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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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De transilvanos dominios

La escritura nocturna y la diurna son bichos diferentes, y con frecuencia hostiles entre sí. En mi caso, los tengo en diferentes jaulas, aunque al final sean ellos quienes se dividen mi tiempo sin preguntar. Algunos entre mis seres queridos piensan que debería encontrar una manera de repartir el día entre ambas fieras y consagrar la noche a otros empeños, como sería el caso de conseguir dormir a horas decentes, pero siempre que intento no solamente no logro conciliarlas, sino que hasta las enemisto más. La novela se aferra a sus horas de sol, mientras el blog espera hasta la media noche para enseñar las garras y pelar los colmillos. No hay que tomarlo mal; así nos entendemos.

Cualquiera sabe que pasar noches leyendo o escribiendo difícilmente es una costumbre sana, como no sea para la bestia nocturna que se alimenta de este desvarío. Especialmente si la consigna es tóxica como la canción: Mucho para mí es tan poco… y poco no quiero más. Alguna vez oí a Chavela Vargas excomulgar a los que duermen de noche, pero justo es decir que lo hago menos por virtud que por vicio. Aunque eso sí, detesto hacerlo a solas. Hay en la noche demasiados cómplices para rondarla solo como cualquier coyote malcomido. Hoy mismo, por ejemplo, me he valido de cómplices como Astrud Gilberto y Elis Regina para ayudarme a creer que su noche es la nuestra y es preciso pasarla en intensa vigilia.

Hay una deliciosa sensación de derroche en la escritura nocturna. Sobra el tiempo, los límites se olvidan pasada cierta hora en la que uno se torna clínicamente inútil para apagar la luz. Porque incluso parando de escribir lo que menos se tiene son ganas de dormir. Es como si la fiera nocturna se regocijara robándole las horas a la diurna. O como si una y otra se las arreglaran para encerrarme entre ambas obsesiones, como lo harían dos amantes paranoides y además coordinadas. ¿Quién, no obstante, que viva entre los arrumacos de una amante nocturna y otra diurna puede sensatamente considerarse menos que privilegiado?

Escribir noche y día es también habituarse a vivir bajo una sensación de insuficiencia tardía. Nunca parece demasiado tarde, pero siempre podría ser más temprano. Pasa uno el tiempo en deuda consigo mismo, y todavía más con el juego de locos al que pomposamente llama trabajo. Todo lo cual no impide, por decir algo, hacer crecer la deuda invocando a Bebel Gilberto o Paula Lima y jugando un ratito a que es de día. Si de noche no hay reglas y todo se vale, ¿cómo no va uno a querer escribir a esas horas? ¿Es justo, inteligente, sano, beneficioso padecer de insomnio, cuando hay tantos caminos para disfrutarlo?

No tengo claro si debería seguir con el final de un concierto de Tony Bennett o el principio de uno de Hedwig and The Angry Inch. Afortunadamente la noche es lo bastante hospitalaria para que todo pueda caber en sus recovecos, y esa es otra ventaja para las palabras, que por algún motivo parecen más creíbles durante la parranda: ese tiempo que toma uno prestado sabiendo de antemano que no habrá de pagarlo. Lo bueno es que de noche cobra sentido lo que nunca lo tuvo; por eso no queremos que termine, tanto que hasta acudimos a quien sea con tal de estirarla. Y aquí estoy, estirándola, en compañía de Tom y Paula, que tampoco parecen tener sueño. Si ven a la novela, díganle que hace horas me fui a dormir.

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24 de octubre de 2007
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Cambio de monoplaza

Esto de perpetrar todos los días un texto intempestivo conduce a situaciones circulares, como pasarse el día siguiente dándole vueltas a algo que pudo faltar o sobrar. En el caso de ayer, una sola palabra se quedó en el camino, tal vez porque su mera mención habría redundado en la necesidad de abrir un nuevo frente argumental: McLaren. Preciso, en consecuencia, invadir la segunda persona del singular para mejor entrar en una materia donde es fácil juzgar desde el graderío sin tener que calzarse zapatos de otra talla.

El problema es muy simple: tú eres Fernando Alonso. No son unos zapatos fáciles de llenar, especialmente cuando llega el momento —y esto sucede con fatal frecuencia— de dar la cara por Fernando Alonso. Que hace tiempo eras tú, pero ahora quién sabe. Tanta publicidad, entrevistas, chismes y fruslerías han terminado por hacerte dudar quién ese Fernando que cada día que pasa se parece menos a ti. Especialmente durante el último año, que ha sido francamente muy jodido. Echemos, pues, reversa: llegaste al 2007 como campeón mundial, listo para estrenar coche y escudería. Por supuesto, la gente de McLaren te ofreció condiciones tan evidentemente ventajosas que te creíste aún mejor situado que en los dos años anteriores. Pero luego empezaron los problemas, porque aparentemente la gente de McLaren no terminaba de enterarse del piloto que habían contratado, prueba de ello era el impulso que el equipo le daba —bajo una incomprensible fachada de “igualdad”— al novato que habían preparado para correr el otro auto.

