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¿Habrá cuarto libro?

La viuda que surgió del frío. Fuente: mailonline Levanten la mano los que ya se aburrieron de Eva Gabrielsson, la viuda de Stig Larsson. ¡Bien! Ya somos varios. La verdad es que estoy a punto de darles la razón a los huraños hermanos de Stieg. Esa mujer es una figuretti. En fin, las viudas, ya se sabe... lo interesante en todo caso es la pregunta de la revista Ñ: ¿Habrá cuarto libro?La disputa entre Gabrielsson y los herederos de Larsson (su padre y su hermano) incluyó reclamos por una computadora portátil del escritor, que guarda ella. "De pronto a ellos se les ocurrió que querían los documentos con las investigaciones para la novela, ¡pero lo investigación no existe! También querían el tan comentado 'cuarto libro´, que según ellos estaba terminado y, también según ellos, incluso había leído el padre". Pero, ¿existe tal cosa? "Tiene doscientas páginas y nunca ha sido impreso: ya comprobé eso". Mientras ella tenga en su poder ese primer borrador, asegura que nunca serán publicados.

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23 de febrero de 2010
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Cumbre Euro Latinomaricana

Para presenciar en directo la transmisión vía Internet de la presentación de la próxima Cumbre Euro Latinoamericana por el Secretario de Estado para Iberoamérica del Gobierno de España Pablo de Laiglesia, he puesto varios enlaces al evento. Esta es una actividad organizada por la Sociedad de las Indias Occidentales para la blogosfera latinoamericana. Aquí tienen el video y más abajo el link para comentar lo que va ocurriendo, además de una transcripción en sólo texto de todo el acto.

Para que los lectores puedan comentar este es el enlace: http://www.lasindias.coop/presentacion-de-la-cumbre-eurolatinoamericana-a-la-blogsfera-latinoamericana/#respond La transcripción en sólo texto de todo lo que ocurra, pueden verla aquí: http://www.lasindias.coop/presentacion-de-la-cumbre-eurolatinoamericana-a-la-blogsfera-latinoamericana/

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23 de febrero de 2010
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El ídolo que no cayó

Esta es una máxima de la que ninguno de nosotros se libra. Anótenla: Todo escritor es, o llegado el caso se comportaría como, groupie de (al menos) un escritor entre sus contemporáneos.

         Cualquier escritor que pretenda lo contrario está mintiendo como una marrana. Por supuesto, la forma que los escritores tenemos de manifestar nuestra devoción suele ser bastante peculiar. Conozco varios que estarían más que dispuestos a prender fuego a sus ídolos y después comérselos, a la mejor manera de ciertas tribus de antaño. Pero (por fortuna para los grandes escritores) no todos tenemos instintos tan antropofágicos.

Si tuviese que confesarme, mi lista sería larga. Empezando por Ondaatje, claro. Podría ser Chabon, también. Salinger se me ha muerto hace tan poco… John Irving, claro. ¡Lorrie Moore! Dennis Lehane. …En fin: ¡muchos más!

         Todo lo que antecede es preámbulo para esta pequeña historia. Digamos que la semana pasada, por obra y gracia de un amigo dilecto, tuve la fortuna de cenar aquí en Barcelona con uno de esos escritores a los que admiro profundamente. Una vez superado el pánico escénico, la velada se convirtió en una de esas noches que recordaré siempre. Porque no volteé botella de vino alguna y porque no flambeé a nadie, para empezar, pero ante todo por los méritos del escritor en cuestión. (Cuyo nombre mantendré en secreto, si me permiten, dado que se trató de una cena privada y no de un encuentro profesional.)

         A los méritos artísticos que ya me constaban sobradamente, este hombre sumó el mayor de los encantos. Hizo gala de humor y de sensibilidad, demostrándome que más allá de su ideario estético, tenía –como su ficción permitía entrever- el corazón en el lado correcto del pecho. Además me trató como el igual que no soy, y sobre el final dio prueba de su generosidad, no sólo porque se hizo cargo de la cuenta (God save America), sino porque por motu proprio me instó a mantenerme en contacto. (¡El sueño dorado de todo groupie!)

         Descubrir que un artista está a la altura de sus obras como ser humano, créanme, no es tan habitual como a uno le gustaría. Este gremio tiene mayor proporción de miserables que la mayoría. Por fortuna, tanto mi amigo como el escritor de marras son una (maravillosa) excepción a la regla.

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23 de febrero de 2010
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Lecturas sesgadas

 

Hace ya muchos años atrás, un conocido mío, profesor universitario en la Universidad de La Laguna, me mostró con indignación un artículo de Vargas Llosa (creo que se titulaba Isla Negra o hablaba de tal lugar, no recuerdo bien aquello pero sí que salió en El País) y señalándome párrafo a párrafo las pérfidas declaraciones del escritor, me espetó que con un artículo así quedaba claro que se trataba de un fascista, un defensor de los ricos y un agente de la CIA. Lo miré un momento perplejo porque por más que me esforcé en una lectura atentísima -bueno, estábamos en el mítico Búho Jazz Bar...- no lograba ver nada de lo que él me decía. Y sé perfectamente que Vargas Llosa genera polémica y que muchos lo acusan de lo mismo que decía este profesor, así como de otras cosas peores... si caben. Pero estaba hablando con un profesor universitario y no con uno de esos incendiarios más llenos de ruido y furia que de argumentos.

