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MÁRAI

Leyendo Hermana (editorial Salamandra) de Sándor Márai recuerdo la declaración de Marcel Duchamp: “No creo en el arte. Creo en los artistas”. En este caso, el artista es un pianista, Z., que un narrador encuentra en un hotelito de montaña durante la Segunda Guerra Mundial. Z. es un artista, es decir, la “única persona capacitada para implementar un orden provisional en el caos del rebaño humano.” En lugar de tocar el piano, Z. implementa el orden, en esta novela del maestro húngaro –que escribe un texto que cuenta como una enfermedad- le aparto de su arte al paralizar dos de sus dedos.

Qué más voy a decir de Márai: ya hablé del impacto que me provoca la lectura de sus libros. Nunca me decepciona: otra novela traducida al castellano, otro fin de semana fenomenal. Con Márai, lo que deslumbra, es una manera ineludible de imponerse a su lector. Su arte, tiene una forma clásica: narración psicológica. Su entorno es Europa central antes de los años 50 (el continente de Roth, Musil, Schnitzler, etc.): un mundo en el atardecer. Su talento es la manera discreta de mantenerse fuera de lo que escribe: Márai es un novelista que deja a sus personajes en libertad. “Escritor, a ver si aprendes a ser humilde, profundamente humilde”, dice el narrador en un especie de entrega del secreto último del arte de Márai.

La historia de Z. es la historia de la enfermedad del pianista, de su relación con sus médicos y cuatro hermanas que vigilan su cama en Florencia, en Italia. Desde La montaña mágica no había leído algo tan fuerte sobre el sentido secreto de la enfermedad. Pues no hay un enfermo de verdad que no llega a preguntarse: ¿Por qué me toca a mí vivir en la cama?

“Un médico únicamente sabe tratar las enfermedades. Solo Dios sabe curar”, responde el médico de Z. para explicar que no hay explicación y Márai consigue convencer a su lector que así es. Todos somos personas incurables; sobrevivimos gracias a médicos que nunca podrán tocar el fondo de nuestro dolor. En cualquier vida, la enfermedad no es nada, siempre hay algo más grave y callado.

En el caso de Z. se trata de un amor imposible, inacabado, pues la música del pianista alcanza a una mujer que él, como hombre, no sabe curar de su frigidez. Z. domina el arte cuando el público lo necesita, pero ser artista es otra cosa: es ser el artista eficiente de su propia vida.

Hace seis años, el premio Nobel J.M. Coetzee formuló grandes reservas sobre Márai en un artículo publicado por The New York Review of Books (20 diciembre de 2001 —no se consigue en Internet sin suscripción). “Sería de esperar, escribía, que los nuevos lectores ignoraran el ruido y aceptaran a Márai por lo que  —sobre la base del limitado conocimiento que de él tenemos fuera de Hungría—  parece ser: un escritor menor, con un estilo de ficción algo pasado de moda, pero un atento cronista de la década oscura de los años 40 y un  valeroso portavoz de una clase social en desaparición.”

Vemos que no se detiene el ruido y cada día hay más traducciones del novelista húngaro. No voy a discutir lo de “pasado de moda”. Márai no es un revolucionario de la prosa, pero tiene una magia humilde en el momento de entender cómo funciona el ser humano. Elije siempre el detalle significativo. Lo dice el narrador de lo que fue su última novela publicada antes de su salida de Hungría: “El arte siempre es el arte del detalle”.

