión derivan, quizás, sus mayores problemas. En primer lugar, la intrusiva y exasperante voz en off de un insulso agente de la DEA que no cesa de explicarnos, o más bien de explicarle al gringo medio que no tiene la idea de dónde está Colombia, hasta el menor detalle de su contexto político y social, así como las exóticas costumbres de los narcos -y en general de los latinoamericanos- en un tono tan condescendiente como banal.

            En su primera mitad, Narcos parece un documental de History Channel: cualquier guionista primerizo sabe que un narrador omnisciente que no se calla jamás, y cuyo tono carece de gracia, es capaz de arruinar hasta la trama más apasionante. La Babel latina tampoco ayuda a la verosimilitud: el brasiñeño Wagner Moura encarna con convicción a Escobar, pero su español paisa no deja de sonar forzado (resultaba mucho más sólido Andrés Parra en El patrón del mal). Peor parados lucen los mexicanos que intervienen en la serie, quienes no hacen el menor esfuerzo por adoptar el acento colombiano.

            La culpa quizás sea de José Padilha, el brasileño que dirigió el piloto, pero más bien refleja el desdén de las series estadounidense hacia América Latina: baste recordar cuando los fugitivos de Prison Brake llegan a México y se topan con una llama peruana o el narco chileno, y negro, de Beaking Bad). Hay que alabar el ritmo frenético y el buen desempeño de varios de los actores colombianos, pero en el fondo Narcos no es sino un intento de aprovecharse de un tema que inquieta cada vez más a los estadounidenses. Al final, sólo aporta su punto de vista en un ejercicio que apuntala la figura de Escobar como mito contemporáneo, pero que no se detiene a revelar que la culpa de que existan monstruos como él es de ese mismo país que dicta nuestra absurda prohibición de las drogas mientras sus habitantes se entretienen cada noche con la perversidad del capo.    

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16 de septiembre de 2015
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Cámaras limpias

La balsa flota en el mar, a veinticinco kilómetros de las costas de Libia. Parece una isla poblada de terror y esperanza. Bocas abiertas y sonrisas desparramadas expresan su conmoción: están salvados, alguien les mira. Firmada por Massimo Sestini, es una de las fotos premiadas en el World Press Photo, que estos días se exponen en el COAM de Madrid ?y en noviembre en el CCCB de Barcelona?. Ha sido seleccionada entre otras muchas imágenes que reflejan la tragedia y el absurdo horror de la humanidad; la banalidad del mal, la barbarie y la desolación. Como la serie de una ejecución pública en Irán, a cuyo protagonista, antes de ser ahorcado, lo abofetea la madre de su víctima mientras su propia madre se suena la nariz con aflicción. O la foto de las batas a cuadros y las sandalias rojas que dejaron en casa las estudiantes nigerianas secuestradas por Boko Haram, de las que nunca se supo más. Hay lugar para algún destello de felicidad, como el que transmite la imagen ganadora del certamen internacional, Jon y Alex, que retrata a una pareja de hombres que se aman en San Petersburgo con una intimidad que no deja espacio para nadie, ni siquiera para la persecución que les amenaza. Pero en esa intimidad respiraba alguien más: Mad Nissen, el autor del disparo. El ojo que en otros escenarios permanece frente al cadáver caliente y siente hambre de puro miedo. Un fotorreportero, un periodista a pie de obra, es un soldado de la historia en minúsculas. No es extraño que en las películas tengan tanto éxito como personajes; héroes o antihéroes que ponen en peligro su vida en nombre de la verdad. ?Un periodista debe ser un hombre abierto a otros hombres, a otras razones y a otras culturas, tolerante y humanitario?, sostenía Kapucinski, en las antípodas del odio o la hostilidad. Por eso ha causado tanta repugnancia el vídeo de Petra Laszlo, la camarógrafa húngara que ha pateado el alma de un oficio, de su deontología profesional y su compromiso social. Gracias a alguien que cumplía admirablemente su trabajo hemos visto cómo, sosteniendo su cámara como si fuera una pesada pieza de artillería, Laszlo pateaba a una niña y zancadilleaba a un hombre con su hijo de siete años en brazos. Un hombre que no es peligroso, un padre muerto de miedo a quien hace llorar de humillación. Ninguna de sus cobardes excusas ha podido disculpar la traición a su casta. Día a día, desde el otro lado del periódico, del telediario y el móvil, miles de profesionales se juegan la vida por cuatro duros mientras comparten su botella de agua con alguna madre y sus hijos. Alertan, socorren, se compadecen, sin dejar de cumplir con su principal misión: ser nuestros ojos. Nuestra mirada. Que queremos limpia. (La Vanguardia)

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16 de septiembre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (1) La dacha del mar Negro

Me encontré con Francisco Umbral en un país brumoso. Estábamos en una dacha llena de pasillos y estancias en la que no era fácil encontrar la salida. Había más sujetos a nuestro alrededor a los que Umbral no prestaba atención. Acerca de ellos me dijo en tono confidencial:

-Son meros ectoplasmas, y si los observas bien descubrirás su naturaleza fantasmal.

