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Al final las urnas deciden

El derecho a decidir es una de las consignas más exitosas de la reciente historia política española. Forma parte de la idea más elemental sobre la libertad que podamos decidir, personal o colectivamente, en todos los ámbitos de nuestras vidas. ¿Quién puede oponerse?

El derecho a decidir puede ser un eufemismo, una nueva versión del derecho de autodeterminación, reconocido hasta ahora para los pueblos colonizados, pero que no incluye a aquellas partes de países democráticos y regidos por Estados de derecho que pretenden separarse y convertirse en un sujeto internacional diferenciado.

Este derecho a decidir ha llegado en el caso catalán a un callejón sin salida. No tienen una mayoría suficiente los partidarios de la independencia que lo reclaman y hay a la vez una mayoría parlamentaria en España que lo rechaza taxativamente. El diálogo se revela imposible: el independentismo catalán solo quiere dialogar y pactar sobre cómo ejercerlo y el grueso de las fuerzas parlamentarias españolas puede dialogar y pactar sobre muchas cosas pero en absoluto sobre el derecho a decidir.

Para salir del atasco, quizás convendría que el derecho a decidir ampliara su significado. Puede servir la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba la Declaración de Soberanía del Parlamento Catalán, y lo identifica con el principio democrático, un "valor superior de nuestro ordenamiento" que "reclama la mayor identidad posible entre gobernantes y gobernados" e "impone que la formación de la voluntad se articule a través de un procedimiento en el que opera el principio mayoritario".

El punto de partida es conocido: una sentencia precisamente del TC que anuló un Estatuto, el de Cataluña, aprobado por tres cámaras parlamentarias ?Parlamento catalán, Congreso y Senado españoles? y ratificado por la ciudadanía de Cataluña en referéndum. Siguiendo la lógica del TC, el camino para resolver el atasco lleva a que las tres cámaras, más la ciudadanía catalana, e incluso la ciudadanía española, aprueben un nuevo bloque constitucional para Cataluña que restaure el consenso ahora roto entre gobierno y gobernados.

Hay algunas fórmulas a mano para tal operación. No sirve la que reclama el independentismo, pues no superaría las pruebas parlamentarias y refrendarias. Hay otra, una reforma constitucional, que podría pasarlas si consigue encontrar el equilibrio entre estabilidad y cambio capaz de convencer a todos. Hay una más, que bien puede completar y mejorar la anterior, que es la propuesta de Miguel Herrero de Miñon de añadir una disposición adicional a la Constitución en la que se reconozca la singularidad catalana dentro de España.

De momento, las dos partes no están por la labor. Ni siquiera hay acuerdo en sentarse en una comisión del Congreso para discutir abiertamente de estas y otras propuestas. El nuevo punto de partida debe ser este diálogo abierto. El de llegada, las urnas, donde deben encontrarse todos los ciudadanos en un nuevo consenso. Si se hace bien, eso será el derecho a decidir.

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7 de diciembre de 2016
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El sueño de vivir en una novela de Eduardo Mendoza

¿La peor pesadilla? Vivir dentro de una novela de Franz Kafka. Cuando sus personajes despiertan de sueños inquietantes,  en realidad se están sumergiendo en mundos de terror. El despertar de la cucaracha de ‘La metamorfosis’ es casi tan horrendo que el del insecto aplastado por la burocracia en ‘El proceso’.

¿La segunda peor pesadilla? Soñar con encontrarse en medio de una batalla de Tolkien o de Borges. En las de ‘El señor de los anillos’, el terror es morir como un valiente y sentir que no valió la pena. En el de los cuentos borgeanos, darse cuenta en el último instante que el destino de uno es morir como un cobarde.

¿El sueño más aburrido? Verse encerrado en un cuento de Salinger, John Cheever o Alice Munro y entender que las mínimas incidencias domésticas serán la gran épica que nos espera, y que no hay despertar que nos salve del tedio trágico.

Pero si me preguntan a mí, existe un feliz sueño literario. Hay un mundo de novelas en el que me gustaría vivir y no despertar jamás. Son las obras felices del flamante y merecido Premio Cervantes Eduardo Mendoza.

