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Irresponsable censura

De tanto podar lo presuntamente incorrecto y andarse con pies de plomo para evitar escraches virtuales, se le exige hoy al arte una prevención moral que atenta contra la libertad, no sólo de expresión, sino de creación. Los artistas ya no son seres atormentados por sus quimeras existenciales, sino individuos aterrorizados por una brigada autoritaria que se sofoca cada vez que un autor se sale del renglón. Quienes defienden la censura y malinterpretan la transgresión se erigen en protectores de un público adulto y –según parece– desvalido, exponiéndonos a dos serios peligros: la insignificancia y el tedio.
Política o moral, la censura es una peligrosa plañidera. La historia está cosida de casos en los que, afortunadamente, el arte pudo escapar de sus corsés. En 1956, Borís Patsernak entregó su novela Doctor Zhivago a la editorial Goslitizdat. Sus editores se quedaron paralizados, por lo que Pasternak se la hizo llegar también a Feltrinelli. Fue entonces cuando la editorial soviética comenzó a presionarle para introducir ciertas “correcciones” en el manuscrito. Pasternak se negó, y un año después el libro salía en Italia. Fue un clamoroso éxito internacional y la Academia Sueca le concedió el Nobel. Mientras, el régimen soviético no sólo censuraba la novela, sino que prohibía a su autor viajar a Estocolmo; a punto estuvimos de quedarnos sin los desdichados amores de Lara y Yuri.
La ficción no es ejemplar, ni falta le hace. La buena literatura ha surcado con profundidad las oscuridades humanas, logrando abrir rendijas de pensamiento y conducta humana. Una secuencia de crímenes, violaciones, perversiones, infidelidades, cosificaciones y desprecios han pedaleado en el imaginario colectivo. En La historia de Nastagio degli Onesti, de Botticelli, una mujer desnuda es perseguida por un jinete armado y devorada por mastines, y aun así nos sigue seduciendo. Y en el clásico filme El hombre tranquilo disfrutamos de la complicidad entre O’Hara y Wayne pese a su sonrojante machismo.
La libertad de expresión, un derecho fundamental concebido durante la Ilustración, contrapone luz al oscurantismo absolutista. Montesquieu y Rousseau demostraron que el disenso fomenta tanto el avance de artes y ciencias como la democracia. Al escándalo de Arco, con la ridícula retirada de Presos políticos de Santiago Sierra, se le suma la condena al rapero Valtonyc por injurias a la corona, o el secuestro judicial del libro Fariña. Afortunadamente, el Metropolitan ha rechazado la propuesta de retirar el cuadro de Balthus Teresa soñando a causa de unas braguitas púberes. Hay una frase célebre a menudo atribuida a Voltaire, que en realidad pertenece a una de sus biógrafas: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Porque no hay peor adoctrinamiento, ni adocenamiento, que el de meter al arte en el saco de lo oportuno y lo cómodo, entre la decoración y el confesionario.
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26 de febrero de 2018
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La carrera del mal

