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Maravillas etéreas

El ojo, demasiado acostumbrado a la novedad, ha terminado por exigir estímulos más abstractos. No basta con que un objeto, un mensaje o una fragancia innoven, se les pide un plus: hacernos experimentar un estado de relajación, de entusiasmo o de placer íntimo. La perfumería, siempre punta de lanza, se dedica ahora a recuperar la memoria olfativa más personal; “suflé de seda” o “almendra deliciosa” se denominan dos nuevos aromas de Dior. Los perfumes niche se fundamentan en su inmateria­lidad y traen olores de la tierra después de la lluvia, de paseo marítimo, de barbería e incluso de jazz club –como el ideado por la Maison Margiela–. Ya no pretenden clonar el efluvio de flores o especias, sino que se proponen reproducir recuerdos.
El cansancio de un consumo homogeneizado, repetitivo, sin alma, ha hecho mella, como si hubiese desaparecido el sentimiento de la corazonada en el acto de comprar. El atajo virtual sustituye el tacto por la eficiencia, y las sociedades líquidas se sueñan hoy etéreas. Por ello, los patrimonios inmateriales son reconocidos cada vez con mayor entusiasmo por la Unesco. Más allá de “catalogar, preservar y dar a conocer” lugares y tradiciones excepcionales, la agencia de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura reconoce como joyas de la humanidad desde el silbo turco al yoga, que acaba de ser incorporado, pasando por la tradición cervecera belga, el arte ora­torio jocoso de Uzbekistán –llamado ­ askiya– o la caligrafía china. El espeto de sardinas malagueño está aguardando encontrar su hueco, al igual que el flamenco. Y aunque España sea el tercer país mejor tratado por la Unesco, suma pocas maravillas inmateriales, acaso porque esa poética parece inasible en un territorio con las identidades tan re­vueltas.
Afirmaba Georges Perec que su problema con las clasificaciones es que no son duraderas: “Apenas pongo orden, dicho orden caduca. Supongo que, como todo el mundo, tengo a veces un frenesí del ordenamiento”. Leer a Perec, igual que a W.G. Sebald o a Nuccio Ordine y tantos pensadores de lo infraordinario, te reconcilia con lo inmediato. Desde su lógica, podría entenderse la monumentalización –aunque sin publicidad– de los bistrots parisinos, que ahora piden los franceses como símbolo de resistencia contra el terrorismo. Los madrileños, por su parte, quieren que su pulmón verde y su eje museístico sean reconocidos mundialmente. ¿Ambición de pedigrí? ¿Buenas intenciones del igualitarismo intelectual? O tal vez sea una nueva fórmula para congelar la vida cotidiana en movimiento, esa que nunca será paisaje ni monumento, pero cuya maravilla nos reconforta igual que nuestra almohada.
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25 de julio de 2018
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Parque Jurásico

