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I. LOS GUSTOS POR LA LECTURA

           “La distancia entre los dos, es cada día más grande”, como dice el viejo bolero cantado por Daniel Santos. Cuando digo los dos, no me refiero a una pareja de amantes, sino al público que lee libros, y al gremio de los críticos literarios. Así queda confirmado por la encuesta que la cadena de librerías Waterstone de Inglaterra hizo entre sus clientes para escoger las mejores novelas de los últimos 25 años.

            Los lectores debieron escoger entre libros de cualquier idioma, publicados en inglés, y la primera sorpresa es que los propios autores británicos escasean entre los preferidos. Y de los reconocidos entre los mejores, ganadores del afamado Booker Prize, no está ninguno.

            No hay lugar en la lista de los elegidos para novelas como El loro de Flaubert, de Julian Barnes; Los restos del día, de Kazuo Ishiguro; Expiación, de Ian McEwan; Desgracia, de J.M.Coetzee; o El tren de la noche, de Martin Amis; que no faltarían en los primeros lugares si la pregunta fuera hecha, ya no digamos a los críticos profesionales, sino a un lector de gusto literario como yo. Libros esos cinco que, de paso, me apresuro a recomendar a los lectores, si es que no los han leído, o no han leído alguno de ellos.

            Y tampoco hay lugar para ninguna novela de los clásicos latinoamericanos, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, por mencionar una sola.

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22 de mayo de 2007
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Aprendizaje (II)

Hace unos días vi The History Boys, la película de Nicholas Hytner basada en la obra homónima de Alan Bennett. Su anécdota es simple, y a la vez engañosa: un grupo de estudiantes se gana la oportunidad de ingresar en las más prestigiosas universidades británicas, y en su preparación para el examen decisivo oscila entre apegarse a los conceptos creativos y por ende caprichosos del viejo profesor Héctor, o al approach utilitario –y por eso deshonesto, de ser necesario- del joven profesor Irwin. Digo que la anécdota es engañosa porque al describirla suena a película de Hollywood, articulando falsos enfrentamientos entre buenos y malos con catarsis garantizada sobre el final. Y The History Boys borra las líneas arbitrarias entre presuntos buenos y presuntos malos y al final nos abandona, sin habernos vendido nada más allá de la certeza de que necesitamos respuestas que exceden la duración de su metraje. En todo caso, lo que el film hace es convertirnos en un alumno más, sometiéndonos a la tormenta de ideas que tanto Héctor como Irwin desencadenan con sus rayos. Lo que saquemos del chubasco, si es que sacamos algo, será pura y exclusivamente resultado de nuestro mérito.

El joven profesor Irwin no es un villano. El desafío que plantea a sus estudiantes sería provechoso –negar los preconceptos para considerar el otro lado de las cosas, aunque esto signifique preguntarse si Joseph Stalin no habrá tenido algún rasgo positivo-, de no ser porque los motivos que lo animan son espurios: no está alentando a sus estudiantes a abrir sus mentes, a aumentar su capacidad de asimilar contradicciones, sino a fingir una originalidad que no tienen, con el único objetivo de impresionar a los miembros de la mesa examinadora. Parecer, en vez de ser. Obtener un fin sin considerar los medios. Para ponerlo en los términos de ayer: se trata de inscribirse en la carrera para obtener la mayor utilidad posible, a cualquier precio.

Lo que el viejo Héctor pretende de sus alumnos es bastante más radical: nada. Los deja hacer, da vía libre a su exuberancia natural, suscribe cada uno de sus impulsos románticos –y también algunos bastante prosaicos, dicho sea de paso- con los versos de algún poeta inolvidable, el estribillo de una canción o apelando a los diálogos de una película. Es verdad que Héctor tiene razones non sanctas por las que ansía el afecto de los jóvenes, pero su locura, diría Shakespeare, no está exenta de método. ¿Cuántos conocimientos sobrevivirán la prueba del olvido una vez que esos alumnos salgan al mundo? ¿Cuántas cosas concretas recordamos nosotros, de las miles que nos obligaron a memorizar durante el tránsito escolar? Más allá del saber puramente funcional –el uso del lenguaje y la aplicación cotidiana de las matemáticas, algunos conceptos de cultura general-, creo que lo más trascendente de nuestra experiencia de aprendizaje no queda cuantificado en boletín o planilla alguna. Lo que nos llevamos puesto, en todo caso, es lo que aprendimos sobre la convivencia con el otro, sobre nuestra capacidad de controlar nuestros propios impulsos, sobre los valores que priman en nuestro universo social. Héctor se contenta con hacer felices a sus alumnos, y con sembrar en sus corazones versos que quizás no entiendan del todo, en la esperanza de que con el tiempo, cuando la vida los enfrente a esas situaciones que, ay, nos resultan inescapables, aquellas frases de Yeats o de Breve encuentro salgan a flote, disipando con su luz la niebla de la angustia, o del simple temor que entraña ser humanos cuando nos creemos solos, únicos en nuestra desgracia.