Todas las épocas, igual que las personas, sufren su decadencia, pero no todas tienen propagadores, cronistas. Y generalmente el término se aplica a los grandes imperios, cuya magnitud hace su declive más aparatoso y resonante que el de los pequeños territorios. El lector decadente, el volumen publicado por Atalanta con selección y prefacios de Jaime Rosal y Jacobo Siruela, cuenta, en un bello contenedor que incluye fotos y obra pictórica, el auge del Decadentismo, es decir, la historia en verso y prosa de una mentalidad, más que una escuela, que quiso decaer desde el principio, o lo que es lo mismo, que quiso sacar de la deflagración natural del Romanticismo el rescoldo de sus más hinchados pronunciamientos para convertirlo en brillo, en juego, en burla. Lo cuentan sus propios creadores, los más escépticos, los herederos de un espíritu de exaltación del arte por el arte que eliminaba todo resto de heroicidad y edificación en busca de lo negativo y lo insolente. El decadentismo francés, y todavía más el inglés, nacían para consumirse, para exhibirse descaradamente ante las multitudes, que no eran el público que deseaban conquistar.
Este libro de lectura apasionante presenta un amplio panorama de los dos centros motores -Francia y Gran Bretaña- de un movimiento que antes de diluirse en esteticismos diversos extendió su franquicia con firmas asociadas por toda Europa y las dos Américas. Al igual que otros ‘ismos' de la modernidad, el de los decadentes sacó su nombre de una befa, pues según explicó en 1886 el hoy olvidado Anatole Baju, fundador del periódico Le Décadent, él y sus correligionarios adoptaron como enseña el epíteto con el que se les menospreciaba, proclamando en el primer número de la publicación que "la decadencia política nos deja fríos"; lo suyo era el decadentismo literario, dedicándose pues "a las innovaciones venenosas, a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta y seis atmósferas en el límite más comprometido de su compatibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública". Como ya se ve, un programa mefítico y destructivo que el arte del siglo XX adoptaría en variadas formas sin necesidad de llevar en la solapa claveles verdes ni hacer de la femme fatale el prototipo de la nueva feminidad rampante.
La primera parte de El lector decadente, la más extensa, se ocupa de los franceses, escogidos de manera irreprochable y presentados por Jaime Rosal. Están los ineludibles, Baudelaire, Gautier, Barbey d´Aurevilly, Villiers, Huysmans, Louÿs, Lorrain, al lado de figuras de prestigio menos estrictamente decadentista como Mallarmé o Lautréamont; de este último, un precursor y no un militante, se incluye entero, en la jugosa traducción de Julio Gómez de la Serna, el Canto Primero, donde se enuncian las bases de "la carrera del mal" que inicia Maldoror por las alcantarillas de la pedofilia, la prostitución, el dolor físico causado por placer, desideratums o ensueños que hoy harían del escritor franco-uruguayo un apestado. Pero no todos los malignos son igual de perversos. De hecho, como Jacobo Siruela apunta oportunamente al introducir a Aubrey Beardsley, en la tribu de los decadentes abundaron el arrepentimiento de los excesos primeros, las conversiones con golpes de pecho y las lecturas piadosas en el camino que llevó a más de uno (Huysmans notablemente) al convento. Aún en Francia, Rosales incluye un excelente cuento de Léon Bloy, a quien yo no había leído -precisamente- por prevención anticatólica; Bloy fue un hombre disipado hasta que se le apareció la Virgen, pero sus fervores místicos no empañan el ácido humorismo macabro del cuento, que quizá tendría que haberse traducido como La religión del señor Llanto. En esa parte francesa destacan poderosamente los dos cuentos de un escritor que desconocía, Jean Richepin, amigo de Bloy pero ajeno a sus deliquios católicos; los cuentos pertenecen a su colección de relatos Les Morts bizarres de 1876, cuando Richepin era un "escandalizador de burgueses", aunque esas ansias se le calmaron, parece ser, entrado el siglo XX, al lograr la admisión en la Academia y el cargo de alcalde en un pueblo del norte del país.
La segunda mitad de El lector decadente, a cargo de Jacobo Siruela, es menos diabólica, más dandy, como corresponde al estilo del ‘fin de siècle' londinense y al carácter algo circunspecto de la cultura británica. Dentro de un juicioso cánon de decadentistas de lengua inglesa, Siruela se permite unas libertades muy refrescantes: cierra sorprendentemente su antología de sólo seis autores con el ocultista Aleister Crowley, La Gran Bestia, que cronológicamente está fuera del cómputo, cosa que el seleccionador compensa por la naturaleza iniciática del texto escogido, un himno a los poderes mágicos de la absenta, y la empieza con un proto-decadente indudable, William Beckford, analizándolo con sabio detenimiento en su introducción y reflejándolo por persona interpuesta en la carta memorial del paisajista Venn Lansdown. Entre medias, y con textos extensos que cobran toda su elocuencia, el imprescindible Wilde, Beardsley (como escritor y dibujante), el menos conocido y sugestivo Conde de Stenbock y Max Beerbohm con su deliciosa defensa de la cosmética. En un libro tan cuajado de buenas cosas puede parece mezquino pedir más; a título personal me habría gustado leer alguna muestra de la poesía del círculo decadentista inglés, por ejemplo la de Arthur Symons, que fue además autor, en 1893, del primer ensayo sobre El movimiento decadente en la literatura.
A cambio, hay que señalar una decisión de extraordinaria bravura, la inclusión entera, en la inmejorable traducción de Pere Gimferrer, del manifiesto dramático o poema crepuscular de la Decadencia que es la Salomé de Wilde. Esa obra maestra de la sensualidad pervertida, acompañada en el libro de las geniales ilustraciones de Beardsley, recupera el encanto y la disidencia de una época tan breve como seminal.