La cuestión para mí no es tanto el debate que podría originarse al respecto de las ideas de Vargas Llosa o no, sino la distancia sideral que había entre la lectura de aquel profesor y la mía. Sería fácil -y deslealmente ventajoso- explicar que mi «interpretación» de aquel artículo periodístico era la buena y la suya la equivocada pero no es por ahí por donde voy, pues a lo largo de los años me he encontrado con lecturas tan sesgadas sobre un asunto determinado que me pregunto si acaso yo mismo no la hago cuando se trata de según qué temas. A veces, cuando un inofensivo post en este espacio hace brotar ciertos comentarios me pregunto si la gente hace una lectura tan sesgada como para no entender el fructífero y saludable debate que puede generar una reflexión menos ardorosa y obnubilante del texto que tenemos entre manos, de la idea que nos proponen, del argumento que nos defienden. Vamos leyendo o escuchando aquello que contradice desde un principio lo que pensamos y el juicio se nos nubla: vemos ponzoñosas vetas escondidas entre los párrafos, silencios llenos de oprobio, distorsiones de todo tipo. Al final hemos hecho nuestra lectura, parcial, equivocada, llena de furia sacra. Recuerdo que unos compañeros de clase en mis lejanos años universitarios impugnaron a un profesor marxista porque «sabía mucho del tema pero no creía en él.» En realidad, lo que querían no era un profesor: querían un párraco.  Porque quizá escuchar las razones del otro exige de nosotros una atención que no estamos dispuestos a conceder, demasiado impacientes por explicar nuestras propias inaplazables razones en lugar de escuchar tantas pueriles tonterías. Y creo que a veces no es bueno cargarse demasiado de razón.           

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23 de febrero de 2010
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Disuasión sin silenciador

No es fácil restaurar la capacidad de disuasión cuando el enemigo ha perdido el respeto a la amenaza que pende sobre su cabeza. La asimetría de fuerzas en los conflictos actuales ofrece un gran margen al contendiente más débil, de forma que hemos visto guerras en las que se invierte el orden natural de las cosas: pierde quien gana sin recibir apenas bajas y gana quien sufre el mayor desgaste en vidas humanas y en destrucciones materiales. El fuerte está obligado a una victoria total, inalcanzable por medios militares, a menos que signifique la aniquilación absoluta del enemigo, incluida la población civil. Al débil le basta con sobrevivir y seguir levantando su bandera cuando ha terminado la tempestad de fuego y acero que se abate sobre sus cuarteles. El desalojo de la acción política y diplomática en favor de la acción militar es la madre de estas guerras desiguales y de resultado disputado. Y explica el recurso último al asesinato mediante acciones encubiertas de los servicios secretos. Es una forma de restaurar, aunque sea parcialmente, la disuasión.

La forma de disuasión más eficaz es el asesinato selectivo y silencioso de los jefes enemigos, la transmisión de un mensaje sin ambigüedad: quien se ponga al frente de este ejército que me ataca será atacado sin piedad allí donde esté y por más escondido que esté. Para que la amenaza sea de la máxima eficacia debe actuar, efectivamente, con silenciador: todos deben saber de dónde viene la amenaza, pero nadie debe tener las pruebas. Así funciona la posesión del arma nuclear por parte de este país que jamás ha reconocido que la tenga: no se siente interpelado por ninguna negociación ni ninguna convención de desarme, no reconoce su posesión, pero tampoco la niega, para que se vayan enterando los enemigos, y trata como agente enemigo a quienes desvelan sus secretos. En la época de la guerra abierta no le importaba, casi al contrario, que se conocieran sus acciones ilegales en el extranjero para liquidar a responsables de crímenes contra los suyos. Tampoco le ha importado efectuar asesinatos selectivos con medios aéreos directamente a cargo del ejército en el curso de situaciones prácticamente de guerra abierta. La mayor amenaza a la propia disuasión nuclear es que aparezca una nueva potencia nuclear en la región. Si se consuma y lo que ahora es meramente una capacidad futura se convierte en un arsenal presente, el equilibrio regional entero quedará modificado. Un nuevo equilibrio del terror nuclear regional puede trastocar el mapa y la correlación de fuerzas. Estamos hablando, naturalmente, de Israel y de Irán, dos Estados radicalmente incompatibles en las posiciones de sus respectivos gobiernos actuales: el primero considera que la posesión de capacidades nucleares por parte del segundo constituye una amenaza existencial intolerable, cosa que el segundo confirma al rechazar cualquier atisbo de derecho a la existencia del primero. El ataque aéreo contra las instalaciones iraníes por parte de Israel es una hipótesis que ha estado encima de la mesa desde hace ya algunos años, sobre todo con Bush en la Casa Blanca. La llegada de Obama con su mano tendida a un diálogo con Irán y sobre todo la fuerza de la oposición contra Ahmadinajead están desactivando la idea de un ataque que sólo demoraría un par de año la carrera nuclear, pero inmediatamente facilitaría la vida al régimen y desactivaría las protestas. Queda muy poco trecho para recorrer en el silogismo. La acción fulminante atribuida al Mossad en Dubai cabe fácilmente en una operación destinada a recuperar algo de la capacidad disuasiva perdida por parte de Israel. El dirigente de Hamas liquidado por el comando se supone que israelí iba a viajar a Irán para comprar armas. Su asesinato no tan sólo sigue descabezando al grupo palestino, sino que manda un contundente mensaje a quienes vayan sustituirle. Revela, además, la debilidad logística y organizativa del grupo armado palestino: pudo haber un confidente dentro de Hamas que facilitara las cosas; es casi seguro que dos palestinos de Fatah colaboraron en la operación. El único fallo, del que no eran suficientemente conscientes los agentes ejecutores, es que fueron muchas y muy bien situadas las cámaras de video que captaron los movimientos, hasta el punto de dejar una huella visual excesiva, que ha facilitado las cosas a la policía de Dubai de forma muy preocupante para el gobierno de Benjamín Netanyahu. Varios países europeos han lamentado el uso fraudulento de pasaportes de ciudadanos suyos con doble nacionalidad israelí; algo incompatible con el comportamiento de un país que quiere tener una relación cada vez más estrecha y privilegiada con la Unión Europea. Los once agentes han quedado totalmente quemados: sólo podrán dedicarse a tareas de despacho a partir de ahora. El jefe de los servicios secretos, Meir Dagan, pero quien sabe si también el primer ministro Netanyahu, pueden tener problemas en sus viajes al extranjero con los tribunales de distintos países. Para no hablar de las relaciones entre los estados árabes e Israel, enturbiadas ahora por esta acción en territorio de uno de los emiratos que mejor se entendía con el Estado israelí. Si ha sido una acción destinada a levantar de nuevo la disuasión, y todo conduce a pensarlo, se ha producido en la forma inconveniente de un disparo sin silenciador. Y cuando la disuasión se convierte en espectáculo, puede incluso rebotarse en un efecto retroceso contra quien ha perpetrado el golpe. Así de dura es la vida para los espías y los asesinos profesionales en la época de la videovigilancia casi universal.

