



(2)Al releer estos párrafos sobre la actitud de Cavaillès me vino a la mente una frase de un texto contemporáneo: "Lo importante es la supervivencia de las personas que se hallan adecuadamente vinculadas a mí, no mi propia supervivencia" (It is the survival of people who are appropriately related to me that is important, not my survival per se)"
¿Proclama, más o menos sincera, de un guerrero o activista que reitera ante los suyos su espíritu de sacrificio? En absoluto. Se trata de una frase extraída de un escrito de 2007 que lleva el ascético título de "Probabilidad cuántica desde la verosimilitud subjetiva" ("Quantum Probability from Subjective Likelihood" Studies in History and Philosophy of Modern Physics. 38 (2007 pp.311-332) . Su autor David Wallace es uno de los físicos y filósofos de la física que mayormente ha hurgado en una de las interpretaciones más singulares de la mecánica cuántica, la de H. Everett, quien en 1957 ("Relative State formulation of Quantum Mechanics", Reviews of Modern Physics, 29) intentó una salida a las aporías de la disciplina abriendo la perspectiva de los múltiples "mundos", múltiples "mentes" o múltiples "historias" (de las tres maneras ha sido considerada), perspectiva que dejaría abierta un estado cuántico en superposición. Este es un ejemplo de que, al igual que en la cuestión del infinito, también en las controversias relativas a la física cuántica se pone de relieve este compromiso de la subjetividad, la "potencia emocional de controversias teóricas" a la que aquí me he referido en varias ocasiones.

Esos miserables serán perseguidos con determinación por el inspector Adamsberg, pero solo pillará a uno antes de que se resuelva el caso. Aquel al que logra atrapar pertenece al grupo de los matones, pero confiesa no haber participado en las violaciones conjuntas porque le daba horror que vieran su pene, más bien pequeño, y se burlaran de él. Solo por esa razón es el único que se salva.
En las violaciones grupales lo que excita de verdad a los matones es la visión de las vergas de sus colegas. Esa es la principal atracción, la pinga del amigo, si no, ¿por qué iban a hacerlo todos juntos? Lo sospeché al ver ese vídeo en el que los de La Manada bailan sevillanas unos con otros. Lo hacen con mucha sensualidad y lascivia. Se advierte que su objeto de seducción es, más que la chica, el colega. Ahora, en la cárcel, tendrán ocasión de experimentar en carne propia las violaciones en grupo. Se van a morir de la risa.

La búsqueda de la felicidad, durante la pasada década, se convirtió en el mayor de los ideales. Se escribieron infinidad de libros sobre el tema, se organizaron congresos y se la reivindicó como un logro personal y legítimo mientras el Estado de bienestar decrecía y dejaba al descubierto a la clase media. Un baño de realidad acalló los cantos de cisne. Las broncas fueron aumentando el volumen en la aldea global, y la economía de casino que heredamos reventó las ruletas en la banca. Aún y así nos entreteníamos en elogios de la felicidad, entendida como un trance pasajero, incluso como una voluntad, una conquista. Siempre regreso a madame Du Châtelet –intelectual del siglo XVIII, más conocida, desafortunadamente, por ser amante de Voltaire– y su brillante Discurso sobre la felicidad: no tener prejuicios, sustituir nuestras pasiones por inclinaciones, conservar celosamente las ilusiones, razonar sobre el paso del tiempo, no avergonzarse de haberse equivocado...
Hasta que advertimos que la felicidad se trataba de un ideal demasiado elevado y abstracto cuya búsqueda producía frustración. Acaso por ello una onda expansiva suma adeptos, a pesar del cinismo, que sigue gozando de tanto prestigio. Me refiero a la amabilidad. Es un nuevo nicho de mercado editorial, pero la bondad entre extraños adquiere vigor aunque se trate de pequeños actos invisibles. Así mismo cristaliza en el consumo, con una forma de atender menos ausente. No me refiero sólo a la botellita de agua o a la invitación a graduar la temperatura a tu gusto que te ofrecen los Cabify, sino a los gestos de complicidad, cuidado y solidaridad anónima. Eva Wiseman recordaba hace unos días en The Guardian que “aunque la felicidad y la bondad están indudablemente relacionadas, la diferencia es que la felicidad es pasiva”.
Los enconamientos políticos y la agresividad en las redes tienen su reverso: frente al cabreo permanente de la tertulia pública, crecen las habilidades sociales y emocionales. Nunca se había hablado tanto de empatía, también como valor económico. Hay demanda de historias en positivo, por mucho que el viejo periodismo sostuviera que las buenas noticias no eran noticias. Las mareas ciudadanas abanderan la defensa de lo público, las mujeres se llaman “hermanas” en pleno auge de la igualdad real, un momento histórico que hay aprovechar más allá de la pancarta. Y los jubilados protestan sólida y unitariamente, al tiempo que los sindicatos parecen diluirse en el pasado. La iniciativa ciudadana ha ocupado la primera línea de acción con energía, convencimiento, tolerancia cero ante el abuso de cualquier tipo. Y es que en ningún otro momento de la historia la gente se había abrazado tanto, rompiendo siglos de impostada distancia.