Art wins in the end, dice uno de los alumnos. Al final gana el arte. Yo comparto la idea. En este mundo que nos conmina a ganar o ganar aunque la experiencia lo desmienta a cada paso, no hay nada como el arte para enseñarnos a lidiar con las pérdidas sin perder lo más importante: el estado de gracia.

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22 de mayo de 2007
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PERDER, TAL VEZ GANAR

El que pierde gana. Saber perder. Más vale honra sin barcos. La estética del perdedor. Qué manera de perder. Lo importante es participar. Más se perdió en Cuba. Sólo es un juego… hay muchos lugares comunes para engañar al perdedor, para domesticar al cabreado. Ayer me sentí perdedor, nada nuevo bajo la sombra. La diferencia fue el grado de derrota. Una derrota sin paliativos, sin excusas, sin fisuras, sin salidas. Una de esas derrotas que hacen que los demás te tengan pena, piedad, conmiseración, caridad y buenas palabras. Una derrota justificada. Una manera de palmar que no se arregla ni con escépticos cánticos. Está claro que hemos perdido, que hemos perdido casi siempre, que llevamos una vida perdiendo y que si tuviéramos más vida conoceríamos más derrotas. Así es, al menos así es cuando un equipo te marca en tu propio campo seis goles, seis. Como seis toros bravos, como seis cornadas, como seis puntillas, como seis caminos al matadero… Pues no me gusta. No lo llevo deportivamente. No lo asimilo, ni lo distancio, no me gusta, no me hace gracia, no lo llevo bien y no me gusta que me hagan bromas. Ni aunque las haga -digo, es un decir- Serrat. Y mucho menos si las hace uno de los nuestros -digo, es un decir- Sabina. Una derrota como la del Barcelona en el campo del Manzanares, contra mi equipo, es una patada en el orgullo que nos queda, en nuestra arbitrariedad, en nuestro ser infantiles y querer que gane el mejor, siempre que sea el nuestro. Yo, de un equipo con fama de tantas derrotas, sólo conservo la memoria de tantas tardes de gloria, de dignidad, de valentía o suerte. Porque eso sí, lo importante es ganar. Ganar como sea, con trampas, penaltis, fallos arbitrales o cualquiera de esas otras maneras de saber ganar, aunque sea con trampas.

Pues eso. Que lo pasé mal. Pero porque estaba rodeado de civilizados amigos, comprensivos, cultos, refinados y elegantes seres humanos. Unos falsos. Ninguno, ni uno de los cercanos/as era del Atlético de Madrid. Tuve que soportar bromas, solidaridad, falsas palabras, consuelos. Al menos Juan Cruz, no me quiso consolar, no considera nada a los míos, pero supo no festejar de manera ineducada la media docena de goles. Unos más goles que otros, la verdad. Lo agradecí, porque no me fío de esos gestos de los ganadores. Tampoco de los neutrales. En eso soy como un poeta social. Nosotros somos quiénes somos, basta de historia y de cuentos. Y hoy soy un cabreado perdedor. No me consuela una derrota así ni aunque la liga la pierda el Real Madrid.

Lo siento por mí. Pero lo siento más por un niño, por un apasionado de seis años, por un seguidor del Atlético que se llama Lucas. Por ese niño que hoy sabe más que ayer lo que es sufrir. Y mañana sabrá, un poco más que ayer, lo que es ser humillado por la mayoría de los chicos de tu clase que no son de tu equipo. En fin, que lo siento, por mí y por todos mis compañeros. Ánimo Lucas, conoceremos el placer de ganar… espero.