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23 de febrero de 2010
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Videojuegos: una historia personal

Joseph Andrés no ha cumplido tres años y ya sabe pronunciar palabras importantes. Apenas lo siento en su sillita en el auto, dice con cierta urgencia: “iphone, iphone”. Le paso mi celular, y él busca sus aplicaciones (“Itsy Bitsy”, “Lunchbox”…) y escoge rápidamente la que le interesa. En el piso del Nissan están tirados los libritos con los que solía entretenerse. Creo que es temprano para preocuparse de que el mundo haya perdido otro lector; lo que sí es seguro es que, gracias a las redes sociales y a los celulares, los videojuegos se han vuelto ubicuos y son, casi sin darnos cuenta, una parte cada vez más importante de nuestra vida cotidiana.

A los diez años visité la casa de un chico de mi barrio al que su padre le había traído un Atari de los Estados Unidos. Por entonces sólo se podía jugar Pong, pero era más que suficiente para que ese chico ganara puntos en la estima popular. Ahí estábamos todos, hipnotizados en el living mientras una pelota iba y venía de un lado a otro en la pantalla en blanco y negro. Tiempo después, en mi cumpleaños, me presté un Atari de un amigo para que mis invitados se divirtieran; ahora los juegos eran a colores y había más variedad. Igual, en esa época no eran lo suficientemente seductores para lograr que dejáramos el fútbol con tapitas de refrescos sobre una frazada.

Los videojuegos se borraron de mi imaginación hasta que apareció SimCity a fines de los ochenta. Me perdí el gran desarrollo de las consolas en la década del noventa, época en que las compañías dominantes apostaron por el videojuego como una experiencia absorbente más que un entretenimiento casual. Cuando me compré una PlayStation 2 a principios del 2000, descubrí que terminar un juego de plataforma podía tomarme entre treinta y cuarenta y cinco horas, y me quedé en los márgenes, disfrutando de vez en cuando de un partido de fútbol.

La década pasada, los videojuegos en celulares explotaron, sobre todo a partir de la aparición del iPhone. Al mismo tiempo, la consolidación de las redes sociales hizo que fuera normal, para alguien a quien le intimidaban juegos como Metroid Prime en las consolas, dedicar una hora al día a cultivar tomates y uvas en FarmVille. A mí esa adicción me duró un par de meses. Decía que lo hacía espoleado por Gabriel, mi hijo de nueve años, pero en el fondo era porque me gustaba ver cómo crecía mi granja, cómo cada nuevo nivel me permitía cultivar nuevas frutas y verduras. No es de las cosas de las que más me sienta orgulloso, pero al menos ya me libré (FarmVille cuenta hoy con setenta y cinco millones de usuarios activos que juegan y son también jugados por el juego: muchos de ellos prefieren comprar sus bienes virtuales y gracias a ello han convertido a Zynga  en la compañía más grande de juegos sociales en Facebook).

Compré una consola para tener algo con que Gabriel se divirtiera los fines de semana que le tocaba quedarse conmigo, pero ahora descubro que cada vez que viene a casa se encierra en los juegos y hablamos poco. Bajé algunas aplicaciones en el iPhone para que Joseph Andrés se entretuviera sin mi ayuda, pero ahora anda hipnotizado por mi celular. Cada vez que intento regular las horas de juego, termino quebrando mis propias reglas, porque, bueno, no es fácil ser padre en un pueblito en los Estados Unidos (el videojuego es una niñera más participativa que la televisión).  

