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II. EN MANOS DE LA CONDESA.

La condesa Gamiani trataba acerca de una mujer pervertida, refinada en sus juegos sexuales que solía ejecutar no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con La condesa Gamiani, que se llamaba, en verdad, Gamiani: dos noches de excesos, y descubrí que aquel libro inolvidable no había sido escrito por una mano anónima como siempre había creído, pues en ninguna parte del viejo cuaderno se mencionaba el nombre del autor. Era una obrita de Alfred de Musset, deliciosa para un adolescente ansioso de penetrar en los secretos de la carne, con todo lo que entonces tenía de mito y adivinación a ciegas.

Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en mí desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los  libros. Siempre entro en ellos oliendo primero su perfume al abrirlos, y no dejo de recordar con inacabada nostalgia aquellos tomos en rústica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas porque en la imprenta no los refilaban, una manera de ir penetrando poco a poco en los secretos de la lectura oculta en cada pliego sellado. Por eso es que desconfío tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habrá más libros que acariciar y que oler, porque toda lectura será electrónica y esas caricias deberemos traspasarlas a las frías pantallas de cuarzo.

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27 de julio de 2007
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TEÑIRSE

Yo me doy cuenta de lo clásico, por llamarlo de alguna manera, que puedo ser cuando me escucho decir algunas cosas. Quiero decir que soy, estoy, pasado de moda. Sobre todo cuando hago juicios tan arbitrarios como los de algún juez español. No llego a tanto, pero es una estrategia antigua, tendencia o lo que sea, que consiste en machacarme a mí mismo. Se cómo hacerlo. Y lo hago mejor que casi nadie. Sé de qué hablo, y no tengo que deprimirme o mosquearme con el juicio de terceros, o cuartos, que me importan un bledo o así. El caso es que me siento “mayor” cuando pienso cosas tan “estrechas” como que no me fío de los hombres que se tiñen. Sin embargo, y para mayor carcundia mía, no me importa que se tiñan ellas. Me gusta Marilyn Monroe teñida, y no me creo, por ejemplo, a Cary Grant teñido. Yo creo que estoy perdido para las causas del feminismo, y para casi todas las causas de la modernidad, normalidad o cómo queráis llamar a eso de ser tan normalmente moderno. Absolutamente modernos, decía uno de mis poetas de cabecera, de pie y de otros espacios vitales.

No soy nada moderno. No me fío de los teñidos. Una vez me encontré a un olvidable, cursi, intenso y maniobrero líder de la “izquierda” desunida española en una farmacia comprando un tinte para el pelo. Yo ya me había fijado que en su pequeñez altiva, en su presunción paleta, discursiva y previsible había algo que, además de todo lo dicho y algunas pinzas más, no me gustaban. Me faltaba el último dato, mi manía de “antiguo”, clásico o lo que sea: nunca me podría creer a un señor que se tiñera. Si además, no era un rey, o un republicano, del glam, ya me resultaba mucho menos creíble. Pues eso. Después comprobé que algunos amigos, que algunos admirados y queridos, también le daban al frasco de disimular la edad. O de cambiarse el “look”. Casi les comprendo. Casi les imito. Pero mi sentido del ridículo me paraliza esos gestos.

Y todo esto viene a cuenta de haber visto en la televisión a uno de los destacados representantes de la secta mayoritaria, a uno de los jefes del clan de la iglesia que manda por los pagos occidentales. A un canta…, a un portavoz de los obispos y sus tribus, uno que tengo visto porque va de “joven” maduro espabilado, oscuro y confuso. Además de portavoz de su causa, ayer daba la cara, el morro y la palabra para defensas indefendibles… eso es normal, habitual y no noticiable. Lo que me gustó de mis renovados desafectos es que el tal representante, el vocero de esas cosas, se había teñido… ¡Qué curioso! Teñido, cómo otros que yo se me. Como algún político de muchas derrotas.

No vamos mal en modernidad cuando en nuestra matria se tiñen el pelo hasta los curas. Se terminarán por modernizar como aquél cura censor que Berlanga disfrutó. ¡Un cura tan moderno que llevaba reloj de pulsera!... Ya sabía yo que se empezaba por el reloj de pulsera y se podía llegar al teñido del pelo. Cualquier día faltan a la misa de doce.