 

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21 de febrero de 2018
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Fantasías de pareja

En una novela deliciosa de Anita Brooker, Un debut en la vida (Libros del Asteroide), la protagonista, Ruth, recibe los consejos amatorios de su amiga, que le insta a no entregarse a la primera sino a jugar un poco con el pretendiente, a hacerle dudar faltando a alguna cita. “Entonces, ¿todo es juego?”, le pregunta Ruth con tristeza; a lo que la otra responde aún más triste: “Sólo si ganas. Si pierdes es mucho más grave”. El mundo se divide en creyentes y ateos del amor, también en vencedores y vencidos. Un poeta decía que el amor era compás, y un filósofo lo reducía a un accidente con baba. Pero, junto a la muerte, continúa siendo el gran tema, y no hay otra chispa más poderosa capaz de enlazar a dos seres y colonizarlos.
Los enamorados son mejores personas. Lo afirmaba hace unos días la neurocientífica Stephanie Cacioppo en las páginas de The New York Times. Aunque hayan perdido sueño y apetito y capten enigmáticas señales que sólo ellos entienden, poseen una mejor predisposición para estar en el mundo. Invadidos por las llamadas hormonas de la felicidad, la razón secuestrada por el sentimiento, la pasión enturbiando la mirada, los enamorados se sienten elegidos por los dioses y, por tanto, dichosos de no ­caer en el tedio ni en la desmotivación que les ronda a la mayoría de no enamorados. ¿Cómo no íbamos a mitificar el amor romántico si nos promete un estado de gracia? Por eso los que empiezan de novios se dicen aquello tan ingenuo de “te estaba esperando”.
No hay forma de crecer más rápido en la vida que a fuerza de desengaños. Cuando la hermosura se desvanece y todo se fragmenta no es fácil aceptar que el amor se convierta en una bayeta mojada. Tras un desencuentro, recurrimos a las fantasías liberadoras. Nos decimos en secreto que vamos a separarnos y, por un instante, hasta nos lo creemos, notando un sabor metálico en el paladar. Nos proyectamos hacia el melodrama, y, por un instante, puede que sintamos alivio, que creamos que iremos a mejor, que sabremos iluminar nuestra soledad, o ¿acaso no nos ahogamos a menudo en la soledad a pesar de tener pareja? Se trata de una fantasía efímera, como la de ser invisible de pequeños.
Pero enseguida nos damos cuenta de que la resolución va perdiendo fuelle. Y más allá del reproche, o de la microfrustración, sentimos su mano como parte de la nuestra, y volvemos a cerrar la puerta con nosotros dos dentro, reconfortados en un abrazo que nos devuelve el calor igual que una taza de caldo, repitiéndonos que la pareja perfecta no existe, que la perfección es un calvario, la felicidad un mito, enamorarse un trabajo agotador. Por ello, en el álbum de las fantasías amorosas figura sabiamente la de reenamorarse sin tener que cambiar de pareja.
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21 de febrero de 2018
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Nuevos nombres de la mentira

