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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Shopping emocional

Aun cuando no esté mirando hacia allá, uno puede saber que está siendo observado. Y por supuesto los objetos miran con la fijeza del perro sobre el glotón, más todavía si tienen un estante desde el cual agazaparse. “¡Llévame!”, le suplica la figura, y uno intenta ignorarla pero no logra ni quitarle la vista de encima. “¿Qué me ves?”, debería preguntarle, pero se calla porque ya sospecha que aquel objeto sabe demasiado. Por eso le deslumbra desde el ángulo exacto, diríase que con la mueca precisa porque sin duda ha visto de que pie cojea y es de ahí que se apresta a zarandearlo.

He mirado al objeto fulminado por un apego instantáneo, al punto de creer que algún presunto azar objetivo nos ha reunido justamente en este día, a esta hora y en esta tienda. Momento de dudar, observarlo de nuevo, buscarle alguna falla que me libre del compromiso íntimo de comprarlo. Y cargarlo, y cuidarlo, y empacarlo. Pero no lo consigo, de modo que me escudo en el precio: me parece muy caro, y si costara la mitad me parecería entonces demasiado barato. Por no dejar, pregunto al vendedor hasta qué hora estará abierta la tienda y él responde con cierto aburrimiento. Cuántos otros no saldrán de ahí para siempre tras hacerle la misma pregunta. Pero el objeto sabe que volveré, desesperado de ser ya tan suyo sin intentar siquiera hacerlo mío. Y no es más que un objeto, pero alguien dentro anhela darle valor de sujeto.

Lejos ya de la tienda, el objeto regresa como un fantasma, me sigue por el puente como un asaltante, hasta hacerme volver sobre mis pasos como quien lucha ya contra los inminentes diablos del arrepentimiento y recuerda que aún es tiempo de conjurarlos. Porque más que a un objeto he visto a un personaje y me resisto a irme sin él. No sabría decir si lo necesito, pero no puedo verlo sin entenderlo, y eso ya crea una complicidad. Quiero decir que llevo tres años dándole vueltas a un personaje que está encerrado en una casa vacía y sé por qué pero no para qué, y algo me dice que la figura en el estante lo ha comprendido mejor que yo: un hombre todo vestido de negro intenta hacer entrar un corazón gigante por una puerta demasiado estrecha. Siempre que ha de contar una emoción, el empeño del narrador es similar. La glándula no pasa por la puerta, hay que empujar con fuerza y contra todo pronóstico.

Regreso y ahí está, esperándome. Como un niño a las puertas de la escuela. Tengo hambre, papá. Lo reviso otra vez, con cínico deseo. De pronto me parece hasta barato. Pregunto al vendedor si lo puede empacar por mí, de forma que no vaya a hacerse preciso matar a un maletero en el camino a casa. Y es así como días después lo desempaco y vuelvo a ver al sísifo romántico que en vez de cargar piedras empuja corazones: un trabajo sin duda más riesgoso pero bastante menos idiota. Observo la figura y sé que muy probablemente encierra una tragedia, y quién sabría si no una tragicomedia, pues se entiende que un corazón de ese tamaño no pasaría jamás por una puerta así de estrecha. Pero hago una novela y tengo que intentarlo.

Hay un romanticismo tétrico tras este objeto, supongo que por eso le he tomado la foto a media penumbra. Además, no puede uno ir por la calle empujando un corazón en pleno mediodía, la gente se malquista con esos espectáculos. ¿Qué hará el hombre si logra hacer que el corazón cruce la puerta? Quiero creer que ahí empieza la historia. Es posible que haya comprado el objeto sólo para robarle esa historia, y acaso acompañarla de una canción de los Flaming Lips que con suerte me ayudaría otro poco a empujar a la glándula rejega. Un trabajo de locos, pero hay objetos que saben hacerlo.

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12 de noviembre de 2007
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Pagaría por tiritar

Todo viaje supone un acto violento, acaso más aun cuando interviene la higiene chapucera de los aeropuertos, donde rara vez hace frío o calor y a nadie importa mucho si es de día o de noche. Adoraría poder ir y volver entre París y Praga sobre cuatro ruedas, pero las compañías arrendadoras no permiten cruzar en sus vehículos las antiguas fronteras de la cortina de hierro, con excepción tal vez de lo que fue la Alemania soviética. “El oriente comienza en Polonia”, solía decir Hitler con su enjundia palurda, y por lo visto no hemos terminado de contradecirlo. Ahí están los neonazis checos, programando una marcha para el próximo domingo y resueltos a recorrer el barrio judío, no exactamente para pedir perdón de rodillas, como esos pordioseros praguenses que se tumban a la mitad de la calle con la cara mirando hacia el piso y ambas manos alzando un bote con monedas.

