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Blogs de autor

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Prohibido prohibir

Hay quienes piensan, y están en todo su derecho, que la trama de la ópera Carmen es machista. Don José, despechado porque Carmen, su amante, lo rechaza para irse con un torero de fama y gloria, mientras él no es más que un soldado sin fortuna, termina acuchillándola, y esta es la celebrada escena final, antes de que caiga el telón.
Carmen, un personaje originalmente literario, debe más su popularidad a la música que a la literatura. La novela de Prosper Merimée sobrevive gracias a la ópera compuesta por su compatriota Georges Bizet.
Hace pocas semanas el teatro Maggio Musicale de Florencia estrenó una versión de Carmen con un final diferente, ideado por el director Leo Muscato. En la famosa última escena, en lugar de que el despechado don José acuchille a la desdichada Carmen, ella le arrebata la pistola y lo mata de un balazo.
 
Este cambio radical en la representación, la víctima femenina convertida en victimaria, tiene el propósito declarado de denunciar la violencia machista, dado que la versión original no es sino un ejemplo, un mal ejemplo, de feminicidio. Así lo justificó el teatro.
Esto nos llevaría a una cadena infinita de revisiones de los relatos clásicos desde una perspectiva de género. Al lobo del cuento de la Caperucita Roja de los hermanos Grimm, habría que dejarlo como está: como depredador sexual recibe su merecido porque el cazador le llena la barriga de perdigones. Pero lo que debió haber hecho Madame Bovary, en lugar de envenenarse, es pegarle un tiro tan certero como el de la nueva Carmen a su amante Rodolphe Boulanger cuando, asediada por los acreedores, busca su auxilio y él se niega a socorrerla.
A finales del año pasado, una ofendida señora, de moral muy victoriana, consiguió reunir cerca de 9 mil firmas para demandar que el Museo Metropolitano de Nueva York retirara de la vista del público la pintura de Balthus El sueño de Teresa, "porque promueve el voyerismo y la cosificación de los niños". El cuadro representa a una muchachita de 13 años que duerme la siesta en una silla, con la pierna levantada, y deja a la vista su ropa interior.
Al contrario del criterio de la dama pudibunda, este cuadro, que data de 1938, ha sido visto siempre por la crítica como muestra de la despreocupada pureza infantil que emana de la placidez del sueño. El museo rechazó la petición: "Las artes visuales son uno de los medios más importantes que tenemos para reflexionar a la vez sobre el pasado y el presente, y esperamos motivar la continua evolución de la cultura actual a través de una discusión informada y de respeto por la expresión creativa", expresó en un comunicado.
Pero también una de las grandes novelas del siglo veinte, Lolita, de Vladimir Nabokov, donde se narra la relación sexual de una adolescente con un adulto que bien podría ser su padre, tardó en encontrar editor, y publicada por fin en 1955 estuvo prohibida en Francia e Inglaterra, bajo la acusación de pornográfica y de promover la pedofilia.
Lo mismo la magistral novela Ulises de James Joyce, prohibida por inmoral en Estados Unidos en 1920 y mantenida en la lista negra durante diez años; y más atrás, Flaubert sometido a juicio criminal en 1857 bajo el cargo de ensalzar el adulterio en Madame Bovary, pero absuelto por la corte tras ocupar durante varias sesiones el mismo banquillo donde se sentaban los homicidas, ladrones y estafadores. Suerte que no corrió Baudelaire, con Las flores del mal seis meses después: condenado el autor, el tribunal mandó suprimir seis de los poemas del libro.
También, hace poco, un usuario de Facebook ha acusado a la compañía ante un tribunal francés por haber suprimido su cuenta, debido a que reprodujo el famoso cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, que está colgado en el Museo de Orsay en París, y que muestra en primer plano una vulva en todos sus detalles, como si se tratara de la ilustración de un texto de ginecología.
La cultura ha sobrevivido a lo largo de la historia de la humanidad derrotando las imposiciones de toda clase de inquisidores. Qué buscar en las redes, qué ver en los museos, en los teatros y las salas de ópera y en el cine, qué leer en los libros y revistas, qué música escuchar, es un derecho que los seres humanos no pueden ceder a nadie. Es nuestra libre escogencia.

 

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7 de febrero de 2018
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Armarios abiertos

La privacidad reventó las compuertas cuando la llamada crisis de la novela coincidió con la adicción a las redes. Los mundos imaginados empezaban a temblar frente al relato del yo. Autores como Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård o, ahora, Manuel Vilas con su espectacular Ordesa (Alfaguara) han logrado que la realidad sin aditivos sea más poderosa que cualquier ficción, que te atrape con su guante, mitad de crin, mitad de seda, y te haga soltar pieles muertas en una exfoliación intelectual. Mientras los críticos literarios debatían si el género novelesco se había quedado obsoleto o no, en la nube virtual, hombres, mujeres y transexuales empezaron a publicar sus autonovelas por entregas en Facebook o Wattpad. La mensajería instantánea también se consideró un canal adecuado para expresar la emocionalidad contenida, un confesionario 24/7. Y, por tanto, las pantallas se convirtieron en espacios virtuales de intimidad. A ratos eran joyero, otras vertedero. Hasta que empezaron a ­airearse verdades inimaginables que afectaron hasta el presidente del Gobierno, intentando subir los ánimos de su excontable con un “Luis, sé fuerte”. Los riesgos de perder la privacidad parecían asumidos incluso por aquellos que, como Puigdemont y Comín, utilizan aplicaciones más difíciles de descifrar que las habituales. Y muchos personajes públicos vieron de qué forma sus intimidades y sus miserias eran ventiladas en público y jaleadas. Debe de ser igual o peor que te entren a robar en casa, te abran los cajones y vean tus medicamentos, la caja de preservativos, un cogollo de hierba… Hace ya seis años, Andrew Keen, “el Anticristo de Silicon Valley”, se preguntaba si la revolución digital, debido a su indiferencia por el derecho a la privacidad individual, no nos llevaría a nuevas épocas de oscuridad, convirtiéndola en un anacronismo y, de paso, enterrando definitivamente el secreto.
Con el caso de los mensajes de Puigdemont se ha abierto de nuevo el debate entre las fronteras de lo privado y lo público. Y se ha condenado moralmente la duplicidad de discursos: que el expresident dijera una cosa y pensara otra. Como si no fuera algo común en la estrategia política: la verdad resulta demasiado atrevida e inaguantable. Hace medio siglo, Hannah Arendt nos recordaba que la distinción entre lo público y lo privado era un elemento fundamental del pensamiento griego antiguo. Señalaba entonces que la capacidad humana de organización política era radicalmente distinta, opuesta a la asociación natural de hogar y familia. Lo profesional frente a lo emocional: agua y aceite.
Por ello, a día de hoy, cuando la política trae tintes de reality, no debería causar tanto pudor que un cámara, atento en el ejercicio de su trabajo y amparado por la libertad de informar, enfoque a la pantalla de un teléfono en busca de un yo desnudo convertido en noticia.
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5 de febrero de 2018
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Crecimiento de mandíbulas

Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.

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5 de febrero de 2018
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El regreso de John Cheever

En el mundo hispanoamericano John Cheever (1912-1982) fue reducido, con los años, a uno más de los escritores que narraban la insatisfacción de los suburbios norteamericanos. Cheever es eso, sí, pero también mucho más. La literatura se mueve en base a lugares comunes y malentendidos; por eso importan tanto las nuevas ediciones, que provocan la relectura y el reacomodo. Random ha relanzado la obra de Cheever en español -Cuentos y Cartas en la colección LRH, Los Wapshot y ¡Oh, esto parece el paraíso! En Debolsillo--; releerlo sirve para escaparnos, por un tiempo al menos, de los reduccionismos.

Lo que llama la atención de los cuentos es la facilidad con que Cheever transgredía los límites del realismo tradicional. Sin ser un postmodernista al uso, era capaz de cuentos como "Un muchacho en Roma", en el que, en plena narración en primera persona de una historia que transcurre en Roma, el narrador abría un paréntesis para decir que en verdad él no era un muchacho en Roma y se preguntaba por qué prefería inventarse "un viejo grotesco, una tumba en el extranjero, una madre tonta" en vez de describir la escena sobre el río Hudson que él veía desde su ventana. Esa parte de su "soledad incurable", decía, pero, ¿de dónde venía? El cuento no lo responde (para eso hay que leer sus diarios), pero abre un espacio para cuestionar ese realismo en torno al cual trabajaba.

Hay otros momentos mágicos e inverosímiles en los cuentos en que los narradores parecen hacerse la burla de este realismo: en "El ángel del puente", un hombre con ataques de ansiedad al cruzar puentes intenta atravesar el Tappan Zee; los síntomas regresan en pleno puente, el narrador se detiene a la vera del camino, y de pronto aparece una jovencita que hace autoestop, abre la puerta y después de agradecerle y acomodarse en el asiento, se pone a cantar, lo cual le permite al narrador cruzar el puente: es un momento de trascendencia -de los tantos que abundan en la obra de Cheever-, en el cual el simbolismo se nos ofrece desnudo: la jovencita que hace autoestop es un "ángel" (tiene, para colmo, un arpa entre sus manos).

En "La radio enorme", Jim Westcott reemplaza su vieja radio por una enorme y fea que se revela con un gran poder: permite que él y su esposa escuchen las conversaciones de sus vecinos en todo el edificio. Gracias a la radio las charlas triviales en la intimidad se convierten  en instrumentos reveladores de los deseos y ansiedades de los vecinos, y de paso de ellos mismos. En "El marido rural", Francis Weed sufre un terrible accidente -su avión debe aterrizar de emergencia en unos maizales-, y sin embargo llega a casa y debe enfrentarse a la rutina de siempre: sus hijos están peleándose, su mujer prepara la cena. Francis ni siquiera tiene tiempo de contar su accidente a la familia. El accidente lo es todo en este cuento -la posterior crisis de Francis es gatillada por este- y sin embargo no se vuelve a mencionar, como si algo tan dramático jamás hubiera ocurrido.

Cheever encontraba insuficiente el realismo y por ello dotaba de una patina mítica a su suburbio. En "El nadador", Neddy Merrill, cruza nadando por las piscinas de sus amigos los doce kilómetros que separan su casa de aquella donde se encuentra en Bullet Park: "ir a casa por un camino inusual le hacía sentir un peregrino, un explorador, un hombre con un destino". Esos viajes -esas odiseas del hombre de los suburbios- no siempre llegan a buen puerto; permiten, sin embargo, instantes en que esos maridos infieles y alcohólicos de Cheever se salen de sí mismos y se ven como son, limitados en su "propia obsolescencia... incapa[ces] de comprender las cosas que ve[n]".

(La Tercera, 4 de febrero 2018)

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4 de febrero de 2018
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¿A qué huele tu ciudad?

Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumistas del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarle los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significados simbólicos, despegados de la materialidad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplación. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecedero, detrás del cual ha evolucionado una industria ambiciosa desde siglo y medio.
Vanguardista y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilación del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquería: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excrementos de caballo”.
¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticado, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.
Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografiarlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechamente vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experiencia. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstico, igual que aliento humano. Morillas achaca ese ­no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticación de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterráneo. Pero los olores son transitivos. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarillas para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirte de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.
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31 de enero de 2018
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