Hace poco el senado uruguayo votó por unanimidad una resolución de condena a la represión sangrienta que sufre Nicaragua. El Frente Amplio que cobija a la izquierda de distintos matices, el Partido Nacional y el Partido Colorado, de derecha y centro derecha, y los social demócratas, liberales, socialcristianos, todos concurrieron en reclamar a Ortega "el cese inmediato de la violencia contra el pueblo nicaragüense".
Durante el debate, el expresidente José Mujica, al referirse a los cerca de 350 muertos de la masacre continuada, dijo unas palabras que suenan ejemplares: "me siento mal, porque conozco gente tan vieja como yo, porque recuerdo nombres y compañeros que dejaron la vida en Nicaragua, peleando por un sueño...y siento que algo que fue un sueño cae en autocracia...quienes ayer fueron revolucionarios, perdieron el sentido en la vida. Hay momentos en que hay que decir 'me voy'". 
Son palabras ejemplares porque representan lo que siempre he creído son los fundamentos éticos de la izquierda, basados en ideales permanentes más que en ideologías que se quedan mirando hacia el pasado. Una postura similar la han asumido partidos y personalidades de izquierda en España, Chile, Argentina, México, que rechazan el fácil y trasnochado expediente de justificar la violencia del régimen de Ortega contra su propio pueblo, echando las culpas al imperialismo yanqui, según la cartilla.
Es lo que ha hecho el Foro de Sao Paulo, reunido en La Habana, al emitir una declaración en la que, con pasmoso cinismo , se rechaza "el injerencismo e intervencionismo extranjero del gobierno de Estados Unidos a través de sus agencias en Nicaragua, organizando y dirigiendo a la ultraderecha local para aplicar una vez más su conocida fórmula del mal llamado "golpe suave" para el derrocamiento de gobiernos que no responden a sus intereses, así como la actuación parcializada de los organismos internacionales subordinados a los designios del imperialismo, como es el caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)".
Hay que leer en voz alta a estos señores reunidos en La Habana la declaración de Podemos emitida en Madrid: "reclamamos la investigación y el esclarecimiento de todos los hechos sucedidos durante las movilizaciones, incluyendo la rendición de cuentas ante los tribunales por parte de las autoridades policiales y políticas que se hallen responsables de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas". 
A un discurso trasnochado lo acompaña siempre un lenguaje obsoleto. ¿Esta del Foro de Sao Paulo es la izquierda, o lo es la que representa el pensamiento humanista de José Mujica? Aquella pesada diatriba nada tiene que ver con la realidad de Nicaragua. Es la retórica hueca, lejana a todo contacto con la verdad, que se quedó perdida en las elucubraciones de una ideología fosilizada. En el parque jurásico no hay pensamiento crítico.
El oficio ético de la izquierda fue siempre estar del lado de los más pobres y humildes, con sentimiento y sensibilidad, como lo hace Mujica. En cambio, el coro burocrático termina justificando crímenes en nombre de una ideología férrea que no acepta los cambios de la historia. Defender el régimen de Ortega como de izquierda, es solo defender su alineamiento dentro de lo que queda del ALBA, que ya no es mucho, tras el fin de la edad de oro del petróleo venezolano gratis, y el golpe mortal que le ha dado, también desde una posición ética, el presidente Moreno de El Ecuador.
Para entender el lenguaje perverso de quienes redactaron la resolución del Foro de Sao Paulo, y los sentimientos de quienes la aprobaron, hay que ponerse la capucha de los paramilitares que sostienen a sangre y fuego al régimen en Nicaragua, y olvidarse de las centenares de víctimas, entre ellos niños y adolescentes. 
No puedo imaginar a un ultraderechista aliado del imperialismo yanqui más atípico que Alvarito Conrado, el niño de 15 años, estudiante de secundaria, que por un natural sentido de humanidad corría a llevar agua a unos muchachos desarmados que defendían una barricada en las cercanías de la Universidad Nacional de Ingeniería, y le dispararon un tiro en el cuello con un arma de guerra.
Fue al mediodía del 20 de abril, muy al inicio de las protestas que ya duran tres meses. Lo llevaron, herido de muerte, al hospital Cruz Azul del Seguro Social, y se negaron a atenderlo. Murió desangrado.
Alvarito es hoy un icono, con su sonrisa inocente y sus grandes lentes. Agente del imperialismo, conspirador de la ultraderecha empeñado en derrocar a un gobierno democrático de izquierda. La izquierda jurásica.

 

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24 de julio de 2018
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Espejo

Vamos por el camino de Argentina y si alguien no lo remedia pronto seremos tan caníbales como los hijos de Perón
 
Fuera bueno en estas vacaciones emplear el ocio para mejorar el negocio. Hay libros que ayudan a elegir ese camino de espinas.
 
El primer premio Nobel del siglo XXI tiene dos nombres, el más común es el de V. S. Naipaul, pero sus aduladores le llaman sir Vidia porque, nacido en isla Trinidad, nunca olvida que es un producto colonial. A un ufano García Márquez que quiso compartir el orgullo de dos caribeños con el Nobel le respondió sir Vidia: "No, García, se equivoca, yo soy un súbdito de Su Majestad".
 
Sir Vidia habla un español perfecto. Vivió años en Argentina y sobre ese país ha escrito páginas memorables. Siempre quiso ser el Diablo Cojuelo de las naciones fatuas. Ha levantado techos africanos, hindúes, latinoamericanos o yanquiscon una agudeza despiadada. Acaba de publicarse un gran conjunto de reportajes bajo el título de El escritor y el mundo (Debate), donde Naipaul despelleja tres continentes. Su especialidad son las naciones fracasadas, como es el caso de Argentina, a la que dedica más de cien páginas en las que no sobra una coma. Esa nación inexistente donde pelean tenazmente los argentinos por ver si al fin se la quedan unos, matan a los otros, y comienzan a levantar un país que hasta ahora solo ha servido para asesinarse mutuamente.
 