En las novelas ‘serias’ de Mendoza, como la ambiciosa y brillante ‘La ciudad de los prodigios’, las peripecias no dejan de suceder con puntual sorpresa, y los personajes acarician e insultan con la precisión exacta de los cultos ingleses o catalanes. En la hilarante ‘Sin noticias de Gurb’, el lector se troncha de risa en el mismo segundo en que entiende que le acaban de contar una metáfora perfecta del poder y la corrupción de nuestra era. En la libérrima parábola bíblica ‘El asombroso viaje de Pomponio Flato’ los personajes del Nuevo Testamento se reinventan divertidos, con una aceptación de las otras formas de vivir del ‘otro’ que sigue siendo hoy un sueño de apertura y tolerancia. Incluso en su última novela, la imperfecta ‘El secreto de la modelo extraviada’, las ideas serias y las causas flamígeras de hoy se desarman desde la parodia y el humor.

“Mendoza me hace reír y me emociona y me hace pensar”, dice Javier Cercas. Juan Marsé rescata de su colega “la claridad, la vivacidad, el sentido común literario”. Jonathan Holland le encomia “la combinación de un tono jocoso y una seriedad total”. El juguetón Llàtzer Moix le agradece que transforme “el placer del narrador en una fiesta para el lector”. 

Vivir en una novela de Eduardo Mendoza es sentirse flotar en la levedad de lo profundo. ¿Qué más podemos soñar en estos tiempos de fanáticos, de solemnes, de pagados de sí mismos y de mentecatos? 

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6 de diciembre de 2016
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Poema 36

Veo hoy (hoy)

a una mujer (una mujer),

largamente adorada por mi sexo,

como un arbusto

de adelfas descoloridas

y amargas.

Un espíritu áspero,

antes tan cariñoso,

roído hoy (hoy)

por la insignia

de la mezquindad natural.

Aquel indecible corazón

de amapolas y diamantes  

se  ha convertido hoy (ahora)  

en una composición

de areniscas y sedimentos  

donde el dinero, el cálculo,

y la desafección

desdicen  

aquella mágica

naturaleza de su ser enamorado.

Entonces, digo yo (yo)

cuando era una mujer

que más allá

del pecho, la ternura

o la tibia cueva sexual

ofrecía una porción

sagrada de su corazón

cenital.

Regalaba sin tasa

la  dicha magnífica

como una continuación

natural de su amor incondicional.

Sin cálculos ni perspectivas.

Torre de oro

del incalculable amor

de la mujer (una mujer).

Es así, en suma,

como esta construcción

tan tierna y pasional

ha venido a derivar

en arena muy vulgar.

Sin aviso y sin credencial

ha devenido

en una pila

de minerales amargos.

Adelfas venenosas

o basuras, propiamente dichas.

Simplemente (simplemente)

en objetos de precio marcado.

Entregas comerciales

de supermercado

y procedimiento  mercantil.

No ya maternal ni sexual

sino sistema

de pesas y medidas

como acaso yo (yo)

sin saberlo hasta hoy (hoy)

Veo convertirse

En desechos del amor femenino,  

cuando deseca

el  almíbar de su sexo

y se  transforma

ineludiblemente

en una barrizada,

donde la pasión

se embarranca

en el secano

como una plaga

de matojos sin agua

reptiles vegetarianos

sin asomo  de dulzura

o de piedad. 

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6 de diciembre de 2016
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Feminizaciones

