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Ventanas

En el asunto de las ventanas, desde el arquitecto, al historiador, desde la novelista al sociólogo, aparece machaconamente la dialéctica entre el interior y el exterior. O lo que es lo mismo,  la  manida idea de que si de un lado la ventana procura que el exterior ingrese en casa, de otro la casa se abalanza y succiona el mundo del exterior.

La aparición del cristal mantuvo sin cesar este diálogo del adentro y el afuera. Lo mantuvo noche y día, con lluvia o con nieve, con viento o con frío y, de este modo, reforzó la metáfora de la ventana como un suerte de ojo que miraba cuanto acontecía más allá y se miraba interiormente como se supone que podría hacer mitológicamente el ojo.

Ni el ojo ni la ventana cumplen realmente la función de automirarse pero es cierto que ambos delegan esta importante tarea a quien nos observa la mirada o quien escudriña a través del ventanal. En la expresión de sus ojos llegaremos a alcanzar una aproximación de lo que han descubierto en nuestro adentro.

Pero ¿descubrir  qué? La intimidad, evidentemente que se da por recubierta, y más concretamente la identidad femenina puesto que el ojo ha sido por antonomasia el ojo masculino de Dios: las mujeres vistieron de rojo o amarillo para ser vistas con facilidad mientras la indumentaria masculina se camufló de gris o de azul (el color del aire o del cielo) como manera de ver sin ser visto.

Las mujeres hasta hace poco no miraban (o sólo miraban a medias, tras el abananico, tras las cortinas, tras los visillos) mientras los hombres tenían por misión avistar y cazar". La insolencia de algunas mujeres que se asomaban a las ventanas llevó a calificarlas de "ventaneras" (o chicas licenciosas) tal como aparecen pintadas en el cuadro de Murillo, Gallegas en la ventana (c. 1660).

Tras la ventana sucede la intimidad y quién sabe si se arrastra al presentarse en su alfeizar. La intimidad se abulta tras las cortinas especialmente de noche cuando la casa parece iluminada a retazos a través de esas aperturas que, aún medio celadas, delatan una incierta vida secreta en su interior. Esta es la máxima categoría de la ventana en cuanto signo: la parcial donación de intimidad o el indicio, medio oteado medio inventado, que hace  presentir. Hace presentir algo sin llegar del todo a paladearlo o conocerlo, hace grande que la imaginación se agite y lleva a olfatear posibles secretos que en la casa se guardan.

Unos secretos que no consisten sino en el ovillo de una intimidad más o menos intuida  y de cuyo argumento hay modelos y modelos repetidos. Aunque repetidos tan sólo, en un modo grosero de mirar, porque en cualquier galería de fotografías dedicadas a familias reunidas ante el televisor o la mesa de comer se observará siempre una sorprendente  cantidad de diferencias según sea la calaña, o el cuarto,  el carácter, el vestuario, la fisognomía, la educación, la iluminación, los cuadros, los colores y la infinita interrelación de los numerosos componentes.

La intimidad siempre es menos que un gran espectáculo pero mantiene el vivaz interés de su interminable taxonomía y agudiza, en fin, la morbosidad que vela la ventana.

Carmen Martín Gaite escribió Entre visillos mirando por la ventana en la dirección de  adentro a afuera. La mujer que miraba aspiraba a no ser vista ni importaba su consistencia real más allá de la penetración en que se empeñaban sus ojos.

El mundo visto desde una mujer que no era vista. Siempre a la manera de un panóptico (el panóptico del histórico carcelero masculino) y con la condición de que ese artefacto está  desaparecido. De este modo la secuencia discurre ante un objetivo que objetivamente graba.

La Muchacha en la ventana (1925) de Salvador Dalí retrata a una mujer en la ventana abocada hacia el mar y el protagonista del cuadro es tanto ella como la ventana: no la marina, los barcos de vela o los pormenores de la costa. La ventana o ella no poseen otra función que identificarse con la nueva mirada de esa mujer vermeeriana. Una mujer de interior que en ese cuadro, a diferencia de las protagonistas de Vermeer (presente en  Dalí) se asoma. Y ¿quién duda de que "asomarse" pertenece a la mística de la feminidad?

