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Poema 75

"Esta fragancia me da mucha compañía", dijo el taxista

refiriéndose al ambientador que perfumaba su coche.

El olor da noticias sin cesar

El cuerpo entero se divide en

Áreas de olor

que germinan

de unos y otros quehaceres de la fisiología.

El cuerpo se representa

masivamente, exhaustivamente,

por dentro y por fuera,

en la visión

de la tecnología más avanzada

Pero se manifiesta secretamente,

primitivamente,

en el variable

aroma que desprende su

constitución.

El olor es esencia.

Esencia de plantas y carnes

Esencias de la excrecencia,

la aversión o el beso de amor.

Calidades del ser

miedo o querencia,

que se representa

torpemente

siendo

la exudación decisiva

de personas.

hoteles, calles y

oficinas.

Desde sus filtraciones

parte

un fluido de conjunciones,

que delatan

odio o deseo.

Calidades del alma

que escapan

como metástasis

de los intersticios salaces

o impíos.   

Es así como el sentimiento

o la emoción se expresa

adentro y llega a las superficies.

sin decir palabra, sin figuras

ni aderezos.

No hay objeto palpable

sino  fantasma

inspirador, inspirable.

No realidad gruesa

sino inmaterialidad.

Tal como es también el alma,

un clase superlativa

de emanación central

que  actúa como el

viento o su ala.

Intáctil, sin comparación.

Sin tacto, sin ojo,

sin voz

El olor se conduce

como un canto sin texto.

Música ni letra.

Canto inaudible,

insobornable y enigmático

del ser sin antifaz.

Con él el desnudo

se expone sin

mordazas o ataduras. 

El olor es vida absoluta

El olor en la lumbre

del nacimiento

y en las carroñas

de la descomposición

final.

Sortilegio

de laberintos exactos,

eminentes

al principio y al fin de la vida.

Entidad, en suma, 

cuya estructura fundamental

recorre,

con pudor u obscenidad  

la duración biológica

del taxi y el taxista

batidos por la fragancia

de una fuerza

que pareciendo

sin musculatura

hace crecer

o nos entierra

con su perfusión.

Atmósfera inconsútil

En un hábitat sin límites

donde el mundo

es el ambientador.

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30 de enero de 2017
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¿Matarse trabajando o ver florecer los cerezos?

La noticia impacta: en Japón los trabajadores se están matando de tanto trabajar. Entre una estricta ética de dar hasta la última gota de sangre, la presión de los jefes y los pares y el vacío de la vida privada en las ciudades, los japoneses no se toman días libres, ni vacaciones, y acumulan horas extra hasta la extenuación. 

Ante esta situación y después de un sonado caso en que un joven de 24 años murió por exceso de trabajo, “el Gobierno nipón ha aconsejado a sus ciudadanos que dejen de trabajar de forma excesiva”, informa la agencia Reuters. Según el cable, una quinta parte de la población de Japón “está en riesgo de muerte por exceso de trabajo, ya que trabajan más de 80 horas extra cada mes”.

Matarse trabajando hasta tiene una palabra en japonés: “karoshi”.

Miren esta foto: una oficina fría, impersonal; camisas blancas bien planchadas; luz artificial pese a los enormes ventanales; gente junta pero terriblemente sola. La foto es un instante pero se adivina que la escena dura horas, días, décadas. Parece una jaula.

Charles Chaplin pintó el sistema de trabajo hasta la extenuación en “Tiempos modernos”. George Orwell describió el espíritu yermo del trabajador sin alma en “1984”. Hace poco, Haruki Murakami mostró al pasar el agotamiento de los oficinistas japoneses en los testimonios de las víctimas del atentado con gas sarín en el metro de Tokio, “Underground”. Antes de envenenarse con el gas de los fanáticos religiosos, estos viajeros de la madrugada ya estaban medio muertos en vida.

Y sin embargo, detrás, encima y debajo de este hay otro mundo, hay otro Japón.

Un precioso texto de la revista digital Gutemberg rescata diez palabras hermosas y poéticas de los nipones. Komorebi, por ejemplo, es la luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles.

Shinrin-yoku es interiorizarse en el bosque donde todo es silencioso y tranquilo.

Y Mono no aware es la capacidad de sentir cierta melancolía o tristeza ante lo efímero, ante la vida y el amor. Los de Gutemberg mencionan como ejemplo la pasión de los japoneses por el florecimiento de los cerezos.

¿Karoski o Mono no aware? Hoy quiero soñar un mundo con más contemplación de cerezos y menos matarse trabajando. Los japoneses, que nombraron y llevaron a las últimas consecuencias los dos mundos, tal vez nos puedan ayudar a florecer.  

