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Poema 54

¿La muerte?

Cualquier discurso

sobre la muerte

quedó

obsoleto

ante el trance

de su proposición.

Toda proposición

era contraria

a la incógnita

de la vida.

Toda certeza

Comportaba

Su anulación.

¿Vivir para morir?

¿Cómo podría traducirse

esta ecuación

en una idea?

Solamente aceptamos,

entonces,

la incoordinación entre existir

y no existir.

Porque ¿cómo podría más existencia

conducir a menos.

El colmo del cero, dijimos,

sería

el infinito.

Científicamente hablando.

Pero ya

No poseíamos

lengua

transportara

la amargura

de tanta contradicción.

Cenizas y

y desechos de carne.

La sobreabundancia

de la existencia

llevaba su ausencia

El cúmulo en vacío.

Lo lleno en inanidad.

Y esta fue

la lección central

que la enfermedad mortal

nos brindó.

Ser nada a partir del todo.

ser menos a partir

de la abundancia

O bien

¿no será , en efecto,

la abundancia

una metástasis

del horror?  

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29 de diciembre de 2016
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Réquiem noventero

La década de los noventa descarriló antes de tiempo. No solo entonamos su réquiem cuando empezaron a caer, una tras una, las primeras víctimas que la epidemia del Sida estigmatizó con aquellas llagas en la piel para acabar acribillándolas igual que patos de feria. Éramos jóvenes y absolutamente modernos, siguiendo el mandato rimbaudiano, pero la perversa unidad que formaban sexo y muerte fue la piedra que nuestra generación tuvo que soportar dentro del zapato. Recuerdo a tantos amigos que esperaban con angustia los tres meses que debían de transcurrir para hacerse los análisis de sangre, después de un polvo con demasiado deseo y poca protección. Aún y así, había que bailar, celebrar las largas noches en las que un pop optimista, condimentado con funk y soul, hacía cimbrear las cinturas e invitaba a creer en el futuro. Estrenábamos libertades –o eso creíamos–, encabezadas por la liberación de los homosexuales, mientras un nuevo feminismo de guerrilla alertaba del peligro de la vuelta a casa de las mujeres: “Una mujer a partir de los 40 tiene más probabilidades de sufrir un ataque terrorista que de casarse” escribía Susan Faludi en “Reacción”.
 
Recuerdo la noche helada en que conocí a George Michael en Le Palace parisino, era octubre del 92, en una fiesta organizada por la drag queen Susanne Bartsch, que recaudaba fondos para la lucha contra el Sida. Love Ball se llamaba la fiesta; pinchaba Boy George y Naomi Campbell lucía sus lentejuelas. Y en la pantalla, moda y música se abrazaban estrechamente con el vídeo “Freedom”, que resumía la declaración de principios noventera: libertad sin miedo ni prejuicios, glamour, fiesta, juventud y belleza. “A veces la ropa/ no hace al hombre/ Yo me agarraré a mi libertad” cantaba Michael reventando la pista. Mi colega Carlos Puig, que ya gastaba don de gentes, lo saludó como si anoche hubieran cenado juntos Era cercano y divertido. Fue el primero que no utilizó a las top models como floreros, y siempre se sentaba en la primera fila de los desfiles de Thierry Mugler y sus mujeres con hombros de super-heroínas. Por entonces, ya había perdido a su pareja, el diseñador Anselmo Feleppa, víctima del VIH y navegaba a contracorriente, luchando contra un reguero de adicciones. Pero a diferencia de otras estrellas, aceptaba públicamente sus debilidades aunque sin renunciar al orgullo; plantó a su discográfica y criticó la hipocresía social y política cuando un policía le tendió una trampa en unos urinarios de Beverly Hills.  
 
Puede que Michael, como tantos, viviera años de prestado, representado una generación que se descorchó espumeante pero cuyos valores, cuyas vidas, agonizaron mientras surgía un nuevo mundo envasado al vacío, menos eufórico, más políticamente correcto, pero igual de inmaduro. 
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28 de diciembre de 2016
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Poema 53

Entre aguas

apreciablemente rotundas

el alma

era una nimia vela

de seda.