Nadie ha pujado tanto como los checos por conservarse occidental. Si Kundera acabó escribiendo en francés, sus compatriotas jóvenes se han aferrado al inglés como a una ventana con vista al universo. Todavía hace cuatro años sentí que descubría una joya escondida, y ahora no tengo duda de que vengo saliendo de una ciudad enteramente cosmopolita. Pero extraño las ruedas, y hasta lamento haberme dejado vencer por el frío, quebrantando con ello la decisión romántica de rentar una bicicleta, aunque hallando consuelo en la ilusión de volver otra vez durante algún verano. No quiere uno acabar de dejar Praga, pues por más que se le hayan hinchado los pies recorriéndola le queda la impresión de que mucho ha faltado. Nada que no suceda en Londres, París o Nueva York, aunque el punto es que salgo de Praga hacia París con tan poco entusiasmo que sería feliz de pedirle al taxista que diera marcha atrás y me librara de la Ciudad Luz para dejarme en esta capital de sombras a seguir viendo descender el nivel de mercurio en el termómetro.

Otros, más previsores, llaman al aeropuerto para saber si el vuelo saldrá a tiempo, pero a uno lo domina la inquietud de la puntualidad, que en su caso es batalla perdida de antemano. El resultado es que sigo tendido en el piso, sin frío ni calor pero aún tenso, rodeado por una cuarteta de bultos que aún no sé si podré subir al avión, mirando la pantalla donde se anuncia una hora de retraso que bien pude pasar con guantes, orejeras y gorro, en una deliciosa última caminata por los meandros en torno a San Wenceslao. Lo dicho: dejar Praga parece nada menos que una atrocidad. Debe de haber adentro del cerebro un hooligan decidido a sacarme a empujones de aquí. Y lo peor es que va a conseguirlo. Sin frío, sin calor, aunque no sin Kundera y su Jaromil: “La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”.

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8 de noviembre de 2007
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Territorio de duendes

La ciudad es pequeña, pero lo suficientemente intrincada como para que pasen días y uno siga extraviándose en sus calles, sin jamás terminar de perderse porque cada retruécano parece al mismo tiempo un rincón familiar y un hallazgo pasmante. De ahí que andar sin rumbo por las calles de Praga sea en sí una forma de llevar derrotero. Hay, me atrevo a decir, una pentagrama implícito en este diseño, de forma que perderse y reencontrarse supone interpretar entre los adoquines una cierta sonata circular, que sin embargo nunca es la misma.

Hace frío, además. Un ingrediente poderosamente romántico que me remite a aquellos días de la infancia en los que felizmente no salía el sol (tan despiadado, a veces) y uno encontraba en ello las condiciones óptimas para nombrar uno a uno a sus duendes. Qué no habría dado entonces por ir solo de lado a lado del puente constelado de esculturas dolientes, lanzando vaho al aire y un poquito danzando, sin más explicación que la alegría de ser, estar y respirar. En otra circunstancia y latitud, me quejaría de los tumultos de turistas a los que hay que eludir sin cesar para no detenerse, mas los duendes también parecen legión, y hoy por hoy ellos siguen llevando la batuta. Puedo eludirlo todo, a excepción del contagio.

Praga es una ciudad tóxicamente viva. Voy de nuevo camino al Puente Carlos por las escalinatas que bajan del castillo y por puro capricho me desvío hacia los callejones de Malá Strana, olvidando de puro hipnotizado que hace pocos minutos me dolían los pies de tanto andar. Como si sólo así pudiera devolverle a la ciudad un poco de la dulce melancolía con que me premia esquina tras esquina. Quítenle, si es preciso, cada uno de los imanes turísticos que se han sumado en los últimos años y seguirá atrayendo incondicionales, puede que todavía con mayor magnetismo. No sé si es el encuentro de su negrura mística con los colores múltiples de sus fachadas, o el contraste entre los asombros forasteros con la mansa hermosura de las praguenses, ¿tanto que va uno por ahí resistiendo el deseo recurrente de proponerle matrimonio a la próxima?, pero es verdad que semejante humor despierta una impetuosa avidez de romance. Ay del pobre infeliz que ceda al guiño fácil del amor tarifado, aquí donde la intensidad es tanta y tan profunda que no faltan las ganas de echar al corazón por la ventana.

