La novela La guitarra azul (Alfaguara) de John Banville trata sobre un pintor que perdió la...

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El noruego
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El idealismo ha tocado fondo, desasistido ante el peso de la realidad, reducido a cenizas por la clamorosa falta de vocaciones de todo tipo. Imaginemos qué sentiríamos si al preguntarle a un niño qué quiere ser de mayor nos dijera ?funcionario?. Y que, ante nuestro asombro, justificara su respuesta: ?Sí, por falta de dinero e ideas?. Sólo una extrema precariedad puede arrebatarle a un niño sus sueños. Los mismos que, de adulto, pueden escapársele, igual que arena entre los dedos. Falta de dinero y de ideas, estas son las principales razones que arguyen las encuestas acerca de esos tres de cada cuatro españoles que aspiran a ser funcionarios (según una encuesta de Adecco). Entre los jóvenes, aún con la vida a medio hacer, la cifra es el 32%, que, comparado con el 13,6% de media de nuestros vecinos del sur de Europa, resulta inquietante. Sus argumentos son predecibles: pasar el resto de sus vidas en un empleo seguro, cómodo y ajustado de horario, con frecuencia rutinario y gris, bien alejado de aquellos deseos del niño que quiere ser una cosa emocionante y distinta cada año. La reflexión en forma de España me duele que entonó Antonio Banderas en El hormiguero ha provocado una convulsión en la red. Nadie quería sentirse identificado con aquel 75% de los españoles que, según el actor, ansía ser funcionario; la misma proporción ?aseguró? que los yanquis que pelean para emprender; gente que no se desbarata por cualquier traje incómodo ni se les viene abajo el mundo al fracasar, aunque carezcan de la libertad moral de la que aquí gozamos. Coincidió el lamento por esa caricatura real del español comodón, de moderadas expectativas profesionales, con la risotada que soltó la prensa inglesa ante la declaración de intenciones de un Rajoy cada vez más delgado: saldremos del trabajo a las 18 h, prometió, a lo que, asombrosamente, Juan Rosell añadió que lo ve ?bastante fácil?. En cambio, el Daily Mirror nos retrató con la foto de dos borrachines durmiendo la mona en un banco en San Fermín. ?España anuncia sus planes de reducir sus famosas siestas de tres horas en un intento de actualizar su mano de obra al siglo XXI y aumentar su productividad?, sentenciaron, alejándonos de cualquier expectativa de país moderno e incluso racional. (La Vanguardia)

Me reconozco en la figura del extranjero. Es casi la única figura en la que me he reconocido siempre.
Una extraña figura, valga la redundancia, en parte resultado de las exclusiones que impone el Estado-Nación, concebido como un humanismo de circuito cerrado, que excluye a los que no pertenecen a ese Estado-Nación; y aquí nos topamos con la idea del “otro”, que no tiene los derechos del ciudadano de la república en la que está, y que a lo sumo puede ampararse en los derechos humanos, en realidad los únicos derechos que de algún modo protegen la figura del extranjero.
La extranjería es una enfermedad que contraje en la España franquista, que se fue desarrollando en la infancia y la adolescencia, y que se agravó tras mi larga estancia en París, hasta el punto de convertirse en una dolencia crónica de la que para colmo no quiero librarme.
Para mí cualquier país de Tierra tiene el mismo estatuto que Mongolia Exterior, el único país al que, por razones enigmáticas, tenían prohibida la entrada los españoles al final de la dictadura, y así lo decía en su pasaporte.
Creo que empecé a interesarme por los mongoles debido a esa sorprendente prohibición, por eso cuando vi por primera vez desde el avión las inmensas y áridas planicies de Mongolia sentí una gran emoción. Allí, muy por debajo del avión pero perfectamente visible, estaba la famosa Mongolia Exterior, sobre la que poder deslizar una vez más la mirada del extranjero, que es, básicamente, una mirada despojada del sentimiento de pertenencia y del sentimiento de posesión.

