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El hecho que voy a relatar sólo pudo haber pasado en Argentina, que no es la cuna del psicoanálisis pero sí su campo marcial. Un día de 1948, la popular revista femenina ‘Idilio' decidió dedicar una de sus secciones a la interpretación de los sueños de sus lectoras, invitadas a enviarlos por escrito, con la promesa, cumplida, de que un doctor (en sociología, no en medicina) los interpretaría en cada número; la sección se tituló ‘El psicoanálisis le ayudará', y para acompañar las explicaciones del sociólogo fue llamada la artista de origen alemán Grete Stern, que había estudiado fotografía en la Bauhaus y estaba casada con el gran fotógrafo argentino Horacio Coppola, con quien vivía desde 1936 en Buenos Aires.
El resultado de ese insólito trabajo para una revista básicamente del corazón, que introdujo como novedades las fotonovelas y dicha página de casuística onírica, se muestra, hasta el 31 de enero, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y los casi 50 fotomontajes recogidos (los conservados en el archivo de la artista entre los 150 que ella contribuyó a ‘Idilio' en los tres años de su colaboración) constituyen uno de los episodios más fascinantes de la historia del arte surrealista, con el interés añadido de dar a conocer la labor de una figura teóricamente de segunda fila, a la que oscureció su propia unión con el celebrado Coppola, una entrega a la actividad museística y el hecho de que en los últimos veinte años de su vida (murió a los noventa y cinco en 1999) dejó de tomar fotografías por razones de salud.
Las obras de Stern, casi todas en blanco y negro, son, además de sueños verídicos, maravillosos relatos gráficos de una página, llenos de incidencia y de misterio. En uno de ‘Los sueños del cansancio' (sus títulos, agrupados temáticamente, aportan sentido y humor a los contenidos) una mujer asciende una ladera arrastrando una enorme roca atada con cuerdas, tal vez el yugo de una infelicidad doméstica; otra joven cuelga sobre el vacío, sujeta a una cuerda similar, mientras mira con horror el abismo de las montañas que la rodean. Hay sueños de indecisión, de perfección, de destrucción, de curación y de liberación, siendo uno de estos el de una mujer lánguida abrazada por un enorme sapo salido de un acuario. En un sueño de enmudecimiento la mujer habla ansiosa al teléfono pero no tiene boca, y en un sueño de los relojes la señora vestida de negro hace de manecillas del gran reloj de mesa, erguida para las horas y estampada sobre el cuadrante para los minutos. En todos era una condición que el personaje protagonista, o sea, la propia soñadora, figurase en la fotografía. Imágenes que inventan más que ilustran, y añadían no pocas veces una intención crítica que hoy llamaríamos feminista. ¿Ayudó ‘Idilio' a la psique de sus lectoras? Al menos contó lo que soñaban, y les dio, de la mano de Grete Stern, un rostro a su inconsciente.
Nadie sabe abordar a la innombrable.
Los dirigentes de los partidos ni la nombran. ¡Cómo van a nombrar a la innombrable, sería una paradoja!
En esta ocasión, la innombrable va a dividir mucho su voto. Eso quiere decir que nadie la ha seducido de verdad. ¿Digo seducir? La seducción implica un esfuerzo de acercamiento, y nadie ha dirigido su aliento, su corazón, a la innombrable.
Pero la innombrable no está muerta y tiene deseos: deseos de recuperar el estado de bienestar que ella misma creo, y deseo de recuperar lo que le han robado, si no todo, si al menos una parte, para poder asimilar con menos dolor una década perdida.
La innombrable está desconcertada. No sabe qué hacer. Se siente rodeada de innombrable oscuridad, pero tiene que votar. No le prometen nada, como mucho le podrían ofrecer un buen banquete fecal como el que celebran los personajes de El fantasma de la libertad de Buñuel.
Sí, tiene que votar aunque ni la nombren. La emoción está asegurada.
Cuando la innombrable desaparece de la escena, se oscurece el horizonte y comienza el reino de la oscuridad.
Las culturas se suicidan cuando acaban con la innombrable. El imperio romano sucumbió cuando desapareció de su tejido social la innombrable.
Cuando ella se ausenta, suele llegar un ángel exterminador. Por eso la innombrable es tan necesaria. Con su sola existencia nos libra del horror.
Pero nadie la nombra. Vamos a romper esa tradición y vamos a nombrarla. Sí, vamos a hacerlo, vamos a nombrar a la clase media para decir que ni la historia moderna ni la reciente resultan comprensibles sin ella. No tenerla en cuenta es carecer en primer lugar de memoria, en segundo lugar de realismo, y en tercer lugar de astucia elemental, virtud principal de los animales políticos.
Para ningún sistema es una buena estrategia ignorar a la innombrable, a la intermedia, a la que sostuvo el Estado de la antigüedad y sostiene el Estado moderno. Dentro de las estrategias equivocadas, la más equivocada es la encaminada a hacerla desaparecer.
Si ella desaparece, desaparece el sistema, al quitarle uno de sus elementos fundamentales. Si ella desaparece, desaparece la clase intermedia: la que equilibra y suaviza las fricciones. La que con su mera existencia reduce diferencias. La que impone la trinidad por encima de la dualidad.