Asomándose al mundo, las mujeres feminizan el mundo. Desde la oscuridad o el anonimato a la exterioridad y su vistoso color. La ventana es un  tránsito pero se trata, sobre todo, en la historia de la casa de un símbolo  constructivo administrado por las manos femeninas como guardián de la intimidad y su regular servicio de  higiene o, directamente, graduando sus rendijas en los momentos necesarios para dosificar la luz.

Asomarse a la ventana comporta aceptar la vista pública y de ahí, también, que hasta mediados del siglo XX la ventana abierta evocara tanto un gesto de desparpajo o comunicación vecinal como un audaz ofrecimiento. .

La ventana es redundandemente indiscreta. Se introduce en las maniobras ocultas de los demás y se abre, inevitablemente, a la interpretación de los otros. De este modo, entre el placer de observar y el tedio de no ver nada nuevo la ventana bascula entre el yo y los demás, la vida y la muerte. Entre la estética de una multitud acaso extraña y amenazante y el orden de la habitación que, a nuestras espaldas, nos calma resguardándonos.

 

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2 de marzo de 2010
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El partido de los incorrectos

Lo que se lleva ahora es la incorrección, no sigamos engañándonos. Quienes disfrutan llevando la contraria, navegando contra corriente, ya pueden cambiar de guión. Lo normal, lo habitual, es atreverse a establecer alguna relación entre inmigración y delincuencia, tomar las medidas del país para decir que no cabemos todos, echar en la cuenta de la religión más ajena --el islam-- todos los estigmas, o incluso atreverse a descalificar a alguien por su origen o su lengua. Los artistas de este fuera de juego lo tienen ahora más difícil: son multitud quienes les emulan. En fuera de juego quedan ahora los otros. Aunque pocos: tanto palo al progre ha liquidado prácticamente la especie y los títeres que quedan parecen contratados para recibir gorrazos de sus denigradores.

Es lógico: los incorrectos ya tienen partido y quizás van a tener pronto internacional. Están en el poder o a punto de alcanzarlo en muchos países europeos. Son parte, vaya por Dios, del establisment, todo lo contrario de lo que querían ser cuando mozalbetes. Hay primeros ministros y ex presidentes que compiten entre sí para ver quien lo es más, aunque nadie supera a Berlusconi, el emperador de los incorrectos. En su caso, el mérito artístico va acompañado del premio pecuniario. Nadie le ha sacado nunca tanto partido: este pasado 2009 de nuestras crisis ha sido un año de oro en beneficios empresariales para Silvio y los suyos. Para algo está en el Gobierno: forrado ya, para evitar la cárcel; y mientras va evitándola, para seguir forrándose. Los incorrectos son quienes marcan ahora las agendas. Se les puede llamar populistas o incluso de extrema derecha si se quiere, pero son denominaciones demasiado antiguas. Viene de lejos eso de decir en voz alta lo que los demás murmuran, aunque ahora sea al revés: el murmullo aislado es el de los que conservan todavía algunas reglas absurdas de la buena educación, las voces escandalizadas de quienes no quieren invertir la jerarquía de la palabra sobre las heces. Son tantos en tertulias y columnas los que reivindican su voz políticamente incorrecta que es hora ya de pedirles que revisen su vocabulario: se creen incorrectos, pero la suya es una nueva corrección política. En el caso más leve, la de los prejuicios, los tópicos y estereotipos, y en el más grave la de la xenofobia, el racismo y la exclusión. Lo que faltaba era que alguien que reivindica la ciudadanía utilizara la descalificación excluyente de la incorrección y exigiera después a los insultados un poco más de sentido del humor. Negro, se supone.

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2 de marzo de 2010
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En el corredor de los condenados a quedarse