Hay una lucha sorda entre verdad y mentira que se libra en la novela y demás obras de ficción, y así mismo en la crónica o el relato periodístico. En la ficción, que cuenta situaciones imaginarias vividas por personajes imaginarios, se miente con toda legitimidad, y en el relato de prensa, que describe hechos, la mentira es ilegítima.
Recuerdo una vez en que mi amigo Jon Lee Anderson me entrevistó para un reportaje sobre el pretendido Gran Canal por Nicaragua, que escribía para The New Yorker. Cierto día recibí una llamada del departamento de "fact checking" (verificación de hechos) de la revista. Debían verificar si era cierto todo lo que Jon incluía como dicho por mí. Fue un interrogatorio detallado, casi judicial. Y no sólo comprueban las palabras de los entrevistados, sino también las afirmaciones que el autor del reportaje haga, bajo el principio de que "las palabras verdaderas son más importantes que las palabras bonitas".
Hay un punto intermedio que Truman Capote buscó en lo que llamó "real fiction" (ficción real), una de las grandes vueltas de tuerca del periodismo moderno, plasmada en su libro A sangre fría, una obra maestra, en el que narra el asesinato de una familia de granjeros en el estado de Texas, perpetrado por dos muchachos delincuentes, que terminan en la silla eléctrica.
Capote usa los procedimientos imaginativos propios del relato de ficción para contar los hechos, sin falsearlos ni alterarlos. Es lo mismo que hizo Gabriel García Márquez en su Relato de un náufrago, publicado por entregas en El Espectador de Bogotá, antes de convertirse en libro, y que disparó la tirada del periódico. Era toda una hazaña entretener al público con un relato que en manos de cualquier otro hubiera podido resultar monótono, la sobrevivencia de alguien perdido en alta mar, viviendo las mismas ocurrencias día tras día.
Siempre me he considerado un escritor realista, que edifica su aparato de invención sobre los relieves del mundo verdadero, sin alterarlos. Es lo que da legitimidad a la mentira. Se investigan los hechos, igual que lo haría un periodista, pero llega un momento en que los caminos se separan: el periodista debe atenerse hasta el final a los hechos, mientras que el novelista, a partir de los hechos, tiene toda la libertad del mundo para mentir.
No sólo se separan los caminos, sino que entre ambos se abre una brecha que adquiere naturaleza ética. Aunque se mienta a mansalva en la ficción, se trata de una mentira inocente. Quien abre las páginas de una novela, ya sabe que se trata de una invención, y entra entonces en lo que se llama "la suspensión de la incredulidad". Comienza a creer que todo es cierto, por obra del arte del novelista.
Pero si se miente deliberadamente en una crónica, un reportaje, en una simple nota periodística, entonces está de por medio el dolo. Y quizás los medios de comunicación pudientes, como The New Yorker, cuidan no sólo su prestigio verificando los hechos, sino también que no vayan a ser demandados judicialmente, porque la mentira tiene un costo monetario elevado.
Ficción versus realidad. "Hechos alternativos" es uno de los términos de mayor impacto contemporáneo en este sentido, inventado por la consejera de la Casa Blanca, Kellyanne Conway, recién pasada la toma de posesión del presidente Trump en enero de 2017. Su secretario de prensa había afirmado que aquel acto había roto todos los records de asistencia, y de audiencia por televisión, un afirmación cuya falsedad era fácilmente demostrable: con sólo comparar los datos del número de personas que había abordado el metro ese día, y el día de la primera investidura de Obama, se probaba que Trump había tenido mucho menos gente.
Cuando Chuck Todd, el entrevistador del programa Meet the Press confrontó a la señora Conway diciéndole que aquella era una "falsedad demostrable", ella respondió que lo que él estaba dando era nada más un «hecho alternativo». Así se acuñó está frase tan célebre hoy. ¿Un hecho alternativo a qué? A la falsedad, porque la verdad de los hechos no tiene alternativa, salvo en las novelas y en los cuentos, en el teatro, en el cine. Semejante tipo de conceptos pretenden convertir los hechos en mentiras dolosas, prestando elementos a la invención de manera ilegítima, o secuestrándolos.
La realidad real es la mía, aunque sea mentira; la tuya no es más que una realidad alternativa. Si soy dueño del poder, lo que diga siempre será verdad. Los demás, sólo tendrán en sus manos un arma débil, desacreditada, la realidad alternativa. Los hechos sometidos a duda, cuestionados. Todos los diques de la lógica y de la ética se rompen, y las aguas sucias e impetuosas de la mentira lo inundarán todo.
Otro nuevo nombre de la vieja mentira es la posverdad, un término que ha entrado ya en el Diccionario de la Lengua Española: "Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales". Es un neologismo de antiguas raíces.
La demagogia siempre ha procurado que los hechos objetivos sean sustituidos por las mentiras sustentadas en las emociones y en las creencias en determinados valores, aunque estos sean espurios, como la superioridad de una raza, la infalibilidad de una creencia religiosa, la superioridad del sexo masculino, el credo ciego de un partido. Se trata de que la realidad simple se ignorada, y sustituida por dogmas hijos del fanatismo. "El que algo aparente ser verdad es más importante que la propia verdad", dice el Diccionario Oxford de la posverdad.
Hacer que se ignoren los hechos, sobre todo a la hora de conducir a los rebaños de votantes a las urnas para elegir candidatos fundamentalistas, o demagogos, o movilizar a la gente en las calles contra los inmigrantes retratándolos una y otra vez, en el discurso posverdad, como causantes de males y amenazas. Es la búsqueda del triunfo definitivo de la propaganda sobre la razón.
 