No todo es posible. A estas alturas, aunque parezca mentira, hay señales de que ya hemos empezado a reconstruir el consenso. Tras cinco años de una cabalgada de sueños inalcanzables, estamos empezando a aterrizar. Finalmente. No todos, es cierto, pero al menos algunos. Así hay que leer, de forma optimista, las barbaridades que están oyéndose estos días, de uno y de otro lado: son la última reacción desmadrada antes del ataque de sensatez que inevitablemente deberá llegar.
Es hora, pues, de ponerse al día y de hacerlo con una idea catalana, una de esas ideas a la vez diferenciales y propias. Diferenciales, porque, como sabemos y nos han enseñado desde nuestra más tierna infancia, todo en Cataluña es distinto. Y propias, porque todo lo que existe en el resto del mundo también existe en Cataluña en su forma peculiar y a veces única. Dicho de otro modo: tenemos de todo. Mi propuesta catalana tiene la forma de un trilema. Necesitamos un trilema y que sea catalán.
Los trilemas se derivan de los dilemas. En vez de escoger entre dos términos incompatibles, hay que escoger entre tres. En los trilemas la incompatibilidad suele reducirse a uno de los términos respecto a la combinación de los otros dos. Un buen ejemplo es el propuesto por el filósofo esloveno y ex yugoeslavo Slavoj Zizek respecto a los intelectuales comunistas (algo sabe de ello): no pueden ser a la vez honestos, inteligentes y apoyar sinceramente al régimen; los honestos e inteligentes no apoyan al régimen; los inteligentes que apoyan al régimen no son honestos; y los honestos que apoyan al régimen no son inteligentes.
La historia de los trilemas es antigua. Se remonta a los orígenes de la filosofía y la teología. Pero es la economía contemporánea la que los ha puesto de moda bajo el nombre de la Trinidad Imposible. Hay tres cosas que no se pueden hacer a la vez: una política monetaria soberana, libertad de movimientos de capitales y un sistema fijo de cambio. Dani Rodrik, en la Paradoja de la globalización, ofreció una traslación política: los términos incompatibles son la democracia, el Estado-nación y la integración económica.
La culminación del procés bien podría celebrarse con la adopción del trilema catalán, particularmente estimulado por el último manifiesto monolingüista. Los tres términos que lo conformarían son la lengua oficial, un Estado independiente y la convivencia democrática en su sentido más propio y complejo. Sí, ya sabemos que lo queremos todo y ahora. Pero lo primero que habrá que decir es que todo no es posible y sobre todo a la vez. Podemos incluso hacer una lectura suave de las incompatibilidades, de forma que sean una cuestión de énfasis: mucha independencia y mucha lengua, será a costa de la democracia; mucha lengua y mucha democracia, será con una independencia limitada; y mucha independencia y mucha democracia, será mediante concesiones en el estatus de la lengua.
El trilema obliga a abandonar la abstracción, pues hay que analizar cada dificultad en relación a otras dificultades. Cuando se trata de hacer política con los deseos y los sentimientos, sabemos que la cosa se pone imposible, digan lo que digan los poetas y cantautores. Pero si vamos a hacer política con las realidades de cada día, entonces nos encontramos con que tenemos que optar.
Es evidente que los firmantes del manifiesto Koiné han hecho una reflexión abstracta, a partir de lo que dicen los manuales de sociolingüística sobre lenguas en contacto, diglosia y bilingüismo. Es un debate científico, técnico, dicen. Lo ha dicho el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, para defenderles de la vehemente acusación de racismo por parte de Lluís Rabell. No tiene razón: es un debate político que versa sobre opciones políticas y nos sitúa no ante un dilema, sino ante el trilema catalán y la necesidad de optar.
Sí, los catalanes deberemos decidir y estamos ya decidiendo en buena medida cómo queremos que sea nuestra sociedad. Y esto no se responde con un sí o con un no a la independencia, aunque en algún momento responder colectivamente a esta pregunta ayude a hacerlo. Debemos decidir hasta dónde queremos que llegue el autogobierno, qué grado de homogeneidad lingüística y cultural estamos dispuestos a reivindicar y organizar y si queremos hacerlo siguiendo la regla de la mayoría y respetando las minorías, a las que protege sobre todo la regla de juego vigente que nos hemos dado nosotros mismos. Con una advertencia: quien lo quiera todo, ahora y en su máximo grado deberá demostrar, primero, que tiene la capacidad de hacerlo y, luego, que también está dispuesto a quedarse sin nada por causa de su ambición irrealista y excesiva.