No puede uno andar repitiendo por ahí que es el campeón del mundo sin señalarse como un mamarracho, pero estos de McLaren parecían decididos a convertirte en algo similar. ¿Qué le hacía pensar a Ron Dennis, estratega y cabeza visible del equipo, que a un bicampeón mundial se le puede tratar igual que a un novato aventajado? Es probable que Lewis Hamilton todavía no acabe de entenderlo, pero el hecho de ser novato en cualquier cosa implica la necesidad de enseñarse a comer mierda. Agachar la cabeza. Acatar órdenes. Tragarse el propio orgullo. Callarse y observar. Quien no aprende siquiera un poco de eso se condena a asumir la conducta de un pelmazo arrogante decidido a vivir prendado del espejo. Una tentación fácil cuando se es de la noche a la mañana piloto de F1, y encima de eso se goza el privilegio de ser el niño mimado de la escudería. ¿No le bastaba a Hamilton, y aun le sobraba, con recibir el fogueo invaluable de correr junto al bicampeón del mundo?

Solamente tú sabes la clase de viaje que es tener que abordar cada día en ese monoplaza volador que es el nombre de Fernando Alonso. De modo que rehuías en lo posible la interminable diplomacia de ese circo social que nada tiene que ver con el placer de hacerte con la pista, y sin embargo había que apechugar. Soportar a esa hilera de golfos y fantoches que desde siempre constituyen la corte de un campeón mundial de pilotos, y encima simular que te afectaba poco o nada el menosprecio de tu propio equipo, empeñado antes en mimar al novato que en ayudarte a refrendar el título con el que ingenuamente llegaste a McLaren. ¿Qué clase de gaznápiro tendrías que haber sido para cumplir con esas expectativas sin cuando menos alzar la voz? ¿Esperaban acaso que el competitivo noviazgo de Lewis Hamilton con Sara Ojjeh —la hija del magnate Mansour Ojjeh, accionista mayor de la empresa— te ayudara a ubicarte en un segundo plano?

Piénsalo una vez más: eres Fernando Alonso. Has corrido una temporada completa con un equipo recién multado y descalificado por espiar ilegalmente a Ferrari. Has ayudado a desenmascararlos, mientras eras encasillado en una “rivalidad” tan publicitariamente rentable como funesta para tu quehacer. Te has pasado ya largos meses devorando la mierda de tu equipo, la de los medios y la de todo aquél que ha encontrado oportuno vaciártela en el plato, mientras tu compañero recibía ya trato de campeón mundial. De manera que sólo perdiendo podías vencerlos, y eso tenía que ser preferible a compartir con esa gentuza un premio que jamás supieron merecer y ya consideraban de su propiedad. Con tanta humillación absorbida, la última carrera debe de haberte dado un regusto entre triste y suculento, luego de ver cómo los de McLaren perdían su campeonato junto al tuyo por tramposos, insolentes e imbéciles.

Lo pienso por mi parte: soy Fernando Alonso. Al fin, esos mediocres me han devuelto el hambre.

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23 de octubre de 2007
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El difunto del Ferrari

“Muerto de pies a cabeza”, describió alguna vez el corredor inglés David Coulthard a su colega finlandés Kimi Räikkönen, hoy día convertido en el cadáver más veloz del mundo. Y es que estar muerto es una ventaja cuando es preciso pasar de los trescientos kilómetros por hora sin hacer mucho ruido, tal vez aprovechando el barullo infernal que acostumbran armar los vivos con el fin de que nadie se atreva a descartarlos. Durante las recientes semanas, ha habido tanto ruido en torno a los dos grandes rivales y compañeros en la Fórmula Uno que apenas quedó tiempo para considerar al fiambre escandinavo que casi no habla, rara vez sonríe y nunca gesticula. Todavía hace un par de semanas, durante el Gran Premio de China, fue más noticia la renovada cercanía entre los puntajes de Fernando Alonso y Lewis Hamilton que la bandera a cuadros para Räikkönen, quien convenientemente continuó gozando del bajo perfil de las carnes frías.