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26 de julio de 2007
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Tóxico City Blues

Como veinte millones de chilangos, aprendí a intoxicarme desde pequeño. Creo que mi organismo, como es costumbre aquí, ha ido desarrollando hacia las toxinas una forma de tolerancia francamente rayana en preferencia. Nos gusta intoxicarnos de formas tan variadas como caminos pueden imaginarse para sacarle la lengua al mal fario, por el puro placer de descartar tres ases y quedarse con dos cartas impares. Y esto, decía, empieza temprano. Ya en los primeros años escolares nos vemos desafiados a devorar toda suerte de caramelos picantes, amén de polvos rojos y anaranjados que hacen a los novatos retorcer las facciones y estremecerse como en mitad de un síndrome de abstinencia.

Pero eso pasa pronto. No aprendemos aún a sumar y restar y ya jugamos a los toxicomanitos. Me recuerdo en la escuela, vaciándome los sobres de chamois, chile piquín y polvo de limón directo en la campanilla, con una fanfarronería no muy distinta de la de esos borrachos de Plaza Garibaldi que pagan por mostrarle a sus compadres cuántos choques eléctricos resisten.

—¿Y eso como preludio a qué, colega? Porque a mí esos rituales privados del compadrazgo me parecen más sospechosos que un mariachi vestido de Pierrot.

—Pues de Pierrot no sé, pero debe de haber docenas de afectos a vestirse de Thalía. Costumbres nacionales, ya sabrás.

—¿Nacionales? No sea usted tan pacato, colega. ¿Cuándo va a terminar de descubrir que hay vida más allá de su pinche pueblo? ¿No se da cuenta que un mariachi vestido de Thalía es Patrimonio de la Humanidad?

—Yo no estaría tan seguro. De hecho, no creo ni que sean especie en extinción. ¿Qué hora tienes?

—Las dos de la mañana. ¿A poco está pensando en traerme serenata?

—Es muy temprano. Casi ningún mariachi se viste de Thalía antes de las cinco. A partir de esa hora las puedes encontrar en El 33, peleándose con las Paulinas Rubio. Un lugar tóxico, ese 33.

—¿Hay algo en Garibaldi que no sea tóxico?

—Ay, Afrodita, qué ternura me das. Ni siquiera en ti, y yo diría que en ti menos que en nadie, hay un solo rincón que no sea tóxico —dicho esto me le arrimo como el mariachi a su guitarrón, bajo una serenata de fuego glandular cruzado y a mansalva.

—¡Atrás con esas glándulas, que está infringiendo cláusulas! —retrocede, amenaza, me recuerda a zarpazos oculares que en estos menesteres, como en tantos, una cosa es una cosa y otra cosa es otra. Y viceversa, claro.

—¿Vas a negarme ahora que ese par de pupilas pugilistas son plenamente ajenas a la toxicidad circundante?

—Una cosa es que por su culpa mis pupilas estén que destilan ponzoña, como las de una cobra que recién inhaló chile piquín, y otra es que usted insista en ponérseme venenoso como poodle de beata pervertida.

No sé cómo llegamos hasta aquí, el tema eran los niños y sus gustos tempranos. El punto es que en los años que separan al niño de siete años del habitué de Plaza Garibaldi median tantas y tan intensas toxinas que sólo algunos lisiados sociales consiguen la proeza de no habituarse. Ahora mismo, al tiempo que patino en la presente sintaxis, me intoxico escuchando a Jaime López y José Manuel Aguilera, cuyos mutuos talentos virales y cruzados difícilmente me dejarían mentir.

Me huye el médico, se me esconde el éxito, ciudad de México: no me lo vas a creer... —¿quién, que haya oído cantar a una musa, puede volver a ser el sordo que era?

Materia tóxica, se llama la canción. No es casual que Afrodita se la sepa completa.

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26 de julio de 2007
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I. CONFESIONES DE UN VICIOSO

¿Por qué puerta se entra a la lectura? ¿Qué llave nos abrirá el palacio encantado de los libros? ¿Cómo se inicia uno en el misterio? Yo me inicié con La condesa Gamiani, como he contado otras veces. Era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tanto ser manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como el leñador amante de Lady Chatterley, el personaje de D.H. Lawrence. Hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino, y vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza; tiempos en que la gente tenía nombres homéricos.