Si la innombrable desaparece, desaparece el "tercer elemento", desaparece el juego, desaparece todo.
Aún no sabemos hasta qué punto puede ser espantoso un mundo sin clase media, aún no conocemos en plenitud ese infierno, pero podríamos conocerlo.
Es muy fácil y muy difícil destruir el sistema: basta con ahogar a la clase media. ¿Por qué? Por una razón bien simple: ella es el sistema.
Y ahora el sistema está hundido en una contradicción irresoluble: es como si quisiera estrangularse a sí mismo, estrangulando a la clase que mejor lo representa y mejor lo sustenta. Se trata de un movimiento de autoagresión: como si el sistema mismo se estuviese suicidando. Paradójicamente, es el sistema el que ahora tiene que luchar contra la tentación del abismo y contra sus impulsos autodestructivos. Es el sistema mismo.
Parece que no nos movemos pero quizá estamos en un momento angular de nuestra historia en el que el sistema se enfrenta a su pulsión de muerte, en el que el sistema apresa el cuello de su propio retrato: la clase media, aun sabiendo que al hacerlo se estrangula también a sí mismo. Es casi la historia de Dorian Gray.
El sistema ha entrado en una espiral ciega. No es fácil imaginar en qué circunstancias se producirá el colapso, y al mismo tiempo se pueden adivinar. Para no llegar a esa situación de implosión destructiva solo queda un camino: detener de inmediato la aniquilación de la innombrable. El sistema no puede destruir sus propios pies, su corazón y su motor. Se quedaría cojo y sin aliento. Le faltaría la movilidad y la respiración.
Juan José Millás encargó su escritorio de madera y unas estante rías con el millón de pesetas que heredó a la muerte de su padre ,?hará unos veinticinco años ?. Quedaron perfectamente encajados en una buhardilla con claraboya que eligió como zona de escritura?partida en dos espacios, uno dentro del otro ?; dos oquedades tapizadas de libros; dos cajas, como las que colecciona y asegura que es incapaz de tirar porque ?tienen un misterio ?. La joya del acorona parece una sombrerera :?Chapeau Collection Sugar?, reza. Contiene una Barbie que aún permanece atada a los cartones: despampanante afroamericana, medias de rejilla, pechos turgentes, pamela de alta costura y zapatos rojos. Se la regalaron en un programa de televisión en el que, por error, creyeron que las coleccionaba .?Tuve que fingir, claro. Me advirtieron que perdía valor sise las acaba de la caja, por ello sigue ahí ?. Millás empezó a escribir poesía en el Seminario de los Misionarios Oblatos de Valladolid, a los 16 años. De niño era mal estudiante y el destino parecía lanzar le hacia una academia con fama de centro de tortura. Lo burló. Se inventó que quería ser misionero comosutío. El padre Isaac ??creo que era ateo?? le dio a leer todo Galdós, los rusos, incluso a François Mauriac. ?Empecé a escribir por las mismas razones que se empieza a leer: hay un problema entre la realidad y tu, y ese problema se alivia cuando se lee y se escribe?. El día en que murió su madre soñó una novela entera, ?de arriba abajo?. Guardó las cenizas entre su colección de diccionarios del escritorio (de química, metafísica, lingüística, el del Diablo de Ambrose Bierce?), hasta que un día las lanzó al mar, cerrando otra caja. Millás, que además de fingir que colecciona Bar bies hace creer que es hipo condriaco, es un hombre habilidos o arreglando la cisterna del retrete. La mecánica pesa tanto como la ciencia: ?La literatura científica me estimula mucho y está llena de hallazgos. La confección del universo de Hawking es parecida ala de Alicia en el país de las maravillas: cae en un agujero negro ?. Luego está el mundo ordinario, que de repente se convierte en asombroso, las moscas, los armarios, los espejos ??La búsqueda de lo imaginario en lo real, lo que hay de misterio donde aparentemente no hay nada que rascar?. ¿Intelectual?: ?No manejo ideas sino obsesiones?. Quien primero lee su novela es su agente, luego dice que por cortesía se la enseña a su mujer, Isabel Menéndez, psicoanalista, que en ese momento pasa consulta en el piso de abajo. Mucho se ha escrito sobre sus cruces freudianos, ?el escritor es aquel que consigue asociar dos cosas que están muy alejadas entre sí. Cuando dos ideas aparecen juntas aunque no tengan nada que ver, es por algo, y uno debe investigar ?. Habla bajo, dulce, y mantiene el suspense. Cuenta las historias como quien abre una lata que parece de atún pero resulta ser de espárragos. Cree en la textura de la página. Silos ruidos no le concierne n puede abstraerse en cualquier parte para escribir. Paladea la soledad adictiva. Se levanta alas seis y escribe con un té hasta las 9. Desayuna con su mujer, sale a pasear una o dos horas en las que piensa y resuelve. Por la tarde lee tres horas como premio por haber escrito. La palabra que más repite a lo largo de la conversación es misterio: en siete ocasiones. ?Los diarios de Che e ver empiezan así :?En la madurez hay misterio, confusión ?.?Estamos rodeados por el misterio pero nos habituamos de tal forma que no indagamos ?. Nunca le ha abandonado el frío, desde la infancia. Duerme con calcetines. (Cultura|s / La Vanguardia)