No había ni que presenciar el famoso comercial de Mercedes Benz —donde se les veía compitiendo ferozmente por ser cada uno el primero en todo— para entender que la bien promovida rivalidad entre el campeón Alonso y el novato Hamilton no pasaba de ser un juego para niños del que cualquier peatón podía hacerse parte. Los seguidores de uno detestaban al otro como si les hubiera despojado de algo, y más que eso como si el resultado final fuese a cambiar sus vidas para siempre. En mi caso simpatizaba con Alonso, por motivos que hasta hoy no aspiro a tener claros, pero el hecho es que no había comenzado la carrera y ya estaba sufriendo de sólo revisar las posiciones de salida. Se decía que Alonso todavía necesitaba de un milagro, y apenas importaba el hecho de Räikkönen precisara de dos.

Emerson Fittipaldi lo vio con claridad: difícilmente Hamilton a sus veintidós años podría con los nervios. ¿Pero Alonso? ¿Cómo iba a sustraerse el campeón del mundo de 2005 y 2006 a esa disyuntiva magnificada día tras día, según la cual no había más que dos grandes opciones? ¿Y quién, sino el piloto muerto de la Ferrari, podía beneficiarse de aquella reducción? Apenas se inició la carrera, dos obvios perdedores se trenzaron en un duelo instantáneo que pronto dejó a uno bien atrás y al otro solo tras el par de ferraris. Cómodamente adscrito a un segundo puesto provisional, el finlandés difunto debió de ser el único en divertirse: nadie lo molestó en los días previos, ni sufrió la presión que terminó bloqueando a sus dos contrincantes, cada uno obsesionado en superar al otro. Y al final le tocó bailar con la más guapa, ya instalado en el primer sitio por cortesía de su compañero de equipo, el brasileño Felipe Massa; los dos lejos de Alonso y lejísimos de Hamilton.

Al final del citado comercial —donde las voces de dos niños fanfarrones competían cantando “todo lo que tú puedas hacer, yo puedo hacerlo mejor”— la entretenida rivalidad entre Alonso y Hamilton culminaba con la aparición inesperada de otro finlandés: Mika Häkkinen, dolor de cabeza de Michael Schumacher y dos veces campeón del mundo. Algo muy similar sucedió durante la carrera de ayer mismo en el circuito de Interlagos: pendientes sin descanso de las ruedas del otro, ninguno vio venir al muerto alegre que en sus narices se iba a llevar el pastel. De manera que a veces no es un eufemismo, ni necesariamente una tragedia, sugerir que alguien “pasó a mejor vida”, pues al cabo la vida será siempre mejor para quienes han conseguido deshacerse del peso —ese sí muerto— de las expectativas ajenas.

La resistible resurrección de Kimi Räikkönen ha traído la paz a tantos aniñados beligerantes, tras un inesperado final feliz donde los favoritos no han salido vivos, luego de tantas muestras de vitalidad vana e improductiva. Al final de la mítica Por un puñado de dólares, Clint Eastwood abandona el pueblo dentro de un ataúd y regresa entre truenos de dinamita, invulnerable cual mesías resurrecto. Pienso entonces en Kimi Räikkönen, virtual hombre sin nombre y no puedo evitar que resuenen los ecos funerarios de cierta pieza triste de Morricone.

Sólo los muertos saben de sus privilegios.

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22 de octubre de 2007
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Úsese antes de la expresión “je-je”

Si los diminutivos pudieran venderse, una buena campaña publicitaria tendría que poner énfasis en su exclusivo efecto suavizante. Y eso en México todos lo sabemos: sin el auxilio de los diminutivos, hasta una conversación amigable nos suena áspera, mandona, desafiante. “¿Qué le pasa a este güey?”, se interroga uno, dudando ya en cambiar las interrogaciones por interjecciones sólo porque al sujeto no acaban de salirle los diminutivos. “¡Nada más no me grite!”, lo provoca uno, sobre todo si no estaba gritando. Cuando por fin lo haga, tendrá uno los elementos suficientes para enviarlo al carajo, por majadero. Si los diminutivos fueran en realidad objetos de compra-venta, este país sería uno de sus mercados más generosos. Ya imagino el eslogan: Más que un suavizante verbal, una contraseña a la gentileza.

Todavía mejor: una contraseñita. Siempre que un mexicano debe justificarse y no encuentra cómo, echa mano de los diminutivos. “Estoy en una reunioncita”, murmura en el teléfono el estudiante, cuidándose de no delatar la clase de bacanal en que se mira inmerso, y así de paso se disculpa tácitamente, impostando ese falso delirio de pequeñez que dará un leve toque de humildad a su ligereza. Vamos, un toquecito. No se gozan los privilegios de vivir en uno de los países más tolerantes del mundo si no se aprende antes a manejar el sutil abretesésamo de los diminutivos.