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29 de enero de 2017
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La musa eterna

El dolor no entiende de reparaciones, y no sé yo cómo calmaremos el hueco que deja Bimba Bosé, la más artista de todas las modelos; la que cantaba con sus Cabriolets, cintura funky y voz despaciosa; la mujer valiente que afrontó el cáncer con dignidad y coraje.
 
La noticia de su muerte nos llegó el lunes, cuando algunos periodistas cogíamos el avión hacía París para asistir a la semana de la Alta Costura, donde ella paseó su libertad en las cortes de Dior o Gaultier. Empezaba a caer agua nieve. Por la noche soñamos con ella. La extrañeza de no volver a verla, tan terrenal y sólida. A veces me la encontraba paseando con sus hijas por el barrio de El Viso –las tres con un pañuelo anudado en el pelo–, madre amantísima, atlética y juguetona.
 
Su poder parecía concentrado en esa sonrisa franca que se le extendía por todo el rostro y hacia que le chispearan los ojos. Reía Bimba y brillaba el sol. Porque resonaba su juventud radical como estado de ánimo. Una idea de permanente modernidad residía en su alma. “Es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente feo en las vestiduras de una época, que ocuparse en extraerle la belleza misteriosa que pueda detentar, por mínima o ligera que sea” escribió Baudelaire en “El pintor de la vida moderna”. Ella siempre huyo de los envases vacíos y de los protocolos acartonados. Arriesgó. Se puso la soga al cuello en un homenaje a Magritte que le valió la entrada en el Olimpo mediático a su amigo David Delfín. Educadísima y leída, su curiosidad se revelaba en todo aquello que tocaba. No se parecía a nadie. No iba de nada. Tan auténtica que a los veinticinco años, una edad tardía para los castings, se subió al pódium de la pasarela universal. Fue portada de Vogue Italia con Steven Meisel y durante tres años el mundillo de la moda se arrodilló a sus pies. Ella, lo miraba todo con media distancia, conocedora del tobogán de la fama. No en vano, conocía su ecosistema al pertenecer a los Bosé Dominguín, una saga de artistas, toreros y cantantes. Bautizada como Eleonora y portadora del estilo tomboy, hizo de su estilo andrógino  una marca propia. Era la que mejor sabía llevar el vestido-camiseta, marcando curvas sin pecado.
 
 
Cuando llegaba al estudio fotográfico de Manuel Outumuro acostumbraba a decir: “aquí llega la imperfecta”. Y se ponía los zapatos de showroom con dos calzadores, sin chistar, paciente y profesional. “Seguro que soy yo a la que le toca despelotarse”, nos decía, anticipándose al desnudo que la cámara no quería desperdiciar, pura energía. Hace dos años y medio se rapó la cabeza, y muchos, después de los tintes multicolor, pensaron “cosas de Bimba”. Confirmó que tenía cáncer y que continuaba trabajando. Reordenó las rutinas. Se fue con sus hijas al Sur.
 
Y estos días, en un París armado hasta los dientes ante la amenaza terrorista, con militares apostados a las puertas de los desfiles, he recordado aquel reportaje que hicimos, tan diferente a todos, excepcional. Abrí un Marie Claire de 2011, y allí aparece Bimba, pariendo a June en su casa madrileña, junto a su entonces marido Diego Postigo y el doctor Emilio Santos. Recuerdo cómo me lo propuso: me gustaría poder explicar la experiencia para defender que el parto no sea tan programado y medicalizado, programado. Hizo las fotos su cuñado, Gorka Postigo. Parió junto a tres hombres, casi en silencio. Diego confesaba entonces a la periodista Verónica Marín que al principio quería una ambulancia en la puerta, pero que al rato se le pasó el miedo. Fue un parto perfecto, menos de dos horas, sin epidural, ni episiotomía. Mientras dilataba y controlaba las contracciones, apoyada en los hombros de su pareja, de cuclillas, su hija mayor, Dora, dormía plácidamente en la habitación de al lado. El trajín del parto no la despertó. Así hacía las cosas Bimba, sin hacer ruido pero siempre con carácter. No sé cómo acabar este texto. Ella siempre se despedía levantando ligeramente los hombros, como hacen los que no se dan importancia, con una sonrisa de oreja a oreja. 
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29 de enero de 2017
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La mujer del cuadro