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18 de junio de 2007
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TARDE DE TOROS

Dicen algunos amigos, y les creo, que ayer vivieron una de esas tardes que nunca olvidarán. Eran gente aficionada a los toros. Aficionados a esa música callada que algunas veces, pocas, sucede en las plazas de toros. Y eso se siente o no se siente, se vive o no se vive. No pude vivirlo. Y lo sentiré como aquella corrida que nunca pude ver de aquella faena de Antoñete con el famoso toro blanco, aquel toro que se llamaba “Atrevido” y que el maestro lo amó al torearlo como el que ama a una mujer. No vi aquella faena que tantas veces he soñado. Pero al maestro lo vi muchas veces, en los años 70 y, sobre todo, en sus increíbles, maduros y hondos años 80. También pude ver a algunos de los otros grandes, por recordar a dos inolvidables, volveré a Curro Romero, saliendo después por la puerta grande de Las Ventas. Y a Rafael de Paula, nunca nadie tan despacio, nunca nadie tan elegante. Y, por suerte, unas cuántas tardes, y siempre me parecieron pocas, pude ver la tranquila profundidad, el sitio y el temple de José Tomás. ¡Y ayer no estuve dónde tendría que haber estado!

Ayer, en Barcelona, volvió el torero José Tomás por donde solía. Ayer escucharon su mejor música, su silencio. También vivieron la emoción de ver al torero en la arena, tendido, a merced del toro. Ayer, no estuve en esa tarde de toros. En la misma donde un torero de mucha historia familiar, de demasiada atención mediática, dicen que también demostró ser un torero de verdad. Ayer no estuve en Barcelona, en una tarde de toros.

Como las desgracias nunca vienen solas, ayer me tocó ver un partido de fútbol -o lo que fuera- que remató una arbitrariedad anunciada. Ganaron los más poderosos, los más ricos, los más famosos. No ganó ni el fútbol. Ni el espectáculo. Ganaron unos que están acostumbrados a ganar. Que toman las calles. Que hacen fiestas, venden camisetas, venden famosos, venden terrenos y hacen dinero. Ganaron porque el fútbol tiene una música ruidosa. Tiene el color del dinero. Un deporte, un juego, donde los que mejor juegan no tienen por qué ganar. Y sé de qué hablo. Soy de un equipo que ni juega, ni gana, ni se le espera. Pero no soporto que la calle la tomen esas estrellas del fútbol como aburrimiento.

Hoy me toca soportar una celebración que celebra la mediocridad, el poder del dinero, el aburrimiento deportivo y que, además, rematan su fortuna con una ofrenda a una virgen. Eso tiene su lógica. Tienen fe en los milagros. Y además tienen razón en tenerla.

Ayer en Barcelona hubo toros. Lo que no tengo tan claro es que en Madrid hubiera fútbol. Como la cosa madrileña siga así, yo me hago ciudadano de Barcelona.

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18 de junio de 2007
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DYLAN

¿Me alegra que Dylan sea premio Príncipe de Asturias? No lo sé. Además, como no vendrá a recoger el premio, nunca sabré si su visita, su paseo entre monárquicos, civiles y demás sociedad que se da cita en Oviedo, será tranquila, rápida, amable, antipática o no será. Lo siento por los ilusionados “dylanianos”, pero que Bob Dylan acepte recibir el premio, que resista las ceremonias, me parece más difícil, aún más que un rico entre en el reino de los cielos. ¿O ya los dejan entrar? ¿O siempre entraron y me estaban engañando? ¿O el cielo es también una parcela suya?

Me resulta simpática esa jornada, con las gaitas, el teatro tan burgués, la ciudad de provincia lanzada a la calle, el enorme culo/ escultura que saluda a los invitados, la sidra y esa colección de estatuas, bustos y cabezones que hacen que a la muy noble ciudad de Oviedo -aquella Vetusta de Clarín- la llamen la ciudad del Belén, por tantas figuritas. Eso lo dicen sus vecinos, los de Gijón, a los que los de Oviedo llaman “culo mollaos”. Cosas de provincias.

Ojalá me equivoque. Ojalá Dylan esté allí, entre Leticia, el Príncipe, los principescos, sus compañeros premiados y los guapos invitados. Pero no consigo ver esa foto. Y eso que con Dylan hemos visto fotos que nunca hubiéramos imaginado. Pero la mejor de todas, para mí, fue la del concierto genuflexión ante un Papa que se dormía con sus canciones. Era el Papa Woytila, que no se molestó demasiado en disimular su aburrimiento ante las canciones y los gestos  de nuestro “papa negro”.

