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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Flor de Lotto / IV

IV. Matón a primera vista. 

-Nunca he matado a nadie -seguido aún de cerca por sendos cañones, Segismundo Andersón se ha derrumbado sobre la alfombra del despacho. No oculta sus sollozos, pero tampoco hace inteligibles sus quejas. Desde que comenzó a trabajar con Don Alex, balbucea para sí, ha ido perdiéndose poco a poco el respeto. Para no ir más allá, los últimos dos meses los ha pasado manejando una camioneta panel plena de suripantas. Van de hotel en hotel, cargando y descargando pasajeras. Cada vez que un cliente se pasa de la raya, Segismundo deja caer sobre él la ira del patrón, además de la suya. Cabezazo, patada, rodillazo, puntapiés en el piso. Hasta que se le vaya el avión, a ver si así se enseña a ser decente.

     -Eso es precisamente lo que te hace atractivo para el plan: va a ser tu primer muerto. Una cosa muy seria, mucho dinero metido en el ajo. A ver si ya me entiendes: este asunto es tan gordo que hasta el patrón pensó en sacarle al parche, pero lo convencieron los otros socios. Gente con pocas pulgas, no soportan perder. Eso le dio mucha confianza al jefe. Pero igual su papel es pequeño, comparado con el que tienes tú. Delante de la Historia, ¿me captas?

     -¿Cuánto dinero se ha metido el patrón con mi idea?

     -A ver, mi hermano, vamos a resolverlo de una vez. ¿Cuánto vale tu idea de la lotería?

     -¿Cómo voy a saberlo, así nomás?

     -Ponle precio, qué tal que te lo pago.

     -No sé. Un millón de dólares.

     -Bingo, amiguito. Yo te voy a dar más. ¿Cómo te gusta esta oferta exclusiva? Tu millón y además la invaluable oportunidad de tronar al tirano, respaldado por un equipo de expertos. Ellos van a encargarse de ponértelo a tiro. También van a esconderte, ya después, para que no te agarren. Todo eso te pagamos por tu idea.

     -¿Tú y el patrón?

     -Yo no soy más que el lubricante del negocio. El millón te lo pagan Don Alex y sus socios, por intermedio mío.

     -¿Y si fuera muy poco?

     -Es poco, yo lo sé, pero ya me dirás cuánto darías por servirte el gustazo de ser tú quien se quiebre al barbón. ¿No te das cuenta, pues, de lo que has hecho?

     -¿Quién es el dueño de esa lotería?

     -Don Alex y sus socios. Nadie que tú conozcas. En la calle jamás los toparías. Como tampoco encuentras en la calle los boletos para invertir en el Fidelotto. Y eso que está de moda, últimamente. Pero cualquiera sabe que hasta la lotería más jugosa vale menos que un trozo de carajo si la comparas con sus jugadores. Los grandes, claro está. Gente que bien podría haberse gastado diez millones de dólares en un casino, y treinta en otro, y el doble de eso en los jodidos caballos, pero lo han invertido en el Fidelotto. ¿Captas ya lo que hiciste, mi querido Andersón? Convertiste la próxima muerte de Fidel en un evento con valor de mercado, que por si fuera poco está en alza permanente. 

     A juzgar por el lenguaje corporal de los escoltas -se han relajado, apuntan con abulia a la cabeza de Segismundo- se diría que el ambiente es algo más amable. Mauricio, cuando menos, se ha arrellanado sobre la piel de tigre encima del sofá, como quien ya se alista para explayarse en torno a un tema pródigo, cual sería el caso del Fidelotto. En los días que vengan, Segismundo Andersón recordará en fragmentos aislados e inexactos la perorata del facilitador, pero ya esa pedacería narrativa le será suficiente para asumir que atrás de cada gran idea se oculta un precipicio equivalente, cavado a la medida de los miedos del perdedor que un día se pensó rescatado por ella.

Mañana en FLOR DE LOTTO: V. Coco chico, idea grande.

