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¿Censurar al censurador (y asesino) Hitler?

 Con “Mein Kampf”, la escalofriante combinación de memorias e ideario que Adolf Hitler publicó en 1925, sucede algo curioso.

Todos los dictadores han censurado las obras que los critican, que contradicen su visión de la realidad o que no les gustan. Los nazis organizaron quemas de libros en todas las plazas. No solo los libros ardían: los críticos y tibios eran apresados, torturados, asesinados, enviados a los campos de concentración. La política de los nazis era aniquilar al distinto.

Si bien esto sucedió y sucede también en muchos otros regímenes dictatoriales, los nazis dieron un paso más. El objetivo de su totalitarismo era que el disenso no esté meramente prohibido: debía ser impensable. Y para eso, lo malo no debía estar oculto. Debía estar siempre presente, pero como imposibilidad.

Los discursos, los libros, los cuadros, las obras musicales, eran ridiculizados públicamente. Se pregonaba que los autores contrarios al régimen eran enfermos e imbéciles. Que la música y el arte que no comulgaba con su estética era “degenerado”.

Esta idea de la obligación de aplaudir (no solo obedecer), de la pureza de lo ario y de la degeneración de lo distinto (sobre todo lo judío) ya estaba en "Mein Kampf", Mi lucha, el farragoso libro de Hitler. Eso era lo terrible: cuando muchos alemanes votaron a su partido, las ideas que iba a poner en práctica estaban al alcance de todos. Pero pocos lo habían leído.

En 1945 Alemania Occidental se propuso crear una democracia radical. Por eso ni siquiera prohibió el “Mein Kampf”. El heredero de sus derechos, el Estado de Baviera, simplemente se rehusó a republicarlo, pero no estaba prohibido poseer o comprar una de las viejas copias. En otros países el libro estaba prohibido. En Alemania no se reimprimía. Y pocos lo extrañaban.

Pero el próximo 1 de enero de 2016, a los 70 años de la muerte de su autor, vence el copyright. Y el Instituto de Historia Contemporánea quiere volver a publicarlo. Pero quiere que ahora se lea en contexto. Que sus repugnancias, delirios, mentiras y tergiversaciones sean claramente visibles. Por eso, sus 748 páginas llegan a 2.000 con notas y ensayos.

¿Qué hacer con “Mein Kampf”?

Muchos postulan que es un peligro, un insulto a la memoria de las víctimas y sus deudos, un ataque a la humanidad y los derechos humanos. Que en tiempos de auge de la xenofobia y ataques a los refugiados, es una bomba.

Otros piensan que al retirarlo obligatoriamente de circulación es darle el aire rebelde y contestatario de todo lo prohibido. Y que es mejor que se conozca su contenido de primera mano.

Entre los dos grupos hay una diferencia esencial: tiene que ver con la confianza en la capacidad de los lectores de hoy de acercarse al libro con la distancia y desde los valores democráticos. Los que piensan que el libro de Hitler es peligroso en realidad piensan que el peligro anida entre quienes lo leen. ¿Los jóvenes de hoy sabrán leer como los de las generaciones de la posguerra europea quieren?

¿Ustedes qué piensan? ¿Que hay que prohibirlo, no republicarlo? ¿O que ante el gran censurador, mejor no censurar nada, ni siquiera el “Mein Kampf”?

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4 de diciembre de 2015
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Restaurante Sánchez

 