A ninguno nos gusta hacer favores, pero es preciso ser un infame para negarle al prójimo un favorcito. A nadie le sobran los momentos, aunque los momentitos están siempre a la mano. El que llega después peca de impuntual, no así quien sólo llega despuesito. Es decir que nuestros diminutivos no están allí para empequeñecer al sustantivo, sino para absolver al verbo. ¿Cómo iba uno a atropellar sucesivamente los derechos del prójimo y salirse una y otra vez con la suya sin el porfavorcito, el compermisito y el nomás un ratito? Uno queda completamente desarmado cuando le anuncian que algo estará listo en un-ra-ti-ti-to, cuya medida equivale a un ratito —esto es, un rato quizás largo y de seguro impune— de dimensiones incomparablemente más inciertas. ¿Para qué entonces agregamos uno o dos nuevos “ti” al diminutivo ratito? Para pedir perdón por anticipado. Cualquiera sabe que un ratitititito es más largo que un rato, y hasta que un ratote. Pero nadie te va a pedir que esperes un ratote. Sería un cinismo, una descortesía y una ordinariez.

Sólo la humildad propia del diminutivo reivindica la impunidad del abusivo. Si un policía nos detiene en un estado etílico lindante con el coma, reconocemos que nos tomamos unas copitas. En una fiestecita. Con unas amiguitas. Luego, cuando el uniformado nos haya recitado la cadena de multas y castigos a los que nos hicimos acreedores, procederemos a suplicarle que nos eche una manita. Porfavorcito, pues. Claro que no trae uno el dinero bastante para salir del trance frente al juez, pero seguro carga una lanita. Y eso lo arregla todo, porque antes que de la cartera del infractor, los policías locales se alimentan de la humildad ajena. Les reconforta ver al ciudadano totalmente rendido a los diminutivos. Es decir, puestecito para negociar.

Miente, no obstante, quien atribuye sólo hipocresía al pago de indulgencias con diminutivos, ya que éstos también sirven para expresar con toda honestidad cierto deseo carnal y al propio tiempo disculparse por cuanto pueda ocurrir a resultas. Ma-ma-ci-ta, rumia y babea el fogoso callejero, con la mandíbula cerrada y la mirada torva, rechinando las muelas de antojo visceral, y aun si la homenajeada tiembla de miedo por el solo talante del troglodita, ambos saben que al fondo de ese diminutivo pringoso late el signo fatal de lo irrefrenable. “¿Qué tanto es un tantito?”, insinúa el agresor, estirando los límites de la tolerancia mediante uno más de esos diminutivos lúbricos que con alguna galanura adicional le ayudarían tal vez a hacerse perdonar. Aunque fuera un tantito.

¡Cinco minutitos!, le imploraba a mi madre mañana con mañana (cuando era chiquito), esperando una gracia de cuando menos quince minutos de verdad. Reloj en mano, me despertaba al cuarto para las siete y me hacía levantarme a las siete en punto, con suerte siete y cinco. Desde entonces entiendo que un minutito vale por un promedio de tres minutos con treinta segundos. Es decir que con la sola aplicación del diminutivo puedo comprar un margen de tolerancia del 250 %. Un tantito, por tanto, es igual a un (1) tanto multiplicado por 3.5. Según los otros, eso es demasiado. Según nosotros, solamente un poquito.

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17 de octubre de 2007
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Cómo reconocer a un escritor malito

(25 síntomas prácticos) *

1. Profesa el ateísmo con fervor musulmán, rigidez mormona y vanidad católica.

2. Considera sus textos terminados cuando los engalana un lamparón de ron.

3. Sufre cuando lo entrevistan; llora si no lo entrevistan.

4. Encuentra errores en los mejores libros, no sin algún orgullo reconfortante.

5. Es más elocuente cuando habla de lo que no le gusta.

6. Se ve como colega de las putas, por más que él les regale sus libros y ellas insistan en seguir cobrándole.

7. Encuentra una Conspiración de Estado tras el sospechoso hecho de que su mejor texto permanece inédito.

8. Descansa en paz si sabe del sensible deceso de un crítico a su juicio demasiado escéptico.

9. Usa seudónimos para defender y promover su obra en los chatrooms. “Es que este libro me tiene flipao”, escribe en madrileño aspiracional.

10. No es que lleve diez días sin escribir, sino que no ha encontrado la música precisa. ¿Debería volver a la tienda de cds, o esperar a que llegue el paquete por correo?

11. Distribuye entre amores, parientes, amigos y proyectos sus regalías futuras como si fueran las de J.K. Rowling.

12. Odia tener que hacer textos publicitarios; esquiva las miradas cuando viene saliendo de la agencia.

13. Publicarlo: el único camino seguro para salir de su lista negra.

14. Cuando bebé, le arrullaban con Erik Satie; luego creció escuchando a Philip Glass. Cualquier insinuación en torno a una secreta preferencia por José José le parece una infamia.