Hubo alguna vez un debate acerca de si los videojuegos eran útiles para el desarrollo del adolescente –en la coordinación, en la velocidad de respuesta en emergencias--, si permitían la proliferación de impulsos agresivos o si producían chicos autistas. Yo diría que todo a la vez (aunque no creo que un videojuego violento te convierta en un asesino). La paradoja, sin embargo, es que ahora que todos los jugamos ya no hay debate. Quizás porque todos nos hemos vuelto autistas.

(La Tercera, 22 de enero 2010)

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23 de febrero de 2010
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La herida luminosa

He sabido por el periódico que vivo en un edificio sujeto a la ilegalidad. De momento no corremos peligro sus inquilinos de ser llevados ante la justicia, pero con el Consistorio uno nunca puede estar seguro. Por ejemplo: a mí no me ha pasado, pero he oído de casos desgarradores de amenaza y multa de personas por introducir un desecho orgánico en una cavidad indebida; la reservada exclusivamente para la basura del cristal. Alarmado por la noticia, me he asomado a la ventana de mi casa y he visto florecer, con la nueva información de que dispongo gracias al reportaje periodístico, una bonita cantidad de edificios cuyos moradores, si no son lectores de prensa o no siguen al día las ordenanzas municipales, tal vez ignoren su condición. En un primer vistazo en rededor he contado cuatro posibles sujetos ilegales: un concesionario de automóviles, una firma inmobiliaria, una producción cinematográfica y la mismísima UGT. Todos presuntamente fuera de la ley.

     Recapitulemos. La nueva Ordenanza de Publicidad Exterior. El nombre es sugestivo, hay que reconocerlo, sobre todo si se piensa en una alternativa de indudable enjundia; la Publicidad Interior, o, lo que es casi lo mismo, el alma de la publicidad (caso de tenerla). Estamos ahora en el cuerpo, en todo caso. El ayuntamiento de Madrid dictó o promulgó o implementó, que es lo que más se lleva ahora, esa Ordenanza hace un año, con el objetivo de acabar con placas, cartelones a fachada entera y demás artilugios de propaganda comercial, incluyendo, a escala humana, los hombres-sándwich, que tanta polémica despertaron hasta que, tras la oportuna queja de la mismísima Esperanza Aguirre (nadie le gana a ella en casticismo), se revocó el epígrafe que les prohibía pasearse, permitiéndoles ahora de nuevo circular por las calles anunciando un restaurante barato o un comprador de oro, del mismo modo que se dejan otros vestigios de la esencialidad madrileña: los majos y las majas, los isidros, las mascotas, cerditos y ‘hamsters' en la fiesta de San Antón.

      Para no incurrir en acusaciones de totalitarismo, la corporación que preside el alcalde Ruiz Gallardón dio un año de margen para examinar otros casos de anunciamiento ilegal no semoviente, y ahora parece estar llegando la hora de la verdad municipal. La concejalía de Medio Ambiente ha inventariado todos los soportes publicitarios de nuestra capital, para intentar poner orden en un paisaje tal vez ilegal en una cifra muy considerable. Pues bien, de ese indiscutible trabajo de campo en la ciudad, se ha deducido que 431 de los 1.503 rótulos existentes no cumplen con la susodicha ordenanza, habiendo procedido el ayuntamiento, por vía ya ejecutiva y no meramente reflexiva, a retirar 223, en un desglose que el reportero de nuestro periódico enumera con un detalle que es de agradecer: 59 vallas, 51 monopostes, 50 lonas, 39 paredes medianeras y 24 rótulos sobre edificios. Aquí entro yo.

    He descubierto en la lectura del reportaje la palabra monoposte, que no por comprensible me resulta menos exótica: como nombre de servidor de un maestro masónico en una ópera de Mozart. La ilegalidad en lo que yo y mis vecinos vivimos no es monoposte, sino de otro género, decididamente -dada la promiscuidad en ascensores y rellanos de los cientos de vecinos que aquí habitamos- poliposte. Pues de eso se trata: somos ilegales porque sostenemos en la cima de nuestro alto edificio un poste enorme, con un anuncio luminoso que se enciende en cinco fases anunciando una compañía aérea que, pese a ser de bandera, ¡de nuestra bandera además!, incurre en presunto delito. Sabemos que las farmacias seguirán infundiendo la esperanza de alivio con sus crucecitas verdes iluminadas, y que los cines y los hoteles también podrán lucir sus servicios, aunque en horario restringido y con baja intensidad, que es lo que ya tienen ahora en cuanto a frecuentación del personal. De los rótulos de alta intensidad que destacan en las calles de Madrid sólo cuatro han sido exonerados de la condena dictaminada por el ayuntamiento: el Schweppes del Capitol, en Gran Vía, el Tío Pepe en Sol, el BBVA en el hermoso edificio de Sáenz de Oiza en Castellana y uno de Firestone en O´Donnell poco recordable. El indulto es por su valor simbólico y sentimental, lo que significa un duro golpe para aquellos de nosotros que llevamos en algún caso más de 30 años bajo un cartel visible en toda la ciudad pero no por ello indultable.