Marcos Guerrero guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como El conde de Montecristo, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. Esa era su biblioteca secreta, y la primera a la que tuve acceso. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, fue una iniciación no sólo en el rito de la lectura, sino también en el de la sensualidad.

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26 de julio de 2007
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DESTINO

Se llega a un punto en la vida en que, como decía Baudrillard, se habrá acabado el destino y la supervivencia se compondrá de una previsible sucesión de los días. Desde la infancia a la vida adulta se cumple una etapa donde bullen las partículas más dinámicas, factores de impacto que espontáneamente causan efectos sobre nuestras vidas. Pero después, llegado a un punto, el devenir se ablanda y  habiendo ya escogido su curvatura pierde prisa por definirse más. El destino irá sofrenándose con un trazo perfectamente adivinable hasta llegar a un estadio donde las propias circunstancias harán repetir la secuencia de una jornada sobre la siguiente y así hasta que la muerte aparezca por acumulación, incluso sin dramatización, como una consecuencia que salva de un tabarra  infinita.

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26 de julio de 2007
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El milagro de los panes

Si no recuerdo mal conocí a Pablo Ramos en una reunión social, llena de escritores, hors-d’oeuvres y editores de diversas partes del mundo. Todavía no había leído nada suyo, aunque sabía de la repercusión que había obtenido su primera novela, El origen de la tristeza. (Dicho sea de paso, que buen gusto tiene Ramos para los títulos. Su nuevo libro se llama La ley de la ferocidad. Me saco el sombrero.) Lo cierto es que nos pusimos a conversar. Enseguida percibí que los carriles de la charla diferían de aquellas que había sostenido, y todavía sostendría, durante el curso de aquella velada. Se parecía mucho a las conversaciones que uno entabla con la gente real, quiero decir aquella que no forma parte del este extraño submundo de las letras, o por lo menos no parece consumida por sus reglas no escritas y sus códigos de pertenencia. Hablamos de cosas de la vida, nos reímos bastante sin necesidad de burlarnos de nadie. Me quedé con la convicción de que Ramos no se parecía a ninguno de los escritores de mi generación que yo conocía. Eso me pareció razón más que suficiente para abalanzarme sobre sus libros.

Con los libros llegó la leyenda. La cuestión de su rumbo errático, de sus excesos, de sus alzas y bajas en la selva del capitalismo, de su tardío descubrimiento de la literatura. No puedo dar fe de la verdad de ninguna de esas historias, pero sí puedo avalar el hecho literario. Ya me caía bien Ramos antes de leerlo, y cuando descubrí que en efecto se parecía a sus libros –quiero decir que yo podía encontrármelo entre sus páginas, que leerlo era casi como conversar con él, u oírlo pensar-, me cayó todavía mejor.

El origen de la tristeza hila tres cuentos para obtener una novela preciosa. El niño Gabriel saqueando tumbas para comprarle un regalo a su madre, el dantesco paseo por el cementerio, el arroyo en llamas, el país que se desintegra mientras el padre es expulsado del paraíso, Gabrielito envenenando a los peces con ralladuras de estaño. Me encontré en esas páginas con parte significativa de nuestra experiencia como sociedad, como familias, como individuos, con toda su gracia y todo su dolor, convertida en literatura, y redimida por obra de esa misma conversión. No sé qué buscan ustedes cuando leen ficción, pero cuando yo leo autores contemporáneos lo mínimo que espero es que se hagan cargo del tiempo que vivimos, de nuestra circunstancia. Aunque la historia transcurra en una galaxia muy lejana, sé que no hay manera de ocultar la ferocidad de la era y del lugar que nos tocó en suerte; a no ser, claro está, que exista en el escritor la intención inequívoca de escamotearse, y por ende de escamotearnos, el dolor –y en consecuencia de privarnos de la gloria a la que sólo se accede a través de su laberinto.

Cuando supe que La ley de la ferocidad retomaba al personaje de Gabriel ya adulto, me froté las manos. Tenía ansiedad por saber qué había sido de aquel Gabrielito que envenenó la pecera en un gesto inútil de revancha hacia el mundo, ese mismo mundo que, de puro jodido que se ha vuelto, condena a casi todos nuestros gestos a la inutilidad. (Quizás debería decir: empezando por la literatura.) Pero nada de lo que sabía y había leído de Pablo me preparó para la ordalía de su lectura. La ley de la ferocidad es una de las novelas más intensas de la literatura argentina, el equivalente narrativo de la escucha o de la visión de The Wall. Si el libro no tuviese la perfecta tapa que tiene, con ese boxeador enclenque disparando golpes a la nada, le quedaría bien una imagen del disco de Pink Floyd, aquel dibujo de la cara que atraviesa el muro de puro porfiada, su boca deformada por un grito interminable.