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21 de mayo de 2007
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A vueltas con Carlos Monsivais

En el semisótano de la Casa de América.

La conversación fluye, alegremente inconsecuente. Se nos aparecen las caras de los escritores ausentes -impávidas-, el verbo florido de los diletantes -inquietos-, el genio burlón de los maliciosos -expectantes-, el ímpetu erótico de algunas cantantes -tacaño-, las mejores e inolvidables anécdotas del ingenio popular -admirables.

Son menciones que surgen por azar. Las hay que se extinguen por si solas. Otras sin embargo, nos hacen dudar. ¿No habrá detrás de esta charla de restaurante una intención, después de todo?
¡Ah, si entre los hombres fuera tan sencillo! Comentar los hechos, o los libros, como si no nos importaran. ¡Cuánta prudencia!

El que delibera sin ánimo de convencer merece agradecimiento. ¡Quién se resiste a charlar con estos hombres! A escucharlos, sobre todo.

Como la predisposición de Monsivais es la misma, a veces se incurre en un benefactor silencio. La pausa que la conciencia necesita para comprender la escena en la que se ha metido. Cuando las palabras no surgen abrasadas por la exaltada pasión de los arrebatados, ¡cuánta complacencia se respira!

Monsivais, al menos el Monsivais que ahora trato, se limita a mencionar, aludir, sugerir. No sólo una pedagogía de la conversación, sino una filosofía de la resignación. ¿Vale la pena hablar tanto? Si de vez en cuando nos hiciéramos esta pregunta, nos salvaríamos de un inútil despilfarro.

Monsivais no agota los asuntos que cita. Los deja discurrir, como si fueran parte de nosotros, comensales en tránsito hacia quién sabe dónde.

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21 de mayo de 2007
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Aprendizaje (I)

Ya sé que la totalidad de nuestra cultura reposa sobre la asunción de que es posible, pero aun así me lo pregunto: ¿podemos aprender algo en realidad?

Nuestra especie es capaz de comprender y de hacer propios una serie de comportamientos que garantizan su supervivencia, y también desarrolló códigos que le permitieron vincularse con la realidad de distintas maneras: reinventándola, como lo hace el lenguaje, e interpretándola, como hacen las matemáticas, la física, la química –y hasta, por qué no, la filosofía. Así munidos, no sólo prosperamos en el mundo, sino que también formulamos hipótesis sobre lo que el mundo es en realidad, y lo que podría ser. Esta capacidad de desdoblarnos –no sólo hacemos, sino que sabemos que hacemos, y además sabemos lo que podríamos hacer- parece propia de nuestra especie, y en su excepcionalidad sugiere un universo de posibilidades: estamos más cerca de creer que nuestra capacidad de aprender es infinita, que de la noción contraria. Y sin embargo…

El viaje desde la niebla original hasta la claridad de los conceptos no ha sido una proeza menor. Pero en los últimos años no logro desprenderme de la sensación de que nos hemos estancado. La especie dio un salto exponencial, después de lo cual parece haberse quedado en el sitio exacto en que cayó, centímetros más o menos. Hemos avanzado mucho en todas aquellas áreas que resultan fáciles de medir –en las ciencias exactas, en las comunicaciones, en las formulaciones de lo social: una simple operación matemática indicaría que hoy existen muchos más países formalmente democráticos que, por ejemplo, hace un siglo atrás-, pero en todos aquellos aspectos de la vida que escapan del dominio de las cuantificaciones, nuestro desarrollo se parece bastante a cero. No es inusual que, empujados a la cavilación por circunstancias límites, nos resulte más fácil relacionarnos con hombres, autores o personajes de lo que consideramos la Antigüedad –de Sófocles a Shakespeare, por decirlo de algún modo-, que con referentes contemporáneos. Quiero decir: me resulta más natural encontrar comentarios a los planteos que me hago a diario en los textos de gente que murió hace siglos, que en las páginas (¡y en los hechos!) de mis coetáneos. A veces creo que aquella noción del ocio creador, o filosófico, se ha vuelto tan letra muerta como el latín, desplazada por un imperativo diabólico: el de la utilidad posible. ¿Para qué perder tiempo cuestionándome, o contemplando, cuando podría estar dedicando ese mismo tiempo a aumentar mis riquezas, a comprar compulsivamente, a alimentar mi sensación de poder personal?