Hay palabras que desnudan su complejidad a fuerza de repetirlas. Se dan importancia a sí mismas pero con el tiempo se van desinflando, pierden su lustre y se hacen cansinas. Me refiero, entre otros, a la entrada empoderamiento, actualizada por la RAE, que resume la toma de poder por parte de un individuo o grupo social que carecía de él, utilizada como eslabón en la lucha contra la discriminación. Hasta que llegó de fuera, empoderar significaba en español apropiarse de algo. Pero después de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín nos llenó la boca. Parecía una palabra efectiva, como si al invocarla cien mujeres fuesen a pasar a ocupar los primeros cargos de lo que fuera y dejaran de ser pobres –cuestión que sigue siendo el principal escollo para la igualdad porque la pobreza es mayoritariamente femenina–. “¿Es menos útil al mundo la mujer de limpiezas que ha criado a ocho niños que el abogado que ha hecho cien mil libras?”, se preguntaba Virginia Woolf en Una habitación propia, y daba por hecho que en cien años las mujeres habrían dejado de ser un sexo protegido, que la niñera repartiría carbón y la tendera conduciría una locomotora. Woolf no se equivocaba, aunque los ejemplos de la máquina de tren y el carbón hayan caducado, las mujeres siguen limpiando y criando.
Desde hace años venimos hablando de la feminización del mundo, de la prensa o incluso de la economía. ¿Qué significa? ¿Mayor empatía, dulzura, conexión o altruismo? ¿Educación de las emociones? ¿Función de los detalles? Cuando algunos hombres, el último Pablo Iglesias, hablan de la necesaria feminización de la política en términos de “cuidar del que se tiene al lado”, no hay duda de que sobrevuela y pervive el mito de la madre. Cuidadoras eternas que procuran el disfrute y la calma de todos, sin esperar nada a cambio, generosas y desinteresadas, profesionales que renuncian a ascensos para poder conciliar, hasta el punto de olvidarse de sí mismas. Pero, ¿no deberían moderarse esas cualidades, o en todo caso repartirlas entre ambos sexos?
Se dice que la verdadera igualdad llegará cuando existan tantas señoras inútiles como señores en los puestos de mando. Menudo precio. Prepotentes, competitivas, envidiosas, frías… haberlas haylas. En el choque de un género contra el otro prende una perversión propia de trileros, lejos aún de celebrar las diferencias como iguales. Fundéu, la Fundación del Español Urgente, acaba de recoger el término sororidad, que alude “a la relación de solidaridad entre mujeres”. De ahí que, en lugar de la raíz latina frater (hermano), tome como base su equivalente femenino: soror. El término de moda exalta la hermandad femenina, sin embargo, antes de que envejezca la palabra, deberíamos advertir que la adhesión, la colaboración y la camaradería no sólo son cuestiones de mujeres. Esa es la fatalidad. Y el anacronismo: que lo masculino y lo femenino jueguen en equipos contrarios.
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5 de diciembre de 2016
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Pueblos del mundo y 7

SACERDOTISAS DE LA ISLA FORMOSA. En la isla Formosa las mujeres son las que ejercen esta importante dignidad; ellas son las que anuncian la voluntad de Dios; ellas susurran extraños discursos, hacen particulares contorsiones, lanzan horribles aullidos y cuando están enardecidas se echan por tierra, suben a los techos de las pagodas, se descubren de cintura hacia arriba, se azotan hasta acardenalarse, al tiempo que orinan cuanto pueden sobre la multitud devota y, concluida esta operación, se desnudan enteramente y se lavan en presencia de los fieles. Celebran misa con una hostia negra y practican con sabiduría la megalantropogonesia: enseñan a las mujeres a concebir los hijos con la forma deseada; en esa isla son muy apreciados los carneros de gruesa lana y las criaturas humanas con barba blanca a imagen de Moisés.

 

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5 de diciembre de 2016
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Poema 35

De creer

en lo absoluto

pasamos

a conformarnos

con el menú.

No teníamos

En cuenta

los límites

de las avenidas.  

Esperábamos que el mar

no cesara nunca de crecer.

Los hijos también

nos miraban

sin límite

y dedujimos,

mirando al frente,

que el horizonte

jamás

se llegaría

a alcanzar.

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5 de diciembre de 2016
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Que sean seguros los puentes de diálogo

El verso manoseado más que citado de Espriu no pide que se extiendan los puentes de diálogo sino que sean seguros, es decir, que no se nos hundan bajo los pies. Pertenece a un poema de 'La pell de brau' en el que el poeta entona una plegaria por Sepharad, para que "viva eternamente, en el orden y en la paz, en el trabajo y en la difícil y merecida libertad".

No se trata de reanudar el diálogo, sino de hacerlo de forma cierta y segura. Que el puente sea auténtico, no un artefacto de cartón piedra. Que no se nos rompa en cuanto lo carguemos con el peso excesivo de nuestros argumentos. Hay que leer, en todo caso, los versos que siguen para entender su significado pleno: "y trata de comprender y amar las razones y las hablas diversas de tus hijos".

El consejo del poeta es conocido: el diálogo exige calzarse los zapatos del otro, comprender sus razones y luego incluso amarlas, momento en que el diálogo da sus frutos de pacto y de concordia. En el caso de Sepharad, de España quiero decir, no basta con tratar de comprender y amar las razones del otro, sino que el poeta nos aconseja que comprendamos y amemos sus formas de hablar distintas, sus lenguas.