Así como el Facundo arranca con la invocación de una sombra terrible, La ley de la ferocidad evoca otra, la del padre de Gabriel, que muere para que la novela comience. A partir de allí son casi cuatrocientas páginas de un trip infernal (porque ya no basta con pasear por los cementerios, ahora se trata de ir hasta el fondo de verdad), durante el cual Gabriel, e imagino que por extensión también Pablo Ramos, se enfrentan a sus demonios sin hurtarle el cuerpo a nada. He ahí una de las características de su narrativa: se trata de historias de cuerpo presente (como el velorio del padre de Gabriel, dicho sea de paso), en las que el protagonista no especula ni arguye ni conjetura sino que se lanza como bólido por la vida, un alma que juega a los autitos chocadores, probándolo todo y golpeándose contra cada cosa no por simple torpeza, sino porque el dolor se le ha convertido en la única garantía de su sensibilidad: me duele, luego existo. (La ley de la ferocidad podría llamarse también El club de la pelea, sólo que en este caso se trataría de un club de uno: lo que empieza como Gabriel versus el mundo se revela pronto Gabriel versus Gabriel.)

Algo en la novela me remitió a Jean Genet, al ‘San Genet’ del Milagro de las rosas, seguramente por esa búsqueda común de lo sagrado en la mugre, de la santidad en la autodegradación: aquel que reciba humillación será ensalzado, dicen los Evangelios, y Genet y Pablo Ramos se toman la frase al pie de la letra. Cuántas veces nos convertimos en víctimas de falsas opciones, nos engaña el discurso político imperante, nos embauca el idioma, nos dice que el dilema es matar o morir. ¿Por qué así, por qué supeditar mi supervivencia a la muerte de alguien, o de algo? En una escena sublime Gabriel compra harina y veneno para ratas y hace dos panes, un pan limpio, de la vida, y un ponzoñoso pan de la muerte, descubriéndose incapaz de identificarlos una vez salidos del horno. A nosotros nos pasa igual, perdemos la capacidad de diferenciar lo que los alimenta de lo que nos mata, el dolor nos convence de que las dicotomías que nos han vendido son reales, Gabriel mismo se traga el anzuelo hasta el fondo, “voy a intentar matar algo que me está matando”, dice antes de lanzarse de cabeza a una sobredosis. Yo que suelo reclamarle intensidad a nuestros escritores, tuve que hacer un esfuerzo para seguir leyendo. Hacía mucho tiempo que un texto no desafiaba de esa manera mi capacidad de tolerar el dolor, propio o ajeno.

Pero seguí leyendo, porque ese deseo de hacerse cargo del dolor, de no hurtarle el cuerpo a la experiencia de estar vivo, me sugería que algo maravilloso estaba por ocurrir. Y al fin ocurre. Gabriel llega al fondo y rebota hacia arriba, con lentitud, desgarrándose siempre. Comprende que su padre no era esa sombra terrible, apenas un hombre al que nadie le enseñó a sentir, y que a pesar de todo, llegado el momento, se animó a bajar a los infiernos como Orfeo, ofreciéndolo todo a cambio de la vida de su hijo. En todo caso, el llanto que Gabriel está buscando y que parece no llegar nunca del fondo del alma no es sólo llanto por la pérdida del padre, sino también del país que se fue con él. La opción ya no es civilización o barbarie, como en los tiempos del Facundo, de aquella otra sombra que Sarmiento encontraba verdaderamente terrible, al intuirla terriblemente verdadera. La opción ya no es esa, decía, porque ya no queda opción. Ahora hay sólo barbarie, somos víctimas a diario de los bárbaros, y el único momento en que tratamos de dejar de serlo es aquel en que nos compramos lo de matar o morir y salimos a pedir mano dura o a votar a los que excluyen, a los que se encierran en sus mansiones convencidos de que la peste roja se ha quedado afuera; no conocemos otra manera de dejar de ser víctimas de los bárbaros que convertirnos en ellos, o por lo menos en sus socios, en sus cómplices. Vivimos como kapos, en campos de concentración que coinciden con los límites de nuestras ciudades, convencidos de que la vida de los demás es un precio justo a pagar a cambio de la mía.