Supongo que esta historia les suena. Vamos por el camino de Argentina y si alguien no lo remedia pronto seremos tan caníbales como los hijos de Perón. Razón por la cual les decía al comienzo que hay lecturas capaces de mejorar nuestro juicio acerca de nosotros mismos. A la vista del fracaso de Argentina para ser un país habitable, quizás nos percatemos de que las simplezas ideológicas y la guerra al talento, al trabajo, a la tenacidad, nos pueden convertir en una parodia del Cono Sur.
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24 de julio de 2018
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Los fantasmas de Mark Fisher

En Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Caja Negra), el crítico inglés Mark Fisher (1968-2017), autor de obras fundamentales como Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) y Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, 2018), aborda un tema que trabajó con insistencia -el cambio traumático del capitalismo tardío hacia una sociedad de consumidores solitarios y depresivos incapaces de imaginar alternativas al sistema imperante- a partir de la forma en que este se registra en la cultura popular. Algunos ensayos son muy de su momento y se nota que nacieron como apuntes en un blog; otros, como "Rayos solares barrocos", "'La lenta cancelación del futuro'", "Los fantasmas de mi vida" y "¡Viva el resentimiento!", son magistrales.

Para Fisher, "todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias, que lo preceden, lo rodean y le permiten poseer consistencia e inteligibilidad". Fisher parte de la idea del espectro de Derrida y la retuerce para sugerir cómo la hauntología -la espectralidad- conecta con la cultura popular: se trata de estudiar cómo lo que ha marcado nuestra psiquis en el pasado y se ha convertido en una ausencia puede transformarse en una aparición. Todo aquello que la cultura popular soñó y no ocurrió -esas "persistencias, repeticiones y prefiguraciones"-, esos futuros imaginados de la música y el cine, son señales de optimismo que regresan al presente y nos indican que hay otras alternativas posibles.  

El espectro es aquello que alguna vez fuimos y podemos volver a ser: "una conciencia grupal que espera en el futuro virtual y no solo en el pasado real". Así, quienes vieron a las raves como síntomas frívolos de una cultura del hedonismo se equivocaban; eran espectros del postcapitalismo, que conectaban, gracias a pastillas, tecnología y música, con los espacios de la feria, el festival y el carnaval, que acosaron a la burguesía inglesa del XVII al XVIII por ser "incompatibles con el trabajo solitario del burgués aislado y con el mundo que este proyectaba"; por ello, la maquinaria Tory debió moverse en los noventa para aplastar esta festividad que se oponía a la "'inevitabilidad' del individualismo corporativo".

Fisher privilegia en la música inglesa a Tricky, cuyo trabajo refleja una sociedad cultural pluralista, identificada con extrañamientos cognitivos y una imaginería religiosa dedicada al contacto con lo otro y lo diferente, en vez del Britpop de Blur y Oasis, que cultivaban "una versión monocultural de la identidad británica". Fisher también se pregunta por la ausencia de una música de protesta en los movimientos antiglobalizadores, discurre con inteligencia sobre Joy Division o El resplandor y piensa que la lucha política debe tomar el ciberespacio (gracias a las nuevas tecnologías, el fantasma, la presencia virtual, está en todas partes).

El crítico inglés creía que uno de los grandes triunfos del capitalismo contemporáneo -que se inicia en el Chile de Pinochet, "primer laboratorio neoliberal"- consistió en lograr que afectos que posibilitaban el cambio, como el resentimiento, fueran diluidos al dirigirse a lugares equivocados (de las clases populares a las mismas clases populares en vez de a las elites, punto de partida necesario para la resistencia al sistema); también creía en la conexión intensa entre neoliberalismo y depresión, convertida en problema personal y no en marca de un sistema sobre la población. Los fantasmas de mi vida muestra que, pese a su propia depresión -que al final se lo llevó por delante-, Fisher estuvo siempre buscando salidas y alternativas al sistema, formas de articular la rabia, involucrarse políticamente y reconstruir la conciencia de clase. Algunos caminos ya han sido cancelados -le tenía fe a grupos como Syriza y Podemos-; otros todavía siguen en pie.

La Tercera, 23 de julio 2018  

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23 de julio de 2018
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Nada queda en familia