Pero Sepharad no existe, Espriu ya no sirve, el diálogo hispánico se ha terminado, según anunció Pujol en 2009, un año antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. El Partido Popular llevaba mucho tiempo lejos de Sepharad, desde la mayoría absoluta de Aznar en 2000. Antes incluso de que el tripartito en el Pacte del Tinell le declarara proscrito para cualquier diálogo. Rajoy prohibió a Josep Piqué que participara en la ponencia del Estatut. Luego recogió firmas contra la iniciativa catalana. Recurrió ante el Constitucional y presionó el alto tribunal hasta llegar casi a paralizarlo para obtener la sentencia que buscaba. Era el tiempo de los puentes rotos, según afortunada expresión de Manuel Milián Mestre.

La eficacia de la estrategia está fuera de duda. Ciertamente, los populares están pagando un precio, hasta el punto de que en Cataluña son el Nasty Party (partido antipático en traducción suave) y obtienen unos resultados electorales impropios de un partido de Gobierno. Pero tienen un alto rendimiento electoral en el conjunto de España y dividen al socialismo hasta cerrarle el paso de La Moncloa. Si el PP puede gobernar sin apenas votos catalanes, el PSOE no podrá hacerlo nunca sin buenos resultados en Cataluña.

No sabemos ni podemos asegurar que el diálogo que ahora se anuncia sea verdaderamente lo que dice ser. Unos y otros quieren hablar, pero cada parte llega cargada de severas condiciones. Puigdemont está dispuesto a discutir, pero solo de la fecha, la pregunta y las circunstancias de la consulta. Rajoy llega dispuesto a discutir de todo menos de la consulta sobre la independencia. Ni una ni otra parte parecen dispuestos a "comprender y amar las razones" de la otra, en realidad, ni siquiera a escucharlas.

Son dos gobiernos enrocados. Uno en un referéndum obligatorio. El otro en el inmovilismo constitucional. El gobierno catalán puede moverse en cuanto a los plazos del calendario y poco más. El español está convencido de que puede avanzar en todo lo que sea cuantificable, es decir, traducible en términos monetarios, pero no en lo que atañe a soberanía y sentimientos. Ya se sabe, quienes se ven como romanos ven fenicios en todas partes.

El PP empieza también a moverse en la reforma de la Constitución, pero no quiere abrir el portillo sin saber el resultado final. El consenso no es para el PP un edificio construido por todos sino un acuerdo previo cerrado con el PSOE. El documento federal de Granada tiene todos los visos de servir para este consenso preliminar, entendido como punto de llegada, como el PSOE, y no de partida, como el PSC.

La novedad no es el diálogo, que en propiedad solo existe como enunciado de intenciones, sino que el PP, por primera vez desde 2004, en vez de seguir en su estrategia de los puentes rotos ?no a todo?, está dispuesto a interferir en el proceso independentista con personajes sobre el terreno de perfil más político y con ofertas de diálogo y negociación en las cuestiones que no afecten a la soberanía. A pesar de la modestia de los objetivos, es interesante observar si produce efectos en el electorado, especialmente en la zona central y moderada, y en el propio proceso soberanista.

En todo caso, toca a su fin la época de los puentes rotos, pero a la vista está que todavía no ha empezado la época de los nuevos y seguros puentes que Espriu quería para Sepharad.

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5 de diciembre de 2016
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Ted Chiang y el lenguaje extraterrestre

            Hace un par de años leí por primera vez "Story of Your Life", la nouvelle de Ted Chiang (Nueva York, 1967) recientemente adaptada al cine por el canadiense Denis Villeneuve como La llegada, y pasé de largo ante la revelación: sus constantes pulsiones discursivas, con incursiones esotéricas en la filosofía del lenguaje y la física teórica --¡el principio de Fermat!--, me perdieron; me armé de paciencia, volví a intentarlo hace unos días, y quedé deslumbrado y me desdije de mi primera impresión: Chiang ha escrito una de las cumbres de la ciencia ficción contemporánea. La obra escasa de este autor -quince cuentos/nouvelles- ha recibido merecidamente los premios más importantes del género (el Nébula, el Hugo, el Locus, el Sturgeon y el John Campbell) y también trasciende al género: Junot Diaz ha escogido su último cuento, "The Great Silence", entre su selección de The Best American Short Stories de este año.