Un milagro

que se estrellaba  

en silencio    

sobre la lona blanca

mientras

su brillo creciente

regresaba

al cuerpo

como un faro

translúcido.

Un espíritu

conservado

entre una fría

incandescencia

de piedad.

Una lumbre

de dorado carbón

que marcaba

el orden de la visión, 

la forma de sintetizar

en la pupila ya metálica

la materia objetiva

del pánico,

más dura

y compacta

de lo que se pudiera

imaginar.

Firme materia de pánico

que se colmataba

como una esfera

en una zona

antes blanda o gaseosa.

Un lugar crucial

y central 

biológicamente importante

y que, con yodo,

brindó la clave de la

inesperada gravedad.

No hubo, en consecuencia,

prescripción

para una intervención curativa,

-dijeron-

puesto que el fulgor  

del PET-TAC

que guiaba el pronóstico

indicaba claramente

una impensada navegación

entre tinieblas niqueladas.

Entre sombras baldías

o baldeadas

y eminentemente

propensas

al abismo.

De seda.

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28 de diciembre de 2016
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Invenciones del gusto

En 1900, en el mismo corazón de París se alzan los fastuosos escenarios que dan cabida a la Exposición Universal, extendidos desde los Campos Elíseos al Campo de Marte, el Sena de por medio; y entre la multitud de construcciones levantadas para la ocasión hay unas provisionales, que simulan palacios de marajás de la India, catedrales góticas, pagodas chinas, castillos medioevales, y aún otras, atrevidos edificios de vidrio y hierro como el Grand Palais y el Petit Palais, que habrían de quedarse hasta hoy como ejemplos cimeros de aquellos fastos.

Rubén Darío escribe para La Nación de Buenos Aires una serie de crónicas sobre este acontecimiento que es todo un catálogo de la civilización y el progreso a la vuelta del siglo, un mundo que cambia de manera vertiginosa y donde la industria del vapor, los ferrocarriles de larga distancia, los buques trasatlánticos, el cable submarino, el radiotelégrafo, la rotativa que imprime a velocidad pasmosa, la electricidad y el acero, van de la mano de la política colonial de las grandes potencias.

Pero cuando la exposición, abierta desde abril hasta noviembre, ha cerrado ya sus puertas, en otra crónica de ese mismo año, Noel Parisiense, describe la ciudad que se prepara para la noche de Navidad, y que entra en el lienzo con sus colores contrastados entre el bienestar y el crimen: "la nieve sin caer aún, aunque el frío va en creciente; Noël a las puertas, en los bulevares las barracas que hacen de la vasta ciudad una difundida feria momentánea...el Bon Marché, el Printemps, todos los almacenes fabulosos, caros a la honorable burguesía, invadidos profusamente por papá, mamá y el niño...en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca...un incógnito hombre descuartizado..."

Años después, en 1904, traslada el escenario navideño a la costa andaluza, y en otro lienzo nos ofrece la variada riqueza de la cocina española, tan distinta a la francesa, con sus acentos árabes incorporados al acervo campesino: "se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes, pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cientos otros, los polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar..."

Es un bodegón en movimiento, un mural animado pintado por la mano de un gourmet de corazón que sabe que la comida entra primero por los ojos y por el olfato antes de buscar el camino de la boca, un juego de espejos concertados donde todo es fruición, especialmente al hablar de dulces, como se ve.

Un inventario que nos lleva a recordar el que Mateo Alemán pone en boca de su Guzmán de Alfarache hablando de frutas: "allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga...que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada..."

Pero en la alegría de las descripciones de Rubén no puede faltar el recuerdo de la muerte, y así evoca la copla popular que se canta en las calles de Málaga para las Navidades: La Nochebuena se viene/la Nochebuena se va/y nosotros nos iremos/y no volveremos más...Y del mismo modo, reflexiona preguntándose: "¿Quién se acuerda en París, al engullir el boudin blanco, ni de Cristo ni de la muerte?"