La señora levanta el cuño y lo acerca a la hoja, para finalmente colocarlo a un lado sin haber estampado tu permiso de salida. ?Usted no está autorizada a viajar? -te dice- y todos en la oficina escuchan la frase que te condena a quedarte recluida en esta Isla. En las otras mesas, los solicitantes se miran a los pies para evitar que tus ojos se topen con los de ellos buscando solidaridad. Los militares que pasan te escrutan de arriba abajo con el reproche de quien piensa ?algo habrá hecho, para que no la dejen salir?. Hasta el último minuto pensaste que a lo mejor los archivos del Ministerio del Interior no estarían tan organizados y tu historial de inconformidades no saldría a relucir. Frecuentemente especulabas que una secretaria iría por una pizza justo en el momento en que revisaba tu expediente y los tirones de su estómago la harían ponerlo ?a toda velocidad? en el montoncito de los aprobados. Bien sabes del efecto que el queso derretido y la salsa de tomate puede causar en un burócrata que mira su reloj a las tres de la tarde. Sin embargo, la opción de la negligencia estatal no funcionó esta vez. Detectaron tu caso desde que presentaste las primeras planillas para un viaje hacia el Sur. Algún jefe con rango de teniente coronel habrá sonreído al ver que finalmente estabas en sus manos. Después de creerte que podías actuar como un hombre libre, diciendo tus opiniones a viva voz y publicando artículos sin seudónimo, habías llegado al punto donde te harían sentir todos los muros, todas las rejas, todos los candados. No tienes antecedentes penales, jamás has sido condenada por un tribunal y tus delitos más frecuentes consisten en comprar queso o leche en el mercado negro. No obstante, acabas de comprobar que sigues purgando un castigo. Tu sentencia  es quedarte tras los barrotes de este archipiélago, recluida por esa franja de mar que algunos ingenuos consideran un puente y no el foso insalvable que realmente es. Nadie va a dejarte salir, porque eres una reclusa con un número pegado a la espalda, aunque creas que llevas la blusa que sacaste del armario esta mañana. Estás en el calabozo de los ?peregrinos inmóviles?, en la celda de los obligados a permanecer. Por la ventana una voz te recrimina por no haberte callado, fingido un poco… llevado la máscara para poder viajar. ¡No podrás ver la luz hasta que se eche abajo toda la cárcel!

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2 de marzo de 2010
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El rey de la coca y yo

A mediados de 1993, me encontraba de vacaciones en casa de mis padres en Cochabamba (Bolivia), cuando recibí el llamado de Gary, un amigo que me proponía revisar el manuscrito de las memorias de su padre. Me interesé de inmediato: el padre de Gary, Roberto Suárez Gómez, había sido a principios de 1980 el narcotraficante más importante de Bolivia. En el momento cumbre de su poder, hacia 1983, el Rey de la Coca -así se lo conocía--, había ofrecido pagar la deuda externa del país a cambio de la liberación de su hijo Roby. Ese mismo año, el eco de su fama llegó a la cultura popular: Alejandro Sosa, el narcotraficante que le suple la droga a Tony Montana en Scarface, está basado en Roberto Suárez.

Acepté la oferta de Gary con gran curiosidad. Días después, me llevó a donde se encontraba su padre en una suerte de arresto domiciliario: en el segundo piso de una casa particular que alguna vez fue una clínica. Roberto Suárez se había entregado a la justicia en 1988 y, después de cuatro años en la cárcel de San Pedro en La Paz (1992), había sido trasladado a Cochabamba por problemas cardiacos. Tenía 61 años cuando lo vi, pero me pareció que su fortaleza física estaba intacta; me estrechó la mano y crujieron mis huesos. Gary me dejó solo, y luego Don Roberto me entregó el manuscrito de 500 páginas y me dijo que no podía sacarlo de la casa. Tampoco quería fotocopiarlo. Tenía sólo un ejemplar y mucho miedo a que se lo robaran. Me dijo con un vozarrón intimidatorio que varias editoriales norteamericanas estaban interesadas en publicar el manuscrito, y que quería que lo leyera y le diera mi opinión sincera.  

Así fue cómo, durante un par de semanas, visité a Roberto Suárez. Yo leía en un sillón mientras él daba vueltas en torno mío; a un costado, un secretario de Don Roberto -supuse que era quien había transcrito las memorias- ordenaba papeles en un mesa. A veces acompañaba a Don Roberto a tomar el té, y observaba cómo encendía su cigarrillo y dejaba que se consumiera para luego comerse la ceniza: decía que estaba llena de potasio y era buena para su corazón, que le daba problemas desde fines de los 70. Escuchaba sus teorías extrañas: era un próspero ganadero -veintidós estancias en el Beni, 35.000 novillos- que se había metido al narcotráfico en 1979 por un encargo divino: Dios le había revelado que la hoja de la coca era un recurso estratégico que no debía regalarse a los extranjeros. Su comercialización podía permitir el pago de la deuda externa boliviana, que alcanzaba los 5.000 millones de dólares. Me contó con orgullo que cuando ingresó al negocio, los colombianos compraban la pasta base en Bolivia a 1.800 dólares el kilo, pero que gracias a él el precio se elevó a 9.000.   