Y es que nuestro judío imprevisible, el cantante que más tiempo hemos seguido en nuestra vida, ese flaco, raro e independiente que no se doblegaba ante nadie, se agachó ante el “rey de Roma”. Yo estaba en Italia, en el pueblo de Fellini. Recuerdo que en aquellos días concentramos tanta energía cabreada los seguidores de Dylan que un terremoto estuvo a punto de cargarse los frescos maravillosos de la basílica de Asís. Pensé que era un castigo de la naturaleza, una venganza de los descreídos y seguidores de Dylan. Después pensé que no podía pensar aquellas tonterías porque no soy creyente. Y también dejé de creer en Dylan. Pero volví a creer en él. Mi última peregrinación fue en el concierto de Alcalá de Henares. Hace dos años, en el Palacio Episcopal, uno de los lugares centrales de la historia de España, y del Renacimiento. Dylan no se inmutó. Comió en el comedor de los arzobispos, de los reyes, de la putrefacta corte de otros anteriores a los Borbones. No hizo caso a su entorno, Cantó, también sin saludos ni concesiones, maravillosamente al estilo dylaniano. No le importaba casi nada. Nos puso en nuestro lugar. Demostró su grandeza. También su frialdad. No le importaban reyes, ni lacayos. Ni premios, ni castigos… Ahora será Príncipe de Asturias. Que lo veamos.

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15 de junio de 2007
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MAL MALO

No hay que combatir frontalmente el mal. Basta aceptar el derecho a su existencia. La adversidad no es un enemigo sino un convecino. Su existencia resulta, además, indispensable para llegar a ser feliz. Que se desee ser feliz cuanto antes y el mayor tiempo posible es un deseo bien comprensible y aceptable.  Sin embargo sin lucha, sin debate, sin tiempo de espera, sin el retraso en su llegada la felicidad no resplandece. Más aún es imposible que adquiera el suficiente poder. 

Nadie es absolutamente feliz ni nadie es absolutamente desgraciado. Lo único que puede desequilibrar la balanza entre unos y otros es la capacidad para acercarse a comprender el sentido de la desgracia. O, simplemente, para concederle un sentido. Efectivamente lo que más desdichado hace sentir al desdichado es el sinsentido. Bastaría que hallara finalidad a esa emoción negativa para amortiguarla.  Entender es empezar a convertir lo malo en menos insoportable, puesto que lo radicalmente malo del mal es su carácter absurdo o arbitrario.

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15 de junio de 2007
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Un héroe de estos tiempos

Los paradigmas pueden haber cambiado, pero mi sed de héroes sigue intacta. Muhammad Ali es el único de mi panteón que encontré en el área del deporte, un mundo al que no suelo frecuentar. Pero no lo considero un héroe por su talento sobre el ring, desde ya indiscutible, sino porque conservó su dignidad cuando su propio país –y me refiero al país más poderoso del mundo- se le puso en contra.

Siendo campeón del mundo, y además musulmán confeso, Ali se negó a combatir en Vietnam. A diferencia de Elvis, que en su momento se integró de buen grado al servicio activo (Lennon decía que Presley murió cuando aceptó vestir uniforme), Ali hizo uso de su derecho al disenso en un país democrático. Y pagó el precio que el sistema le arrancó –un precio altísimo, que Shakespeare calcularía en varias libras de carne-, sin chistar ni una sola vez. A fines de 1967 lo despojaron por decreto del título que había ganado en buena ley. Después le impidieron boxear, arrebatándole sus medios de vida. Todavía insatisfecho, el Estado le entabló juicio, condenándolo a cinco años de cárcel por desertor. Ali fue fiel a sus convicciones mientras entablaba la batalla legal, que finalmente lo eximiría de prisión. Y no cedió nunca. Durante los tres años que duró su exilio interior, fue figura resonante en los mítines más importantes en contra de aquella guerra. La Corte Suprema del Estado de New York terminó dándole la razón. La Historia lo haría un poco más tarde, al condenar de plano las razones que llevaron a los Estados Unidos a invadir Vietnam.