Más allá de los números y de las letras, más allá del rosario de convenciones sociales, más allá del saber concreto que nos garantiza el sueldo mensual: ¿qué hemos aprendido de las personas que nos han formado, qué aprendimos de las experiencias que nos tocaron en suerte? Yo aprendí de mi padre la alegría del hacer; esto es, la importancia de hacer algo que nos proporcione alegría. Por supuesto, esta exaltación no puede sino ser diferente en cada persona. Para mi padre pasaba por su trabajo como dentista, por su desempeño como vicedirector de un hospital: ese desafío cotidiano lo encendía, transformándolo. En mi caso pasa por esto que hago, escribir, imaginar, o sea poner coto a la compulsión de obtener la utilidad posible para pensar que quizás haya otra forma de ser, de estar en este mundo. Por supuesto que mi padre me enseñó otras cosas, y además hizo posible que los profesionales del gremio –maestros, profesores- me inculcasen otras tantas. Pero una vez barrida la hojarasca de los conocimientos formales, creo que sería importante que me respondiese qué otras cosas me enseñaron. Porque si lo tuviese claro sabría a ciencia cierta por qué soy como soy, y me asomaría además a algo que me urge entender: por qué todavía no he llegado a ser aquel que podría ser, de haber recibido las lecciones que no me dieron, de haber atendido a las lecciones que no supe oír.

Más sobre este asunto mañana.

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21 de mayo de 2007
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Todos son iguales

Cansada de los hombres y de sus tonterías, mi amiga Enea se ha comprado un muñeco inflable.

Es un modelo especial irrompible, con base de punching bag para poder golpearlo sin remordimientos. Tiene ojos azules, pero viene con varios recambios de colores diferentes, incluso unos violeta. Su cabellera está hecha de pelo de camello natural.

Al principio, Enea estaba feliz. Era el hombre perfecto. Siempre la escuchaba, y jamás se oponía a sus planes para un fin de semana o un viaje. Es más, era liberal. Si ella echaba una canita al aire, él no se lo recriminaba. Y aún así, le era rigurosamente fiel. Los padres de Enea también estaban encantados, aunque su padre lo creía demasiado tímido y su madre siempre esperaba que comiese más: “está muy flaco” decía.

Los problemas empezaron una noche, después de una ardorosa sesión de caricias. Él había hecho todo lo que ella quería, y como siempre, se había mostrado como un amante considerado e inagotable. Enea estaba tan feliz que decidió llevar su relación un poco más lejos. Le dijo:

-Creo que tenemos una relación excelente ¿no crees tú?

Él no le respondió.

-Quizá podríamos comprometernos un poco más. No quiero presionarte, pero quería comentarlo.

Silencio.

-¿Qué pasa? ¿No tienes nada que decir?

Nada.

-Ya me lo imaginaba ¿Te has dado cuenta de que nunca quieres hablar de nosotros? Cada vez que quiero que tengamos una conversación seria, te das la vuelta y te duermes. Me parece que vivimos una crisis de comunicación.

El muñeco siguió sin hablar, pero ella lo miró a los ojos –esa noche llevaba los verdes- y leyó en ellos la pregunta de él: “¿qué te pasa?” parecía indagar el muñeco.

-¡Nada! - respondió Enea furiosa-. ¡No me pasa nada!

Por supuesto que sí le pasaba algo, sólo que Enea consideraba que él debía saberlo. Sin embargo, para su desesperación, el muñeco no dijo una palabra en toda la noche.

Al día siguiente, al volver del trabajo, se lo encontró en la cama. No se había duchado ni afeitado, y tenía la televisión encendida en el fútbol.

-Creo que la rutina nos está afectando –comentó Enea-. Ya no eres el de antes.

Él dijo con su mirada lo que ella no quería oír: “cállate y tráeme una cerveza”.

Enea sufrió mucho durante los siguientes días, en los cuales, la actitud de él no cambió. De hecho, se volvió más frío y distante, como si fuese una pieza más del mobiliario.

Finalmente, ella decidió darle un ultimátum. Pensaba que si lo amenazaba con abandonarlo, él recapacitaría y cambiaría. Pero el día que se sentó frente a él (o más bien, que se interpuso entre la televisión y él) apenas pudo hablar. Él también quería explicarle algo, que llevaba pensando mucho tiempo. Hablaba poco, pero se daba a entender con claridad:

-Enea, lo siento, pero no estoy listo para una relación. Creo que tú eres demasiado buena para mí, y no quiero hacerte daño.