El manuscrito repasaba toda su vida, mencionaba sus logros de ganadero y empresario, y pasaba de puntillas por el tema del narcotráfico. Era un libro deslavado, inofensivo. Tuve miedo del momento en que debía darle mi crítica literaria: sus ojos color miel me fulminarían. Pero lo hice. Le dije que era entendible que él no quisiera ser recordado como un narcotraficante, pero que, si una editorial extranjera se interesaba en su vida, no era por el hecho de haber sido el principal exportador de ganado al Brasil. Estaba bien contar que había financiado el golpe de García Meza en 1980, impresionaba enterarse que los militares en el poder habían convertido al gobierno en una narcodictadura (gracias a la alianza de Suárez con ellos, eran aviones militares los que despegaban del Beni llevando el cargamento de pasta base a Colombia), pero había que ser más preciso con los nombres y las fechas.

Don Roberto me escuchó y no dijo nada. Entendí que su fortaleza física era una apariencia: en el fondo estaba cansado. Quizás recordaba sus momentos de gloria, cuando gastaba parte del dinero que le entraba a raudales en escuelas y postas sanitarias para los pueblos más alejados del Oriente boliviano (gracias a esos gestos, la revista Time lo había bautizado como un "Robin Hood de hoy"). Me despedí pensando en su destino atormentado. Luego me enteré que fue liberado el 94 y volvió a sus estancias en el Beni. Seis años después falleció por unas úlceras en el estómago. El manuscrito nunca se publicó.

(Vanity Fair-España, marzo 2010)

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1 de marzo de 2010
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Hablemos de los grandes hombres de antaño

La fachada de Santa María del Mar está ahora cubierta en su mitad izquierda por una de esas espesas lonas de obra que la convierte en una escultura de Christo, o quizás en una iglesia tuerta. La pulcra construcción gótica, sin duda la más gentil de Barcelona, es tan femenina que los arcos de la girola parecen formar los pliegues de una falda pétrea, quizás la de la Virgen que protegía de la furia procelosa a los marineros renacentistas y sus embarcaciones. Últimamente es muy visitada gracias al éxito fenomenal de una novela. La comparación de ese relato y su iglesia con otra célebre pareja, la de Nôtre-Dame y Victor Hugo, también invita a imaginar la diferencia entre una doncella levantina y una matrona nórdica.

    Frente a este monumento en honor de las muchachas vírgenes, tan poderosas hace unos siglos, hay un bar de vinos que también luce un título ilusoriamente religioso, "La Viña del Señor". Podría parecer que se trata de la sagrada viña en cuyas cepas los monjes cristianos velaban la sangre de Cristo, pero no. El tal "señor" es más terrenamente el señor Parellada, propietario y artista de la cocina con establecimiento a cinco minutos andando.

    En esa taberna rica de caldos e inspirada por el efluvio de María del Mar, solíamos juntarnos un grupo de amigos con tanta afición a la tertulia como a la botella. No éramos meros trompetas de serpentina y Asturias patria querida, sino jóvenes vagamente teóricos, muy partidarios de lo que Claudio Rodríguez llamó famosamente el don de la ebriedad. Nos reunimos allí asiduamente hasta que murió nuestro más amado compañero. Luego ya no.

    Ayer regresé después de varios años para constatar cómo se desvanecen nuestros pasados rostros y levantar la copa de verdejo a la salud de las vírgenes y el amigo escondido. El líquido, a la luz del sol más uva que pámpano, llamó a la lejanía y volví a verle como si acabara de bajar de su apartamento, un cuchitril de la zona histórica, es decir, ruidosa y sucia, con el perfecto aplomo de la clase social más elevada de España, aquella que Eugenio Trías llamó la lumpenhidalguía. No había cambiado en absoluto. Es privilegio de quienes se ausentan cuando aún no ha acabado la fiesta el de mantenerse intactos e invictos. Tampoco comentó, era demasiado serio para hacerlo, el mazazo de tiempo que había caído sobre mi cabeza. Sólo tomó apoyo en la barra, pidió su verdejo y comenzamos a disputar sin dilación sobre el destino fatal de la poesía. Cada vez que aparecía la palabra "extinción" pedíamos otra botella.