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21 de febrero de 2018
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El copista copiado

Renzo Rosso, el dueño de un emporio de moda con nombre de combustible, Diesel, ha empezado a vestir copias de su propia ropa, y no para podar el jardín ni regar las hortalizas, esas cosas que tanto gustan a los ricos necesitados de una camiseta agujereada para sentirse humanos por un rato, sino como parte de una campaña de marketing. Rosso, el hombre bravo, se ha enfundado camisetas falsas made in Korea para posar ante las cámaras y ha montado una pop up imitando un puesto callejero de Nueva York, donde se ofrece una colección inspirada en el plagio; Deisel la ha titulado, como buen fake. No hay mejor manera de combatir la copia que apropiándose de ella. Ese ha sido el último movimiento de las marcas de lujo, dispuestas a seguir clonando sus éxitos y resolviendo que solo con transgresión pueden aguantar sus emporios. La ironía nos salva de todos los males, incluido los del copyright. De hecho, la firma Gucci acabó contratando al diseñador afroamericano Dapper Dan, que en los años noventa llenó Harlem de chaquetas y pantalones con etiquetas falsas de la firma, hasta que le cerraron el taller. Esas versiones causaron furor, y los florentinos acabaron por copiar al copista. Rosso, por su parte, consiguió cerrar el año pasado 87 páginas web que comercializaban copias de su marca.
Los logos falsos nacieron de la subversión, e incluso de la ira de una clase media-baja que no podía comprar un objeto de lujo, pero ardía en deseos de simular ese acto de propiedad suntuaria. De sentir algo parecido al destello del oro en la muñeca. ¿O no recuerdan, hace veinte años, a aquellos turistas españoles cargados de Rolex de quincalla, a quince dólares la pieza? En aquellos humildes puestos de Chinatown, o sobre las mantas de subsaharianos llegados en patera, siempre se ha repartido felicidad, y de qué manera. Más de uno daba el pego, y entonces a la sensación de plenitud del simulacro se le añadía la de la pericia. “Fíjate, qué bien copiado”, se decían los consumistas compulsivos de logos fakes, frotándose las manos entre la oportunidad y el autoengaño.
Hace unos días, en Doha, paraíso de los shopping centers, Bianca, una belga aficionada a Proust y a los bolsos, me contó un episodio de su último viaje a Lieja: fue a comprar al supermercado, ya oscurecía, llevaba una bandolera de Vuitton. Un hombre le pidió dinero, y ella le respondió que no llevaba suelto, porque la asustó. La siguió hasta el parking. No había un alma. “¿Pero cómo no vas a tener dinero si llevas un bolso de Louis Vuitton?”, le gritó el mendigo. A lo que ella respondió con buenos reflejos: “Es falso”. Y el hombre se marchó, convencido de que, en cierta forma, todos somos estafadores.
“El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”, afirmaba Baudrillard. Que lo falso parezca más real que lo auténtico da fe de lo que verdaderamente somos: malas copias del ser original.
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19 de febrero de 2018
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Terquedad y champán