Confieso que cuando yo era pequeño lo detestaba. Lo vi demoler al argentino Ringo Bonavena en diciembre de 1970, en la TV blanco y negro del hotel de La Falda, Córdoba, en que mi familia vacacionaba por entonces. La inteligencia con que Ali enfrentó el combate, evitando los mamporros elementales del pobre Ringo y manejando la pelea a su antojo, me exasperó entonces. Con el tiempo supe más y mejor. Me ayudaron a entender Norman Mailer, el documental When We Were Kings y la película Ali, del talentoso Michael Mann. ¿Un negro que no se calla, negándose a jugar el juego a que lo conmina la mayoría blanca? Ali debe ser el único musulmán al que millones de sus compatriotas admiran hoy, en estos tiempos de demonización de su fe.

Los héroes de hoy no pueden hacer lo que era común a los héroes de antaño: ni matar, ni invadir, ni conquistar. Los héroes de hoy triunfan con las manos desnudas, o no triunfan. A menudo el sistema se muestra tan aplastantemente poderoso que no es mucho, o por lo menos muy ostensible, lo que se puede hacer para enfrentarlo: debido a ese contexto, el simple hecho de preservar la dignidad ha adquirido dimensiones heroicas. Cuando el sistema amenaza y tienta a la vez, los héroes de hoy, como Ali en su momento, son aquellos que parafrasean al Bartleby melvilliano y dicen, sin siquiera elevar su voz: Preferiría no hacerlo.

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15 de junio de 2007
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EN CASTELLANO, SI US PLAU

Lo mejor es leer Milenio, el diario de Guadalajara, ciudad que alberga la feria del libro más importante del mundo iberoamericano. La sorpresa es discreta pero total para el periódico  al descubrir la ausencia de Carlos Ruiz Zafón y Eduardo Mendoza en la próxima feria de Francfort cuyo tema principal es la literatura catalana. En este momento, en el mundo entero, estos dos novelistas son emblemáticos de Barcelona, la capital catalana. Son más visibles que cualquier bandera arriba del palacio de la Generalitat o del Ayuntamiento de Barcelona. Y no estarán en Francfort.

Conociendo el tamaño de la delegación catalana que va a Francfort (132 personas) y el presupuesto récord para sufragar el viaje, la ausencia de los dos escritores abre la puerta a la vieja polémica: ¿cómo se define un autor catalán: por el hecho de escribir en catalán o por vivir en la cultura catalana? Según los comentarios que ya salieron en la prensa se puede adivinar la mezcla de envidia, rechazo y sobre todo los celos que provocó la renuncia de dos autores cuyo crimen es amar como locos a Barcelona pero decirlo en un idioma tratado como enemigo.

Las ausencias van a alimentar los comentarios sobre la exposición que se arma también en la ciudad alemana.  Se titula “Cultura catalana, singular i universal”. Tan universal que no abarca a todos en Catalunya...

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15 de junio de 2007
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Literatura e historia

Viejo ya en este oficio de escribir, debo decir con alegría que en un encuentro como el de Santillana del Mar, se aprenden cosas nuevas acerca de la literatura. La primera de ellas, que escribir libros es una tarea con consecuencias, y que una obra literaria desborda siempre la página escrita y altera de alguna manera la realidad. Como ha dicho Carlos Fuentes, una novela no sólo refleja la realidad como un espejo mágico, sino que agrega una nueva realidad. E influencia y cambia lo que parecen ser verdades consabidas.