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7 de agosto de 2008
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Flor de Lotto / III

III. La Historia me absorberá. 

Segismundo Andersón nunca se distinguió por ingenioso, pero la idea del Fidelotto era suya. Más que como proyecto, lo había concebido como un exabrupto, en uno de esos raptos esporádicos cuando sus emociones consiguen imponerse sobre su proverbial serenidad. Ese es su lado flaco, y es en tal modo flaco que no queda uno solo entre sus amigos, y ni siquiera entre sus enemigos, que no esté al tanto de esa cojera. A Segismundo puede uno hablarle pestes de su madre, sin alterar por ello su talante ecuánime, pero hay un cierto tema en el cual ni su madre se atrevería a contradecirlo: el comandante Fidel Castro Ruz.

     No es un odio ideológico el de Segismundo. A juzgar por la hiel que sus ojos transpiran no bien a algún incauto se le ocurre mencionar -peor aun, elogiar- a su némesis, se trata de otra raza de animosidad. Algo más animal, sanguíneo incluso, de lo que nadie que conozca esos arranques se atrevería a hablarle sin antes tomar la precaución vital de encañonarlo. Al facilitador Mauricio Morazán no le gusta tener que recurrir a estos extremos, pero las circunstancias son las circunstancias. Es un domingo lindo, visto a través del ventanal de la sala de la casa de Fuente de Venus, aunque no todo el mundo se da cuenta. Recién bañado, metido en una salida de baño cuando menos tres tallas inferior a la suya, Segismundo Andersón no consigue ver más allá de sus nubes. Morazán, a su vez, necesita explicarle por qué el patrón no sólo está muy lejos de haberlo estafado, sino que aparte le está dando un premio. Pero así es esto de la comunicación, hay cosas que la gente sólo entiende cuando le plantan un cuete en el coco. O hasta dos, por su bien.

     -¿Sabes cuál es la chamba de un tipo como yo, Segismundo? -el facilitador prende un cigarro, jala el humo, exhala resignado sobre el rictus desconcertado del cautivo.

     -¿Matarme? -lo tienen de rodillas, con la cabeza entre sendas pistolas.

     -No te tires al drama, amiguito Andersón. Me vas a perdonar que te reciba así, pero es la única forma de que me oigas. Mi trabajo es facilitar las cosas. Lubricar el proceso, tú ya sabes. Eliminar fricciones innecesarias. Así que vamos a empezar por el principio. Repíteme ahora mismo la maldición que soltaste ese día.

     -¿Qué día? -a Segismundo se le mira crispado, aunque también se nota que le tranquilizó encontrarse con Morazán, en lugar de Don Alex. Quizá la diferencia entre chuza y spare.

     -El día del cumpleaños del patrón.

     -No me acuerdo qué dije exactamente.

     -Dilo de todas formas. Fue sobre Fidel Castro, ¿no es cierto?

     -Me parece que dije -ahora Segismundo habla como si echara escupitajos, hay una rabia ciega desbordándosele- que si tuviera yo el dinero suficiente, echaría a andar una lotería para premiar al que le atine a la hora exacta de su puta muerte...

     -Eso, su puta muerte. Así dijiste. Pero dijiste más...

     -Se me ocurrió que de ese modo los apostadores se pelearían por matarlo.

     -Brillante, Segismundo. Tú todavía crees que todo lo que hiciste fue inventar una pinche lotería clandestina, y si te tengo encañonado aquí por los señores -Morazán hace un guiño a los escoltas y se agacha a mirar de frente a Segismundo-, ya me escuchas, cabrón, es para que me entiendas que hiciste mucho más de lo que piensas. Pero eso es casi nada, si lo comparas con lo que vas a armar. Déjame que te explique: vamos a hacer Historia, Segismundo Andersón.

     -¿No me vas a matar?

     -Aquí no hay más matón que tú. Para eso te trajeron, amiguito.

     -¿Matar yo? ¿Por dinero? -lo ha dicho titubeando, como quien se guarece de la estupefacción al amparo de la estupidez.

     -No he hablado de dinero, aunque hay bastante. O sea que además te vamos a pagar, cuando tendrías que ser tú el que pagara.

     -¿Yo? -Segismundo sonríe, hace un último esfuerzo por tomárselo a broma -¿Según tú pagaría yo por matar a quién?

     -Al comandante Fidel Castro Ruz.