    Pensaba yo, mientras le oía afirmar una vez más aquello de que como poeta habita el hombre la tierra (y si no más vale que se ahorque con el cinturón), pensaba, digo, que muy poca gente que nos viera allí sentados con nuestras copas y nuestro blablá se percataría de que yo estaba escuchando a uno de los mejores cerebros de mi generación, y que, como en el poema de Ginsberg, aquel cerebro había sido ya reclamado por la destrucción. Muy pocos. Quizás los seis o siete que nos solíamos reunir. A veces diez. Pero "destrucción" es una palabra que parece dura y es sin embargo blanda, como la poesía de Ginsberg. A este amigo mío no lo ha destruido absolutamente nada. Él no lo habría permitido. Así que, sencillamente, se ausentó. Aunque es cierto que había decidido no dejarse conocer por nadie más que aquellos seis o siete amigos antes mencionados y un coro wagneriano de mujeres gloriosamente polifónicas, de modo que nunca nadie más pudo saber que en aquel bar sostenía en alto la copa un tipo capaz de poner en apuros a Spinoza.

    Consecuencia de lo anterior es que no permitía (y es una lección superior a cualquier otra) que nuestra condición efímera y endeble le estropeara la existencia. De modo que jamás aceptó la necesidad, lo que está mandado. Hubo tiempos en los que no tuvo para comer sino lo que ofrecían los frutales del Empordá, sorteando con majestad la escopeta del labriego. O un pez atrapado con alambre torcido en cuya punta había clavado un fósil de flan de huevo. Vivió espléndidamente en una lujosa pobreza.

    La última vez que le vi, pocos días antes de que se ausentara, fue en el terrado de su madriguera, sentado como un pontífice en una silla plegable de contenedor. El maligno ya se había apoderado completamente de su hígado y no cabía esperanza alguna. Hablamos de poesía y de que indudablemente el humano como poeta habita la tierra. No apareció la palabra "extinción" en ningún momento. Al caer la tarde se hizo un silencio de adiós y que usted lo pase bien ya nos veremos en el valle de Josafat. Cruzó el cielo color de vino una gaviota poco apresurada. Vi que la miraba con mucha atención, no se le fuera a olvidar. Él vio que yo le veía mirarla. Sonrió. Levantó la copa de verdejo y sonrió. Mantuvo largo rato la sonrisa. Con esa misma sonrisa le veía yo ahora levantar la copa a la sombra del templo de las doncellas, en la viña del Señor, frente a un espectro.

 

Artículo publicado el miércoles 24 de febrero de 2010.

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1 de marzo de 2010
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Mayor subversión en el concepto de ente (II)

Sabido es que Einstein no obtuvo el Premio Nobel por su artículo sobre la Relatividad Restringida, sino por el concerniente al "efecto foto-eléctrico (escritos ambos en el prodigioso 1905). Su conjetura de que la luz podía efectivamente (como pretendía Newton)  constituir un conjunto de partículas,  explicaba el efecto foto-eléctrico, pero era impotente para dar cuenta de otros fenómenos, los cuales se explicaban manteniendo la hipótesis del carácter ondulatorio de la luz. Se abría así la puerta a algo más que a una dualidad. Pues ambos rasgos eran incompatibles: o naturaleza ondulatoria o naturaleza corpuscular, pero no ambas cosas a la vez...Quedaba aun por extender esta ausencia de precisa determinación a la generalidad de los fenómenos,  y sobre todo conferir a la nueva visión una estructura teórica consistente .El formalismo matemático de la Mecánica Cuántica vino a cumplir esta última misión.

Einstein reconocía la prodigiosa capacidad descriptiva y previsora de la nueva disciplina, pero se aferraba a la idea de que pudiera llegar a encontrarse una modelización de la misma que permitiera no sacrificar principios filosóficos tan elementales como el de contigüidad. De ahí su conjetura de las "variables ocultas", que tuvo aliento hasta que el trabajo combinado de un teórico (John Bell) y de un experimentalista (Alain Aspect) destruyeron, por así decirlo, la ilusión