En los años noventa, un grupo de amigos pasamos un fin de año a Estambul; nevaba copiosamente, en la moqueta roja del hotel bailaban las cucarachas, y solo en el hamam Suleymaniye hallábamos consuelo. En aquella comitiva juvenil había dos cineastas en ciernes: Agustí Villaronga e Isabel Coixet. En las horas muertas escribíamos en servilletas jugando a ser Rimbaud; y siempre recordaré como Isabel censuraba mi exaltación rodorediana. A ratos, hablaba como un niña, entre la risa y el sollozo, aunque en verdad ya ejercía de interprete de sí misma y canalizaba la incomodidad que sienten los tímidos poniendo voz de falsete, mientras amasaba una determinación que la hizo mayor desde joven. Fue rodando anuncios de compresas, detergentes, coches, ropa, revistas –qué tiempos aquellos, donde la prensa aún se gastaba el dinero en espots de TV– y, bien lejos de ahorrar, lo invertía todo en sus películas. Consumista de nicho, que no de lujo, se afirmó en el color negro y en los japoneses, Comme des Garçons o Yamamoto, en los perfumes de Dyptique de flores blancas, o en los libros de viejo de su librería preferida, Shakespeare &Co. Cuando fue madre, también vistió a la niña Zoe de negro bebé, plantando caro a la cursilería. A día de hoy, detesta la palabra “empoderamiento”.
Se hizo amiga de monstruos como John Berger o Philip Roth; se convirtieron en sus socios creativos. Y se fue haciendo grande, rebosando una naturalidad le impide quedar bien en las fotos. Coixet no está pendiente de la cámara, excepto cuando la dirige ella. Muy aplaudida y también criticada por los que tildaban de “intensa”, ha rodado por todo el mundo con actores y actrices de culto –y tarifas indies–. El cine se convirtió en su patria, allí donde fuera. Que su film más arduo y ambicioso, “Nadie quiere la noche”, fuera recibido y despedido sin contemplaciones le dolió tanto como el frío del Polo Norte, porque ella no esconde las marcas de la frustración; exigente y sufridora nata. Su perfil se ha afilado con el procés. No podía haber escogido mejor momento para filmar “La librería”: el amor por los libros no conoce fronteras: es un territorio libre de ideas, pensamientos, de circunstancias ilimitadas. Compromiso y belleza. Humor y comida. Terquedad y champán. Coixet ya no es la joven directora original y esteta que surca olas, sino una veterana que ha convertido su propia personalidad en un mar de cine.
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De joven lo disfrazaron de Superman en el Un, dos, tres. Pero entonces Bardem era Javier, el último de la saga en llegar. Bigas Luna vio en él a un Marlon Brando hispánico, y le brindó, con “Jamón, Jamón”, un tranvía llamado éxito. Bien hubiese podido ser el mayor macho man de nuestro cine, pero declinó al minuto. Pudoroso y sencillo, aunque también adicto a los retos, se embebió de Stanislavsky hasta que le salió una ronquera de tronío, propia de los que hablan con todos los órganos y no solo con las cuerdas vocales. Aquel memorable papel de psicópata con flequillo le dio, de la mano de los hermanos Coen, fama mundial y una envolvente credibilidad, además de un Oscar. Y eso que él ha sido siempre muy de Madrid, del estudio de Corazza, de cañas y tapas, de la progresía del No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas. El moreno grandullón con aire de boxeador –aunque en realidad fuese de jugador de rugby, pilier en el Liceo Francés– nunca ha dimitido de su casta aunque sobrevuele Hollywood un día sí y otro también. Recuerdo a un atildado vendedor de publicidad que me dio un único un nombre censurable para ocupar la portada de una nueva revista, el suyo. ¡Cómo se llega a conocer a la gente por sus fobias! Ahí estaba el saldo de su progresía, desde el No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas. 
El gran Bigas fue el primero en darse cuenta de la chispa entre él y Penélope Cruz, pero eran demasiado jóvenes, con las piezas del Lego emocional aún por encajar. Una vez tuvieron alzados sus castillos de colores, prodgiosamente, los enlazaron. Los paparazzi madrileños sintieron deseos de lanzarse al Manzanares de tanta felicidad. Quienes los conocen saben que, lejos de divismos y esnobadas, Javier y Penélope son gente de mantel a cuadros, tarde fútbol y noche de peli. Al principio no querían hablar el uno del otro en público, cautos y a la vez temerosos de perder su privacidad. Tras once años y dos hijos, hoy se muestran confianzudos, incluso domésticos, y lejos de esconder su amor se declaran amor y admiración. Quienes ya lo han visto, aseguran que su interpretación de Pablo Escobar es una auténtica filigrana. Entrar y salir del narco, le ha puesto fondón, con más sonrisa y más espalda. Suele ocurrir con algunos animales cinematográficos, los que consiguen habitar la piel del personaje no en forma de disfraz, sino como una proyección de ellos mismos. Y que además, se proponen salvar la Antártida. 
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19 de febrero de 2018
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Carlos Fonseca: la figura en el tapiz