Mañana en FLOR DE LOTTO: IV. Matón a primera vista.

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6 de agosto de 2008
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Flor de Lotto / II

II. Pelota, pelotudo, pelotón.

A lo largo de la noche de treinta y seis horas que lo condujo del ardiente atardecer del viernes a la fresca mañana del domingo, Segismundo Andersón viajaría asimismo de su departamento en Biscayne Boulevard a la calle de Fuente de Venus, en la ciudad de México. Todavía recuerda, con náuseas recurrentes, sus primeros minutos de lucidez. Había entrado al país en calidad de bulto, sin documento ni consciencia algunos, abordo de algún vuelo en extremo privado que lo depositó en un aeródromo a pocos kilómetros de Monclova, dentro de la cajuela de un Ford Cougar modelo 1994, a nombre de Alejandro María Zarur Medinacelli.

      Para su no del todo mala suerte, volvió en sí casi al final del viaje, martirizado por las curvas de Tecamachalco. Traía la cabeza envuelta en una bolsa de tela azul marino con dos cordones atados al cuello y la marca Bonanza impresa en letras blancas; las manos amarradas a los pies y una maldita bola de boliche dando tumbos de rincón a rincón de la cajuela. Sabe, por el olor y la piel pegajosa, que vomitó con la capucha puesta. Está mareado, suda; no descarta la idea de vomitar de nuevo. Tampoco le molesta, ni le sorprende. A estas profundidades, reconoce, cualquier signo de vida ya es ganancia.

     La pelota no está allí porque sí. Su dueño, bolichista porteño con cierto renombre en la comunidad latina de Miami, tiene la fama de haber hecho chuza con la cabeza de más de un ingrato. Corrección: más de diez. Viajar en la cajuela de un Cougar 94 con una bola de boliche por compañía -la firma del patrón- supone dos probables destinos: la chuza o el spare. Durante las dos horas que transcurren sin otra novedad al interior de la cajuela del Cougar, estacionado ya en la casa de Fuente de Venus, Segismundo descarta la idea de la chuza. No traicionó a Don Alex, sólo quería saber cómo iba en el caballo. Por otra parte, hay que ver el orgullo que le causa al argentino, conocido también como Cachalote, contar que sus rivales lo apodan Mister 300. Algunos en inglés, otros en español. ¿Qué bolichista no envidiaría un sobrenombre así? "¿Se echó diez chuzas, jefe?", intentan adularlo sus yes-men, y el jefe se complace en explicar que un marcador perfecto, un trescientos redondo, se arma con doce chuzas, ni una menos. Tampoco un solo spare.

     Lo bajan a jalones, como a un costal de papas. Lo echan al suelo, le desatan los pies, le quitan la capucha. Está tendido sobre un piso de mosaico, a medio metro de la puerta de un baño. Deben de ser los cuartos de servicio. Nadie habla, excepto Segismundo, que por segunda vez pregunta a quién van a ir a ver. Eso también le han dicho, nadie más que Don Alex hace chuzas de sesos. Strike, el mazazo. Spare, el perdón. Quien metió doce chuzas al hilo no conoce el perdón. Pensando justo en eso, Segismundo Andersón se desmaya otra vez.

Mañana en FLOR DE LOTTO: III. La Historia me absorberá.

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4 de agosto de 2008
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Flor de Lotto / I

I. La gorda quiere bailar. 

Segismundo Andersón se negaba a dar crédito a su tímpanos. De modo que su idea estaba funcionando. Era un negocio grande, por lo que le contaban. ¿"Fideloto", decía? Por eso, Fidelotto. ¡Pero si se le había ocurrido a él! ¿Nadie iba a darle lo que le tocaba, sus derechos de autor, o como se llamaran todos esos billetes que ya tenían su nombre? ¿Esperaban que se quedara así, comiendo mierda, mientras otros se hacían ricos a sus costillas? "Esperaban." "Se hacían." "Nadie." "Otros." Segismundo rabiaba pero no decía nombres. A gritos se quejaba en el teléfono contra un pronombre tácito y plural, del cual no obstante esperaba justicia. Desde que se enteró de la suerte que había corrido su idea, se miraba gastando racimos de billetes en las tiendas de Coconut Grove, o paseándose en un Audi TT con la capota abajo y una mami colgada del cuello. Ya le tocaba, pues, no podían negárselo. Vio su reloj: jueves, diez de la noche. ¿Qué puñetera suerte le iba a sonreír al dueño de un reloj de veinticinco dólares?