Pablo Ruiz Picasso senil demente
junto al infinito árbol del delirio
abres los brazos a inmundas calamidades
y el corazón de cuerda metálica
resuena en la sala de máquinas
tampoco conozco el color del viento
pero sí en cambio sus pisadas
(1966)
Edad del insecto, Barcelona, SD Edicions, 2016


Si un historiador logra aunar la seriedad y el rigor que cabe exigirle a un hombre de ciencia con una pluma ágil y certera, el lector puede felicitarse y dar por seguro que le aguardan muchas satisfacciones durante la lectura. John Julius Norwich ya había dado pruebas suficientes de esas cualidades en dos libros que no deberían faltar en ninguna biblioteca mínimamente equipada: uno de ellos lo dedicó a la historia de Venecia y el otro a la huella de los normandos en Sicilia. Cada cual a su manera son dos veras joyas. Y quien desee saberlo todo sobre Bizancio tiene a su disposición una trilogía dedicada al nacimiento, el apogeo y la caída del imperio nacido en el siglo IV como escisión del Imperio romano y que se mantuvo como potencia mundial hegemónica hasta la Caída de Constantinopla en 1453. La avasalladora irrupción de los otomanos por Oriente y el descubrimiento de América en extremo opuesto del mundo propició que Occidente ya no tratase de recuperar su otra mitad, acertadamente descrita como “la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado». Lógicamente la institución que a la larga se benefició más de ese cambio geoestratégico fue la Iglesia católica, que llevaba ya unos cuantos siglos maniobrando diplomáticamente para resucitar –y en lo posible manipular– el imperio romano anteponiéndole el calificativo de “sacro”.
De cara al lector honesto, que se acerca a un relato histórico con el legítimo propósito de aprender, John Julius Norwich sumaba dos hándicaps importantes: uno, su condición de hijo del imperio británico, pues ya se sabe que una de las bazas para su propia cohesión inicial fue su rechazo frontal del papado. Y otro, como honestamente advierte el propio Norwich en el prólogo, su condición de protestante agnóstico, una posición ética y estética que no resulta en absoluto baladí para quien se propone escribir la historia de unos hombres, los papas, que nacieron de un magma de 22.000 gropúsculos religiosos que se decían cristianos (el dato es de Norwich) y que para asentarse y afirmar su primacía tuvieron que ir perfilando unos dogmas difíciles de ser analizados con objetividad por un no creyente, y ahí están, entre otros, los dogmas de la Inmaculada Concepción, la Asunción de la Virgen, la doble naturaleza divina y humana de Jesucristo o toda la carga ideológica y teológica que conlleva la obligatoria aceptación de la infalibilidad de los papas.
Para solventar ese y los otros muchos problemas que planteaba el propósito de contar la historia de los papas, desde Pedro hasta Benedicto XVI , es decir más de 300 aunque el cómputo varía de unos autores a otros debido a las repeticiones, los cismas, las excomuniones de unos contra otros e incluso si se acepta o no la inclusión de una papisa, John Julius Norwich ha escogido la única opción posible: una campechana y benevolente ironía que le permite, por ejemplo, dar noticia de un sucesor de Pedro llamado Juan XVIII (el primero, no el llamado “buen papa Juan” que gobernó en pleno siglo XX sino el original, un ciudadano de 1400 al que Gibbon calificaba de gran estratega y diplomático porque al ser finalmente depuesto por sus desafueros, logró que le retirasen los cargos más escandalosos y que lo juzgasen únicamente por “piratería, asesinato, violación, sodomía e incesto”. A tales minucias Norwich le añade “un preocupante número de monjas violadas”. Obsérvese la ironía, pues no especifica cuántas monjas podría haber violado sin que llegara a ser una práctica “preocupante”.
Es misma actitud entre benevolente e irónica permite a Norwich lidiar con las peripecias de unos “príncipes de la Iglesia” que al fin y al cabo no eran muy diferentes a sus congéneres laicos, con la única diferencia de que si éstos solo debían ocuparse de los asuntos de este mundo, los sucesores de Pedro debían poner orden también en el Más Allá. No es un libro que merezca ser reservado para leerlo de una sentada durante unas vacaciones, pero sí es un gran complemento informativo cuando al lector le interese una determinado periodo histórico: la fundación, la consolidación de Romo coma capital de la cristiandad, el Cisma, la Revolución francesa, etc. Cualquier cosa que haya pasado en el mundo durante los últimos 2000 años, siempre habrá un papa por allí en medio.
Los papas. Una historia
John Julius Norwich
Prólogo de Antony Beevor
Traducción de Christian Martí-Menzel
Reino de Redonda

En España, su retorno vino de la mano de Jesús Aguirre en la editorial Taurus, allá por 1971. Aguirre fue otro gran transformista. De ser el hijo de una honrada limpiadora de escaleras pasó a jesuita; luego, a experto en filosofía alemana; luego, a director de Taurus, y, finalmente, como el gusanillo que acaba volando con fastuosas alas de mariposa, a duque de Alba. Aquellas ediciones del duque, en Taurus, fueron leyenda durante la Transición. Ahora regresa el sello Taurus con unas Iluminaciones de Benjamin felizmente revisadas y editadas, con prólogo y notas imprescindibles, obra de Jordi Ibáñez. Un nuevo rostro, un nuevo avatar, igual su grandeza y altura, pero esta vez no se parece a Jordi Ibáñez. ¿O sí?