            Chiang no esconde su admiración por Borges; de hecho, sus mejores textos -"Tower of Babylon", "Story of Your Life" y "Seventy Two Letters", todos ellos en el libro Stories of Your Life and Others (2002)-- dialogan con la obra del autor argentino; en el caso de "Story of Your Life", Chiang menciona una "fabulación borgeana" sobre el tiempo como una forma de entender su propuesta narrativa. A la manera de "El jardín de senderos que se bifurcan" -aunque sin su admirable concisión--, "Story" ficcionaliza ideas de la física teórica: si Borges trabaja con la posibilidad de tiempos y universos paralelos, Chiang especula a partir del hecho de que las "leyes fundamentales de la física son simétricas en relación al tiempo", por lo que no hay "diferencia física entre pasado y futuro" y, en principio, no se puede descartar la posibilidad de "conocer el futuro... con certeza absoluta y detalles específicos". Esa especulación tiene un ancla íntima y potente en la nouvelle y en la película: si pudieras conocer el futuro y supieras que allí te aguarda algo terrible, ¿lo vivirías o harías algo por evitarlo?

            La nouvelle de Chiang es también una reflexión sobre el lenguaje como crisis epistemólogica y apertura a otros sistemas de conocimiento. Ante la llegada de unos misteriosos platillos voladores, la lingüista Louise Banks -en la película, una maravillosa Amy Adams-- recibe el pedido del gobierno de ayudarlos a comunicarse con los extraterrestres (heptápodos). El lenguaje escrito de los heptápodos no se parece en mucho a los de la tierra, se maneja a través de logogramas y no de una escritura alfabética; descifrar ese lenguaje es también descifrar una forma de ver el mundo diferente, que incluye también otra forma de entender el tiempo, una en que los heptápodos perciben el pasado de manera simultánea al futuro. Ese "modo simultáneo de comprensión" será el regalo envenenado para los seres humanos y su "modo secuencial de comprensión": regalo, porque implica el sueño de un lenguaje universal para la comunicación; envenenado, porque ahora podremos saber qué nos depara el futuro.

            "Tower of Babylon", sobre la construcción de una torre capaz de llegar al cielo, tiene un final tan elegante y preciso como la resolución de un teorema: los extremos se tocan, el fin es el principio; lo mismo "Seventy Two Letters", una interpretación original del mito del Golem. No todos los textos seducen: la historia que sostiene "Division by Zero", sobre la consistencia de las matemáticas, no tiene la misma fuerza que su teoría (Russell, Hilbert, Einstein); "Hell Is the Absence of God", sobre apariciones de ángeles, es una parábola simple a pesar de su apariencia compleja. Chiang puede fallar, pero incluso ahí demuestra una gran ambición por utilizar la narrativa como vehículo para preguntarse por la naturaleza misma del lenguaje y el conocimiento.   

(La Tercera, 4 de diciembre 2016)

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4 de diciembre de 2016
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Roma en cabujón

La Navidad abre sus arcas y exhibe el cordón umbilical que la mantiene estrechamente vinculada al lujo, a pesar del humilde origen de esta celebración religiosa canibalizada por el consumismo. El establo con paja y heno de aquel Belén es hoy una estela fulgurosa de omnipotencia aunque también de agonía: perfumes, joyas, pavos y burbujas insisten en despertar una ilusión, o mejor dicho, un sentimiento reparador que distrae de la incertidumbre y aporta un gramo de exceso a la precariedad diaria. Cuando los coches entran a la Castellana por la vía rápida, se traslada uno a una pantalla de videojuego: el tendido de luces, que no ha menguado con la alcaldesa Carmena porque Madrid siempre ha exhibido poderío encendiendo bombillas, produce un efecto óptico abrumador.

Las grandes firmas edulcoran sus escaparates y organizan fastos en edificios públicos donde colocan un trozo de moqueta roja como símbolo de exclusividad, pero también de reclamo. “Miren, aquí estamos, dispuestos a gastar dinero para demostrar que somos únicos”, parecen decir, y el paseante ocioso actúa voluntariamente de público dispuesto a admirar ese momento forzado que contiene tanta histeria como negocio: el paso del famoso por el photocall.