Cuenta Roberto de Robertis, en su relato “Lamer los costados”, que acostumbraba a detenerse en la ciudad de Albricia cuando viajaba a Puerto Lagos y a otras localidades de la costa. Parece que en Albricia mantenía amistades del colegio y del instituto, de los años en que vivió en casa de sus abuelos al fallecer sus padres en un accidente de tractor. Roberto gustaba de reunirse con sus condiscípulos en el bar de Joe el Maestro y luego comer, de forma reposada y larga, en el viejo restaurante de los hermanos Sánchez. Una de las veces, quizá ya una de las últimas en que paró en Albricia, sucedió que durante la comida alguien encontró un diente de rata en el interior de un ñacle, un tipo de empanadilla de harina de centeno rellena de huevo duro y carne vacuna picada. La vez siguiente, quizá la penúltima en que paró en Albricia, alguien encontró los huesos de la pata delantera derecha de un topillo pero, ante su asombro, la reacción general fue celebrarlo, coger la pata y guardarla en un bolsita de tela que parecía llevaban ya dispuesta. En su último viaje, Roberto fallecería de un accidente de tractor a las pocas semanas, fue invitado a visitar el Museo de Zoología Sánchez, una institución creada con los fondos suministrados por los pupìlos del restaurante Sánchez y cuyo fin era mostrar los esqueletos, perfectamente montados, de las más características especies de la fauna regional.      

 

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3 de diciembre de 2015
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No es una guerra, es una época

Lentamente va tomando forma esta difícil coalición. Reino Unido manda su fuerza aérea. Alemania, 1.200 soldados de apoyo logístico y tareas de reconocimiento, además de aligerar la carga de Francia en Mali con 650 soldados más. Estados Unidos despliega un puñado de militares de élite en Siria, para realizar operaciones especiales contra el califato terrorista y apoyar a las milicias que le combaten, como hacen ya 3.500 de sus militares en Irak.

No es fácil organizarse frente a un enemigo como este, que actúa en un territorio delimitado, pero tiene multitud de sucursales en Asia y África y es capaz dar golpes devastadores en el corazón de los países a los que combate utilizando a ciudadanos reclutados en ellos. Tampoco lo facilitan las contradictorias y nocivas alianzas tejidas en torno a Siria, donde cualquiera de los potenciales socios cuenta con un enemigo al que detesta más que al autodenominado Estado Islámico. Pero donde se produce la mayor avería es en la dirección de esta coalición todavía improbable, vacante desde que Obama empezó su dubitativo repliegue de Oriente Medio.

Las guerras que habíamos visto hasta ahora eran más sencillas. Podían estar equivocadas, --muchas lo estaban-- pero de una forma u otra estaban dirigidas y era posible pedir las cuentas por los desperfectos. De entrada, eran guerras en todo, y solo guerras, que permitían así imaginar otros caminos pacíficos, la diplomacia, la erradicación de las causas reales o inventadas, a quienes se oponían a ellas.

Esta guerra, si acaso es una guerra, es distinta. Basta con leer la resolución discutida y aprobada ayer en Westminster. Ciertamente, tiene su núcleo bélico: la autorización de los bombardeos sobre Siria invocando la defensa propia ante una amenaza terrorista que también se dirige a Reino Unido. Pero hay más: las conversaciones de Viena para conseguir un alto el fuego y un arreglo político en Siria; la ayuda humanitaria a las poblaciones desplazadas; el bloqueo del ISIS para evitar que reciba armas, comercie o reclute terroristas o los mande de nuevo en misión fuera de sus fronteras. Y todavía hay otros frentes civiles de los que nada dice la resolución: la estricta seguridad de nuestras ciudades, perfectamente mejorable a la vista del 13N en París y de la paralización de Bruselas en los días siguientes; o las múltiples y complejas causas de la marginación de los jóvenes candidatos a terroristas.

Comparada con guerras anteriores, las dos de Irak, Kosovo, Afganistán, Libia incluso, eso no es exactamente una guerra, aunque tenga un indiscutible componente bélico. Los bombardeos pueden ser necesarios, pero nunca serán resolutivos. Lo sabe Obama que va poniendo botas sobre el terreno. Sabemos lo que no deben ser: propaganda o escapismo para evitar mayores compromisos. Y menos todavía instrumento de quienes carecen de escrúpulos para recuperar hegemonías perdidas.

Esa guerra, si acaso es una guerra, va a durar años, por mucho que nos esforcemos, cosa que, por cierto, no es el caso de los españoles en campaña electoral. De hecho, no es una guerra, sino una época. Cabe decir no a los bombardeos y no a la guerra, pero no podemos decir no a una época que es toda nuestra.

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3 de diciembre de 2015
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El Boomeran(g)
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