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Blogs de autor

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A media voz

Hay muchos asuntos en la vida que requieren una conversación en voz baja, pongamos por ejemplo el amor o la muerte. Observo a una pareja de edad indeterminada en un restaurante: él le acaricia la mano, ella la barbilla. Se miran como si hubieran conseguido atravesar una frontera minada. Él va a decirle algo, pero en ese preciso instante un camarero se instala detrás de ellos con una mesa auxiliar y se dedica a apilar vajilla. Recuerdo por un momento ese instante en que la cinta del vídeo se enganchaba de mala manera justo cuando esperábamos ansiosos el final de la película: arrollábamos la bobina, pero acababa fatalmente torcida. Estoy sentada dos mesas más atrás, y el sonido de cada taza, de cada cubierto, retumba en mi entrecejo hasta hacerme perder el hambre. Del mismo modo, el estruendo corta de tajo su intimidad de pareja. Ya lo anticipó Schopenhauer: el ruido es la más impertinente de todas las formas de interrupción. Los platos chocan contra ellos mismos con tanta rabia que parece que vayan a romperse. ¿Qué placer puede sentir alguien en comer rodeado de escandalera? ¿Acaso les hace sentir menos solos? ¿O poseen el don de anestesiar la sensibilidad y abstraerse en su conversación, también a gritos? Los detesto tanto del mismo modo que los admiro. Inmunes al ensordecedor jaleo, como si no fuera con ellos, como si les transcendiera, se han acostumbrado al alboroto conformados y contentos.
Leo los interesantes artículos sobre las “Estridencias en los espacios públicos” que firma Albert Molins Renter en La Vanguardia; en verdad los estaba esperando. Restaurantes que anteponen la rentabilidad a la contaminación acústica, locales donde cuanto más grita uno más cree que se divierte. O calles en las que megafonías, ladridos y bocinas transforman la mañana en una maraña de rugidos. También recuerdo aquella noche en un centro de cuidados paliativos en la agonía de un ser muy querido. Las puertas batían cada dos por tres, cerradas a portazos. Se escuchaban –y te azotaban– los gritos de un paciente que chillaba: “¡Me meo!”. El aparato de aire acondicionado bramaba en el pasillo. Ni el silencio que exige a su alrededor la muerte lograba desterrar aquel estruendo que deben de soportar los pacientes de todo tipo, no sólo los terminales, también las recién paridas o los pacientes que despiertan a la vida en una UVI desde su cama articulada.
Existe verdaderamente una conexión directa entre el silencio y la intimidad. Los lugares comunes siguen relacionando la cultura latina con el vocerío, incluso lo consideran, erróneamente, una forma de tolerancia. Porque el ruido es invasor, penetra en las sienes hasta producir jaquecas, altera la tensión sanguínea, reduce la libido, atonta y limita la circulación de palabras e ideas. Pero, en nuestra sociedad, la vida silenciosa o bien no cotiza o se convierte en un artículo de lujo en lugar de un síntoma de progreso.
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23 de mayo de 2016
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El miedo a pensar, a leer y a nombrar (2) La descomposición del lenguaje

Ahora echo en falta los artículos de Luis Magrinyà sobre el buen uso del lenguaje.

 

La lengua sufre un proceso cada vez más degenerativo y mistificador que se percibe en la política, por supuesto, pero también en la prensa y en la literatura.

Avanzamos hacia un sumidero en el que todas las palabras se corrompen, como ocurre en el mundo de la publicidad, donde la descomposición del lenguaje alcanza el paroxismo, y paroxismo, como indicaba Baudrillard, significa lo que precede al fin.

¿Estamos ya cerca del fin de la lengua como vehículo de la expresividad, la belleza, la precisión, la sutiliza y todas las formas oblicuas o directas de la verdad? Todas las lenguas apestan porque han perdido dignidad y fortaleza: las ha corrompido la retórica vil de la publicidad y los medios de comunicación de masas. 

 

¿Ahora las lenguas surgen de las cloacas antes que de las gargantas? ¿Es posible la emergencia de un mundo de interlocutores alegres, punzantes y despiertos en la cultura de los sonámbulos y los necios?

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23 de mayo de 2016
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Derribos Mas

Convergència es todavía el partido de los pujolistas. Por si los convergentes pretendían olvidarlo, el día en que se votaba su autodisolución, Josep Pujol, el tercero hijo del fundador, aparcó su Jaguar frente a la sede de CDC de Sant Gervasi y depositó su papeleta en el mismo momento en que lo hacía Helena Rakosnik, la esposa del ex presidente y actual líder del partido, Artur Mas, consiguiendo así una fotografía altamente simbólica de las dificultades con que se enfrenta la formación nacionalista para cambiar de piel e intentar a la vez mantener su espacio político.