Cuando en su Epístola a Juana Lugones, anota con sabrosa añoranza que en su existencia azarosa no le ha faltado gustar bocados de cardenal y papa, nos acude a la mente la ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca.

De allí al "bocado de Papa" no hay más que un paso ascendente. Existe un dulce andaluz, el Pío Nono, irresistible bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema, del que da referencia Leopoldo Alas (Clarín) en La Regenta, y denominado así en homenaje al papa Giovanni Ferretti, hombre de buen diente, por lo que puede verse.

Los tratados culinarios suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio y jamás ni nunca al papa, tan lejano en Roma; es lo que habría ocurrido con los chiles en nogada de la cocina poblana en México, en cuya creación, según se cuenta, metieron sus sabias manos las agustina del convento de Santa Mónica.

En Nicaragua se sirve en Nochebuena el Pío Quinto, un postre de marquesote -torta de maíz remojada en miel y aguardiente- bañado de atolillo de maicena y huevos, y adornado con uvas y ciruelas pasas; un homenaje, también sin duda conventual, al papa Antonio Ghiselieri, que fue fraile dominico y comisario General de la Inquisición Romana antes de subir al trono de San Pedro, siendo elevado a los altares por Clemente XI.

Su cocinero personal se llamaba Bartolomeo Scappi, autor del tratado culinario Arte del cuscinare, y quien llevaba a la mesa pontifical platos tan refinados como las lenguas fritas de pavorreal, erizos de mar al horno, y tortillas de huevo revueltas con sangre de cerdo. Es explicable entonces que la fama de sibarita del papa Pío V haya traspasado los mares para heredar su nombre, tan memorable al paladar, a un dulce de la lejana provincia centroamericana.

Hoy sería imposible imaginar sentado ante una mesa plena de manjares semejantes al papa Francisco, quien comparte el comedor de su albergue de Santa Marta con curas de escasa jerarquía, y seguramente

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28 de diciembre de 2016
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Fenónemo Bis

En una de sus cartas, advertía Valle Inclán que, si uno recortaba las figuras de El entierro del Conde de Orgaz y luego trataba de volver a juntarlas, no le cabrían en el cuadro. Ese milagro de El Greco, al que llama "angostura de espacio", es lo que él se propuso hacer en sus novelas, una angostura del tiempo. El segundo volumen de las magníficas Obras completas de la Biblioteca Castro trae el poco leído La media noche, relato corto de 1917, encabezado por una Breve noticia que es el primer aviso de un cambio profundo. El Valle perverso, erótico, modernista y afrancesado va a quedar atrás y nace el desgarrado, expresionista, esperpéntico y moderno Valle de la segunda época. ¿Qué había sucedido? Un viaje al frente de guerra en 1916, invitado por el Gobierno francés, que incluyó un panorama de las trincheras alemanas desde el aire. Allí tuvo la intuición de una "visión estelar" capaz de reunir espacios y tiempos en una simultaneidad muy propia de las vanguardias del momento. Su realización será Tirano Banderas, obra maestra de la literatura europea.

Valle respetaba a sus mayores, a Galdós, a Pereda, a Clarín, pero estaba persuadido de la necesaria renovación de la prosa realista y castiza. Me parece muy interesante que el empujón primero, el modernista, lo recibiera de Rubén Darío y el segundo, el vanguardista, de sus viajes a México y su experiencia en la máquina del futuro, el aeroplano.

Varias veces Latinoamérica nos ha rescatado a los españoles de nosotros mismos. Pienso en la generación de los cincuenta, que pudo superar el realismo socialista y el casticismo franquista gracias al empujón de Borges, Onetti, Paz, Rulfo, Vargas, Gabo, Cortázar, Cabrera. Ayuda impagable. Y seguramente impagada.