15. Encuentra algún sadismo revanchista en la buena fortuna de sus ex amigos.

16. Si fuera inquisidor, emèzaría por J.K. Rowling.

17. Instruye a los empleados de la librería sobre cómo exhibir sus libros.

18. Haberlo publicado: el único camino seguro para volver a su lista negra.

19. Abusa de sus invitados mediante la lectura en voz alta de decenas de miles de caracteres hechos en casa.

20. Ama a sus traductores hasta que le traducen el primer libro.

21. Clasifica sus textos de acuerdo al enervante que inflamó su escritura.

22. Sueña que escribe un bestseller de autoayuda; despierta y no se para de la cama durante el resto del día.

23. Se mira traicionado por sus amigos cuando advierte que siguen sin leer alguno de sus libros.

24. Si fuera un asesino serial, empezaría por sus traductores.

25. Diariamente alimenta un blog literario.

* Fuente: un profundo e incriminante examen de conciencia.

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16 de octubre de 2007
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Cómo reconocer a un lector infernal

(25 síntomas prácticos) *

1. Tiene sueños extraños con cada libro y necesita contarlos.

2. Guarda en su agenda las direcciones y números telefónicos de sus autores más queridos.

3. Jamás perdona que a su pareja le sean indiferentes las líneas que le subyugan.

4. Interrumpe las fiestas para leer en voz alta parrafadas oscuras y profundas.

5. Memoriza las citas que saca de los libros, con los datos exactos de la edición y el número de la página.

6. Regaña a los empleados de la librería si no ofrecen sus títulos favoritos.

7. Si lee a Bernhard o Cioran, lo hace como si fueran manuales de superación personal; eventualmente se elimina solo.

8. Se le ve de rodillas y rezando durante los días previos al Nobel de Literatura.

9. Abunda con generosidad y precisión en cada una de las diferencias entre su novela favorita y la película del mismo nombre.

10. Encuentra coincidencias astrales en el hecho de haber empezado a leer una cierta novela en un determinado día. “No puede ser casual”, añade.

11. Sabe nombres completos de cónyuges e hijos de sus autores más queridos.

12. Escanea capítulos y los envía por correo electrónico.

13. Ha perdido algunas amistades durante discusiones sobre libros.

14. Encuentra emociones vertiginosas en la enumeración de las diferencias entre una edición original y otra corregida y aumentada.

15. Estigmatiza a quienes hablan mal de sus autores más queridos.

16. Si encuentra alguno de sus títulos favoritos en el anaquel, reacomoda los ejemplares sobre la mesa de los más vendidos.

17. Ha ganado numerosas enemistades durante discusiones sobre libros.

18. Experimenta contra los críticos un rencor contenido, listo para brotar como las ronchas fruto del despecho.

19. Encuentra inspirador al personaje Rupert Pupkin en El rey de la comedia.

20. Aborrece las referencias cinematográficas en un blog literario.

21. Escribe furibundas cartas a los críticos... “¡Y usted qué se ha creído, imbecilazo!”

22. Memoriza las referencias literarias en el cine.

23. Emplea sus títulos favoritos como contraseñas en los sitios web.

24. Una vez que se mira decepcionado por ellos, estigmatiza a sus autores más queridos.

25. Diariamente alimenta un blog literario.

* Fuente: un profundo e incriminante examen de conciencia.

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15 de octubre de 2007
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Peligro: estándares desviados

Pues sí, me contradigo. Creo además que tal es el trabajo del narrador, que a diferencia de políticos e intelectuales reclama su derecho a la incongruencia, ya que sin él difícilmente podría hacer lo suyo. Hay por supuesto quienes tienen por orgullo haber pensado siempre lo mismo, pero algunos creemos que ello implica pensar sólo una vez, y a partir de ese punto ya sólo autocitarse. ¿Qué es cool y qué cursi? Temo que la respuesta a tan vana pregunta es susceptible de modificarse cada cinco minutos, pues nada como el tiempo cambia la forma y percepción de los estándares. Lo que hace pocos años parecía ingenioso no ha tardado en hacerse lugar común, y lo que era meloso cualquier día despierta convertido en clásico. ¿Qué sería de Travolta sin Tarantino? Pero si el tema son los estándares, me permito acudir a uno muy personal, que ante algunos me exhibe como kitsch y a mí me da el placer de desafiarlos: ven a mí, Linda Ronstadt.