Se ha hablado, por ejemplo, de los parecidos y diferencias, y contradicciones si las hay, entre literatura e historia, tal como se planteó en una de las mesas para discutir la obra de Carlos Fuentes, uno de nuestros escritores que mejor se ha hecho cargo de la vida pública en la ficción, o sea, de la inserción de la Historia con mayúsculas en la narración de las historias privadas, que es de lo que en definitiva trata la novela.

A mí siempre me gusta decir que en América Latina, los vacíos que deja el relato de la historia contada por los historiadores de profesión, vacíos que siguen siendo numerosos, vienen a llenarlos los escritores, sin que nadie pueda vedarles el uso de la imaginación, que se halla en la esencia de su oficio, a la hora de contar los hechos de la historia.

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15 de junio de 2007
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Un final 'ferpecto'

La gente está como loca en los Estados Unidos discutiendo el final de la saga de Los Soprano. (Aquí en América Latina la temporada final empieza a emitirse dentro de poco por HBO, o sea que me estoy adelantando a una discusión que ocurrirá entre nosotros dentro de algunos meses.) Parece ser que el creador de la serie, David Chase, armó lo que suele llamarse un final abierto. Esto es, un final que no huele a final. Sin cabos prolijamente atados, sin revelaciones espectaculares, sin escenas catárticas. De hecho, como en un momento Chase corta a un cuadro negro sobre el cual se queda, mucha gente pensó que se trataba de un defecto de la transmisión… cuando no lo era.

¿Qué es lo que constituye un buen final? Para la mayor parte de nosotros, en carácter de lectores y espectadores, un buen final es aquel que colma todas nuestras expectativas: donde se termina entendiendo todo y los personajes obtienen el destino que se merecen, y mejor todavía si la cuestión se resuelve de la manera más espectacular posible. Un final a la King Kong, podríamos decir, con gorilón, rubia, Empire State, aviones de guerra y caída que quita el aliento. Pero aun cuando coincidamos en la definición (confesémoslo, ¿existe alguien a quien no le gusten los happy endings?), algunos de nosotros también esperamos otra cosa: por ejemplo, que el final sea coherente con las reglas establecidas por el relato mismo. A nadie le parecería bien que el coronel Kurtz recobrase la cordura al final de Apocalypse Now y regresase a casa del brazo de Willard, diciendo cuán equivocado estuvo al dudar de la política exterior de los Estados Unidos. Lo sentiríamos como una traición, un final que borra con el codo todo lo que el relato escribió con la mano. El mismísimo Coppola tenía dudas al respecto, de hecho rodó más de un final. Terminó optando por uno a mitad de camino, en que Willard mata a Kurtz y regresa a casa. Yo hubiese preferido que matase a Kurtz para tomar su lugar entre los nativos. Me parece que habría hecho mejor honor a la ambición del filme.

¿Y cuáles serían, ya que estamos, los mejores finales de la historia? Pienso en Ulises siendo reconocido por su viejo perro. Pienso en el secreto de rosebud perdiéndose entre las infinitas riquezas del difunto Kane, al cierre de El ciudadano. Pienso en Kay observando que a Michael Corleone se le rinden honores de don, con esa puerta que se cierra para dejarla definitivamente afuera en la culminación de El padrino. Pienso en el saludable Tiny Tim, deseándonos lo mejor al término de A Christmas Carol. Pienso en Hamlet diciendo The rest is silence, y expirando después. Pienso en el final de The Usual Suspects. Y en el final de Some Like It Hot, cuando el pretendiente de Jack Lemmon acepta alegremente su destino diciendo: “¡Nadie es perfecto!” Y en el final de Brazil, por el cual Terry Gilliam debió batallar contra el estudio que lo encontraba deprimente. (Cosa que es, sin dejar de ser a la vez el final más adecuado para su antiutopía.) Pienso en los finales de tantos cuentos de Borges. (Como el de El muerto, por ejemplo: “Suárez, casi con desdén, hace fuego”.)