    Vivir en Madrid, tan ruidosa, incómoda y de mobiliario urbano tan berroqueño,  ya era duro. Y ahora quieren quitar esa pequeña ascua de alegría que, al levantar los ojos del rudo suelo, nos dan las luces de la ciudad.

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22 de febrero de 2010
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A favor de la memoria histórica

Tener un amigo que, cuando lo necesitas, te presta mil euros para pagar el alquiler es una bendición, pero hay regalos más duraderos que el dinero, aunque no muchos. Uno de ellos es un libro porque sus efectos sobre nuestra vida pueden ser perdurables. Cuando Jorge Vigil me regaló hace una semana el libro de Tony Judt titulado "Sobre el olvidado siglo XX" no me libró de un casero ocasional, sino del deudor más peligroso: el desánimo.

    Llevaba yo una temporada abatido al constatar el escaso número de escritores, periodistas, profesores, en fin, gente responsable, que compartía conmigo una visión tan poco optimista de la España actual, de su vanidoso gobierno y de sus caprichosas autonomías, cuando de pronto me vi arropado por un profesional cuya opinión se respeta en el mundo civilizado. Un alivio. Tras leer a Judt me pareció entender que no éramos, mis colegas críticos o yo mismo, un cultivo cizañero al que divierte poner a parir el espectáculo gubernamental, un fruto de secano cubierto de espinas que sigue, como en tiempos de Franco, arrastrando su soledad a la manera de un estandarte. Si un producto de regadío tan bien nutrido como Judt decía exactamente lo mismo, aunque referido a objetos de mayor tamaño, cabía la posibilidad de que no estuviéramos del todo equivocados, los incorrectos de esta provincia.

    Aunque sea una colección de artículos, algunos ya con una década sobre el título, la poética del libro de Judt, su claro y distinto pensamiento, puede resumirse sucintamente. El "olvidado siglo XX" (así le llama) ha sido uno de los más atroces de la historia de la humanidad. Sus matanzas no pueden compararse, ni en cantidad ni en calidad, a las añejas barbaridades. La gigantesca nube de horror del Novecientos tiene, además, una característica peculiar. A diferencia de los tiempos antiguos, en el siglo XX se expande y domina una fuerza de choque ideológica que desde el caso Dreyfus se denomina "la intelectualidad", la cual se encarga de justificar todas las salvajadas pretendidamente izquierdistas. De ahí el "olvido" y la buena conciencia.

    A comienzos de siglo, tras la primera guerra mundial y la revolución rusa, la parte mayor y mejor de esa intelectualidad europea apoyó lo que se solían llamar "posiciones de izquierda". Y entonces lo eran. El drama es que a medida que el siglo avanzaba, las "posiciones de izquierda" iban dejando de ser de izquierda y se convertían en mero usufructo de intereses de partido, cuando no económicos y de privilegio. La derecha nunca ha tenido necesidad de justificar sus infamias, no trabaja sobre ideas sino sobre prácticas, pero se suponía que la izquierda era lo opuesto. En la nueva centuria ya no hay diferencia.

    Quienes nos hicimos adultos en la segunda mitad del siglo XX y nos creímos parte integrante de esa izquierda que, según nuestro interesado juicio, recogía lo mejor de cada país, no sólo estábamos siendo conservadores y acomodaticios al no movernos de ahí a lo largo de las décadas, sino que fuimos deshonestos. Eso no quiere decir que no hubiera en la izquierda gente honrada y dispuesta a sacrificarse, muchos hubo y algunos murieron en las cárceles de Franco, pero no eran escritores, ni periodistas, no eran, vaya, "intelectuales". Y lo que es más curioso, aquellos escritores que en verdad eran de izquierdas tuvieron que soportar los feroces ataques de los "intelectuales de izquierdas" oficiales que entonces, como ahora, apoltronados en sus privilegios, eran enemigos feroces de la verdad. Tal fue el caso de Camus, de Orwell, de Serge, de Koestler, de Kolakowski, que se atrevieron a ir en contra de las órdenes del Partido y de la corrección política. Las calumnias que sobre ellos volcó la izquierda aposentada, descritas por Judt, son nauseabundas.

    De ellos habla su libro, pero podría haber hablado de otros cien porque cualquiera que osara ir en contra de la confortable izquierda oficial para denunciar las carnicerías que se estaban produciendo en nombre de la izquierda, era inmediatamente masacrado por los tribunos de la plebe. Tachados de fascistas, de agentes de la CIA, de criptonazis o de delincuentes comunes, hubieron de soportar casi indefensos los embustes de los ganapanes. Luego los calumniadores se tomaban unas vacaciones en Rumania y regresaban entusiasmados con Ceacescu. En las hemerotecas constan nuestros turistas entusiastas. Lo mismo, en Cuba. Fueron muchos.

    La deshonestidad no afectó tan sólo a los crímenes estalinistas, maoístas o castristas. En un capítulo emocionante explica Judt las dificultades que tuvo Primo Levi para que la izquierda italiana tomara en consideración sus libros sobre Auschwitz, comenzando por el arrogante Einaudi. Y cómo hasta los años sesenta, más de veinte años después de escritos sus primeros testimonios sobre el Holocausto, no comenzaron a horrorizarse los izquierdistas. ¡Veinte años en la inopia, la progresía!