Flota una sensación de irrealidad en el ambiente, tal cual sucede siempre que los sentidos y el espíritu son alzados en vilo por los mismos vapores. Especialmente ahora que el invierno se acerca y la temperatura baja día con día: duele pensar que no estará uno aquí cuando llegue la nieve y el hechizo se meta hasta los huesos; arde tanta belleza cuando basta con verla y aspirarla para empezar de pronto a predecir la nostalgia inminente que llegará tras ella. Piensa uno en el tiempo y suplica que pase un poco más lento, pero la noche cae no bien suenan las cinco de la tarde, y no queda otra opción que abrazarse a las sombras como más tarde habrán de hacerlo las parejas de enamorados en el puente, recordando quizás que el amor nunca es menos terrible que la belleza, y que los dos son trágicos por vocación.

Habrá quien pida un poco de mesura, pero por más que busco en mi equipaje no encuentro un solo gramo. Trato de recordar las líneas de Kundera sobre la ternura en La vida está en otra parte, pero llegan de golpe y en tumulto, como haciéndose parte de un paisaje que la sensatez no puede abarcar. Que otros sean sensatos, mientras tanto. Yo, como Jaromil, voy entre brumas tras la huella tenaz de la ternura, que lo que es hoy está en todas partes.

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7 de noviembre de 2007
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Interludio praguense

Creo solemnemente —y la solemnidad es la coartada ideal— que una vida intensa es el mejor antídoto contra el síndrome de la página en blanco, igual que una ración de besos apasionados protege al organismo de los tumores fruto de la amargura. Luego de cuatro años de haber puesto pie en ella por primera vez, he vuelto a la ciudad hechicera que el primer día me hizo literalmente saltar de alegría, rodeado de belleza melancólica: Praga. Podría describir ahora experiencias, imágenes e incluso algunos sueños vividos a partir de aquel contacto, pero temo que así daría al traste con parte del segundo, que está pasando aquí y ahora, y eso me temo que es pecado capital. Dejo, pues, sitio amplio para la vida intensa que en estas calles se antoja inevitable. Y que mañana El Boomeran(g) vuele de nuevo.

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5 de noviembre de 2007
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Astérix en Disneylandia

Al anunciar el lanzamiento de la serie Futurama, Matt Groening decidió apostar fuerte. “Cuando menos dará para un parque temático”, declaró a la revista Wired el legítimo padre de Homero Simpson, seguramente presa de la misma lógica que años antes le llevó a creer que sería Bart, antes que Homero, quien alcanzara fama planetaria. Pero el futuro casi nunca es como lo pintan, amén de que no siempre se antoja ir hacia allá. ¿Qué tendría que haber en un parque temático dedicado a Futurama que no decepcionase a sus visitantes? Y he ahí el problema con los parques temáticos, que en esencia son todos iguales, amén de requerir cantidades industriales de niños para operar como una verdadera fábrica de dinero.

“Niños, propios o disecados”, reza el viejo refrán, que según la opinión de varios terminantes incluye especialmente a los adultos prestos a aniñarse a la menor provocación. Es tarde, sin embargo, para disecarme. Nada más poner pie en el Parque Astérix, treinta kilómetros al norte de París, me toma por asalto una comezón que temo comparable a la de aquellos galos irreductibles que resisten ahora y siempre al invasor, al punto de creer que lo que Julio César hizo durante los primeros años de la era cristiana es nada comparado con lo que Mickey Mouse ha hecho durante el último medio siglo. No muy lejos de aquí, Eurodisney ataca por cielo, mar y tierra, y ello es otra razón para pelear.

Quienes hasta hoy somos adeptos entusiastas a las andanzas de los galos irreductibles, encontramos en ellos un humorismo fino del que Disney, Inc. parece entender poco, aun si más de una vez sus guionistas han llegado a copiarlo desfachatadamente. Nada parece ser lo suficientemente grave en Astérix para desbaratar la sonrisa de sus lectores, empezando por las peleas bíblicas que entablan sus protagonistas contra los invasores romanos, en las cuales jamás ha habido un solo muerto, y menos una gota de sangre. Proliferan, en cambio, los hematomas, y ello da a los guerreros un especial placer en partirle la crisma al enemigo, al cual derrotarán inopinadamente, con o sin la poción mágica del druida Panoramix. Y ahí está la cuestión, basta que un seguidor del trabajo de Uderzo y Goscinny toque el tema de Astérix o Lucky Luke para que en su cabeza crezca un parque temático y no pare de hablar sobre el apasionante asunto.