Los intermediarios del arte no siempre tienen buena fama, y en el campo de la ficción, cinematográfica en este caso, es inolvidable la figura de Morel, el inventado "marchante" traidor y codicioso que acechaba la muerte del empobrecido Modigliani para llevarse de su estudio, a cambio de unas monedas, la obra dejada por el artista. Así termina ‘Los amantes de Montparnasse' (en su título francés ‘Montparnasse 19'), un proyecto original del gran Max Ophüls heredado y dirigido por otro grande, Jacques Becker, y para mi gusto la mayor obra maestra del agradecido género del cine de pintores; me extrañó que el galerista barcelonés Artur Ramon, cuya excepcional cultura abarca tanto el séptimo como las primeras artes, no lo cite en el capítulo sobre Modigliani y su amante Jeanne de su reciente libro ‘Falsas sirenas son' (Editorial Elba, 2016), libro que me he hecho a mí mismo el regalo íntimo de leer mientras fuera trascurría chillona y ávidamente la Navidad.

        Ramon es marchante de un tipo muy distinto al ficticio Morel de ‘Los amantes de Montparnasse', y sus credenciales en ese oficio resultan impecables; yo le conocía sobre todo por sus conocimientos sobre Piranesi, pero ‘Falsas sirenas son' amplia el registro de su estupenda obra anterior ‘Nada es bello sin el azar', también publicada por Elba, y combina de modo incomparable sabiduría y ocurrencia, revelando que hay en su autor otros ‘ramones': el memorialista, el fetichista, el literato, con sus comentarios eruditos o picantes sobre Flaubert, Octavio Paz, Lampedusa, Dante Gabriel Rossetti, Italo Calvino y Nicolás Fernández de Moratín, Moratín padre, a quien debemos ‘Arte de las putas', descacharrante guía en verso del Madrid subterráneo del siglo XVIII, "preñada de la misoginia que impregnaba la cultura española de aquellos tiempos", reconoce Artur Ramon a la vez que, en un quiebro endiablado, reajusta su propia óptica y hace de las falsas sirenas moratinianas las gloriosas heroínas de su libro.

     En sus más de doscientas páginas, que saben a poco, Ramon refleja a algunas mujeres imponentes o humildes que han estado en el origen de la mejor pintura, y a veces de la más secreta, hablando tanto de las modelos como de las artistas; destaca en el capítulo 3, en un brillante análisis del motivo bíblico de ‘Susana y los viejos', el perfil de Artemisia Gentileschi y la aguda extrapolación desde la iconografía del asunto a la tipología del ‘voyeur', dentro y fuera del lienzo. Y el capítulo 10 es delicioso, más allá de su título ‘La canguro del hijo de Rembrandt', pues lo que empieza como un chisme de alcoba acaba siendo el delicado retrato familiar del genio holandés en sus amores y en sus miserias. La gran virtud, o la rara virtud de Ramon es que su deambular por la plástica nos llega a menudo por la vía del relato: paseos muy amenos en los que el ‘connoisseur' se coloca a veces en el interior del cuadro como un personaje más, inquisitivo, reflexivo, o simplemente participativo. De ahí que, en paralelo a su conocer, seduzca su contar: los episodios del abuelo con la bailarina Tórtola Valencia o ‘La rubia mentira del barón rampante' son pequeñas joyas narrativas que podrían leerse, si no supiéramos toda la verdad de Ramon, como maravillosos cuentos de unas vidas artísticas imaginarias.

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27 de enero de 2017
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Poema 74

No el recuerdo

sino la memoria

encariñada

es la facultad

que alcanza

a mencionarla con

mejor precisión.

Una lámina

barnizada de

de seda.

Luz  

encalmada

o inocencia

sin el roce  

de la voz.

Vidrio    

o  imán

azulado.

Pero, a la vez, una

libre ola

de colonia

alrededor.

Un aroma

convincente que

la mueve

a la zona

blanca  

de una playa

con palomas.

Un área

donde el sol

empecinado

no pesa sobre ella

y, al memorarla,

en la luz

apenas la roza

ni redime

de su crónico

y enfermizo

resplandor. 

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27 de enero de 2017
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Poema 73

La dominación

del tiempo

coincide

con la expulsión de

insectos encarnados.

Los insectos equivalen

conglomeradamente

a una suma

de espasmos

puntiagudos,

intervalos sin cal

ni azúcar.

Cada instante

se deifica en la cabeza

de una hormiga.

Juntas se extienden

como el  sembrado

infinito

de tiempos agónicos.

Horas incalculables.

Gotas de luto  

esparcidas

como municiones.

Veladas y acuosas,

hermanas  

de vida enmascarada,

sin música.

Riadas de ominosas

mariposas blancas.

Endebles lepidópteros

que ambulan

bostezando

dentro

de una misma humanidad

de alas    

que, levemente.

concluyen plegándose.

Perfumadas de luz

venal

y claudicando. 

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26 de enero de 2017
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