Ahora la demolición a la que Mas se ha entregado con tanto fervor y dedicación alcanza de lleno a su partido. Recibió una herencia en el punto más álgido del poder convergente y está a punto de reducirla a la porción congrua, tras perder escaños a raudales, quedarse sin la alcaldía de Barcelona, destruir la coalición con Unió que tantos éxitos le había proporcionado, hacer dudosas contorsiones para coaligarse con Esquerra, y tirar ahora al niño con el agua sucia. No es extraño que la familia fundadora exprese bajo formas más o menos explícitas su resentimiento hacia un sucesor que fue escogido y designado para mantener el patrimonio en sus aledaños e incluso al alcance de los hijos del patriarca. No es esta la única labor destructora de Mas. El conjunto de las instituciones viene sufriendo desde que Artur Mas alcanzó la presidencia en 2010 y sobre todo de septiembre de 2012, con la disolución prematura del Parlament, momento en que se abrió la veda al uso partidista más descarado de la radio y la televisión públicas, el sistema educativo, la función pública y las instituciones de la Generalitat en su conjunto; todo en aras del 'procés', una situación excepcional que solo se daría una vez en la vida y que había que aprovechar sin muchos escrúpulos ni miramientos.

La instrumentalización ha alcanzado a los edificios públicos, específicamente al palacio gótico de la Generalitat, utilizado más allá de las funciones de Gobierno como plató televisivo para las entrevistas presidenciales o escenario de actos, anuncios y reuniones partidistas. Entre las decisiones más incomprensibles destaca la pasión por la estelada desatada en las filas soberanistas, hasta el punto de sustituir en muchos edificios oficiales a la bandera de todos, incluso durante las campañas electorales y en los días de votación, en violación de la neutralidad exigida a las instituciones.

Nunca las instituciones pertenecientes a todos y sufragados con los impuestos de todos habían sido puestas al servicio de una parte de la sociedad política como se ha hecho en estos años bajo el liderazgo de Mas. Y sea dicho, con la inestimable colaboración de las instituciones del Estado bajo la batuta del PP en un actuación simétrica con los medios de comunicación, la policía o incluso la justicia, y dispuesto siempre a echar gasolina en cada ocasión que se declara un incendio, como se ha visto con la felizmente frustrada prohibición de las esteladas en la final de Copa.

El ejemplo cunde en todas direcciones y sigue más allá de Mas. Nadie expresa mejor la falta de sentido institucional como la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, con su deferente entrevista con Arnaldo Otegi en su despacho oficial. No es ninguna novedad el papanatismo de un cierto independentismo catalán respecto al nacionalismo vasco. Hay un fondo de envidia, que es legítima y sana cuando se trata del concierto económico, pero profundamente enfermiza y perversa cuando se trata de la violencia de ETA.

La jornada de votaciones, pretenciosamente bautizada como supersábado, es el último acto de una drama político, cuyo protagonista, como si estuviera señalado por una maldición, convierte sus dotes de pretendido arquitecto de las estructuras de un nuevo Estado en capacidad de demolición de cuanto toca. Al parecer, Convergència ha dejado de existir. Cuando se fundó fue decisión de unos pocos y voluntad sobre todo de uno, pero ahora es por la votación de simpatizantes y militantes como se decide todo. Nadie sabe qué la sustituirá y ni siquiera si llevará el mismo nombre.

El espacio que pretende ocupar es el pujolista. La ambigüedad ideológica pujolista, a pesar del 'procés', insiste en seguir llamando a su puerta. Hay pujolismo a raudales entre sus dirigentes, a pesar de que la familia Pujol haya mandado a uno de los hijos como recadero del resentimiento en injusta denuncia de una traición: para desmentirla, basta con observar la indulgencia convergente exhibida hacia su fundador en la comisión de investigación del Parlament el pasado año. ¿Será el mismo perro con el mismo collar?

Tras una tan larga temporada de demoliciones, y a la espera de las estructuras de Estado, esta Convergència fundada de nuevo será el primer acto constructivo, y quien sabe si el último, de Derribos Mas. Toda una paradoja.

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23 de mayo de 2016
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Carisma y fuego