Dormir en el Hotel de los tres buhos, justo al lado del parque temático, es hacerse un poquito a la idea de que se ha penetrado en la historieta. Camina uno entre niños armados con cascos, espadas y escudos que corretean por cada rincón, y más que verdaderos deseos de disecarlos se sienten ganas de alcanzar de regreso su tamaño y lanzarse a pelear por Tutatis y Belenos. En especial si viene uno del parque y trae cargando un par de kilos de mercancía cuya compra no supo ni quiso resistir. ¿Cómo va uno a dejar en el estante el juego de ajedrez donde ya no pelean blancas contra negras, sino galos irreductibles versus romanos arrogantes? ¿Quién, que se haya metido en la historieta, querría salir de ahí sin una camiseta de Obélix?

Por más montañas rusas que ostente, un parque dedicado a Astérix siempre se quedará corto frente a las aventuras que lo inspiran, pero de pronto a uno le basta con los guiños, que aquí son pródigos y cariñosos. Territorio fanático, se entiende, pero es lo que se espera a partir de la recreación de un mundillo ilustrado con atención estricta a los detalles (¿cómo, de otra manera, podrían hacer frente a Mickey Mouse?) Es verdad que una visita entera al parque de Astérix no logra superar a un solo capítulo de la serie, básicamente porque el trabajo de Uderzo y Goscinny peca de insuperable, pero uno se contenta con estar ahí, envidiando su infancia, pujando inútilmente por recobrarla, quemándose los euros en chucherías tan inútiles como tentadoras y yendo como un niño por la aldea que tantas veces visitó en el papel.

Es posible que todos los parques temáticos sean la misma cosa, y que baste poner a Homero en el sitio de Mickey para que Disneyland se torne Simpsonworld, pues finalmente es uno quien pone de su parte para hacer que el engaño gane cuerpo y espíritu. Perpetro, en todo caso, estas palabras por el puro placer de resistir ahora y siempre al invasor, y con el solo miedo de que el cielo me caiga encima. Tómenlo como un guiño, galos honorarios.

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2 de noviembre de 2007
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Esperpentos translúcidos

Para los que se inician en el ciberturismo, el mayor atractivo de la red tiene que ver con su aparente impunidad. Ser otro, u otros. Decir, obedeciendo a impulsos repentinos, lo que nadie diría frente a un desconocido. Autorizarse a denostar, insultar, humillar a quien no se conoce ni se conocerá. Reírse dientes adentro por haber recién hecho lo que en el mundo real sería considerado cobardía sin nombre ni vergüenza. Casi todos hemos sentido la tentación de hacerlo, o cuando menos albergamos la idea de un día extralimitarnos sin por ello tener que dar la cara, como quien lleva doble o triple vida. Pero insisto, se trata de una impunidad engañosa, pues nadie que se atreva a ser otro puede volver a ser quien antes era sin dejar huellas, o hasta cicatrices.

Los versados en la etiqueta de las relaciones virtuales encuentran un peligro en la posibilidad de actuar intempestivamente y luego lamentarlo, ya sea en un e-mail, un chat, un foro, un blog, donde nada es más fácil que soltar lo que se ha pensado sin pensar, igual que se descarga un bofetón y al hacerlo se prueba el deleitoso elíxir de la crueldad, mismo que al digerirse va dejando un regusto más y más amargo en quien se creyó libre de sarpullidos morales ulteriores. Sólo que en internet no se miran las consecuencias de lo que se hace, ni se acaba de creer que el enemigo al otro lado de la línea es del todo persona. Apretamos botones, y si uno de ellos está conectado a alguna cámara de tortura mental, no parece realmente culpa nuestra. E incluso si así fuera, bastaría con apagar el aparato y pretender que nada sucedió.

Son legión quienes han encontrado una pareja merced a la virtualidad electrónica, pero podría apostar a que son muchos más los que han visto sus relaciones destrozadas por intermedio de ese mismo recurso. Igual que tantos se aficionan a golpear desde la relativa penumbra del teclado, no pocos son adictos a husmear en los ciberbuzones de sus seres queridos, y a veces alcanzarse la alta canallada de enviar correos perversos en su nombre. Algo que con el método tradicional exigiría tinta, papel, estampillas y tiempo, y aquí es tan simple como apretar un botón. O en fin, algunos cuantos. Nada que tome más de un par de minutos: tiempo sobrante para golpear de lleno y por la espalda, con una de esas máscaras que hacen del pusilánime raudo castigador.