Debe haber mil más. Acepto sugerencias.

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14 de junio de 2007
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“REX”, DE PRIETO

Hablé una vez con José Manuel Prieto. Era un jovencito, un poquito gordo, con una sonrisa transparente. Unos más entre estos jóvenes cubanos que salían de la ex-Unión Soviética a principio de los años noventa y no sabían si volver a su isla hundida en el desplome del campo socialista o viajar por el mundo. Ya estaba en camino hacia México. En París, se encontraba con un grupito de Cubanos en “Le Select”, el café de Montparnasse que fue gran lugar de cultura en la décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado. El tema único era la política, pero Prieto me habló de literatura, de su deseo de ser escritor.

Unos años después, lo reconocí en las fotografías de los suplementos de libros. Había publicado Livadia y Enciclopedia de una vida en Rusia. Las reseñas en las revistas francesas y americanas destacaban un nuevo autor de una elegancia, o más bien de una sofisticación fuera de lo común. Al recordar al joven que hablaba con tanta intensidad de literatura compré sus libros y mi decepción fue total. No podía conectar mi lectura con el desconocido que había encontrado. La verdad es que no podía ni leer sus libros. Su escritura era de una lentitud insoportable. El vocabulario buscaba amortizar la compra de un diccionario. Como se dice en francés, Prieto tenía el defecto de «sur-écrire», renunciando a la espontaneidad y al dinamismo al sobrecargar su prosa de efectos. Era un escritor que se miraba escribiendo.

Ahora, Prieto publica Rex (Anagrama). Tiene que ser una novela distinta, pues por primera vez conseguí leer un libro suyo hasta el final. Es algo fuera de lo común. Cuenta como un joven maestro consigue trabajar para un archimillonario ruso en la Costa de Sol. Se encarga de la educación de Petia, único hijo de la casa. Y lo hace de una manera extraña: utilizando como recurso un solo libro, la Búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust. Es el libro definitivo, que incluye toda la sabiduría del mundo.

La forma (doce comentarios), el tono (una especie de susurro íntimo), el propósito (describir cómo un Ruso que vive cerca de Málaga llega a imaginarse en una reencarnación del Zar) hace pensar a muchos autores. Hay algo de Nabokov escribiendo comentarios sobre literatura en A pale fire, hay algo de Dostoievski cuando Akaky Akakievich se cree el rey de España en el Diario de un loco, hay algo de Proust claro en la voluntad de encontrar la verdadera percepción de una emoción.

Más que un novelista, Prieto me parece un explorador. Busca llevar el idioma español a rincones fuera de lo común. Recordando lo que me decía el joven en el café “Le Select”, tengo la sensación de que no traicionó a su sueño de juventud. Se ha convertido en un escritor, de estos que intentan abarcar a todas las palabras para conquistar al mundo.

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14 de junio de 2007
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NUEVO HIMNO

En otro lugar ya he contado mi poca pasión por los himnos. Y ninguna por una nueva letra para ese himno español que, sin mucha emoción, escuchamos cuándo algún deportista gana medalla. Como decía Brassens, la música militar, nunca me hizo levantar. Ese es el problema del himno, que en vez de ser una música civil, nos suena a música militar. Y después nos repugna a los que tenemos años y memoria, el recuerdo del himno y su utilización en el franquismo con letra de aquél pazguato poeta llamado Pemán.

Olvidado aquello, vienen ahora que estábamos tan tranquilos sin letra, y casi sin himno, y pretenden ponerle nueva letra. No hay modo.

Yo recuerdo con cariño alguna  letra con el tema, asunto, problema, lío de España de fondo. Entre otras, aquella España camisa blanca, de Blas de Otero y que cantaba Ana Belén.