La modelización  ortodoxa de la Mecánica Cuántica, hace hoy imposible afirmar que entidad supone al menos tener una determinada posición y responder de forma precisa a la polaridad movimiento-reposo (o bien hallarse en reposo, o bien hallarse en movimiento con velocidad y masa bien determinadas). Como máximo cabe afirmar que toda entidad tiene potencialmente una posición y una cantidad de movimiento. Matización importante, puesto que si dos atributos incompatibles no pueden darse a la vez, sí pueden perfectamente darse sucesivamente. Vieja intuición aristotélica esta de la polaridad potencia -acto, que encuentra aquí quizás un inesperado terreno de aplicación. En cualquier caso la comprensión de todo este asunto exige la anunciada consideración del modelo de átomo de Rutherfod y las aporías derivadas de las tentativas de aplicación al átomo de hidrógeno, para lo cual será util efectuar un repaso a conceptos elementales (así el de electrón o el de fotón)

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1 de marzo de 2010
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El genio de la modestia

Eric Rohmer ha sido uno de los grandes directores de la historia del cine y el más modesto, con una parquedad de medios que no estaba motivada por la estrechez del presupuesto sino por la voluntad. Voluntad de independencia (casi toda su obra fue producida por la marca que él mismo creó, Les Films du Lonsange) y voluntad de estilo o de impronta: Rohmer quiso hacer siempre un cine sin costuras, es decir, sin ‘arte', y de ahí la famosa polémica indirecta que el director recién fallecido y Pier Paolo Pasolini sostuvieron en 1965 a propósito del cine de poesía y el cine de prosa, que, resumiendo lo que ocupó en su día páginas y páginas, podría definirse como la contraposición entre un lenguaje fílmico que se deja notar ("donde se siente la cámara", decía Rohmer), y otro, el que él prefería y practicaba, auto-limitado al relato y reacio al tropo y a la rima. En cierta medida, ambos cineastas marcan (junto a Godard, que está por supuesto, junto a Pasolini, en el grupo de los metafóricos) el desarrollo del cine de la segunda mitad del siglo XX, y a todos los aficionados nos cabe -y no sólo porque estén ya muertos- la posibilidad de celebrar el enorme genio de los dos sin tener que decidir una preferencia o formular una exclusión.

    Lo curioso de Rohmer es que, siendo un ‘joven turco' de la ‘Nouvelle Vague' y figura seminal de la revista Cahiers de Cinéma, en la que los mejores nombres de la corriente coincidieron como críticos, hizo un cine, hasta el final, arraigadamente francés, en el sentido que este adjetivo puede tener de peyorativo para una parte del público; lo francés como paradigma de lo retórico, lo engolado y lo moroso, manteniéndose por tanto alejado de la constante reinvención formal del Godard de la primera etapa y de Truffaut, que amoldaba su peculiar poética a los cánones de la gran narrativa hollywoodiense. En todas sus películas, desde la primera, de 1959, ‘Le signe du Lion' (‘El signo Leo'), hasta la última, ‘Los amores de Astrée y Céladon', que data de 2007, Rohmer buscó, con un estatismo que remite al origen teatral del cine, la preponderancia de la palabra y el amortiguamiento de la sintaxis, logrando que incluso al trabajar con artistas de la fotografía del calibre de Néstor Almendros, con quien rodó seis películas, el resultado no fuera "demasiado bonito", pues él aspiraba, como declaró a propósito de ‘La mujer del aviador'(1980) a "una fotografía que no tuviese ese lado brillante, lamido, hiperrealista, de la película actual". De igual modo, Rohmer casi nunca utilizaba músicas compuestas ex profeso (es decir, no diegéticas), algo que consideraba "un pleonasmo [...] Hay una partitura, una melodía de imágenes que queda oculta por la música cuando ésta se superpone", le confesó en 2004, en una de sus raras entrevistas, al crítico español Carlos F. Heredero.

      Su honda identidad francesa se origina a mi modo de ver en Marivaux, un escritor que el antiguo profesor de literatura nacido como Jean-Marie Schérer nunca adaptó -convertido en el cineasta Eric Rohmer- en sus películas de época extraídas de autores clásicos (Chrétien de Troyes, Jules Verne, Heinrich von Kleist, Grace Elliott o Honoré d´Urfé). Marivaux es un modelo en la velocidad del diálogo, el espíritu galante y libertino (recordemos las dos obras maestras de los finales 60, ‘La coleccionista' y ‘La rodilla de Clara') y una cierta abstracción sentimental, producto de las ecuaciones del alma con la carne. El ‘marivaudage' también quedaba de manifiesto en uno de los trabajos menos conocidos y más relevantes del cineasta francés, su comedia ‘El trío en mi bemol', que él mismo dirigió en el teatro Renaud-Barrault de París y yo me enorgullezco de haber programado en mi etapa como Director Literario del Centro Dramático Nacional; la obra tuvo a fines de 1990 una brillante versión española traducida y dirigida por el cineasta Fernando Trueba en el Teatro María Guerrero de Madrid, con Silvia Munt y Santiago Ramos de únicos y excelentes actores. El diálogo amoroso de la pareja protagonista tenía en la función el contrapunto del trío para piano, viola y clarinete del título, el K.498 de Mozart, que se interpretaba en vivo en momentos señalados.