“Nada impresiona a los taxistas de Nueva York”, concluye un personaje de Woody Allen al pagarle al chofer y advertir que su condición de invisible le tiene sin cuidado. Ahora que todos somos invisibles gracias al monitor que a tantos sitios nos permite asomarnos sin dejar casi huella —o dejándola en medio de millones—, lo impresionante es descubrir que aquellos que creímos frenos morales no eran más que retazos de pereza. Si antes no recibíamos anónimos era porque costaba tiempo y esfuerzo perpetrarlos.

No estoy especulando. Desde la noche en que me carcajée a solas hostigando neonazis emboscados y satanistas de carnaval, hasta el día en que recibí amenazas y soporté imposturas incriminatorias capaces de joderme la paz espiritual por anchos meses, he encontrado que las mentiras virtuales necesitan de poco para hacerse verdades con textura de pesadilla lovecraftiana. Aun así, cuesta trabajo creer que haya quien tenga tan escasa vida personal que se ocupe escarbando en las ajenas, como hacen los villanos de telenovela. Cuesta asimismo reconocer que basta una pequeña desazón para verse tentado a tornarse uno de esos solitarios.

En los tiempos de Howard Phillips Lovecraft, había que leer el Necronomicón para entrar en los círculos concéntricos de la locura sobrenatural. Hoy basta con leer los correos ajenos para caer en una espiral de rencores, denuestos e imposturas al vapor. Lo único ilusorio, de entonces hasta ahora, consiste en darle crédito a la superstición facilona de que no quedó huella en el lugar del crimen. Más allá de las direcciones IP y la bitácora de los servidores, las marcas del siniestro sobreviven al fondo de la propia conciencia. Se convierte uno en monstruo sin siquiera advertirlo, y aún va por ahí jugando alegremente al Hombre Invisible.

¿“Alegremente”, dije? Qué patraña más triste.

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31 de octubre de 2007
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El desdén de París

Arribar a París a media lluvia revienta el optimismo de cualquiera, más todavía en lunes, de noche y a solas. Camino hacia la Plaza de la Concordia, sin distinguir aún el obelisco pero ya inquieto por algún resplandor vecino, que nada más llegar me abarata el paisaje tan esperado, pues justo atrás de la vistosa plaza se alza una gigantesca y refulgente rueda de la fortuna, por sí misma capaz de ridiculizar al obelisco. De modo que me acerco únicamente para comprobar que aún se trata de la misma plaza y el obelisco no ha cambiado de talla. Un empeño más bien deficitario, pues con el tiempo todo muda de talla, color y resplandor.

Dudo que exista quien pueda olvidar la primera vez que puso un pie sobre Campos Eliseos, con toda la alegría intempestiva que suele acompañar al evento. Me recuerdo con pocos dólares en la bolsa —¿treinta, cuarenta?—, sin perspectivas de dormir bajo techo esa noche o las próximas, brincoteando ante el Arco del Triunfo, al mando de un estado de felicidad que ninguna miseria empañaría. Era pleno verano, traía una canción del Clash en la cabeza y había decidido gastarme aquellos dólares en la renta de una bicicleta, que si bien no valdría para proporcionarme techo ni sustento, cuando menos me dejaría ir y venir por aquella ciudad maravillosa que yo quería comerme adoquín por adoquín. Había incluso un placer especial en gastarse hasta el último centavo y andar por esas calles ligero como un paria, sin otro tiempo que el presente perfecto.

Las noches son incomparablemente más largas para quienes duermen a la intemperie. Iba y venía entonces entre los andenes de la Gare du Nord, buscando alguna caja de cartón que pudiera servirme de cama; si además de eso conseguía una barra de chocolate, podría negociar varias horas de sueño, hasta que por ahí de las cinco y media me despertara la punta del zapato de alguno de los policías a cargo de limpiar de vagabundos el andén. Lo hacían suavemente la primera vez, luego ya daban patadas en forma. Hora de desatar la bicicleta e ir en busca de algún hotel en cuyo lobby pudiese acomodarme a dormitar hasta las siete u ocho. Para quien ha dormido a la intemperie, la salida del sol es motivo sobrado de alegría: la vida se renueva, todo puede pasar.