     Segismundo Gamaliel Andersón. Veintinueve años, católico, soltero, uno setenta y dos de estatura, ochenta y cuatro kilos, nacido el seis de junio en Puerto Rico, durante un viaje de trabajo de sus padres, que por entonces vivían en Florida. Boca Ratón primero, Talahassee después, nunca paraban. Expulsado de tres colegios consecutivos, refractario a cualquier forma de disciplina, el joven Andersón sólo entendía el tema de las jerarquías durante sus clases diarias de karate Okinawa, que con el tiempo le dejaron llegar hasta la cinta negra, tercer dan. Fue por causa de aquellas aptitudes que en el verano del 2001 le fue ofrecido un empleo como pacificador del club de strippers Cheetah III, en Atlanta. Un par de años más tarde, consiguió sumarse al equipo de seguridad del hotel y casino Treasure Island, de Las Vegas. Fue ahí que conoció, a comienzos del año 2005, al facilitador Mauricio Morazán.

     Yo te lo garantizo, amiguito. Morazán no te deja bailando con la gorda, le repetía Mauricio en el teléfono. ¿Creía acaso que le habría llamado, si quisiera escondérsele? No podía esperar que Don Alex le soltara dinero a cambio de una idea que a cualquiera se le pudo ocurrir. Él ya sabía cómo eran las cosas, para qué le buscaba tres huevos al mandril. ¿Cuándo lo había dejado abajo Don Alex? ¿Le quedó algo a deber, alguna vez? No iba a ganar ni un penny si no le entraba por el carril derecho. ¿O sea por el chueco? Nadie más que Don Alex sabía dónde estaba la zurda y dónde la derecha. ¿Se pensaba a alinear por la derecha del patrón, o iba a querer mirarle el culo al diablo?

Mañana en FLOR DE LOTTO: Pelota, pelotudo, pelotón.

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4 de agosto de 2008
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El vicio de la virtud / V

V. Déjenme destemplar.

Según creo recordar, para templar una pieza de acero es necesario someterla a los rigores del soplete durante el tiempo suficiente para hacerla alcanzar el rojo naranja. Ahora bien, si me daba por volver a lijarla, tenía que templarla una vez más. Esto último lo supe demasiado tarde, cuando ya había vuelto a lijar el cincel y no me daba más la gana lijarlo. "No sirve ese cincel", opinó el profesor que impartía la materia de Estructuras Metálicas. Teóricamente, al menos, un cincel destemplado se quiebra con el primer martillazo.

     En numerosas cárceles, los recién encerrados son objeto de absurdos excesos disciplinarios, como obligarlos a levantarse aún de madrugada sólo para tenerlos las dos próximas horas alineados de pie. Porque sí. Más aún, ¿por qué no? Antes de que el espíritu consiga despertarse del pasmo del arresto, se le somete a una horma humillatoria tan innecesaria como instructiva. Doblegar al espíritu, y de hecho pisotearlo, es también una forma de darle temple. Romperle la inocencia, desmantelar su noción de justicia, minar cada cimiento de sus certezas. Devolver a la infancia al destemplado y templarlo otra vez, igual que a un niño.

     Soporta uno que los otros le tiemplen cuando ya sabe cómo volver a destemplarse. Una vez adquiridos temple y destemple, se espera que arribemos a ese a ese estado pastoso de la hemoglobina conocido también como templanza. Que abdiquemos al reino de los sentidos en nombre del imperio del raciocinio. Nada que no se sepa aparentar, luego de tantos íntimos desfiguros concebidos a espaldas del soplete. Tal vez la auténtica templanza, o cuando menos la que luce posible, tiene que ver con tal ductilidad, aprendida en aquellos años raros cuando el rojo naranja parecía el color común al mundo.