El miedo es libre. Puede tomar la forma del hueco de una escalera, o reptar como una araña gigante que acaba convertida en ?mamá?, o proyectarse en los reflejos asustadizos de un juego de espejos rotos. Así catalogaba Louise Bourgeois su repertorio de traumas, represiones y sueños, incluidos esos penes gigantes que sostenía en la mano, ya anciana, con mirada burlona, abrigo de pelo de conejo y gorro de lana de neoyorquina cool. Pocas artistas fueron, en vida, tan amadas y glorificadas por la modernidad como aquella mujer diminuta, tan irascible como ocurrente, que ahondó en el dolor y las oscuridades de la mente con una narrativa altamente sensorial. Aseguraba proyectar una escultura como el médico planifica el tratamiento de un enfermo. Y titulaba sus series con un lenguaje manchado de realismo sucio: Días negros, Sin salida, Soledad? De una de las últimas exposiciones que le dedicó la Tate Modern londinense conservo una litografía que me acompaña siempre: el dibujo de una cápsula rosada sobre la que, con su escritura seductora, se lee ?Be calm?, a modo de plegaria pagana. Porque Bourgeois afrontó la negrura en la que suelen desembocar sensibilidades como la suya dándole la vuelta como a un calcetín, iluminando las tinieblas, siempre original y perturbadora. De joven, se intentó suicidar cuando murió su madre, a quien cuidó con amor, aparcando sus estudios. No acabó con su vida, pero cambió las matemáticas por la Escuela del Louvre y el taller de Fernand Léger. Hay un frase de Louise que describe su profunda complejidad: ?No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos?. Su obra corre en busca de seguridad y reafirmación ?ella misma contaba que antes de cada nueva exposición sentía una angustia indecible?, herida por la relación con su padre, un tirano que se acostaba con su institutriz. Burgués y artesano experto en la restauración de tapices antiguos, le exigía a la pequeña Louise talento manual. Pronto llegaría a adorarla por su creatividad, incluso la ayudaría con su fugaz estudio de impresiones, pero el cariño no era mutuo: ella continuaba odiándolo por su borrascoso temperamento, su tiranía, sus infidelidades y su gusto por la burla. En algún lugar contó un recuerdo de aquella época, más terrible que sus arañas gigantes: ?De niña, me daba mucho miedo cuando en la mesa del comedor mi padre no dejaba de alardear, se jactaba una y otra vez de sus logros. Y cuanto más grande pretendía volver su figura, más insignificantes nos sentíamos sus hijos. Mi fantasía era: lo agarrábamos con mis hermanos, lo poníamos sobre la mesa, lo troceábamos y lo devorábamos?. Septuagenaria, en 1982 demostraría que ?una mujer no tiene lugar como artista hasta que prueba una y otra vez que no será eliminada?, convirtiéndose en la primera mujer que protagonizó una retrospectiva en el MoMA. Lo suyo le costó. Dejar su país para, con su marido, el historiador del arte Robert Goldwater, asentarse en Nueva York; sentirse culpable por ser mala madre de sus tres hijos; unirse al American Abstract Artists Group de sus amigos los De Kooning, Rothko, Pollock y compañía. Pero, gracias a su vida longeva, asistió a su propia coronación en los templos sagrados del arte: Documenta en Kassel o la Bienal de Venecia. Había alcanzado su destino: ?Para mí, la escultura es el cuerpo. Mi cuerpo es mi escultura?. Ahora el Museo Guggenheim de Bilbao inaugura una muestra de una faceta freudiana de la autora: sus celdas, más de 60 estructuras espaciales que revelan el subconsciente. Los denominó autoretratos: fantasmas y versos, las sobras de la vida para dotarla de sentido. (La Vanguardia)

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En general, la mayoría de los galeristas dicen que los cuadros de tonos suaves se venden más. Todo cuadro posee diferentes grados de penetración que pueden discurrir desde el suave amor al odio y desde la entrega de calma hasta la agitación. Este cuadro que pinte hace muchos años se correspondía con una época en la que deseaba más el silencio que la conversación. Y, efectivamente, necesitaba un cariño sin perturbación. Para mi esta obra es un ejemplo de todo lo que se dice a propósito de los colores tenues y un testimonio de la relación de ánimo con la obra de arte que en tanto se parece, cuando se expresa, a las relaciones con los demás, objetos, animales o personal.