Tengo, por suerte, las manos bien grandes. Puedo esconder tras una sola de ellas cualquier objeto de doce o trece centímetros, con las puntas de las falanges dobladas. Que era el caso de las barras de chocolate que me llevaba de las tabaquerías sin despertar sospechas, cuatro o cinco por día para poder continuar pedaleando de lobby en lobby; limpiando las conciencias de los turistas que no tenían empacho en creerse los cuentos que les contaba para sacarles algo de dinero. Una existencia sórdida, vista ya desde aquí, pero que entonces era luminosa como un día de cumpleaños para un niño.

Escribo estas palabras en un cuarto de hotel, muy cerca de la Ópera, preguntándome si mañana habrá sol o tormenta. Supongo que hace años, cuando dormía en la estación de trenes, la sola idea de tener un cuarto con baño privado y poder remojarme completo en la tina me habría bastado para saltar de dicha, pero el hecho es que llueve y no tengo bicicleta y Chet Baker insiste en pintarme la noche de azul marino. Tampoco tengo ganas de meterme en la tina. Recuerdo así la vieja sensación de rechazo que lo hace a uno enamorarse de ciertas ciudades. Con tortuosa frecuencia, el amor se alimenta del desdén.

No puedo soportar que París me dé la espalda, luego de haberme seducido por medios incontables y quizás infinitos. Tengo que ir y buscarle la cara, como haría con una mujer entrañable a cuyas lágrimas temo más que a las mías. Tengo también que darle la razón a Chet Baker: se necesita suerte para amar así.

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30 de octubre de 2007
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Elogio de lo inservible

Tendría poco más de siete años cuando de manos de mi madre recibí la primera agenda de bolsillo. Era una del año anterior, pero igual me sentí un niño importante porque era el único de mi edad con agenda. Además, no tenía citas que atender. Podía llenar todas esas hojitas de cuantos garabatos o dibujos quisiera. Y a la postre duró varios años, durante cuyo transcurso me acostumbré a salir cada mañana con la agenda debidamente oculta en el bolsillo. Traía algunos números telefónicos, mismos que rara vez llegué a marcar, más diversos apuntes que yo creía útiles aunque nunca llegara a utilizarlos. De entonces hasta hoy, cargo siempre con una agenda más o menos inútil, que en todo caso sirve como mera bitácora del caos.

Las agendas no siempre le arreglan la existencia a su dueño, pero de cuando en cuando le calman los nervios. Especialmente cuando la agenda es nueva y su sola llegada sirve para llenarse de buenos propósitos. Que es lo que sucedía cuando empezaba el curso y mis querúbicos padres forraban de plástico transparente los nuevos libros y cuadernos, donde ahora sí el niño sacaría verdadero provecho académico, y haría sus tareas y cumpliría con todas las exigencias escolares. Puras patrañas, pues, mas uno se las cree como si provinieran de una persona confiable. Será por eso que pasan los lustros y todavía espero que una agenda venga a cambiarme la vida. Lo cual sería plausible si me tomara la molestia de llenarla, pero eso exige la disciplina férrea de quienes acostumbran reservar un lugar para cada cosa y poner cada cosa en su lugar. Gente rarísima, en mi experiencia. Nunca seré como ellos, aunque aún puedo darme el lujo de estrenar agenda y asumirme persona organizada.

Hoy las agendas son majaderamente poderosas. Sus diferentes mecanismos electrónicos no sólo simplifican el puntual cumplimiento de los compromisos, sino que hacen difícil esquivarlos. Traen alarmas, recordatorios previos y avisos de colores, entre otros adelantos que deben de ser cómodos para quien no ha encontrado como sacudírselos. Por si esto fuera poco, han contraído algunas la maña de amafiarse con la computadora o el teléfono, de forma que no pueda uno ignorarlas. Pero el caos también tiene sus mañas, demasiadas para que un simple grillete electronico se adueñe de la voluntad de un voluntarioso. Cada vez que a la agenda, el teléfono y la computadora les sale lo mandón, no me queda más que desconectarlos; a ver si así se ubican en su papel.

Más que una simple agenda, mi aparato portátil es una sucursal del cerebro. Es decir que está lleno por igual de cosas útiles e inútiles, como teléfono, procesador de palabras, cámara de video, calendario lunar, teclado, mp3 y un adictivo juego de boliche. Prefiero no decir cuáles son los programas que más utilizo, baste con recordar que a estas alturas sigo considerando a la agenda un juguete sin mejor atributo que el de entretenerme durante los tiempos muertos y hacerme creer que soy serio y puntual por el solo hecho de tener una agenda electrónica. A veces, si amanezco insoportablemente optimista, me da por instalarle un programa pomposo que se piensa capaz de controlar ingresos y gastos, pero más tardo en comenzar a ingresar numeralia que en rebelarme contra su autoridad y devolverle todo el control al descontrol.