Es viernes por la tarde. Las familias del PP aplauden a su exlíder, uncido ya a la leyenda. Exhortan su figura y el reconocimiento se convierte en adoración. El ambiente detona un reguero de pólvora emocional en una aparente actitud de tregua, a pesar de la discutida contienda. Han puesto alfombra para hacer catarsis. De Cospedal llora al escuchar el himno de España, acaso su magdalena la conduce a tiempos mejores en una plaza de Armas, pasando revista a las tropas. Luis de Grandes saca su corazón gaditano: “Nos duele en el alma que nos dejen”, y a Rajoy se le rompe un pedazo, los ojos húmedos. El sentimiento coloniza y entierra por momentos el enconamiento de la campaña. Durante un mes, Pablo Casado fue creciendo un centímetro al día, custodiado por un Margallo que profería “todos a uno (contra Soraya)” y la eterna amiga de contienda, Cospedal. Y anunciaba casi a tiempo real los votos que iba sumando. A ambos candidatos les salían sus cuentas. Hubo estrategias de comunicación antagónicas: Casado montó una especie de consejo de ministros en el asador Jai Alai (“fiesta alegre” en euskera), un local emblemático en la transición, tradicional y caro, donde se exponen fotos de primera comunión con trajecitos almidonados, mientras Sáenz de Santamaría compartía pizzas en la sala de reuniones con el equipo en mangas de camisa, antes de cerrar traca en Vallecas.
Rajoy habló en modo pope, y dijo: “Somos los mejores”. Se reivindicó desde el principio. El amor a España le permitió un sorbo de lírica marianista, y dijo haber conocido “la España seca y la mojada”, también que no la había visto “a vuelo de pájaro sino a ras de tierra”. No era el día para recordar la corrupción, ni el austericidio, la ley mordaza o la quiebra de Catalunya. A la manera del canciller alemán que sostenía que “en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, el expresidente, de nuevo registrador de la propiedad, inundó de nostalgia el Marriott de extrarradio.
Puede ser que en algún momento, los compromisarios, tentados por uno y por otro equipo, cambiasen su intención de voto, e incluso que soñaran desmarcarse de los dos frentes que han quebrado esa palabra que Rajoy intentó fraguar a la gallega: unidad. Nunca la hubo. A pesar de los intentos de la candidata más votada en la primera ronda, el aroma fragante de la victoria animó a Casado, que se puso el traje de ganador, blandiendo sus 37 años como parte del programa. Mientras, los de Saénz de Santamaría exaltaban el factor femenino, lamentando –con los ojos abiertos en modo emoji– que tras 40 años de restauración democrática ninguna haya accedido a la presidencia del partido ni del Estado.
Mariano Rajoy se despidió prometiendo ser leal, quizá escondiendo un reproche que activara las neuronas espejo de quienes no lo han sido con sus compañeros y han alimentado ese fatal plural en la política: familias.
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23 de julio de 2018
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Los modernos chivatos

El pasaje dormitaba dentro de la aeronave; habíamos alcanzado ya esa atmósfera en la que la voluntad se desparrama sobre los asientos y la noción del tiempo se convierte en lejanía. Pedí un zumo, y el asistente de vuelo lo derramó sin querer sobre mi mesa. Me pidió perdón y palideció. Le respondí que no pasaba nada, pero me confesó en voz baja: “Si algún compañero lo ha visto, tiene órdenes de informar al superior. Y por esto me pueden echar”. No le escondí que me parecía exagerado, a lo que añadió: “Es el management de la excelencia: no puedes fallar”. Nuestra sociedad, cada vez menos laxa y también más constreñida, quiere convertirnos en vigilantes al acecho, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia.
A mitad de los años sesenta e instalado en nuestro país, Orson Welles resumía a un par de jóvenes críticos de cine españoles la verdadera causa de la herida macartista en un impagable titular: “Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”. Y añadía que “las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy. Fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas”. Pero, a pesar del cambio generacional, la delación ha quedado prendida en la solapa de la identidad social. Tras los escándalos de abusos sexuales en Hollywood, la cultura de la tolerancia cero ha prometido lejía y amoniaco, e incluso, de modo preventivo, trata a más de un justo de pecador.
En el protocolo fijado al firmar un contrato con algunas plataformas digitales, uno debe aceptar determinada manera de mirar a mujeres –y a hombres–, y hasta se minuta la duración del abrazo. Y, por supuesto, también se anima a atisbar al compañero y sacrificarlo igual que un cordero si consideras que se ha pasado de la raya. Una frontera marcada con subjetividad, que hace que algunos se sientan investidos del poder de defenestrar al otro sin necesidad de más pruebas o juicios. El problema es el punto de vista, lo que significa para unos y otros pasarse de la raya. Entre la denuncia judicializada ante un abuso y el descrédito indiscriminado existe la misma diferencia que entre la categoría y la anécdota. Pero la difamación mediática, el victimismo que da share y el oportunismo que confunde exigencia con despotismo –así le ha ocurrido a Lluís Pascual– componen la foto de un espíritu acartonado, gregario, poco abierto de miras.
Hace unos días vi a un mendigo en la ­tele, un nuevo pobre, joven aún, que dormía en la calle. Buscaba escondrijos, un cubierto para echar el saco. Pero siempre hay alguien, contaba, que se toma la molestia de llamar al orden para que lo ­expulsen de esos cubículos peor que a una rata. La frontera entre denuncia y ­delación es espesa, una niebla altamente peligrosa.
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18 de julio de 2018
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