     Marivaux, Mozart y, para ser justos con el cine, Jean Renoir: tres constelaciones artísticas que infunden en la obra ‘rohmeriana' la profunda ligereza, el sentido melódico y el gozo de la fecundidad.

     La filmografía de Rohmer es muy extensa (más de treinta títulos entre largos y cortometrajes) y elegir favoritos puede resultar mezquino. Yo prefiero las más aladas, su cine inconsútil, por la misma razón que de Pasolini me quedo con el aparatoso, el de más subrayado formalismo. ‘Mi noche con Maud' es seguramente la película más hablada de la historia del cine, más que algunas de Mankiewicz y más que la propiamente titulada ‘Um filme falado' de Oliveira. ‘El rayo verde' tuvo una enorme cantidad de entusiastas y el León de Oro del festival de Venecia y a mí, a propósito de colores, me ha excitado siempre mucho que Rohmer fuese tan viejo verde en su elección de jóvenes figuras eróticas: Haydée Politoff, Françoise Fabian, Béatrice Romand, Zouzou, Marie Rivière, Arielle Dombasle, algunas descubiertas y así lanzadas por él, y todas escrutadas sensualmente por el objetivo de su cámara de jansenista. En esto, pero sólo en esto, se parecía a otro gran cineasta ‘womaniser' del cine francés, el tan católico Robert Bresson.

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1 de marzo de 2010
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S.O.S.

No soy cultor de las llamadas ‘redes sociales’. No tengo Facebook. Me da pudor convertir mi vida en un espectáculo y tengo ciertas dudas respecto de, por ejemplo, la propiedad intelectual de las fotos que se cuelgan en esas páginas: no querría descubrir que ya no soy dueño de mis propias imágenes. Pero por supuesto, todo el mundo en torno mío las usa. Mis hijas. Mi mujer.

         Ayer domingo, cuando los diarios que Bruno había desperdigado por la casa parecían hablar tan sólo de la catástrofe (Chile tiembla, decía La Vanguardia, haciendo uso inquietante de un tiempo presente que se negaba a quedar atrás), el Facebook de mi mujer me permitió llegar al de mi amigo Cristian Alarcón. Notable cronista –notable escritor-, Cristian vive en Buenos Aires pero es chileno de nacimiento. Tan pronto abrí su página, me topé con un mensaje alentador: su familia, que todavía permanece en Chile, estaba bien; asustada, por supuesto, pero bien. Entonces le escribí un mail que respondió de inmediato, contándome que los suyos –tanto los Alarcón como los Casanova, los dos hemiciclos de su corazón- tenían una larga historia con los terremotos. Empezando por el del 1960. “Crecí con los cuentos de mi madre, Sonia: la tierra abriéndose, rajada, bajo sus pies”, me dijo Cristian. “Y la imagen de mi abuela, recien parida de los mellizos, Ivonne e Iván, sentada en una colina humeda”.

         También le escribí un mail a mi amiga Andrea Maturana, otra escritora exquisita. La última vez que intercambiamos mensajes ella estaba todavía de vacaciones en Uruguay y yo estaba a punto de embarcarme rumbo a Barcelona.

         Pero Andrea no me contestó. No todavía.

         Y no tengo el teléfono de la casa a la que se mudó hace poco. Ni la forma de entrar a su Facebook, si es que lo tiene y lo actualizó en medio de tanto dolor. (Quizás mi mujer sabría cómo encontrarla vía Facebook, de todos modos. Pero es temprano y todavía duerme, dado que Bruno tuvo una noche inquieta por culpa de la fiebre; las últimas horas han sido de una temible fragilidad, en cualquier dirección que mire.)

         Me siento impotente. En este silencio, me reconfortaría saber que Andrea, su marido y sus dos hijas están bien.