‘Carol' es una película de invierno, la estación preferida por el cine elegíaco. Desde su arranque, la lluvia, la nevisca, los abrigos de piel, los gorros de lana, los paraguas abiertos siempre y húmedos, son el atrezo de la difícil historia de amor entre la madura Carol Aird y la joven Therese Belivet, desarrollada con los tiempos muertos y el discurrir resbaladizo que el clima frío conlleva. Se trata de una adaptación fiel en lo esencial de la novela de Patricia Highsmith, aunque el film se abra con una prolepsis en el Hotel Ritz que resulta a mi juicio innecesaria y desconcertante: la prefiguración del encuentro crucial de las dos mujeres que se da luego en su momento adecuado estorba la linealidad del relato y nos priva de la dulzura que tiene el inicio del libro, con sus estampas de la vida diaria dentro del gran almacén Frankenberg y la aparición entre maletas, muñecas y trenecitos eléctricos de esa elegante venus de las pieles que es la señora Aird, majestuosamente interpretada por Cate Blanchett.
Es sabido que ‘Carol' tiene una prehistoria literaria. La novelista, dependienta ella misma en unos almacenes de Manhattan en la navidad de 1948, cuando, antes de la publicación de su primera obra ‘Extraños en un tren' (1949), necesitaba el dinero de aquel empleo temporal, vio un día a una mujer rubia con un abrigo de visón que "parecía irradiar luz" y que al acabar la compra de una muñeca para su hija "pagó y se marchó. Pero yo me sentí extraña y mareada, casi a punto de desmayarme, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión". Esa noche, al volver a su casa, Highsmith ocupó un par de horas y ocho páginas escribiendo a mano la trama argumental de ‘El precio de la sal', según explicó en 1989 en el prólogo a la reedición rebautizada como ‘Carol' del libro, aparecido por primera vez en 1952 tras ser rechazado por la editorial que le publicó ‘Extraños en un tren'. Pese a la atrevida naturaleza de la historia, ‘El precio de la sal' obtuvo críticas apreciativas y, cosa más sorprendente, fue reeditado uno año después en bolsillo, alcanzando una venta de casi un millón de ejemplares, hasta convertirse, en los más de cincuenta años trascurridos desde entonces, en un clásico de la literatura homoerótica. Con legítimo orgullo, la autora de tantas magníficas aventuras de Ripley afirma en el citado texto prologal que la suya fue la primera novela norteamericana en la que los hombres y mujeres homosexuales no "tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal" (cito por la traducción de Isabel Núñez y José Aguirre, Anagrama, 1997).
La película de Todd Haynes mejora la novela, que peca de prolijidad, exceso de diálogos nada elocuentes y algunas florituras líricas de dudoso gusto, como la que celebra el demorado contacto carnal de las dos mujeres con este símil: "La felicidad era como una hiedra verde que se extendía por su piel, alargando delicados zarcillos, llevando flores a través de su cuerpo". Haynes, un hombre de infalible buen gusto, poda toda la hojarasca, acierta al hacer más irrelevantes a los personajes masculinos, y, en una inspirada transposición del guionista Phyllus Nagy, convierte a la joven Therese Belivet en aspirante a fotógrafa y no escenógrafa, lo que da al film, naturalmente, un correlato plástico lleno de posibilidades que, en un alarde de producción, el cineasta y su exquisito director de fotografía Ed Lachman desarrollan como una mística, inspirándose en los trabajos de grandes fotógrafas americanas de los años 1940-1950: Ruth Orkin, Berenice Abbott, Lisette Model, Esther Bubley o Helen Levitt, entre otras. Quien quiera saber al detalle los propósitos y la metodología de Lachman en la iluminación de las escenas diurnas y nocturnas de ‘Carol' puede leer la minuciosa entrevista que le hizo ‘American Cinematographer', traducida en el número de febrero de ‘Caimán. Cuadernos de Cine'. Tengo dudas, por mi parte, de que "la paleta de color sucia y apagada" mimetizada de ese gran arte fotográfico en papel se advierta plenamente en las copias digitales que el espectador ve en los cines, sobre todo sabiendo que Haynes y Lachman sacaron una copia en 35 mm. para mostrarla en festivales.
Las tres mujeres (contando también a la excelente Sarah Paulson en el papel de Abby, la antigua amante de Carol) centran la acción y soportan todo el peso de una película que sólo con sus refinamientos formales nos ahogaría en un álbum de bellas estampas. En ese sentido, decepciona la parte en que Carol y Therese, huyendo de los acosos físicos y legales de Harge Aird, el marido cazurro, viven su particular ‘road movie' sentimental, que en la novela las llevaba frenéticamente por Salt Lake City, Colorado Springs, Waterloo, Omaha, Sioux Falls, ciudades cuyos nombres llamativos y novelescos eran explotados con notable trepidación por la escritora. En la película es sólo Waterloo el que se explota, siendo también allí donde se descubre al detective privado, episodio muy enriquecido en la pantalla.
Cate Blanchett tiene una manera incomparable de decir ante la cámara; subraya ciertas palabras, les da resonancia, cómica o grave, mientras que sus ojos descreídos niegan el énfasis. Es un genio de la media voz, aunque también sabemos de lo que es capaz cuando un director la quiere en plan de fiera corrupia: ahí está ‘Blue Jasmine'. Rooney Mara, por su parte, es la más perfecta visionaria, si recordamos el texto confesional de Patricia Highsmith citado en el segundo párrafo de este artículo: siente al descubrir a Carol mareo y desmayo, exaltación y temor, con una mirada que lo ve todo y no se apodera de nada externo a su pasión, oculta en la modosidad de su atuendo y la transparencia de sus hermosas facciones sin apenas maquillaje. Dos tipologías femeninas que no podían tener mejor representación icónica de la que Blanchett y Mara le dan. El desenlace, que sintetiza con mucho acierto lo que en la novela es el amago de un nuevo y breve ligue de Therese con otra mujer, alcanza en la planificación de Haynes un ‘pathos' conmovedor, sin aparato estético en esta ocasión. Sigue siendo invierno en el interior de un restaurante de lujo, pero las dos miradas largas, sin palabras, sin gesticulación, de las amantes, ponen final feliz a una agonía impuesta por el clima de un tiempo inclemente.

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