Enea se puso furiosa, lo pinchó con una aguja de tejer y tiró sus restos desinflados a la basura.

Y sin embargo, desde esa noche, le parece que su cama se ha vuelto demasiado grande y fría, como un desierto de hielo.

Mañana, Enea probará a comprarse un gato. Son más manejables.

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21 de mayo de 2007
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OJOS

Los ojos poseen una naturaleza ambigua: son brillantes como espejos pero parecen a la vez transparentes como ventanales del mundo interior. De esta ambigüedad se deriva su doble poder: vueltos hacia fuera reflejan el exterior del cuerpo; tomados hacia adentro nos conducen a las profundidades del alma.

De una manera llamativa los ojos poseerían así una suerte de privilegio respecto a los demás orificios del cuerpo, puesto que se hallarían simultáneamente recorridos por corrientes y contracorrientes de incalculable intercambio.

De un lado, los ojos se muestran como los puntos más frágiles en la superficie del cuerpo pero son los órganos que antes avanzan o inciden sobre el exterior.

Los ojos se atraen los unos a los otros pero al mismo tiempo se rechazan. Siempre se desea mirar la mirada del otro pero todo cara a cara es un trance insoportable a veces.

Los ojos provocan fascinación –atracción y miedo juntos- como es propio de los dioses, los monstruos o los animales sagrados. La muerte fulge anticipadamente en ellos. De ahí su colosal atracción.

Con su movilidad incesante, el ojo descifra el movimiento e incluso las miradas del cuerpo del otro. El ojo, en consecuencia, sabe. O cree que sabe.

De hecho la medicina explora en el fondo del ojo un sinfín de informaciones sobre la salud o el mal.

El ojo cree que sabe. Sin embargo, cuando dos cuerpos fijan los ojos entre sí aparece, a menudo, el estupor. Un vacío se abre en los espacios de intercambio. Las miradas inmóviles no cesan de enviarse signos pero la inmovilidad y el tiempo muerto son el colapso de la comunicación.

Los ojos no pueden tocarse ni tocar sin sentir dolor. El dolor los alejará del contacto y, contradictoriamente, son los más vivos mensajeros de la proximidad. El cruce de miradas que presagia el amor y la fusión (¿o la fundición?) de unas vidas. 

Tanto alcanzan a ver los ojos que se vuelven ciegos para sí mismos ante el espejo. El rostro se ve pero los ojos pasan desapercibidos. Nunca advierte uno mismo el color de sus ojos. Nunca se contempla ese color. ¿Imposible de advertir? ¿La redundancia de los tonos anula el cromatismo? ¿La coincidencia del punto de vista borra la visión? ¿La superposición de objetivos hace desaparecer el objeto? 

Los griegos inventaron la cadena de palabras que penetra en el ojo. La figurilla que se ve en el fondo es la pubilla o la pupila, la muñequita que brilla es como una joya y su luz representa su propia sonrisa. ¿Cuando dos enamorados juntan los colores de sus ojos inauguran la primera vista de la copulación?

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21 de mayo de 2007
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BICICLETAS PÚDICAS

Al ojo infalible de la hermandad de Big Brothers que reina en Irán, no se ha escapado que las nalgas de una mujer asentadas sobre el sillín de una bicicleta, viene a ser una refinada provocación del demonio, aún más que la contemplación de un bello rostro, que por eso debe ser ocultado  de las miradas pecaminosas tras las espesuras de la burqa o el litam.

De allí que las autoridades religiosas que determinan las reglas de la sanidad moral, han ordenado que se fabrique en serie una bicicleta dotada por atrás de una especie de jaula, o cajón, destinado a ocultar desde el trasero hasta la media espalda de la mujer, una especie de blindaje contra los ojos, que será de metal o será de plástico, pero en todo caso no tendrá ventanas.