     Los alcances concretos de una virtud son inversamente proporcionales a sus propiedades cosméticas. En términos estrictos, la virtud sobrevive sólo mientras consigue conservarse secreta. ¿Quién tiene la templanza suficiente para contener la lujuria tenaz del amor propio? Las virtudes, si existen, deben tener el mérito de los vampiros, cuya imagen primero se desvanece antes que reflejarse en un espejo. Y pasa que por más que abro los ojos no logro ver virtudes transparentes, sino prácticos biombos al servicio del vicio.

     Atención, anticuarios: vendo lote secreto de vicios destemplados. Meritorios, absténganse.

 

 Próximo lunes: FLOR DE LOTTO. Una ficción de verano.

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1 de agosto de 2008
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El vicio de la virtud / IV

IV. Más fuerte es el bouquet

Recuerdo la primera vez que entré en una alberca. Para evitar un round de rudeza innecesaria, mi padre me compró un flotador con la forma de una rana sonriente, que yo tomé como un seguro de vida. A partir de ese día -tendría tres, cuatro años- me acostumbré a pasar largas horas chapoteando en el agua. Luego, en la escuela, nada me hacía sentir más poderoso que ver a algunos de los bravucones tiritar de pavor ante a la perspectiva de un mínimo clavado. Cada semana, durante una hora, la clase de natación me hacía sentir fuerte y valeroso. Por eso pronto conseguí destacar entre los que jugaban caballazos.

     Era muy mal jinete. Perdía el equilibrio y me tiraban rápido, pésimas credenciales para un juego donde ganaban los que quedaban en pie. Como caballo, sin embargo, era casi invencible. Soportaba al jinete sobre mis hombros con una suerte de estoicismo arrollador. No conocía artimañas para tirar a nadie, pero tampoco lograban rendirme. Imaginaba, durante la batalla, que los participantes reconocerían mi incalculable resistencia al castigo, pero al final era siempre el jinete quien se ganaba la fama de fuerte.

     Cuentan, quienes han visto a Arnold Schwarzenegger participar en fotos grupales, que poco antes del click se le ve dar un paso hacia adelante. De esa forma, el gobernador de California luce siempre más fuerte y alto que los demás. Tiene que demostrarlo todo el tiempo, no puede darse el lujo de no verse espectacular ante una cámara. ¿Existe acaso debilidad más angustiante que obligarse a ser fuerte en toda circunstancia, como cuando tenía uno nueve años y no podía mostrar sus puntos flacos?

     Hoy todavía pienso en la fortaleza no como la capacidad de derribar al otro, sino como la decisión de no ser derribado, pase lo que pase. Porque nada hay más fuerte que el olor a renuncia. Un hedor asqueroso, donde los haya. No admiro a los jinetes que conquistan reinos y corazones, como al caballo que muere reventado sin haber ni pensado en capitular. Si he de elegir equipo, juego en el de esa clase de niño que se encierra en el baño dispuesto a resistir todo el peso del mundo, incluyendo la fama de alfeñique invencible que jamás le dará prestigio de héroe. Fuerte, al fin, es aquel que no se ahoga.

 

Mañana: V. Déjenme destemplar.

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31 de julio de 2008
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El vicio de la virtud / III

III. Justa, pero no apretada.

Somos legión quienes sobrevivimos a la infancia procurando el arribo de esta dama, y es desde entonces que la sobrestimamos. Más todavía cuando la confundimos -cosa común en los afortunados- con algún privilegio caído de ese cielo del que ella rara vez suele venir. Pero tiene sus fans, que aunque no la conozcan invocan su presencia con falsa beatitud. Los perdedores y sus buenos amigos, los envidiosos, suelen llamarla a gritos destemplados: ¡Justicia!, sólo para que en su lugar acuda la revancha. ¿Cómo van a querer simple justicia el revanchista y el privilegiado, si al fin con ella quedarían iguales? Puede uno soportar a un rival vengativo, pero difícilmente aguantará a un igualado.

     Espera uno mucho de la justicia cuando le han limitado la libertad. Se asoma un sentimiento de alma subalterna tras la esperanza de recibir justicia, e incluso en el impulso de hacérserla uno mismo. Un ansia cobradora tan difícil de saciar como la comezón de la lujuria. Es fácil sospechar que da uno más justicia de la que recibe, a la amargura le sobran coartadas para tratar de explicarse a sí misma. Nadie se siente injusto, y cuando lo parece siempre puede alegar que está haciendo justicia.