Antes de ella, poco o nada sabía de estándares. Tenía un álbum de Billie Holiday, escudado en el dato de que había sido heroinómana y eso la hacía so cool, pero la aparición de Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald en mi vida hasta entonces gobernada por Pixies y Banshees, me dejó una profunda comezón por los hermanos Gershwin. Y en eso me topé con For sentimental reasons, aquel álbum donde la linda Linda interpretaba no sólo a George e Ira, sino también a Rodgers y Hart. De los cuales sabía poca cosa, exceptuando que Lorenz Hart había muerto víctima de un alcoholismo tenaz y ambos eran autores de My Funny Valentine, cuya versión en labios de Nico ya desde entonces me sacaba las lágrimas. No bien cayó en mis manos, me fui a vivir al disco de la Ronstadt.

No pude dormir, ni quise dormir, cuando Amor vino y díjome que no debía dormir, rezaba otra canción de Rodgers y Hart, y mientras mis amigos le vendían el alma al grunge, yo me movía de la escena merced a unos audífonos que me llevaban tan lejos de allí que tardaría algunos años en volver. Cierto es que en ese lapso Linda se aprovechó de mí, aunque jamás tanto como yo de ella. Según los oficiosos anticursis que a menudo me criticaban de sólo ver una de las portadas de las tres joyas que la Ronstadt grabó con la orquesta de Nelson Riddle —nunca las escuchaban: alguien podía verlos— me había convertido en poco menos que un degenerado, y muy justo es decir que tales opiniones me honraban y envanecían igual que alguna vez lo habían hecho las de mis mayores ante las epatantes portadas del duque Bowie.

¿Qué necesidad tenía una cultivadora consumada del country de meterse a grabar estándares? La misma que después la llevó a convertirse en una extraordinaria cantante de ranchero, asumiendo en cada aventura riesgos tan grandes como pródigos serían los frutos. ¿Cómo entonces no verse en idéntico trance cuando alguien se extrañaba de que uno considerase tan cool lo que un día, siguiendo a la manada, se atrevió a etiquetar como cursi? Para más y mejor confusión, quienes se miren escandalizados por la osadía retro de la tremenda diva bien harían en asomarse a lo que una ultracool como Amy Winehouse ha hecho con la Ronstadt y su antiquísimo You’re No Good.

Fuera definiciones: ninguna sirve cuando se trata de saltar la barda y averiguar lo que hay del otro lado, no sin la excitación de quien teme ser reprobado por los otros; un premio inmerecido que siempre se agradece, pues tiene la virtud de aumentar el placer de dar el salto. Escribo estas palabras escuchando la voz de Nnenna Freelon cantando una versión de esa misma ‘Round Midnight que en un día dichoso redescubrí por intermedio de la intrépida Linda. Esto es, por estrictas razones sentimentales. Mismas que hasta la fecha me siguen visitando y a veces me convencen de escribir una carta de amor. Que es justamente, creo, lo que acabo de hacer.

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11 de octubre de 2007
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Otras cursificciones

Sólo hay algo más cursi que ser cursi: dárselas de anticursi. Una postura que protege al adolescente de ventilar aquellos sentimientos que teme le hundirían frente a sus iguales, que presas de las mismas aprensiones han impuesto la dictadura del cool. Ahora bien, todo aquél que haya sido adolescente sabe que no hay etapa menos cool en la vida, pues exige llevar tal cantidad de máscaras y escudos que muy difícilmente se vive a buen resguardo del qué dirán; sobran, aun así, quienes eligen petrificarse allí, envueltos por el cool artificial que permite seguir ondeando a todo trance una falsa bandera de escepticismo que concede al usuario un prestigio de duro en tal modo impostado que bien podría haber salido de un manual de autoayuda para acomplejados.

Casi todos los anticursis son, para escándalo de su fuero interno, meros cursis de armario que viven con los sentimientos emboscados por esa misma férrea autocensura que a los quince les guareció de un seguro ridículo y a partir de los veinte no ha hecho sino instalarles justo ahí, sin que lo adviertan. Pues lo más vergonzoso de ser cursi —peor aún, pretendiendo lo contrario— es que termina uno por enterarse al último, cuando propios y extraños tienen ya los bastantes elementos para pitorrearse. Sólo que ahora no lo harán abiertamente, como en la escuela, sino con la impecable hipocresía de la edad adulta, de modo que el perpetuo adolescente pueda seguir creyendo que los demás le creen que es lo que nunca ha sido.

Así como nadie está a salvo de la cursilería, caer en el prurito de la anticursilería es al menos igual de inevitable. En México y otros países del continente, se dice que tiene uno miedo de quemarse, asumiendo que el mínimo resbalón fatalmente le haría sucumbir a las llamas del público descrédito. De manera que no es la convicción, sino la cobardía lo que motiva al cool a conservarse cool por sobre tentaciones, simpatías y presuntos anhelos. Una actitud a la postre ominosa para quien se ha propuesto incursionar en las artes, que de entrada condenan a la esterilidad a todo aquél que intenta someter a la obra para salvarle el pellejo a su nombre. No lee uno con pasión los libros contenidos, sino los que desvelan los empeños de un alma intensa dispuesta a descubrirse sin poses vanguardoides ni recelos ñoños. Por lo demás, se sabe que quien mucho cuida la retaguardia nunca alcanza a rozar la vanguardia.