Más cercana y muy acertada, es la Máter España, del español de Úbeda, ese lugar de poetas y monjas de la más machadiana Andalucía, mi vecino de Tirso de Molina, antes Progreso, pleno Madrid centro, caos, paredón y después… Quiero decir, y digo, que la letra es de Joaquín Sabina, muy certera pero muy poco hímnica, recuerdo alguna estrofa:

“Mater España/ de barba peregrina, / que falta a misa de doce, / que no conoce rutina, / masona, judía, cristiana, / pagana y moruna. / Mater España, más guapa que ninguna. / Madrastra España, / a la hora de la siesta, / la puta que se enamora, / la fruta que se indigesta, / que al filo de la cucaña / mira para otros lado, / bendita España/ de Azañas y Machados. / Cómplice España / tormento redentor/ Perejil, Ceuta y Melilla, / cotos de caza menor, / catalán, gallego, euskera, / lacandón, Castilla/ tópica España, / fibra óptica y ladillas. / Huérfana España / raíces y cimientos, / epidemias, cicatrices, / blasfemias y sacramentos, / ¿por quién doblan las campanas?/ San Fermín en vena, / la de Tirana/ contra la Macarena. / Judas España/ del mus y del café, / Al Andaluz, Malasaña, gitanito aserejé, / la del mono azul cobalto y el caballo verde/ guardia de asalto que ladra pero no muerde. / Chusco y legaña de toas o ninguno, / tricolor bandera blanca, / Millán Astray, Unamuno, / cervantina cojitranca, de áspero pasado / ¿quién me ha robado el siglo XXI?...”

¡Qué magnífico himno, al menos yo me encuentro, me reconozco, quiero y detesto esa imagen de España que canta mi amigo!

Esta semana, este poeta popular y cantatriz, canta mañanas -sus ronquidos- y canta noches, sus susurros, se atreve con más himnos. Dos anteproyectos para el Himno Nacional (con perdón), escribe en Interviú… No sé si tengo permiso para copiar esas propuestas. Pero estoy generoso como copista y así lo hago… Dos borradores:

1- “Ciudadanos/ en guerra por la paz/ y la diosa razón/ mano en el corazón.

Ciudadanos, ni súbditos ni amos / ni resignación / ni carne de cañón. / Pan amasado con fe y dignidad / no hay nada más sagrado que la libertad.”

2-“Ciudadanos, ni héroes ni villanos / hijos del ayer, hay tanto por hacer. /

Ciudadanos, tan fieramente humanos, / tan paisanos del hermano de Babel. / Alta montaña, con puerto de mar/ clave de sol España / atrévete a soñar.”

Son borradores, tienen su gracia, su estilo, aunque sea un inútil ejercicio de himno popular… Pero yo cantaría mejor esa máter España o ninguna.

P.D. Después de haber mandado mi texto a El Boomeran(g), un amigo me avisa que sobre mi artículo del “himno” en El País, contesta uno de los frustrados autores, el muy notable y movible poeta, ensayista, novelista y, sin duda, inteligente intelectual, Jon Juaristi. Contesta en la “tercera” del ABC, su periódico y muchas veces el mío como lector, desde niño hasta nuestros días. No copio aquí la letra que propusieron los poetas “supervivientes” de la propuesta del himno. Ni tampoco la juzgo. No está mal compararla. Pero yo no conté mi versión de tercera mano, sino de la primera mano de uno de los poetas disidentes, Joan Margarit. Y no quise insistir en lo que me contó uno de los supervivientes, Ramiro Fonte. A todos, como lector, reconocí mis admiraciones y respetos. Así lo reitero. Tampoco les comparé, a ellos, ni siquiera a su jefe José María, con los falangistas poetas del Cara al sol. Nada de falangistas veo en ellos. Y que conste que Cara al sol no es un mal himno, todo lo contrario… No sigo, creo  que hoy ya no se colgará esta “cosa” mía sobre los himnos. Por si acaso lo vuelvo a mandar. Y disculpas, Giselle.

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14 de junio de 2007
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