         A falta de otras redes sociales, ¿servirá este blog como mensaje en botella lanzada al mar?

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1 de marzo de 2010
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Las personas del verbo

Nosotros y vosotros. El conflicto salta cuando la frontera de la identidad se convierte en la determinante de las relaciones sociales. En el municipio de Salt, en la periferia de Girona, se ha podido ver estos días. ?A mí me robasteis vosotros?, le dice un autóctono a un joven magrebí. ?Erais tres de los tuyos?, remacha. La frontera está trazada. De un lado: nosotros, víctimas de vuestros robos. Del otro: nosotros, víctimas de vuestro racismo. Y sin embargo, unos y otros son víctimas, pero no exactamente de sus mutuas pulsiones excluyentes.

Este suburbio es una olla a presión, a punto de estallar. La crisis económica y el desempleo golpean siempre a los más débiles. Digan lo que digan unos y otros, ellos son los primeros en pagar por la crisis. Y los más débiles son los inmigrantes y sus vecinos humildes, las familias autóctonas obligadas a compartir la franja de viviendas más baratas, los que todavía no han podido subir en la escala social buscando un piso en una zona más acomodada. La búsqueda de un puesto de trabajo o a veces de una minúscula ayuda pública puede suscitar la competencia entre ellos y, como resultado, la reacción racista. Pero también la gestión de la vida de cada día en la comunidad de vecinos. O el incremento de la delincuencia, directamente vinculada al nivel socioeconómico y al paro. Hay problemas de orden público, es evidente. Y también de vivienda, educación, servicios sociales, que han permitido la concentración de la inmigración en determinados barrios, impiden la rápida integración y amenazan con la aparición de guetos comunitarios, aislados y ajenos a las leyes y a la cultura de la sociedad de llegada. Los europeos conocemos de sobra todo esto. Lo extraño es que conociéndolo tan bien y desde hace tantos años no seamos capaces de prever estos estallidos y permitamos lo contrario, que estos conflictos alimenten a una derecha extrema y excluyente. En Francia las ideas racistas y xenófobas de Le Pen llevan avanzado en los barrios humildes desde hace un cuarto de siglo: han devorado al electorado comunista y condicionado la agenda política, hasta obligar al presidente de la República a la ceremonia de la confusión que significa el debate sobre la identidad francesa. En Italia las ideas xenófobas son indisociables del Gobierno de Berlusconi y se han traducido en una panoplia de leyes discriminatorias y culpabilizadoras, que han convertido a los inmigrantes sin papeles en delincuentes. También en la legislación europea ha producido estragos este mal, como demuestra la directiva del retorno, que permite la detención en centros de internamiento de los inmigrantes sin documentación hasta 18 meses sin que sea obligado el control judicial. Hay quien cree que el futuro de España y de Cataluña se juega en el Tribunal Constitucional o en las consultas sobre la independencia. La política y el periodismo suministran abundantes señuelos para que los ciudadanos se angustien por falsos problemas. El futuro de nuestras sociedades se juega en la integración de los inmigrantes. Han llegado para quedarse, ya son imprescindibles para nuestro desarrollo económico y nuestro estado de bienestar, y constituyen el aspecto más próximo y más humano de la nueva realidad de un mundo globalizado. Quien quiera soñar en que las cosas no sean así puede hacerlo, pero seguirá siendo un sueño. Salt no es un síntoma ni un laboratorio. Es el espejo donde debemos mirarnos para observar hacia dónde vamos. En este azogue ahora convulso podemos ver sólo un problema de orden público. Los municipios piden más policía, la policía más contundencia a los jueces, y los jueces se encogen de hombros y aseguran que el castigo a los multireincidentes no es cosa suya sino del Ministerio de Justicia o del gobierno autonómico, que no han creado los registros de quienes cometen faltas en serie para dejarles en la cárcel en aplicación del Código Penal vigente. Nótese que municipio y policía, las autoridades de proximidad, son los que cargan con el peso de la dificultad, mientras que el poder judicial se lava las manos y transfiere la responsabilidad hacia arriba. En realidad estamos, como siempre, ante un problema político: integrar a los inmigrantes es construir un nosotros incluyente que no deje a nadie fuera. Esto es la polis, la democracia, a la que deben someterse todos, jueces incluidos. Lo extraño es que estos temas no lleguen apenas a los parlamentos, ocupados en otras tareas.

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1 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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