Podría pasarme una noche entera malentonando cada una de las canciones cursis que me sé de memoria desde temprana edad, algo que ni bajo amenazas o tortura me habrían convencido de hacer a los dieciséis años. Puedo también citar, como más de un valiente recién lo hizo aquí mismo, las telenovelas que en diferentes épocas me han atrapado en sus melosas garras. “Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, confiesa la canción de Zeca Baleiro, y al hacerlo devela una verdad punzante para quienes se creen inmunes a la cursilería: sin ella, ningún alma sensible puede decirse bien alimentada. Habría que ver, por tanto, cuántos entre los más feroces anticursis lo son por mera envidia, como cualquier villano telenovelero.

Tal vez lo único en verdad patético de cursis y anticursis sea el recurso de la impostación, pues el kitsch sólo hiede a podrido cuando exhibe su falta de sinceridad, y eso sí que es imperdonable como un beso de Judas Iscariote. Fuera de ahí, no podría por menos de reivindicar mi sagrado derecho a ejercer cuanta cursilería me resulte precisa, toda vez que el estricto e imperturbable cool no conduce sino a la frigidez y al tedio. ¿Quién detenta, por cierto, la autoridad estética para trazar los límites entre cursilería y cinismo? ¿Quién se solazará en la revancha gamberra de burlarse de quienes sollozan de alegría frente a una escena de Eliseo Subiela? Pobre de quien levante la mano: suya será la pena de escupir hacia arriba.

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10 de octubre de 2007
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El asesino era el productor

“El buen gusto es la muerte del arte”, opinó alguna vez Octavio Paz, para descanso de legiones de cursis, entre los que se cuenta el autor de estos párrafos. Ahora bien, hay de cursilerías a cursilerías. Ayer mismo trataba el resbaloso tema de los nacionalismos, cuyo carácter kitsch está lejos de ser un secreto (“el narcisismo de las pequeñas diferencias”, lo llama Savater), así como el de las supuestas vergüenzas nacionales, concebibles apenas para quienes experimentan esa hinchazón colectiva del ego que es el supuesto orgullo nacional.

Nunca he participado en la hechura de uno de esos programas, pero igual me incomoda sobremanera cuando algún extranjero toma por referencia las telenovelas mexicanas, cuyo mal gusto cósmico rebasa las fronteras de la cursilería misma, cuando no las de la indignidad. Concebidas y creadas desde la perspectiva cínica de quien cree dirigirse a un público incapaz de razonar, casi todas dibujan un mundo imaginario que jamás ha existido, ni existirá. No conozco a un solo mexicano que hable o se comporte como los de las telenovelas, y a lo mejor por eso me preocupa saber que aquellos episodios viajan por el mundo sugiriendo que en este país somos todos idiotas y ordinarios, nos reímos de chistes malísimos y damos crédito a los engaños baratos.

No obstante lo anterior, lejos de —ellos sí— avergonzarse por tan estridentes malhechuras, los fabricantes de las telenovelas nacionales pretenden que uno se enorgullezca de ellas, con el argumentillo de que son exportadas a remotos confines, e incluso traducidas a decenas de idiomas. Luego de presenciar varios capítulos de algunas producciones colombianas —Betty la fea, Pedro el escamoso— y brasileñas —Señora del destino, Páginas de la vida—, dos de las cuales fueron inmundamente replicadas en México, no tengo más orgullo que el de aplaudir el ingenio extranjero y confirmarme ajeno a la baratura nacional, aun si sus melodramas con frecuencia me hacen reír y su triste sentido del humor insiste en invitarme a sollozar.

Alguna vez, durante una pequeña fiesta en Washington, fui presentado ante el embajador de Estados Unidos en México, quien más pronto que tarde dijo conocer mi reciente novela, y acto seguido aseguró que “la iban a pasar al aire” en su país. “¿Cómo pasas al aire una novela?”, le pregunté, con más malicia que diplomacia, ya divertido por la pata que el pobre hombre acababa de meter, ante la hilaridad de los presentes. Y es que en la práctica son cada día menos quienes distinguen novela de telenovela, y puede que sean varios los estadistas que prefieren a ésta por encima de aquella. Francamente me es mucho más sencillo imaginar a George Bush viendo María Mercedes que leyendo a Paul Auster.