Elaheh Sofali, la vocera de la institución ayatólica, dueña de la brillante iniciativa, ha declarado que el proyecto de las “bicicletas islámicas”, “permitirá alentar el deporte femenino”, lo que me creó la sospecha de que, hasta ahora, a las mujeres les estaba prohibido andar en bicicleta en Irán. He buscado averiguarlo, y en efecto, hubo quienes en los años 90 quisieron obtener permisos para montar en bicicleta, y fomentar así la formación de un equipo de ciclismo olímpico femenino. Pero los ayatolas se opusieron terminantemente, con lo que la bicicleta siguió maldita. Hasta ahora, que tendrá su versión púdica.

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21 de mayo de 2007
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El tema del traidor y del héroe

La participación de conocidos izquierdistas en el Gobierno de Nicolas Sarkozy produce océanos de bilis en los medios de la izquierda francesa. Cuanto más irreprochable el personaje, más bilis. Quien mayor odio desata es Bernard Kouchner, nuevo ministro de Exteriores: no pueden acusarle de nada. Exasperado, Daniel Cohn-Bendit le tilda de "narcisista", una majadería cuando se aplica al fundador de Médicos sin Fronteras, la única organización de ayuda humanitaria que concita la alabanza universal.

¿Qué está sucediendo en Francia para que las más estimadas piezas de su tablero cultural abandonen a los socialistas? Quizá habría que reflexionar con la debida seriedad sobre la célebre frase de André Glucksmann: "Voto a Sarkozy porque soy de izquierdas". No es una ocurrencia. Ni siquiera para Pascal Bruckner, uno de los pocos izquierdistas notorios que no se ha pasado al enemigo. Tras las elecciones escribió: "Los socialistas parecen decididos a congelar la Historia: han elegido el camino de la inercia". Y luego: "Dos conservadurismos, de derecha y de izquierda, se han unido para frenar cualquier reforma importante". Y la puntilla: "El Partido Socialista debe decidir entre morir para resucitar mejorado o agonizar en el culto del pensamiento muerto".

Es muy singular que ante cualquier novedad la izquierda institucional, la que goza de todos los privilegios del poder, reaccione con pavor y con ataques personales. Hay un miedo en la izquierda, una inseguridad ética, que produce estallidos de cólera en cuanto algo o alguien se aparta unos centímetros de su catecismo. Antes siquiera de reflexionar o analizar, y desde luego mucho antes de argumentar, baja la testuz y embiste al grito de "¡facha!". Este había sido siempre el comportamiento de una derecha analfabeta y goyesca, la derecha de cortijo y sortija. Ahora lo es también de la izquierda establecida y oronda, la izquierda momificada.

No es extraño que, para algunos hombres de acción, como Kouchner, lo significativo no sea ya la izquierda y la derecha, sino la posibilidad real de hacer algo que valga la pena.

Artículo publicado en: El Periódico, 20 de mayo de 2007.

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21 de mayo de 2007
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El humor de Monsiváis

Aunque no suelo echarla en falta, el encuentro con Carlos Monsiváis en Madrid me recuerda aquella esencial certeza: el humor como la más alta expresión de la inteligencia.

Obviamente, su ejercicio provoca sonrisas y, a veces, hilaridad. Pero conviene no dejarse confundir. Hay muchas cosas que nos hacen reír y no todas son producto de la sagacidad que admiro en Monsiváis. Un hombre ridículo, por ejemplo, inspira una inconfundible carcajada cruel. Y nada hay en ella de elogioso. Al contrario.

La cualidad del humor, de tan elevada elegancia por otro lado, nada tiene que ver con el chiste ni con el humorismo terapéutico de los que están hartos y no saben cómo zafarse.

En el humor de Monsiváis hay ternura, aunque sería imperdonable que hubiera misericordia. De hecho, el origen de ese humor divino hay que buscarlo en la mirada que lo ve todo a su pesar. La mirada del que, además, no sale de su asombro.

Monsiváis habla de la crónica, el género periodístico y literario que sólo puede practicar un hombre sorprendido. Monsiváis se pasea por la descomunal ciudad de México y no deja de contemplar la metamorfosis de un milagro en perpetua ebullición. Dice: “...y entonces me encomiendo a los dioses en los que en ese momento creo”.

El humor de Monsiváis es un benevolente juicio: una apostilla y una sentencia, pero no una losa. Uno puede seguir vagando alrededor de sí mismo mientras el humor lo absuelve por anticipado.

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18 de mayo de 2007
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El Boomeran(g)
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