 

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27 de diciembre de 2016
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Delicias sacras

Las funciones de Navidad de los colegios son a la vez representaciones sociales que contienen toda la alegría y el dolor que produce crecer. También reflejan el mundo en miniatura: ahí está la niña gordita que se toca el pelo cada rato e intenta ocultarse detrás del resto, o aquella a la que sus padres olvidaron prepararle el disfraz y viste una falda roja a modo de traje de Papá Noel y unos leotardos negros, avergonzada, el patito feo. Delante suelen poner a los chavales más graciosos y guapos, a los que cantan y hablan mejor, a quienes ya han rozado, a su manera, la popularidad y el éxito. Recitarán con énfasis mensajes de paz y amor, pero es de la mano de quienes tropiezan o se equivocan, de los torpes y los tímidos, de donde llega la Navidad como en un cuento de Dickens, en lugar de en un posado amañado en el cuché con arbolitos humanos.
La palabra caridad, envuelta en dogma y olor a incienso, resucita casi como costumbre durante estas fechas que tan apasionadamente celebran los laicos, como el propio Pablo Iglesias, muy fan de cantar villancicos, no todo iba a ser Gramsci. En Madrid, se esparcen los mercadillos solidarios así como los de artesanía –me pregunto qué tendrán que ver con Jesús de Nazaret, más allá de que su padre fuese carpintero–, pero la tradición escan­dinava ha calado como propia. Está el de la plaza Mayor, pero también en plaza de España o en la de Santo ­Domingo poseen una oferta de lo más dispar y ramplona, aunque siempre puedan encontrarse pequeñas minas. En el Nómada Market, en el antiguo Mercado de la Cebada, en La Latina, se expone diseño emergente. Revolver entre los puestos, ver empaquetar, pensar en el otro en forma de cuencos de madera o bolsa étnica, es en verdad un placer narcisista que te hace sentir por instantes mejor persona, como si la generosidad fuera higiénica.
En cuanto a los mercadillos benéficos, ahí está toda una institución, Nuevo Futuro, dirigido por la muy madrileña infanta Pilar de Borbón y visitado por la reina Sofía, o la Fundación Aladina de Paco Arango –que este año se ha propuesto recaudar fondos para la reforma integral de la UCI del hospital Niño Jesús–, ambas de inspiración británica, a medio camino entre la novela decimonónica y las charity shops. Los madrileños, no obstante, los han regado de su casticismo. Por una buena causa, dicen, aristócratas y mujeres de toreros que se ponen un delantal y ejercen de mesoneras, con corrillos a su alrededor y tapeo como expresión cultural patria –“¡si estamos a punto incluso de auparla a patrimonio de la humanidad!”, exclaman–.
En el mismo centro de Madrid, pero alejados del barullo, existen al menos una decena de conventos en activo, algunos de ellos auténticas joyas del patrimonio histórico-artístico como el de la Encarnación. Clarisas, benedictinas, mercedarias, agustinas recoletas, carmelitas descalzas, salesas reales, de las que apenas sabemos nada, velada su intimidad entre muros, pero que han amasado estos meses los más suculentos dulces artesanos que se venden para financiar sus moradas. Dos conventos de clausura madrileños se dedican a la repostería: el de la Visitación, en la calle de San Bernardo, y el de Corpus Christi, en la plaza del Conde de Miranda, que son las propietarias del local del siglo XVII, El Jardín del Convento, un must para paladares finos creado por Isabel Ottino, que vende dulces elaborados por monjas de toda España. “Ellas cumplen la excelencia del trabajo artesano, son incapaces de bajar la calidad. Los huevos de gallinas criadas en libertad; la leche fresca y de vacas de pasto; la almendra marcona española, botánicamente pura...”, me cuenta Ottino. Todo empezó cuando esta estilista de moda, vecina del Madrid de los Austrias, ayudaba a los turistas a entrar al convento de Corpus Christie para comprar rosquillas. “Lo del ‘¡Ave María purísima!’ de entrada no era fácil para ellos”, asegura. Sucumbió ante los aromas divinos, y decidió viajar por todo el país para comprar blancas pastas de Santa Eulalia, turrones de las monjas jerónimas de Sevilla, empanadillas de almendra y cabello de ángel de las clarisas extremeñas y otras delicias sacras. Esta noche, muchas familias las desenvolverán, a los postres, y con el mantel mojado de cava paladearán sus rezos horneados en el silencio del convento, porque los extremos siempre se tocan.
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27 de diciembre de 2016
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