Se siente apuro pidiendo ayuda o apoyo a los demás pero ¿cómo puede hacerse más feliz a nadie que al confesarle que le necesitamos?

Se siente apuro pidiendo ayuda o apoyo a los demás pero ¿cómo puede hacerse más feliz a nadie que al confesarle que le necesitamos?
El festival de la Palabra de Puerto Rico terminó hace unos días. Es la sexta edición del Festival y...
En el Festival de la Palabra de Puerto Rico se concedió el premio Las Américas a mejor obra...
Nardos a tres euros en el mercado de Chamartín, más conocido como de Potosí, un nombre que ni pintado para resumir su exhibición de mar y tierra. Voy en bicicleta y no tienen bolsas largas. La florista, con los labios perfilados igual que en los ochenta, prepara el ramo con un poco de verde. El hijo rebusca en la trastienda y al final le hace un agujero a la bolsa: ?El justo para que no se te caigan?. ?¡Qué inventivos son los jóvenes!?, suspira la mujer mirándome a los ojos y sumándome años. Con cinco palabras ha trazado una línea infranqueable en la que ella y yo nos hacemos a un lado, acercándonos al ?remoto futuro?, y el chico se planta frente a un ancho horizonte con pasos audaces. Nunca me dolió lo de ?señora?, todo lo contrario. De joven protestaba cuando me llamaban señorita; ¿o es que se dirigían así a los hombres cuando firmaban un cheque? Pero las connotaciones de señora no son demasiado conmovedoras. ?Es toda una señora?, se dice, con los carrillos hinchados, para alabar la buena educación de una mujer despechada. El futuro está en manos de chicos y chicas. ¿O alguien llamaría a Arrimadas, Colau, Iglesias o Rivera señora o señor? Lo pienso mientras el mendigo de la puerta del mercado suplica: ?Una limosna, señora?. ?Pareces salida de una película francesa?, me dice una mujer que ha retrocedido sobre sus pasos para hacerme la observación. En diez minutos me han llamado señora e intensa. Seguro que a Madonna, que es mayor que yo, no le pasan estas cosas. Hoy, los jóvenes inventivos manejan el mundo a golpe de clic. Con sus aplicaciones consiguen cosas inauditas que a nuestra generación le costaron sudores, como recibir abrazos en días tontos y lluviosos gracias a Cuddlr o no llenarse los pulmones de humo fumando cigarrillos virtuales ?la ceniza cae como en los de verdad? con Cigarrettoid. También comparten información a mayor velocidad que el discurrir de la memoria sin necesidad de almacenar mentalmente ningún dato. Ya no estudian filosofía ni llevan libros al instituto, sólo su pantalla. En las redes, sus mensajes asertivos no dejan espacio para el razonamiento, basta con la guasa del meme y el emoticono del aplauso. Pero también abundan los picudos, agitadores de un establishment curado como los quesos viejos de oveja de Potosí. (La Vanguardia)
La primera parte de El Reino, más curiosa y entretenida que fascinante, es sobre los años, a principios de los noventa, en que Carrère fue un católico dedicado, que llevaba un diario sobre su fe, hasta que tuvo una crisis que lo llevó al agnosticismo de hoy. Desde el punto de vista del escéptico, Carrère asume el proyecto como un deseo de tomar muy en serio aquellos dogmas en los que alguna vez creyó: "No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos, Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna". Para ello trata de meterse en la cabeza de esos primeros cristianos capaces de crear las poderosas fábulas que alimentaron al cristianismo. Lo logra, y ahí El Reino engancha y apabulla al lector a partir de la convicción de Carrère de que todos los recursos narrativos sirven: primero, leyendo con minucia los evangelios y a sus exégetas, cotejando interpretaciones y sacando sus propias conclusiones, y luego, cuando le faltan datos, haciendo lo que debe hacer un buen novelista, es decir, inventando: "Sobre los dos años que pasó Pablo en Cesarea no tengo nada. Ya no hay ninguna fuente. Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar".
Entre el arsenal de recursos narrativos se distinguen dos, por diferentes razones: está la notable capacidad para describir personajes en pocas líneas, desde el Séneca que escribía libros sublimes sobre el estoicismo a la vez que era un gran banquero, hasta el Marcial que componía epigramas mientras odiaba su vida en Roma, pasando por el "escurridizo" Juan, hasta Lucas, un griego atraído por la religión de los judíos, un "médico culto" y no un "pescador judío"; y está el juego con el anacronismo, con las referencias pop: Lucas es un "poco esnob, proclive al name-dropping", y en cuanto a Pablo, por la forma en que lo expulsaban de los pueblos cuando predicaba, "en una historieta de Lucky Luke se le vería una y otra vez abandonar la ciudad embadurnado de brea y plumas". Las comparaciones funcionan a la vez que le dan al libro un innecesario toque light. ¿O será que Carrère sabe que tanta disquisición metafísica, tanta exégesis, necesita de esos momentos de comic relief?