Sobre negro y con letras blancas, la noche del lunes se escribió el nombre de Bvlgari, que es la latinización del apellido de su fundador, el emigrante griego Sotirios Voulgaris, cuya familia se dedicó siempre a la joyería. Después de ejercer su oficio en Epiro, su pueblo natal, en Corfú y Nápoles, inauguró en 1884 un taller en Roma, en la calle Sistina. Sus nietos, Paolo y Nicola Bulgari mantienen estrechos vínculos con España; son amigos del rey Juan Carlos y ­Paolo se casó con la periodista española Maite Carpio –se enamoraron cuando ella le hizo una entrevista para Lo + Plus a mediados de los noventa–. Ambos inauguraron la exposición Bvlgari y Roma, en el Museo Thyssen-Bornemisza, junto a su amiga y antigua clienta Carmen Cervera, que ha cedido un buen número de las joyas emblemáticas, como el collar de topacios amarillos y azules, que relumbran entre las 150 piezas de la muestra. Galantes y seductores, los Bulgari –Nicola, gemólogo, Paolo más businessman– representan la quintaesencia de los embajadores italianos del lujo, siempre a los pies de las grandes divas, mujeres monumentales, como Elizabeth Taylor, Ingrid Bergman, Grace Kelly, Anna Magnani o Monica Vitti. Hoy, como tantas marcas transalpinas, de Loro Piana a Berluti, forman parte del emporio LVMH, que compró hace cinco años la mayoría de las acciones por 3.700 millones de euros.

La exposición, que permanecerá hasta el 26 de febrero, rinde tributo al diálogo creativo mantenido entre la Roma antigua y moderna y la firma joyera. El Coliseo, la plaza de San Pedro, la plaza de España –de cuya mítica escalinata financiaron la restauración en 2014–, las fuentes de Piazza Navona o el Panteón han dado forma durante décadas a collares, pulseras, pendientes y broches que recrean las características cúpulas del skyline de la ciudad eterna, en las formas de la talla cabujón de las ­piedras preciosas. Incluso la Vía Apia se convierte en camino pa­vimen­tado con rubíes, amatistas y aguamarinas.

La noche enjoyada se desplazó después a la embajada italiana, decorada incluso con Maseratis de los años sesenta y Vespas. Y, allí, el hombre de la noche fue Stefano Sannino. Desde que los homosexuales capitanean las embajadas más refinadas, sus salones se han convertido en templos sociales apreciados, donde la frivolidad se enseñorea. Allí estaban las modelos vestidas de encaje: Nieves Álvarez, Ariadne Artiles o Cristina Tosio; el artisteo glamuroso, donde siempre ocupa un trono Maribel Verdú; o los nuevos entretenimientos de la corte, como el bloguero Pelayo o la novia de Bisbal-cobra: Rosanna Zanneti.

El embajador Sannino sacó a bailar a la baronesa. Llegó el arquitecto Michel Bonnard, que firma todos los restaurante Cipriani del mundo así como hoteles florentinos con exquisita decadencia, pues también había dejado un collar. Sonaba Volare con músicos napolitanos tocando encima de las mesas. Las pantallas reproducían escenas de clásicos italianos, reverberando sus planos de cejas perfiladas y boquillas de nácar. Y, de repente, el embajador sustituyó su chaqueta de terciopelo por una camiseta de Custo y prolongó el baile hasta las tres de la madrugada.

Ríete de Gramsci, otro italiano de moda que dejó dicho aquello de “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. Y en ese limbo no surgen monstruos sino dj.

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3 de diciembre de 2016
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Años salvajes

Si alguien se ha planteado alguna vez la posibilidad de escribir un libro de 600 páginas mayormente (por no decir abusivamente) dedicadas a la práctica del surf y mantener subyugado al lector de principio a fin, la respuesta es sí. Es posible, y el periodista neoyorkino William Finnegan lo ha hecho. Y, puestos a preguntar, si alguien quiere saber si con semejante libro se puede ganar un premio Pulitzer la respuesta sigue siendo afirmativa: a William Finnegan se lo dieron en 2016 por Años salvajes.

                Actualmente Finnegan es redactor del New Yorker y antes de obtener el más prestigioso galardón de las letras norteamericanas ya se había hecho un nombre con sus libros, artículos y reportajes sobre temas tan variados como la guerra (en África y los Balcanes), el apartheid en Sudáfrica, la nefasta política de la administración Reagan en Latinoamérica o el hambre en  un país tan rico como Estados Unidos. Todo ello desde una posición abiertamente de izquierdas.

                Sin embargo, la trayectoria que le iba a llevar desde su nacimiento en Nueva York (1952) hasta su regreso a la misma ciudad treinta y tantos años después fue un intrincado y azaroso viaje con escalas más o menos largas, aunque siempre muy intensas, en California, Hawai, diversas islas en los Mares del Sur e Indonesia, Java, Samoa, Australia, África y Madeira.