Creo, con Wilde, que la única excusa para hacer una cosa útil es no guardarle admiración alguna, y la verdad es que admiro a una agenda sólo cuando es muy útil para llevar a cabo cosas inútiles, como escribir por nada y para nada, o anotar más de 280 en una sola línea de boliche, por 250 del aparato. Llego a creer, con imbécil frecuencia, que mi suerte para el resto del día dependerá de mis tempranos números en el miniboliche, igual que a veces temo que si no sirve el texto que pergeño tampoco sirvo yo... ¿Para qué? Para seguir haciendo cosas inútiles. Por lo pronto, ésta que nos ocupa ya está lista. Ay de quien ose hallarle utilidad.

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29 de octubre de 2007
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Stoned again

No sé si sea porque desde siempre me temo carne de diván, pero hasta hoy nunca me había enfrentado a un psicólogo. Siempre me han parecido interesantes, y no bien habla uno suelo guardar silencio y atender, no sea que me quede en la penumbra en torno a cierta parte básica del manual. Pero de ahí a pedirle que me arregle hay gran distancia, pues temo ingenuamente que no quiero arreglarme, y hasta le tengo horror a la salud mental, tomando en cuenta la posibilidad de que instalarme en la plena cordura redunde en una plena esterilidad. ¿Qué haría en ese caso? ¿Meterme a estudiar contaduría?

“Superstición”, sentenció mi psicólogo, el doctor Juan Carlos Muñoz Bojalil, entre las risotadas de los presentes. Estábamos en el auditorio de la Facultad de Psicología, entre estudiantes de ésa y otras ciencias, conversando sobre literatura desde el punto de vista de mi interlocutor. O sea que cuando menos no me iba a cobrar, aunque tal vez con gusto le hubiese pagado, considerando cuánto me estaba divirtiendo. Tal vez me habría gustado salir a la defensa de mis supersticiones, a las que considero parte de mi más entrañable patrimonio sentimental, pero esas cosas no se hacen con el analista, que a diferencia de los críticos literarios me concedía todo el derecho a equivocarme. Y esas cosas relajan a cualquiera, pues pocas situaciones existen tan incómodas como entablar público diálogo con el cuello estirado y el culo fruncido. Andreu Martín me enseñó una expresión idónea para aquellos gravísimos coloquios: misas de tres padres.

Tal vez la próxima etapa de la era Big Brother consista en someterse a pública terapia, como en una sesión de doble A donde todos podrían opinar, y eventualmente echarse a perder mimando los caprichos de Narciso. Y ahora, queridos amigos, una nueva pareja de anales-retentivos nos mostrará sus respectivos esfínteres. Por eso digo que el chiste es comenzar por relajarse, y eso es lo que me gusta de los terapeutas. Su papel es llevar la vida suavecito y su virtud jamás espantarse de nada. Propongo, pues, que en adelante las presentaciones literarias no se lleven ya a cabo con la complicidad de colegas amigos prestos a la exégesis, sino bajo el relajador escrutinio de un psicólogo amante de la literatura. ¿Quién no querría asistir a un strip-tease así?

Por experiencia sé que las presentaciones literarias ayudan poco a reforzar el ego del autor, pues incluso las más concurridas —y sobre todo ésas— no evitan una honda sensación de soledad cuando uno está de vuelta en el hotel y conversa sesudamente con el techo, de paso preguntándose qué hacer con los resabios de tanta intensidad. Lo cual no pasaría si en lugar de salir a emborracharse con otros neuróticos se tomara un café con el psicólogo, ahorrándose los tragos, los honorarios y la resaca a medio aeropuerto. Con el ego en su sitio, además. Dado de alta.

No sé si sea por la terapia de esta tarde, pero me ha mejorado el humor. O será por la luna inmensa allá afuera. O porque en una ventana del monitor tengo, desde el principio de estas líneas, a Joss Stone perturbando dulcemente mi trabajo, arriba a la derecha del procesador de palabras. No dudo que padezca una fijación con Joss Stone. Debí contárselo hoy al psicólogo. Aunque si en realidad quisiera progresar, tendría que ir y decírselo a Joss Stone. ¿O no es verdad, doctor? Are you there, Jossie Darling?