En tanto mexicano, me siento calumniado por las telenovelas de mi país y de entrada les niego la calidad de cursis. Tiene que haber palabras más severas y terminantes para calificar semejante deformación de la realidad y el sentido común, donde no existe el elemento sorpresa ni es concebible ambigüedad alguna. Por no hablar del lenguaje rebuscado y acartonado con el cual los guionistas pretenden una suerte de universalidad de pacotilla que no es de aquí, de allá ni de acullá. Es decir que por más que uno se esfuerza, nada parece más complicado que hallar orgullo propio en el conformismo ajeno. Y en cuanto a la vergüenza personal, ya se sabe que el conformista no la conoce. Su destino es vivir hasta la muerte como un orgullosísimo sinvergüenza.

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9 de octubre de 2007
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El síndrome Nodoyuna

Quienes desconfiamos de los nacionalismos, con frecuencia al extremo de carcajearnos a sus pueblerinas costillas, tenemos la ventaja de ser inmunes a las vergüenzas nacionales. Si fuera de otro modo, ahora mismo tendría que soslayar el tema de estas líneas, que a más de uno seguro le incomoda. Afortunadamente, no hay nación que se libre de estos patetismos, de modo que mal hace quien se sonroja por padecer un virus que a todos nos infecta. Aún así se cuentan por millones quienes van por la vida tratando de esquivar el bochorno de ver a sus compatriotas arrastrar la cobija del ridículo frente a los extranjeros, como si ellos pudieran vivir libres de soportar estigmas equivalentes.

Desde muy niño aprendí, gracias a la insistencia de mis mayores, que los políticos de mi país —por años amafiados en el mismo partido— son tan confiables como Pierre Nodoyuna, el villano tramposo de la serie Los autos locos. Y eso, hasta hoy se dice, es un motivo de vergüenza nacional, frecuentemente dramatizado por esos mexicanos que recorren el mundo con la certeza de ser más listos que nadie y adelantarse a todas las previsiones. Para no ir más lejos, la estrella del reciente Maratón de Berlín ha sido un emblemático político mexicano, conocido por marrullero y sintomáticamente prestigioso hacia dentro de su rancio partido.

Además de gobernador del estado de Tabasco, líder nacional del PRI y candidato a la presidencia, Roberto Madrazo se ha distinguido por su empeño como corredor, tal vez la única de las actividades que hasta hace poco tiempo no había sido cuestionada por sus incontables detractores. Pero he aquí que la semana anterior Madrazo resultó ganador absoluto de una de las categorías senior en Berlín, con un tiempo tan espectacular que reducía en una hora su marca anterior. No obstante, pocos días más tarde se sabía la verdad: el corredor se había saltado arteramente un trecho de quince kilómetros, razón más que bastante para quitarle el triunfo y descalificarlo para el año próximo.

La anécdota parecería extraordinaria si no conociera uno a su gentuza, pues cierto es que contamos con una ilimitada cantidad de tramposos de idéntica calaña, y que han sido ellos quienes nos gobernaron por una obscena cantidad de años, valiéndose de no menos burdas artimañas. ¿Tendría uno que ocultar esas cosas, igual que otros ladrones de provecho se cubren la carota ante las cámaras? Hasta donde recuerdo, nunca me he robado una elección, y en cuanto a maratones no soy capaz de correr a lo largo de más de cien metros sin un motivo muy poderoso adelante o atrás de mí —Joss Stone, la policía, qué sé yo—, todo lo cual me deja celebrar el incidente berlinés sin por ello ser víctima de sonrojo alguno.

Recién he visto a Madrazo el maratonista en la televisión: levantaba los brazos entre los alemanes igual que tantas veces hizo lo propio aquí, donde no había jueces habilitados para sancionarlo y exhibirlo. Y ahora, cuando esos jueces al fin existen y sancionan las elecciones debidamente, los cómplices, amigos y correligionarios de Madrazo, enquistados comodamente en el Congreso, se han encargado de inhabilitarlos, sin tantita vergüenza. Es por eso que en vez de avergonzarme por lo que ciertos mexicanos suelen hacer dentro y fuera de mi país, prefiero señalarlos y reírme con quien sea tan amable de acompañarme.

Hasta 1994, el presidente Carlos Salinas de Gortari corría un maratón en su pueblo natal, donde invariablemente llegaba en el primer lugar. No tenía que hacer trampa, pues de cualquier manera no había entre sus esbirros, familiares y amistades quien se atreviera a rebasarlo. ¿Qué tendría de extraño que entre esta clase de personajes abunden los nacionalistas recalcitrantes? ¿Debería abochornarme en consecuencia? Perdón, pero me sigue ganando la risa. Dejo en manos de los nacionalistas a ultranza la dosis de vergüenza que me toca. Disfrútenla hasta el fin, y que les aproveche.

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8 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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