Museo animal (Anagrama), del escritor costarricense Carlos Fonseca (1986) es una de esas novelas ambiciosas que aparecen cada tanto, una intervención en el largo y complejo debate sobre el latinoamericanismo, capaz de actualizarlo y renovarlo a la vez. En Fonseca vuelven a tocarse el arte y la política, y se nos dice que en realidad han estado siempre juntos, aunque versiones más desangeladas hayan proliferado en los últimos tiempos.

La respiración de Museo animal es morosa, sobre todo en la primera parte. El autor arma una meticulosa estructura narrativa de cajas chinas, en la que ciertos detalles que se dan al principio solo tienen sentido -no necesariamente resolución- mucho después. Un biólogo que trabaja en un museo recibe una invitación de la diseñadora Giovanna Luxembourg para participar en una muestra sobre el camuflaje en la naturaleza. Esa es la punta del ovillo: para desenredarlo nos enteraremos de la historia de los padres de la diseñadora, el fotógrafo israelí Yoav Toledano y la modelo Virginia McAllister, y de su partida a una selva latinoamericana en busca de un niño profeta que anuncia el apocalipsis, "la repetición de un viaje olvidado". La religión y la fe apuntalan una suerte de versión renovada del viejo sueño del continente -"el sur repleto de intensidades"- como el repositorio de la utopía de Occidente. Como en sus formulaciones iniciales, el latinoamericanismo entra en diálogo con la mirada de afuera, encarnada esta vez en el deseo y el malestar de las pulsiones globalizadoras.

Fonseca juega con la idea jamesiana de la figura en el tapiz, el patrón que se descubre en el fondo de la estructura. El que obsesiona al narrador es el quincunce, "la estampa primaria... detrás de toda la variedad natural". Ese quincunce puede ser muchas cosas, pero es sobre todo la búsqueda de la identidad. El problema es que hay siempre un nuevo patrón detrás del patrón: como los animales, los seres humanos y los continentes se camuflan, y nunca se llega a encontrar la dichosa esencia. Museo animal nos dice eso en su misma forma: cada sección va pelándose para descubrir otra más cercana al meollo, para luego abrirse a otra aun más cercana, y así sucesivamente.

Virginia McAllister es ahora Viviana Luxembourg, una artista conceptual capaz de intervenciones políticas como inventar fake news para influir en el mercado. Ella es, a través de sus búsquedas, el personaje más interesante de la novela, aquel en torno al cual resuena con más fuerza la pregunta insistente de Fonseca: esta búsqueda de la esencia y la utopía latinoamericanas, ¿es una farsa o una tragedia? Las dos cosas a la vez: puede que ese niño profeta sea un engaño, pero, ¿y? Eso no quita que ese engaño remite a la verdad profunda de las relaciones sociales en el continente: "detrás de aquel vacío se hallaba una historia de desencantos y violencias. Vieron al niño y detrás del niño no vieron nada. No vieron la larguísima fila de niños, pasados y futuros -negros, indígenas, mulatos- que buscaban sobrevivir en un mundo que los expulsaba de un inicio". 

En Fonseca resuenan algunos proyectos narrativos de Piglia -la conexión arte y política- y Sebald -la poética de la destrucción-, y también, de manera curiosa, el añejo regionalismo. La selva de La vorágine como el lugar donde nos encontramos y perdemos se resiste a morir, solo que aquí, en vez de "nativos desnudos", hay "hombres vestidos con camisetas de bandas de rock", y la "exuberancia natural" ha dejado pasado a "vertederos de basura". Hay muchos otros cameos fascinantes -el del Subcomandante Marcos, por ejemplo- en esta novela que no se agota en una lectura.

(La  Tercera, 18 defebrero 2018)

 

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18 de febrero de 2018
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