Cuando está en el fondo, Gabriel encuentra un juguete. La máquina de escribir de su abuelo, que como la vida misma escribe con tinta roja. Y se pone a jugar. “Escribir para no pensar en nada,” teclea, y después teclea otra frase más, que sería un comienzo maravilloso para cualquier libro: “¿Había una vez qué? Escribir porque una vez hubo algo y ahora no hay nada,” dice. Gabriel comprende al escribir que la batalla no es contra su padre ni contra sí mismo, la batalla hay que darla contra esta nada que se devoró primero al país y después a los suyos, esa misma nada que ahora amenaza a su propia vida, y por ende la de sus propios hijos. Escribiendo, Gabriel encuentra el antídoto perfecto contra tanta muerte. Porque la nada se lo está devorando todo, pero al teclear Gabriel llena la nada original de la página en blanco de cosas, de ideas, de recuerdos, de vómito, de bromas, de vida, de deseos, una acumulación que línea tras línea y sangría tras sangría se va convirtiendo en algo más grande que sus partes, en lo único que nunca resulta inútil: esto es, en belleza. Es el mismo pedido que Genet eleva al cielo en el Diario de un ladrón: “¡Oh, no me dejes ser ninguna otra cosa que no sea la belleza misma!

Le guste o no a muchos, escribir es siempre un sucedáneo –nunca excluyente, pero sucedáneo de todas formas- de vivir. Lo que me conmueve de La ley de la ferocidad es esa lucidez que le permite a Pablo Ramos entender que todos amasamos el pan de la muerte con nuestras propias manos, pero que simultáneamente amasamos siempre otro pan. Lo que hacemos con el pan ponzoñoso es distinto en cada uno: a veces nos lo comemos entero, a veces se lo damos a los nuestros, a veces probamos tan sólo una migaja o se lo damos a las palomas, como hace Gabriel. Lo bueno es que en caso de sobrevivir nos queda el otro pan, aquel que nos demuestra que con casi los mismos ingredientes podemos fabricar otra cosa, convertir la mugre –la muerte- en belleza.

Eso es lo que hace Pablo Ramos en este libro. Que tiene un título magnífico, como ya he dicho, pero que ojalá se llamase El fin de la tristeza.

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26 de julio de 2007
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JESÚS DE POLANCO, EL HUMANISTA

Supe en Lima la muerte de Jesús de Polanco, y me dieron la noticia en medio del barullo sostenido de la Feria del Libro, entre los libros del stand de Santillana, y fue como si su voz multiplicada me hablara desde todas aquellas portadas que eran una muestra de la obra de su vida. Después, cuando subí al estrado en el ritual de presentaciones de libros que toca cumplir en las ferias, para hablar de mi Reino Animal, no quise al final despedirme del público en la sala sin hablar de él, no como empresario, sino como humanista, que es como yo voy a recordarlo en adelante. Alguien que halló en los libros, como forma de expresión de la cultura, su manera de ser en el mundo, y su manera de trascender, más allá de las vicisitudes y las glorias y los premios y castigo del dinero.

Porque su obra es una empresa humanista. No sé. Jesús de Polanco pudo haberse dedicado a fabricar coches, o bicicletas, o pastillas para la tos, con lo que nunca nos hubiéramos hallado en esta vida, pero eligió oficiar en mi universo, el de los libros. Primero los libros de texto, libros para la educación, y luego los libros literarios, y después los periódicos y los medios de comunicación, con lo que siguió siendo en cada estancia de ésas siendo humanista. La democracia, como la literatura, es un valor humanista, y la historia moderna de España, y la historia de la conquista de la democracia en España, no se explicarían sin El País, sólo para empezar. Y tampoco la literatura hispanoamericana contemporánea se explicaría sin Alfaguara, familias ambas a las que llevo ya buenos años de pertenecer como columnista, y como autor.

Y también a esta familia de la Oficina del Autor, y a la de El Boomerang, que han nacido bajo el mismo patronazgo humanista, que es decir el mismo empeño, la misma inspiración y el mismo aliento creador.