Ñáñaras, llamamos en México a una forma de súbita carne de gallina. Siente uno ñáñaras si a estas horas suena el teléfono y quien llama es la señorita Stone. O si habla de psicólogos y recuerda de pronto que ahora mismo trabaja con un personaje que es, entre otras cosas, terapeuta impostor. Me encantaría armar a un personaje psicólogo, pero me temo que en ese caso el impostor acabaría por ser yo, y eso le jode el ego a cualquiera. En fin, que se me está pasando la mano. Escribo con nostalgia por el diván. Mierda, ahí vienen las ñáñaras.

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26 de octubre de 2007
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Permiso para leer

Uno entiende que un libro es importante cuando contrae con él una deuda impagable. Sólo que a diferencia de otros débitos, éste no mortifica, y hasta abundan los casos en que dignifica. Esto último lo constato de memoria: “El estarse muriendo de ganas de que le llamen a uno por teléfono y darse el gustazo de no contestar es prueba de respeto por sí mismo.” Cuando llegó a mi vida la novela que acabo de citar, merced a un accidente de la fortuna que puso frente a mí un paquete para otro destinatario, apenas si tardé en asumir que no había opción más digna que huir con ella oculta de inmediato.

     Unas cuarenta páginas más tarde, ya embebido, reivindicaba el hurto ante mí mismo aduciendo que en realidad la novela me había robado a mí. Hasta donde recuerdo, más tardé en alcanzar el segundo capítulo que en aprenderme el título completo: Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire: I. La vida exagerada de Martín Romaña. Era uno de esos libros que pasan frente a uno como lo haría una mujer intempestivamente indispensable, y nos colgamos de ellos como de la cintura de esa ninfa sin la cual ni la Gloria parece interesante. La narración chisporroteaba, literalmente, y uno brincaba de la carcajada al asombro presa de una empatía similar a la de una amistad que nace a media cárcel. Sólo un tequila doble se habría hecho entrañable en menos tiempo.

     Ahora bien, si a las entrañas he de referirme, no me atrevo a ignorar Un mundo para Julius, una de esas novelas cuya lectura pronto se convierte en un acto consciente de atesoramiento (recuerdo haber besado repetidamente la cubierta de cuatro libros: La inmortalidad, de Kundera, El retrato de Dorian Gray, de Wilde, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, y éste). Costaba algún trabajo creer que el autor de Julius fuese el mismo que el de Martín Romaña, pero no bien acabé de cranearlo me vi sumando deudas con interés compuesto y extendiendo el crédito de un narrador agudo y un hombre taciturno que respondían al nombre de Alfredo Bryce Echenique.

     Hace casi un par de años, en esa disneylandia literaria que es el lobby del Hilton de Guadalajara durante la Feria Internacional del Libro, vi salir a Juan Cruz del elevador, acompañado justamente del narrador que tantas veces me había sacado del presidio de la realidad. Bryce Echenique Live. ¿Cómo explicarle que éramos viejos cómplices? Lo sabría, supongo, toda vez que una gran cualidad de sus escritos está en hacer de lectores compinches (no en balde en la dedicatoria de La vida exagerada…, el autor certifica que “uno escribe para que lo quieran más”). En todo caso, la complicidad creció. El tipo era un tipazo, pero igual resistí el legítimo impulso de pedirle que hablara largo y tendido de Octavia de Cádiz; así como el de confesarle solemnemente que en sus cuadernos de navegación —el rojo, el azul— encontré tantas risotadas convulsivas como francas y añejas dolencias del alma.

     Desde entonces, y en realidad mucho antes de entonces, a Bryce le creo virtualmente todo. Soy su lector asiduo y agradecido, de modo que no tengo el motivo ni las ganas de sumarme al pelotón de fiscales que ahora le piden cuentas como si alguna vez lo hubieran leído. Francamente no sé qué sucedió con el reciente entuerto periodístico que tanta saña ha suscitado en su contra, ni me provoca husmear en la basura. Le creo y ya. No tengo que firmarlo, ni que apostar por ello, ni que sacar la cara por una obra entrañable y espléndida que en consecuencia se defiende sola. Bien harían en acercarse a ella sus detractores de ocasión.

     Ignoro si algún día vuelva a verlo, mas persisto en citar la deuda que nos une. No sé cuánto le debo, aunque es bastante para vivirle agradecido, más allá de las furias jacobinas de tantos indignados no-lectores. No soy fiscal, ni detective, ni alcaide. Por el contrario, y como ya lo he dicho, en repetidas ocasiones me valí de la escritura de Alfredo Bryce Echenique para escapar del cautiverio de la realidad. Desde ahí y hasta el fin, suyo es todo mi crédito.

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25 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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