    La impotencia de tres generaciones de izquierdoides para defender la verdad se acompañó del triunfo de los héroes de la mentira, desde el Sartre envilecido de los últimos años, hasta el chiflado Althusser cuyos delirios devorábamos los monaguillos de la revolución maoísta. Todavía hoy un valedor de la dictadura como Badiou fascina a los periodistas con un libro sobre "el amor romántico", cuando es el sentimentalismo tipo Disney justamente lo propio del kitsch estalinista y nazi, su producto supremo. Sigue siendo uno de los más dañinos errores de la izquierda no aceptar que entre un nazi negacionista y un estalinista actual no hay diferencia moral, por mucho que el segundo pertenezca al círculo de la tradición cristiana (y haya tanto sacristán comunista) y el primero al de la pagana (y por eso ahí abunda el fanático de la Madre Patria).

    Ya es un tópico irritante ese quejido sobre el galimatías de la izquierda, su falta de ideas, su desconcierto. ¿Cómo no va a estar desnortada, o aún mejor, pasmada, si todavía es incapaz de admitir honestamente su propia historia? ¿Si sólo entiende la memoria histórica en forma de publicidad comercial sobre la grandeza moral de sus actuales jefes? Aún hay gente que dice amar la dictadura cubana "por progresismo" y el actual presidente del gobierno (uno de los más frívolos que ha ocupado el cargo) se ufana de ello. ¿Saben acaso el daño que producen en quienes todavía ponen ilusión, quizás equivocada, pero idealista, en la palabra "izquierda"? ¿Y cómo puede un partido que alardea de progresista pactar hasta fundirse con castas tan obviamente reaccionarias como las que defienden el soberanismo de los ricos? Dentro de un lustro no quedará nadie por debajo de los sesenta años que se crea una sola palabra de un socialismo fundado sobre tamaña deshonestidad.

    No es que la izquierda ande desnortada o carente de ideas, es que no existe. Su lugar, el hueco dejado por el difunto, ha sido ocupado por una empresa que compró el logo a bajo precio y ahora vende que para ser de izquierdas basta con decir pestes del PP. ¡Notable abnegación la de estos héroes del progreso! ¡Cómo arriesgan su patrimonio! ¡Qué ejemplo para los jóvenes aplastados por la partitocracia farisaica! El resultado, como se vio en Francia, es el descrédito de los barones, marqueses y princesas del socialismo. Su inevitable expulsión del poder. Y la destructiva ausencia de ideas en un país que ya soporta el analfabetismo funcional mayor de Europa. Una herencia que enlaza con la eterna tradición española de sumisión al poder llevada con gesto chulo por los sirvientes. Esta vez bajo el disfraz del progreso.

    Y mira que sería sencillo que la izquierda recuperara su capacidad para armar las conciencias, inspirar entusiasmo y ofrecer esperanza en una vida más digna que su actual caricatura. Bastaría con decir la verdad y enfrentarse a las consecuencias. ¡Ah, pero son relativistas culturales! Y por lo tanto para ellos la verdad es un efecto mediático.

 

Artículo publicado el sábado 20 de febrero de 2010.

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22 de febrero de 2010
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La fiebre

La fiebre encuentra su lugar más apropiado en el interior de nuestra casa. Todos los hospitales y clínicas del mundo se hallan atestados por una infinidad de fiebres que corren de una habitación a otra, fiebres de distinta longitud y ferocidad, avanzando sin cesar o remitiendo gradualmente como erráticos gusanos que proceden de las arterias y sin salir para nada de  ellas generan los primeros síntomas que colecciona en cada supuesto la enfermera, el enfermero o los doctores.

 De fiebres azules, rojas, moradas, está el mundo constantemente lleno y el organismo absoluto de la especie guarda dentro de su misma funda primordial y más minuciosmente en la vena sumida en sangre una suerte de fluido reptil que ondula al compás del riego y por momentos, incluso sin causa conocida, se inflama o se dilata, se hincha su crúor dentro del conducto y, por derivación, atesta los canales, crea un atosigamiento que aturde,  debilita, agota y  la casa, donde hay un lecho propio,  se ofrece como el estuche perfecto, el pulmón de amor y acero, para recibir apropiadamente  esa indebida mutación.

Sin duda, la fiebre en cuanto el ser independiente que emerge con debilidad o con fuerza en cualquier lugar, sea en el trabajo o en la fiesta,  en un lugar cerrado o a cielo abierto. De por sí la fiebre cuenta con un cobijo natural  en la sima de la sangre y sus peripecia, sus encabritamientos o sus dislates son imposibles de seguir, imposibles de describir atinadamente en el momento de su aparición pero incluso puede tardar en revelar su condición a través de la mera temperatura patológica.

En el hospital, en el centro médico toman la fiebre y tratan de bajarla hasta su nivel de normalidad pero es, sobre todo, dentro de la casa donde el enfebrecido desea ser tratado y comprendido que es el principio de su bienestar.