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25 de julio de 2007
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Sauerkraut à la Rochefoucauld

Toda pena de amor, decía La Rochefoucauld, es de amor propio. Supongo que por eso se goza compartiéndolas, alguien adentro crece cada vez que consigue montar el espectáculo del alma espinada. Así, quien nos consuela no lo hace tanto porque le conmueva todo lo que sufrimos, como para evitar que creamos que nuestro sufrimiento espiritual le tiene sin cuidado. Esto es, que ni flagelándonos así parece nuestra vida tener gracia. Y eso sí que sería una ingratitud, pues la función social de las penas de amor consiste justamente en dar al propio tiempo consuelo y buenas nuevas a quienes hasta ayer nos temían dichosos.

  —A la pregunta "¿cómo estás?" sólo suele seguirle una conversación si la respuesta es "mal". Imagine, colega, un país donde todos estuvieran siempre bien: la República de los Papanatas. De entrada, usted se moriría de hambre. Yo por mi parte me haría bruja, por pura piedad. Iría de pueblo en pueblo haciendo el mal sin mirar a cual, la gente se echaría a sollozar a mis pies. ¡Gracias, Bruja Afrodita, sin ti seríamos todos unos pazguatos! —insisto, hay en mi musa un dejo de virgen piadosa. ¿Cómo no hallar una alta generosidad en la conducta de quien, contradiciendo al mismo La Rochefoucauld, va por la vida disfrazando sus virtudes de vicios?

Cierto es que no cualquiera tiene penas de amor, igual que no a cualquiera le anotan goles. Yo, por ejemplo, no he recibido uno solo desde que era niño, y para asegurarme de seguir así me abstengo de siquiera pisar una cancha. A cambio de ello, tampoco los anoto. Puedo vivir sin goles y ahorrarme cantidad de dramas y festejos prescindibles, pero me daría horror engrosar, así fuera por unos cuantos días, el regimiento gris de quienes son inmunes a las penas de amor. "Los recuerdos son huellas de lágrimas", apunta Wong Kar-Wai en los inicios de su 2046.

  —Me gustó esa película, colega, y más todavía me gusta que reconozca al fin el valor de mi trabajo. No sé si usted lo sepa, pero el ego es un órgano elástico. Despierta en la mañana hinchado como un Zeppelin y luego de unos pocos desencantos vuelve a la cama con la autoestima de un condón desechado. Es lo normal, le digo. Como sucede con otras zonas del cuerpo, no pocas de ellas conectadas al ego, la hinchazón o el encogimiento permanentes son taras indeseables. Por eso le decía la otra vez que mi trabajo no es hacerlo feliz. Para eso tiene usted a su trabajo. Mi papel es tratar de evitar que el ego se le ponga rígido por efecto del entumecimiento, y entonces se nos vuelva un apestoso victimista, o por causa del sobrecalentamiento, y en tal caso termine como uno de esos idiotazas que escriben más libros de los que leen.

  —¿Cómo sabes que un ego se pasa de tieso? ¿No hay por ahí egos engarrotados y asintomáticos? ¿Es tan malo tener un amor propio incestuoso? —la provoco sólo por comprobar que es mala, y entonces obligarme a justificarla fabricando las pruebas de que es buena. Si el amor propio no fuera corrupto, habríamos millones de muertos por amor.

  —¿Que cómo sé que uno de mis clientes tiene rígido el ego? Muy simple: trae el culo apretado, como si medio mundo lo codiciara. Y ni siquiera hay que asomarse para comprobarlo: se les ve en las facciones, en los ojos, hasta en la forma de ver el reloj. Fíjese en los políticos que peor le caigan, ¿no juraría que sufren estreñimiento crónico, entre otras retenciones inútilmente díscolas?

Siento hervir un inútil rencor en la boca del ego cada vez que Afrodita me embarra a sus clientes y da a entender que estoy en esa lista. ¿Qué puede hacer un hombre de ego elástico y corazón abierto cuando siente llegar nuevas penas de amor? La Rochefoucauld lo resolvía en dos patadas: Nunca es uno tan infeliz como cree, ni tan feliz como quisiera.

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25 de julio de 2007
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MUSEO DE ENFERMOS

La Ilustración que fundó el museo para que las obras de artes, antes de propiedad privada, pudieran ser contempladas por el pueblo, también instauró la institución hospitalaria. ¿Y qué era el hospital?: el museo de las enfermedades expuestas ante el gran público.