     Por más abominables que parezcan, las injusticias son grandes proveedoras de energía. Desconfío de los artistas que jamás han sufrido una injusticia: se parecen a esos amantes aburridos que no conocen ni de lejos al rechazo. "No es justo", refunfuña el niño traicionado, con la cara empapada en lágrimas y juraría que ya la vida le debe algo. Imposible confiar, asimismo, en quienes hacen de esa presunta deuda una profesión. Acreedor del destino, que chamba más penosa.

     Dudo que exista edén más temible que el de la justicia. Entre los justos no hay ironía precisa ni arte que valga. Escribo justamente para ser injusto. Sospecho fatalmente que la justicia, siempre tan engañosa, se parece a una bruja con los ojos saltones y el recto contraído; una recta que vive en lo correcto. Horror de los horrores, quién va a querer salir con semejante engendro jacobino. Al menos la injusticia ya sé que es una zorra y va a acabar pidiendo los platillos más caros del menú.

     ¿Justicia? ¿Como para qué, pues? Más champagne, por favor. En el primer descuido, me le escapo y la dejo con la cuenta.

 

Mañana: Más fuerte es el bouquet.

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30 de julio de 2008
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El vicio de la virtud / II

II. Aquí no vive Prudencia.

Como pasa con tantos amores impuntuales, cuando la conocí ya se había hecho tarde. Según ella jamás la he querido, y si la busco es con la sola idea de obtener un provecho a sus costillas. ¿Qué le voy a decir, si es la pura verdad? La necesito sólo en casos extremos, cuando nadie sino ella es capaz de sacarme del agujero en que me fui a meter; al día siguiente me da por esquivarla, y si se me aparece finjo no conocerla.

     A ver, me interroga más tarde con sincero despecho, ¿por qué nunca traté de esa manera a los vicios que más daño me hicieron? ¿Por qué la llamo a ella siempre al final, cuando ya me he cansado de negarla y necesito volver vivo a casa? Nunca me va a entender, aunque le explique. La gente no respeta a quien va por la vida del brazo de una dama como ella. O en todo caso yo no me respetaría, por eso en cuanto puedo le vuelvo la espalda. Es muy corta la vida para andarse paseando con personajes que lo desprestigian a uno ante sí mismo.

     Prudencia es esa clase de ninfa comprensiva a la que tantos hombres llaman sólo borrachos y a media madrugada. "Debí haberte hecho caso", le aseguran, buscando nada más que el cobijo fugaz de sus arrumacos. Pero qué va uno a hacer, si ella tampoco pone de su parte. Vamos, que he conocido armadillos con más sex-appeal que ella. Aún así la busco, a escondidas de todos y a sabiendas de que la pobre está tan sola -sus devotos la aburren- que aceptará entregárseme a cambio de no mucho más que un cumplido oportuno y mentiroso.

     Ignoro si es porque su mismo nombre no le deja otra opción, pero me maravilla que a estas alturas del jodido torneo me siga devolviendo el saludo. ¿Sería tan imprudente de su parte mandarme de una vez por donde vine? Junto a ella me siento como el perro del anuncio de Coppertone: mi misión en la vida es mortificarla, herir su vanidad, machucar sus pudores. Y ella, que al fin virtud es buena de cachonda, planta el otro cachete y pide más. En una de éstas, ya sé por qué me aguanta.

 

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29 de julio de 2008
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El vicio de la virtud / I

I. Instinto pecador.

A las virtudes se les pierde el respeto en años muy tempranos, no bien se da uno cuenta que sus mayores rara vez las practican con la resolución que las predican. Luego toca enterarse que no es fácil, aun y más aún para quienes se lo proponen. Habemos, por ejemplo, quienes sólo logramos ser virtuosos cuando no hay otra opción en el menú, o bien cuando las otras opciones nos parecen inaceptables de raíz. Hay también quienes de las virtudes no ocupan otra cosa que las etiquetas; ello les da licencia e indulgencia para pasárselas por el arco del triunfo cada vez que su antojo lo haga menester. Somos la misma gente, pero vemos el tema con enfoques distintos; por eso pretendemos ser antípodas.