Me fijé mejor y le di la razón al maestro, que enseguida añadió:

-El secreto de mi estilo está en detectar lo que hay de fantasmal en el otro y lo que hay de fantasmón.

 

En aquella dacha que quizá se hallaba en Crimea, junto al mar Negro, o quizá no (en cualquier caso podría jurar que no estaba en la comunidad Madrid), en aquella dacha de un país inconcreto e inmemorial, que podía haber sido concebido tanto por Kafka como por Lovecraft, Umbral presentaba su cara más amable. Iba muy elegante, por lo menos a mí me lo pareció, con una camisa de seda rústica que tenía un cuello muy curioso, indescriptible, del que pendía una corbata con adornos blancos y azulados que parecían de la dinastía Ming.

 

Me contó que en los últimos tiempos frecuentaba mucho a los poetas chinos y a Marcel Proust, que era un poeta persa al que le hubiese gustado ser portero del Ritz. Casi con dolor le informé que el Ritz de Madrid era asunto del pasado y que lo habían comprado los chinos, pero no los chinos de la dinastía Ming, más bien los chinos de la dinastía Mong que tenían en sus dachas de Pekín todo el oro del Rin, del río Amarillo y del Mekong. Umbral lo lamentó y volvió a utilizar el tono confidencial para decirme:

-Tengo que regresar a España para dibujaros el mapa del laberinto en el que os halláis. Puede que lo haga un día de estos, pero antes tengo que acabar un libro sobre el cainismo, el desprecio, la corrupción, el deseo, la impudicia, la obscenidad y la nostalgia de los que se fueron al país de IrásYnoVolverás.

 

Fue lo último que le oí decir. Después me perdí y amanecí en mi cuarto. Afuera el cielo tenía el color del estaño y el campo estaba lleno de rosas mortales y grises.

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16 de septiembre de 2015
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Hermanas de leche

La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil que está en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a la ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio dual de la imaginación, como hermanas de leche que son.

Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Si tantas veces no distinguimos entre hechos reales y hechos de la imaginación, es porque entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambas se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?

Hoy, cuando vivimos la historia a domicilio en las pantallas, nos agobia el exceso de información. Pero los hechos que se nos comunican de manera abrumadora no han ganado una calidad tan verificable como para ubicarse sin reparos en el terreno de la verdad. El relato de los hechos de la historia aparecerá siempre bajo un velo engañoso, extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos. La novela, que ya se sabe que miente, gana crédito porque sabe seducir mejor.

La historia se ha escrito siempre a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del propio interesado; sino recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar su poder en México, y necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan. Por eso mismo es que Bernal Díaz del Castillo, cuando lee aquella crónica se siente ofendido porque alguien ajeno a los hechos se los está contando de manera mentirosa, a él, que fue soldado de a pie de Cortés.

Y entonces escribe su Historia Verdadera de la Conquista, que nos seduce como si fuera una novela. Hay en Bernal un afán de informar exhaustivamente, con precisión, como cuando nos da el número de soldados muertos en una batalla, y de ser posible la lista de sus nombres apellidos, oficios anteriores y edades.  A cada paso declara que quiere ser veraz, y a cada paso acusa a Gómara de mentiroso, porque exagera y se pone como testigo de lo que sus ojos nunca vieron.

Las novelas seguirán saliendo de la entraña de los hechos anómalos de la historia, y el siglo veintiuno nos entrega un repertorio de verdades que parecen imaginadas: las pandillas de las Maras en Centroamérica, que incendian autobuses con todos los pasajeros adentro; los cementerios clandestinos que se siguen llenando de cadáveres anónimos; los reyes de baraja del narcotráfico, y los caudillos de hoy día, que se sientan en retretes de oro y coronan reinas de belleza; los emigrantes perseguidos por las bandas de los Zetas en México, y que terminan dejando sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La novela no funciona como texto sociológico, ni como alegato político. La novela es un texto sobre la vida, el horror, la locura y la muerte. Pero arrastra consigo la visión de la sociedad en la medida en que retrata las vidas de aquellos que sufren las consecuencias de esa anormalidad de la historia a la que no pueden escapar, y les impone exilio, separación, soledad y abandono.

La novela se abre paso en la textura del pasado reciente, el que apenas deja de ser presente, y en el presente mismo con toda su volatilidad, entre asuntos que siendo contemporáneos quedan a la vista en el registro cotidiano de las noticias; pero también acude a los asuntos escondidos en archivos olvidados, siempre en busca de la anormalidad, de los relieves exagerados de la historia, de su capacidad de causar asombro, sentimiento de injusticias no reparadas, e indignidades ocultas; y también entra en las galerías de personajes oscuros que el ojo del novelista es capaz de iluminar, héroes falsos a los que poner en evidencia, o héroes verdaderos relegados a los rincones desolados de la memoria.