                Dos precisiones importantes: salvo ocasionales estancias en Estados Unidos para matricularse en diversas universidades que invariablemente abandonaba, ese largo periplo lo hizo sin apenas dinero y, como aquel que dice, encaramado en una tabla de surf  impulsada por olas inmensas.

                El entusiasmo de Finnegan por el surf es tan contagioso que yo, que me subí por primera vez a una moto a los quince años y he llegado a usarla hasta para ir a comprar tabaco en el bar de enfrente, no he podido menos que preguntarme, mientras leía Años salvajes,  cómo es posible que me pasase desapercibida la fiesta alucinante del surf (y aquí lo de alucinante es literal, como bien comprobará el lector cuando llegue al pasaje del enfrentamiento a olas descomunales en pleno viaje de LSD).

                Pero bueno. Según pasan las páginas y las olas, millares de olas de todas clases, tamaños y conductas (¿alguien sabía que las hay “fofas”?) queda claro que el surf no consiste en llegar a la playa con una tabla bajo el brazo y ponerse a remar mar adentro en busca de emociones. Un surfista sensato, que los hay, primero buscará un punto elevado y pasará horas, y mejor aún si son semanas, atesorando información porque el mar es un medio sumamente dinámico debido a las mareas, los vientos o unas corrientes submarinas que arrastran de aquí para allá toneladas de arena hasta formar unas barras capaces de modificar de un día para otro el comportamiento de las olas. Ver en su elemento a los surfistas locales también es una fuente segura de información.

                Ese permanente estado de alerta (los hay que incluso tienen siempre conectada una emisora de radio que emita con frecuencia partes meteorológicos) permite aprovechar las mejores olas a cualquier hora del día. Por desgracia, y a menos que seas de casa rica, la disponibilidad total es incompatible con un trabajo fijo y bien pagado, por lo que la práctica del surf (quiero decir practicarlo a conciencia y no en plan dominguero) conlleva el estar dispuesto a dormir al raso o en desvencijadas camionetas, comer y vivir a salto de mata o estar a merced de los acontecimientos (policías intransigentes, ladrones de tablas, irascibles propietarios de huertos y gallineros, etc). Y en casos de extrema necesidad (por ejemplo si una ola particularmente aviesa ha hecho añicos una tabla carísima) hay que ejercer oficios tan míseros y mal pagados que ni los nativos locales los quieren. Todo ello con un solo y único tema de conversación, el mismo desde Nueva York hasta Nueva York pasando por las playas de medio mundo: las olas, los picos, las barras, los vientos, los tubos, las planchas y, como corolario ante tanto infortunio y tantísimas veces al borde de la muerte, la pregunta inevitable: ¿de verdad era esto lo que deseaba hacer con mi vida?

                Como es lógico, mientras vamos de una ola a otra, o de país en país, va surgiendo la crónica de una época que empieza en los años sesenta del siglo XX y va desarrollándose, con las modas, las canciones, las drogas, las guerras, los amores, las amistades y, al final de todo, los primeros hijos, hasta adentrarse en el presente siglo. Es de señalar, como simple curiosidad, que la caída del caballo, es decir el momento crucial que lleva a William Finnegan reconsiderar el sentido de su vida y a intentar reconducirla pero sin renunciar al surf, no es una ola traicionera y con ánimo perverso (las encuentra a montones) sino el choque con la faz más odiosa de la maldad encarnada en el apartheid: se contrata como profesor sustituto en una escuela de Ciudad del Cabo y aunque lo hace con un ojo puesto en las interesantes olas que se estrellan contra la ciudad por la cara que da al Pacífico, lo que le lleva en realidad a comprometerse en la lucha contra el mal es lo que estaba pasando o lo que iba a pasar en la República de Sudáfrica por culpa de la discriminación racial. Pero por algo digo que el libro, incluso con sus dosis masivas de surf, es apasionante y digno ganar de un Pulitzer.

                En el caso de la edición española Años salvajes cuenta con la ventaja añadida de haber sido traducido por Eduardo Jordá, novelista notable,  traductor entre otros de Conrad, Stevenson o Slater y que encima conoce el surf de primera mano, como podrá comprobar quien se moleste en repasar su excelente libro de narraciones Yo vi a Nick Drake.

 

   

Años salvajes. Mi vida y el surf

Willian Finnegan

Traducción de Eduardo Jordá

Libros del Asteroide

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3 de diciembre de 2016
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