     A ver si ya me explico. No es que tenga algo  en contra de la virtud, es que su promoción me causa repelús. Cada vez que un político habla de honestidad, me llevo por instinto la mano a la cartera. En su momento, Britney Spears se complacía hablando de su virginidad y no eran pocos quienes se llevaban la mano a otra parte, seguramente también por instinto. Y es que el instinto poco sabe del mal llamado buen camino, como no sean los atajos precisos para evitárselo.

     Es también el instinto quien erosiona el poco sex appeal que de por sí les queda a las virtudes, a fuerza de tornarlas relativas. Justo cuando comienza uno a pensarse virtuoso, algo le dice que su pequeña hazaña puede ser contemplada desde más de un ángulo. ¿Cómo saber que la esperanza es esperanza, y no mera ambición desenfrenada? ¿Quién no ambiciona fama de caritativo? ¿Cuántos estafadores no persiguen la fama de desinteresados? Pocos vicios, no obstante, parecen tan baratos como el de aquellos socios de Narciso que encuentran su virtud en la ausencia ostensible de virtudes. Qué aburrido ha de ser pecar por pecar, cuando es tan lindo hacerlo por debilidad.

     Voy, pues, tras las virtudes cardinales, presa de la lujuria que inspiran los vicios. Si a alguna alcanzo, no será por virtuoso, como por imprudente, injusto, débil y destemplado. Pobrecillas virtudes, tan arrogantes. No aceptan que pueda uno reemplazarlas.

 

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28 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / V

V. La llave de Yahvé.

Crece uno con esa idea torcida de que todo lo fácil es despreciable. Preferimos pagar por la fruta que nunca vamos a comernos, toda vez que lo opuesto parecería un abuso. Un día, aprovechando cierta distracción del carcelero, extendemos la mano y le damos una tarascada. Nada, a partir de entonces, volverá a ser igual. Aún tengo en la memoria la sensación de fuga feliz obtenida a partir del primer walkman. Andaba en bicicleta, con él en la cintura y la cinta girando en sus entrañas. Encontraba una suerte de manifiesto de independencia de la realidad en esa deleitosa introspección, ejercida a volumen de lesión cerebral. De repente podía negociar con el mundo exterior sin tener que salir del interior. Imponerle a la vida una banda sonora.

     Nunca entendí muy bien la utilidad del bolso femenino. Y al fin, si ésta era tanta, por qué entonces los hombres prescindíamos de él. ¿No sería más cómodo que cada quién cargara con su caja de herramientas? Hay quienes acostumbran, sin menoscabo alguno de su virilidad, llevar en su lugar una de esas navajas suizas equipadas con torno automotriz, gato hidráulico y forceps, para lo que se ofrezca. Si observamos los nuevos modelos, encontraremos un conector USB. De nuevo, el universo exterior cae de hinojos ante el interior, donde late la urgencia de conectar la prótesis electrónica.

     "Quiero la suerte de un amor tranquilo, con sabor de fruta mordida", rezaba la famosa canción de Cazuza. La posesión de un nuevo Mr. Gadget proporciona la siempre fresca sensación de haber sido premiado sin merecimientos. ¿Upgrade o downgrade?, duda aún la conciencia, que no tan fácilmente acepta hacer las cosas fáciles. Con lo bonito que era hacerlas difíciles. Pero no hay vuelta atrás. Se entra al iPhone como antes se entró al walkman, asumiendo entusiasta otra forma de vida, quizá más presurosa y con toda certeza menos meritoria, pero inminente ya. Se deja atrás la cruz para partir en pos del zen nuestro de cada día. Se abraza al fin la fe en la fruta mordida, con todo el entusiasmo pagano del que es capaz un tránsfuga del chicote. Ya sé que el paraíso está en otra parte, pero hoy no quiero más que vida fácil. Volar sin costo, aterrizar sin mérito. Decirle al fin adiós a lo que solía ser la realidad. Resignarse a la luna. Migrar.

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25 de julio de 2008
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