Vieja pretensión de la novela, no sólo de parecerse a la realidad, sino de ser aún más deslumbrante que la realidad.

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16 de septiembre de 2015
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Carta a Leopoldo López


Querido Leopoldo:

 

No te escribo a la cárcel de Caracas, que te retiene preso, sino a cargo de mis amigos venezolanos, a quienes, estoy seguro, les falta el mismo aire que a tí te falta. Y no excluyo a quienes creen en las promesas del chavismo.  Respeto las  creencias más que las promesas pero pienso que es un contrasentido el mutuo encono actual porque nos aumenta las prisiones. Comparto, por eso, la dolorosa esperanza en los  acuerdos civiles  que mejoren la conversación.

 

Te escribo para invitarte a venir a mi Universidad y hablar en mi seminario sobre tu lectura de otro preso ilustre, César Vallejo, cuya poesía hemos compartido en Caracas y en voz alta.

 

No hay, Leopoldo, silencio más elocuente que el tuyo. Es un silencio que me dice que yo también soy otro reo, que tus carceleros están todos presos; los carteros, presos; y las cartas, más presas todavía porque no le llegan a nadie. Y Caracas misma no tiene quien le escriba, a pesar de su luz maravillosa y tinta de oprobio.

 

Te he visto fugazmente en las noticias y tu imagen alucinada me ha parecido la del único hombre libre en un país encarcelado. El martirio de liberar a Venezuela de sus largas condenas, revela la integridad de tu agonía.

 

Resiste, amigo. Quédate preso un rato más. No es fácil tarea ayudar a ser libre al carcelero.

 

Al embajador del Perú, Carlos Urrutia, le debo nuestro encuentro en Caracas. Como buen peruano, Carlos se había propuesto que César Vallejo tuviese un monumento en Venezuela. Y lo había logrado gracias a ti, que entonces eras alcalde de Chacao. Recuerdo bien la mañana luminosa en que ese joven, que había sido mi vecino en Harvard,  develó el busto del poeta en una plazuela hospitalaria. Leyó un breve discurso, inevitablemente vallejiano, y terminó citando, de memoria, unas estrofas.

 

Esa noche, en casa de Carlos Urrutia, Leopoldo nos contó de su afición por Vallejo, su poeta preferido. Casi todos los políticos peruanos citan a Vallejo, pero haciéndolo parte de su discurso licencioso. Inevitablemente terminan aumentándonos las deudas: "¡Hay, hermanos, muchísimo que hacer!" La lectura de Leopoldo, fue más civil.

 

Confío que aceptes venir a esta Universidad lo más pronto que tus compromisos didácticos te lo permitan, y que a nombre de la justicia poética, que es la poca que va quedando, nos devuelvas la visita que te hicimos a nombre de Vallejo y la patria grande.

 
 

No en vano hemos compartido aquí el diálogo académico y cultural con la gran Universidad Central, el corazón de Caracas; con la honda Universidad Simón Bolívar; y también con la de Carabobo y su feliz Feria del Libro, donde Rafael Cadenas y yo presentamos un libro mío que no salió a tiempo, verdadero acto de fé; y con la U. de los Andes, ágora de la literatura latinoamericana. Tampoco es casual que hayamos organizado aquí la primera conversación  internacional sobre la literatura venezolana, gracias al apoyo de Oscar Zambrano Urdaneta, ilustre presidente del CONAC, y a Simón Alberto Consalvi, gran embajador ilustrado. Memorable encuentro venezolanista en el que brilló Alejandro Rossi, lloró  Adriano González León (y no sólo aqui, supe luego), deslumbró José Balza...Y pudimos recibir a buen número de escritores y colegas. Luego, con la cátedra Andrés Bello dictaron cursos sobre la cultura venezolana dos investigadores de mucho valor, Yolanda Salas y Carlos Pacheco.Y más tarde,estuvieron de profesores visitantes Enzo del Búfalo, agudísimo ensayista; Heinz Sonntag, sociólogo bien conocido, y Patricia Guzmán, poeta de voz visionaria. Y han compartido nuestros coloquios amigos de toda la vida, como Juan Sánchez Peláez, Federico Vegas,  Antonio Lopez Ortega, Nela Ochoa, María Auxiliadora Alvarez, Helena Arellano, y María  Ramírez Ribes, gestora generosa de proyectos que nos siguen ocupando. Todos ellos, Leopoldo, te acompañan.

 

Incluso el presidente Nicolás Maduro pasó por aquí, cuando era embajador en Wáshington, y nos dió una charla en la que reafirmaba las libertades públicas en el socialismo bolivariano. Estoy seguro de que mis buenos amigos Gonzalo Ramírez y Luis Alberto Crespo, comprometidos bolivarianos, ayudarán a que esta carta de invitación se cumpla. 

 

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16 de septiembre de 2015
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El Boomeran(g)
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