Había en su capacidad de respuesta y su resolución, en su arrojo y su temperamento, una libertad que pocos personajes públicos se han atrevido a exhibir, pero en aquellos años en que la transición nos regaló varios juguetes nuevos, éramos demasiado jóvenes para advertirlo. Lola Flores formaba parte de un folklore mesetario que había comido en la mano de Franco y bailado para oligarcas y señoritos de Jerez. Allí, los dueños del sherry aún recuerdan una noche en una taberna de El Puerto de Santa María en la que Lola acabó bailando desnuda encima de la mesa un flamenco desgarrado a puerta cerrada. Los británicos, mezclados con los gitanos, lloraban ebrios de su piel dorada. Lola Flores hizo historia a caballo de su carisma.
“No sabe cantar, ni sabe bailar, pero no se la pierdan”, ese fue el juicio del crítico de The New York Times al que, allá por 1953, le tocó cubrir la primera actuación de La Faraona en Manhattan. Jean Cocteau definió el flamenco, que tanto le impresionó en sus viajes a España, como “una concepción dialectal del mundo”. Quizá por eso el sensitivo cronista fue capaz de captar el arte de Lola Flores aún sin entenderlo. El flamenco es, ante todo, una actitud en la que, como escribe Cocteau, la influencia de la palabra flama tiene un papel determinante “porque el bailarín parece escupirlas por la boca y apagarlas con las manos sobre el cuerpo y con los pies sobre el tablado”. No en vano se llamó de joven la Niña de Fuego. Y no solo encima de un escenario: sus múltiples romances, siempre al límite: desde Manolo Caracol hasta Gary Cooper o el Junco, pero acompañada siempre de su fiel Antonio el Pescadilla (ella fue una de las primeras en anunciar públicamente que el amor, en lugar de romperse, se transforma) y sus repetidísimas anécdotas contribuyen a que su leyenda siga creciendo popularmente. En Hollywood ya habrían rodado el remake de su biopic. Y en Francia, que tienen otro tipo de prejuicios pero casi nunca contra los artistas, le lloverían homenajes a nuestra Joséphine Baker.
Aunque hablara con gracia ceceante y su cuarterón gitano le hiciera sentir el compás al estilo de los grandes, empezando por el paladar y terminando en el tacón, sus trajes de faralaes y su clavel en el pelo inhibían a los enemigos del folklore, que ella transcendió. Hoy, en cambio, observamos viejos vídeos suyos y sorprende esa Lola de España que vivió adelantada a su tiempo. Esta semana se cumplieron 21 años de su muerte, y volvió a ser fenómeno viral una vieja intervención en La clave –ni más ni menos– en la que daba consejos para participar en el Festival de Eurovisión, anticipando el fracaso de la participante española en esta última edición, uno más en una ya larga mala racha del made in Spain. Flores aseguraba que ella no era una buena candidata, que no cantaba bien. “Que lleven a Rocío Jurado, ya veréis como acaba primera o segunda”. Lo de quedar segunda refleja absolutamente al personaje: precavida, con esa listeza que dan el hambre y las fatigas.
En una ocasión, allá por los setenta, montó en cólera en un teatro al que acudió a ver una obra en la que Paco España se atrevía a imitarla. Interrumpió la representación a gritos una y otra vez, y se encaró con el público que hacía cola para comprar las entradas de la siguiente función. La cosa llegó a los tribunales, y fue condenada por alteración del orden público a dos días de arresto domiciliario y 250 pesetas de multa. Después vino la llantina por Hacienda. Ella era el espectáculo. Inimitable. Sexual, abierta, seductora, devota de Cristo, madre, artista que se iba hasta el precipicio cuando actuaba porque sólo desde el límite podía volcar su cuerpo hacia adelante, como si bebiera del suelo al bailar, arañando la tierra.
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21 de mayo de 2016
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Escritura, literatura (a propósito de «Familias como la mía»)

La escritura es una actividad anómala, no consustancial al ser humano; forma parte de ese conjunto de extras que han ido adquiriendo los más aventajados. Y hablo de la escritura como forma de comunicación en general, como forma de transmisión de advertencias, órdenes, saludos, pero no como forma de alteración de la realidad, o sea de creación, de arte; alteración que más que una anomalía constituye un despropósito.

La prensa, por ejemplo, es un forma de escritura sofisticada que no se contenta con advertir sino que se lanza a informar (“Diario de avisos y noticias”), previene pero, también, cuenta, eso sí desde la objetividad memorialista. Este campo, el de los cronistas, como también el de los biógrafos y los historiadores, se caracteriza por permitir que la información cambie de mano sin que resulte mancillada por espúreas intervenciones. Será el filósofo, y también el periodista de opinión y el ensayista en general, quien detenga el flujo de información para interactuar con él y así interpretarlo, siendo esta la clave, la diferencia con el narrador de la actualidad, que no necesita detener el flujo ya que su papel es ser mera correa de transmisión de la realidad y no analista de la misma. 

La tentación de añadir algo de cosecha propia o, al menos, de alterar en parte los datos, surge como fruto del aburrimiento ante la alienante labor constreñida a la copia, a la repetición (aunque a veces sea en otro orden) de los hitos del biografiado o de los sucesos que aportan los teletipos. Al principio, el escribano, tímidamente, sólo cambia una fecha, un horario, un destino en algún viaje; luego, envalentonado, feliz al transgredir la norma, se atreve a modificar algún hecho y, más adelante, dependiendo del grado de osadía que le invada, incluye algún pasaje de su invención, eso sí, que no chirríe en el total del discurso. La autobiografía dulcificada Familias como la mía es un ejemplo de esto último: por razones de cobardía ante los riesgos que acarrearía la relación objetiva de los hechos, y por razones de comercialidad añadiendo humor y sexo para que la historia no resulte árida, el autor cercena y añade a su antojo; una novela no es nunca una biografía (o la biografía no es literatura) por lo que la realidad se utiliza sólo como sustrato dejando que el escritor haga literatura tergiversando la historia.

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Familias como la mía, Tusquets Editores, Barcelona, 2011.

 

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20 de mayo de 2016
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