Desde el espacio doméstico donde se mantenía oculta a los ojos de los demás, la enfermedad y el enfermo, se colectivizaron. No había propiedad particular sobre el mal, sino que a través del contagio, el mal se hacía parte de la cosa pública. Y contra el mal público, el bien público.

Contra la idea de la enfermedad colectivizada, la idea de sanidad para todos.

El derecho a la felicidad que introdujo la Ilustración –frente al deber de ser infelices aquí para alcanzar el Cielo- se corresponde, entre otras conquistas,  con el derecho a la salud. El bienestar pasó de la exclusiva sala de estar o la alcoba al Estado del Bienestar.

Todos los sistemas son hermosos.

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25 de julio de 2007
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Cuando Michelle Pfeiffer fue un halcón

Hace pocos días, por culpa de La joya de la familia, me puse a pensar en esas películas pequeñitas, maltratadas por la crítica o ninguneadas por la taquilla, que sin embargo se quedan a vivir con uno el resto de la vida. Hablo de esas películas cuyo mérito artístico quizás no podamos defender –al nivel de una obra maestra, por lo menos-, pero que de todas maneras nos han encantado, llegándonos al corazón. El domingo a mediodía, sin ir más lejos, me reencontré con una de ellas gracias a la televisión. Se llama Ladyhawke, y la dirigió Richard Donner en 1985, con Michelle Pfeiffer, Matthew Broderick y Rutger Hauer (el inolvidable Roy Batty de Blade Runner) en los papeles protagónicos.

Ladyhawke es una historia de amor con ribetes fantásticos, situada en una Europa medieval con algunos visos deliberadamente anacrónicos. En el centro están Etienne de Navarre (Hauer) y la dama Isabeau (Pfeiffer, pocas veces más bella), una pareja que se ha visto separada por una maldición. El obispo de Aquila (John Wood), enamorado de Isabeau y convencido de que nunca podrá tenerla, hace un pacto con el Diablo y hechiza a la pareja condenándola a una permanente separación. Por obra del maleficio, al caer el sol Navarre se convierte en un lobo negro. Y a su vez Isabeau, que conserva la forma humana tan sólo de noche, se convierte en un halcón al salir el sol. De esta manera, los enamorados pueden permanecer juntos pero sin consumar nunca su unión. Cuando Navarre es lobo, Isabeau es humana. Cuando Navarre es humano, Isabeau es un ave. Quien los ayudará a quebrar el sortilegio es el más improbable de los héroes: Philippe Gaston, conocido como ‘el Ratón’ (Broderick), un pícaro y ratero que escapa por los pelos de las mazmorras del Obispo y, conmovido por el dolor de la pareja, decide arriesgar su propio pellejo para ayudarlos a reencontrarse.

Me gusta la inventiva de la anécdota, la química entre Hauer y Pfeiffer, la comedia que Broderick aporta. Me gustan el romance, los castillos, las espadas. Me gusta que el Obispo sea el villano. (Después de todo se trata de un prelado que trata de impedir la consumación de un amor que él mismo no puede permitirse, como tantos lo han hecho durante siglos.) Ni siquiera me molesta la música bien propia de los 80, compuesta por Andrew Powell, un frecuente colaborador de Alan Parsons; en algún sentido abrió el camino a relatos que explotaron la brecha, como A Knight’s Tale, que también era simpática, medieval y tenía canciones de Queen y de David Bowie en su banda sonora.

Buena parte del mérito del filme debería ser atribuida al director Donner, que nunca fue manco. Tiene películas que me gustan mucho, como The Goonies, alguna de las de la serie de Lethal Weapon, la tristísima Radio Flyer y la reciente 16 Blocks, con la cual demostró que a los 76 años goza de buena salud. (Cuando era pequeño, lo admito, también me encantó Superman, que protagonizó por entonces Christopher Reeve y en efecto le producía al niño que uno era la sensación de volar.) Pero en fin, como suele ocurrir, cada filme es una resultante de múltiples variables además del talento del director, y en este caso es imposible soslayar que la historia original de Edward Khmara es maravillosa (¿quién puede permanecer impasible ante un amor tan bello y tan imposible?) y que los actores han brillado en sus roles como pocas veces.

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25 de julio de 2007
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