El Reino es sobre muchas cosas, pero en especial es sobre el poder de la narrativa, de la escritura. El héroe del libro es Lucas, cuyo evangelio tiene los detalles que más quedan, las escenas capaces, por su fuerza, de fundar una religión ("el albergue repleto, el establo, el recién nacido al que arropan y acuestan en un pesebre, los pastores de las colinas..."). Carrère puede haber perdido una de sus religiones, pero este libro demuestra que tiene la fe intacta en la otra, en la del gremio de los narradores.
(La Tercera, 25 de octubre 2015)
En mi novela Sombras nada más, publicada en el año 2003 hay un episodio en el que relato la excursión nocturna que al terminar la última tanda de cine del teatro González, un grupo de estudiantes hace por las cantinas y antros de León. Una de las estaciones de ese recorrido es el 3066, llamado así por su número de teléfono, situado en el barrio de San Juan, y cuyo dueño era un chino algo melancólico.
En la roconola no faltaban los discos de la Sonora Matancera, cuyo solista más afamado era el puertorriqueño Daniel Santos. Las muchachas, cuando no bailaban o acompañaban a los clientes en las mesas, o se afanaban en complacerlos en los cuartos del traspatio, se sentaban en sillas playeras colocadas en fila contra las paredes, como en un velorio. El Chino solía filosofar sobre la legitimidad de los oficios que deparaba la vida, entre ellos el suyo, el que defendía con ardor ético.
Una noche de un año que debe haber sido 1962, Daniel Santos, que andaba de gira por Nicaragua, cantó en el 3066, lo que consigno también en mi novela, entreverado como un hecho real, porque fui testigo de aquel milagro inolvidable: el Jefe en persona, en aquel escenario sin fama donde lo rodeábamos sus devotos.
Canoso el bigote e hinchado de cuello y vientre de no poder anudarse la corbata ni abotonarse el saco, y en equilibrio precario frente al micrófono de pedestal, dejó retumbar su voz de alma en pena que cantaba Virgen de medianoche, mientras las señoras del pecado lloraban desconsoladas al escuchar aquel rezo de amor. Sólo él podía cantarles su himno con semejante devoción.
En Managua había caído preso por escándalo en la vía pública, según el alegato oficial, pero en realidad por seducir a la mujer de un coronel de la Guardia Nacional, el ejército pretoriano de Somoza, según el dicho popular. Y ese mismo dicho sigue repitiendo que durante su cautiverio en las cárceles del Hormiguero compuso su célebre canción El preso.
Todo eso fue también a dar a la novela. Pero uno miente con alevosía y ventaja en beneficio de la invención, pues cuando escribía Sombras nada más y le pedí información sobre Daniel Santos a su compatriota boricua, el escritor Edgardo Rodríguez Juliá, él me advirtió: "lamento informarte que no fue en una cárcel nicaragüense donde Daniel Santos escribió esa canción, sino en la cárcel del Príncipe en la Habana. Para más detalles te tengo la sabiduría de Josean Ramos, quien fue secretario de Daniel en los años crepusculares del Jefe. Josean fue para Daniel lo que Eckermann fue para Goethe...."
Edgardo me puso en relación con Josean, quien de inmediato me envió su libro, El inquieto anacobero, donde explica el asunto de la prisión. Pero así y todo no cejé en mi mentira, porque de mentiras, ese tejido sutil que viste a los dioses, están hechas las novelas. Y luego leí la novela de Josean, no menos aleccionadora, Vengo a decirle adiós a los muchachos; y aquí supera a Eckermann, quien nunca escribió una novela sobre Goethe.
Hace poco recibí un mensaje de Josean donde me contaba de una edición conmemorativa de esa novela suya, "que se presentará en el Festival Amigos del Bolero de Manizales, dedicado a Daniel Santos; luego en Cali, Barranquilla y otros poblados...esta edición incluirá unos cien manuscritos inéditos a puño y letra de Daniel, que iba escribiendo de barra en barra, de trago en trago...un ajuste de cuentas consigo mismo desde la intimidad de las cantinas....tomando en cuenta tu devoción por el Santo Daniel, así como sus vivencias en Nicaragua, donde padeció como Corretjer la fría soledad de las cosas tan lejanas (y recogió años después en Santo Domingo $50 mil para la causa Sandinista), me encantaría incluir en esta edición un escrito tuyo sobre Daniel y lo que significó para tu generación..."
Pues lo que significó para mi generación ya queda dicho. Las noches de peregrinaje por antros en penumbra, pisos cubiertos de aserrín y ristras de bujías macilentas, las luces tornasol de las roconola desde las que se alzaba la voz de este poeta maldito del Caribe infinito, el de la trasgresiones libertinas, el rey de corazones de la baraja vestido con smoking de lentejuelas, el héroe de todas las batallas pendencieras y de todos los desvelos alcohólicos que no cesa nunca de cantar para las vírgenes de medianoche que envejecen bañadas en lágrimas. Mientras amanece.
Salman Rushdie se ?cansó? de la realidad con las memorias Joseph Anton y decidió escribir una novela...
Cada vez que muere un ser que amo tengo la sensación culpable de ser acaso eterno.
El
Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, en su segunda edición, con cien mil...