El tratamiento casero de la fiebre es el mejor tratamiento posible, la confusión del mal con el bien, del malestar con el confort, el desasosiego con el consumo de cariño doméstico. Dentro de las maniobras que desencadena la fiebre en casa el mal que se intenta combatir no es por tanto un mal a secas sino un mal ambiguo en donde diferentes componentes se amalgaman. La fiebre en cuanto mal no es tan sólo adversidad sino un umbral que se traspasa  para ser más querido, recibir una atención y, finalmente, ser encamado con un mimo insólito y sólo, a fin de cuentas, porque la temperatura ha encendido en algunos grados la piel y esa calentura, en efecto,  le procure un brillo diamantino al posible enfermo.

 De hecho es así como se ven los ojos del que padece  fiebre, ojos que brillan más y miran como poseídos de una nueva mirada que si sigue  dirigiéndose hacia fuera denota también una experiencia interior, tal como si el fulgor procediera de haberse acercado al fuego del sistema vascular enfebrecido donde al aproximarse a podido distinguir, aún brevemente, el secreto maldito y vital de la sangre y  regresar después a la superficie con los ojos bruñidos quizás por la erosión de calor.

La fiebre que viene de no se sabe dónde nos conduce anhelantemente a la casa donde efectivamente el ardor del cuerpo se aviene con el calor del hogar y el grado de tristeza que la fiebre induce impulsa  a hallar  consuelo en el forro del hogar. La fiebre acaso no baje enseguida pero entre los tabiques conocidos y el movimiento familiar a la fiebre se la rodea de una normalidad, una rutina y una tibieza doméstica que acaso influye en su control piadoso.

En el termómetro se lee el techo bajo el cual vive  la salud, la despreocupación o el éxito del no pasa nada. Por encima de esa raya empieza a serpentear la fiebre y sus inquietudes nerviosas. Efectivamente hay diagnósticos puros que atribuyen la fiebre a disfunciones neurológicas pero, en general, toda patología sobre la que la fiebre cabalga es prácticamente inseparable de la desazón que el cuerpo siente sobre su propio estado.

El cuerpo se inquieta desde un interior invisible a partir del cual sólo emerge el signo de la fiebre,  una información de otra parte tan simple y objetiva como indescifrable.

En la patente simplicidad de esta medida anómala se dibuja, cara a cara,  la anómala simplicidad de la existencia doméstica. Todavía sin sobresaltos,  la fiebre pide instalarse en la trinchera de la casa, recibir el agua y las medicinas de  casa, quedarse hasta morir en casa y morir si es preciso con el paciente entre su estuoso abrazo.

 

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22 de febrero de 2010
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Rasgos elementales de la ‘physis’

Utilizamos con frecuencia expresiones vinculadas a la palabra ente sin saber demasiado lo que queremos decir, y ello en razón misma de la excesiva generalidad. Un periodista puede escribir  "el ente autónomo Radio Televisión  Española está amenazado por la política gubernamental". Y un abogado afirmará que "x carece de entidad jurídica para constituirse en parte". En ambos casos hay referencia a abstracciones, entendiendo (en este caso preciso) por tales lo designado por conceptos sin correlato físico.

Cuando hacemos referencia a estos últimos creemos tener relativamente claro lo que tenemos en mente: una entidad física es material, diremos de entrada. Mas si se nos pregunta qué quiere decir material, no es seguro que la respuesta sea evidente. El problema es análogo al que se plantea en relación a lo que merece ser calificado de sustancial:

Material es la mesa sobre la que reposan mis cuartillas y desde luego las cuartillas mismas, y el bolígrafo que sobre ellas se desliza. Y también son materiales los rasgos que forman las letras que se van configurando. Mas surge la pregunta, ¿es material asimismo la superficie de la mesa, y la de la cuartilla, la del bolígrafo, y hasta si se me apura la superficie de las letras? Entra aquí un embrión de duda. Por una parte es evidente que sin materia no hay superficie, de tal manera que, en términos lógicos, cabe decir: superficie implica materia. Evidente parece asimismo que toda entidad material presenta una superficie, siendo pues también válido: materia implica superficie. Indisociables pues los conceptos de superficie y de materia, pero la cuestión no está zanjada

No nos vinculamos a la superficie de la misma manera que nos vinculamos a la mesa misma. Y sobre todo, no nos conformamos en nuestras vidas con la superficie de las cosas, por mucho que la primera sea en ellas lo mas inmediato, lo más  aparente. Queremos, en suma, la sustancia de las cosas materiales pues, sensibles a la  deficiencia de  lo superficial respecto a lo substancial, barruntamos que sólo en la sustancia de la cosa reside su materia.

Mas ¿qué es lo que distingue realmente a lo sustancial y material de lo superficial y fenoménico? ¿Cuáles son los rasgos más generales, los rasgos mínimos que permiten afirmar que lo que se presenta ante nosotros es material?

A esta pregunta se confronta Aristóteles en su Física y también se confrontan los clásicos de la física moderna, aquellos a los que debemos las fórmulas elementales que aprendimos quizás en nuestros años escolares (Galileo y  Newton en primer lugar) mas asimismo los grandes de la física del siglo veinte.

Empecemos por aceptar algo que parece obvio, a saber, que los entes físicos tienen lo que denominamos masa, concepto del que sólo recordaré que se mide en unidades denominadas kilos. Aceptemos (provisionalmente al menos) que la atribución de masa es siempre positiva, o sea que no hay entidad física cuya masa sea nula o negativa (no considero aquí casos como el del fotón).

Sentado lo anterior, aceptemos asimismo que lo que tiene masa es susceptible de tener una posición. Esto no parece comprometernos demasiado. Baste recordar cierta definición según la cual cuerpo, es decir entidad con masa, es lo que "ocupa un lugar en el espacio".El problema de esta caracterización es que parece considerar el espacio como  algo no dependiente de esos mismos cuerpos que, según la sentencia, vendrían solamente a ocuparlo, de tal manera que, haciendo abstracción de los mismos, tendríamos ni más ni menos que el vacío.

Soslayemos por el momento ese berenjenal filosófico, y asimismo el correlativo correspondiente al tiempo. En relación a este último diré tan sólo que la posición de un cuerpo es relativa a un tiempo dado. Supongamos que tenemos un sistema de coordenadas cartesianas X, horizontal, Y perpendicular a la horizontal, Z perpendicular a ambas, Para mayor sencillez consideremos que los acontecimientos físicos que nos conciernen (por ejemplo los cambios de posición de un cuerpo) ocurren tan sólo en uno de los ejes, el X para el caso.

Diremos entonces que a todo instante t de la imaginaria línea temporal corresponde una posición x (t) en el eje X de coordenadas. Y enfatizaré el peso del asunto (¡provisionalmente, pues, como ya he sugerido y como veremos en detalle la más radical novedad de la física del siglo XX será poner en tela de juicio esta "evidencia") afirmando: ocupar una posición es una de las condiciones mínimas e imprescindibles que ha de satisfacer lo que se presenta ante nosotros para que pueda ser tildado de entidad física.

Tenemos pues en un instante dado un cuerpo ocupando una determinada posición. Obviamente cabe imaginar que el cuerpo en cuestión no se desplaza, en cuyo caso diremos que se halla en reposo. Mas cabe imaginar asimismo que se desplaza durante un intervalo tiempo, mayor o menor. En razón de sencillez supondremos que tal desplazamiento es uniforme, es decir, que a dos sub-intervalos idénticos de tiempo corresponde un cambio de posición idéntico en magnitud. Diremos en tal caso que la entidad física en cuestión tiene una velocidad constante, aceptando la convención de que en los casos de reposo se trata simplemente de velocidad cero.

Enunciaré ahora una proposición  que parece perogrullesca, a saber, todo lo que tiene una masa, toda entidad física, o bien se halla en reposo, o bien se halla en movimiento, es decir: o bien su velocidad es nula, o bien su velocidad es positiva (debe señalarse que también en esto la física del siglo XX introdujo una subversión radical, que por el momento sólo evoco).

Vinculando el asunto a la noción misma de masa complicaré algo el enunciado diciendo: a toda entidad física corresponde una cifra que relaciona multiplicativamente unidades de masa (kilos) y unidades de velocidad (intervalo espacial partido por intervalo temporal). Por razones derivadas de la historia de la física tal cifra será calificada de momento, concepto a designar mediante la letra P, siendo M la letra correspondiente a  masa y V la correspondiente a velocidad.

                                           P = M · V

Sintetizando lo hasta ahora indicado: una entidad física es algo que, como mínimo, tiene una "posición" y tiene un "momento". Muy probablemente tendrá otros atributos, pero sin los dos mencionados, lo que eventualmente se presente a nosotros no tendrá carácter corporal, sería pura apariencia, literalmente un fantasma.

Y estamos ahora en condiciones de responder a la pregunta que formulaba respecto a "entidades" (las comillas vienen por el hecho de que, en el sentido cabal, "entidades sólo serían las que responden a lo avanzado) del tipo de las superficies. La superficie de la mesa no es una entidad física, simplemente porque si la separamos de la mesa... ni tiene posición alguna, ni tiene momento (es decir, no se halla en movimiento pero tampoco en reposo).

Tenemos ciertamente la ilusión de lo contrario, en razón de que la superficie se mueve cuando se movía la mesa y se halla en reposo cuando la mesa lo está. Pero ni se mueve sola, ni reposa tampoco en sí misma. Carece de momento porque carece de masa, pues hemos dicho que la masa no puede nunca ser nula o negativa. Y respecto a la posición es evidente que, privada de la densidad de su sustrato, la superficie deja de ubicarse en sitio alguno. Así las imágenes que percibimos en la pantalla del televisor dejarían de ser tales si las priváramos de esas entidades que son los electrones, que sí están provistos de masa y a cuyo movimiento las imágenes mismas se reducen.

Es necesario señalar desde ahora que posición y momento o cantidad de movimiento no tienen  intersección. La posición no es el caso particular del momento en el que la velocidad es nula, o sea, el reposo. Como veremos esto tendrá enorme importancia cuando, con la física cuántica, determinar el momento de una entidad implicará excluir a ésta de toda posición, de tal manera que podrá hallarse en reposo y no obstante carecer absolutamente de ubicación. Pero estamos aún lejos de esto. Se necesitará recorrer varias etapas previas, una de las cuales consistirá en establecer  que realmente posición y momento son determinaciones independientes (lo cual no significa aún determinaciones mutuamente excluyentes)

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22 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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