Xavier Velasco
Aun cuando no esté mirando hacia allá, uno puede saber que está siendo observado. Y por supuesto los objetos miran con la fijeza del perro sobre el glotón, más todavía si tienen un estante desde el cual agazaparse. “¡Llévame!”, le suplica la figura, y uno intenta ignorarla pero no logra ni quitarle la vista de encima. “¿Qué me ves?”, debería preguntarle, pero se calla porque ya sospecha que aquel objeto sabe demasiado. Por eso le deslumbra desde el ángulo exacto, diríase que con la mueca precisa porque sin duda ha visto de que pie cojea y es de ahí que se apresta a zarandearlo.
He mirado al objeto fulminado por un apego instantáneo, al punto de creer que algún presunto azar objetivo nos ha reunido justamente en este día, a esta hora y en esta tienda. Momento de dudar, observarlo de nuevo, buscarle alguna falla que me libre del compromiso íntimo de comprarlo. Y cargarlo, y cuidarlo, y empacarlo. Pero no lo consigo, de modo que me escudo en el precio: me parece muy caro, y si costara la mitad me parecería entonces demasiado barato. Por no dejar, pregunto al vendedor hasta qué hora estará abierta la tienda y él responde con cierto aburrimiento. Cuántos otros no saldrán de ahí para siempre tras hacerle la misma pregunta. Pero el objeto sabe que volveré, desesperado de ser ya tan suyo sin intentar siquiera hacerlo mío. Y no es más que un objeto, pero alguien dentro anhela darle valor de sujeto.
Lejos ya de la tienda, el objeto regresa como un fantasma, me sigue por el puente como un asaltante, hasta hacerme volver sobre mis pasos como quien lucha ya contra los inminentes diablos del arrepentimiento y recuerda que aún es tiempo de conjurarlos. Porque más que a un objeto he visto a un personaje y me resisto a irme sin él. No sabría decir si lo necesito, pero no puedo verlo sin entenderlo, y eso ya crea una complicidad. Quiero decir que llevo tres años dándole vueltas a un personaje que está encerrado en una casa vacía y sé por qué pero no para qué, y algo me dice que la figura en el estante lo ha comprendido mejor que yo: un hombre todo vestido de negro intenta hacer entrar un corazón gigante por una puerta demasiado estrecha. Siempre que ha de contar una emoción, el empeño del narrador es similar. La glándula no pasa por la puerta, hay que empujar con fuerza y contra todo pronóstico.
Regreso y ahí está, esperándome. Como un niño a las puertas de la escuela. Tengo hambre, papá. Lo reviso otra vez, con cínico deseo. De pronto me parece hasta barato. Pregunto al vendedor si lo puede empacar por mí, de forma que no vaya a hacerse preciso matar a un maletero en el camino a casa. Y es así como días después lo desempaco y vuelvo a ver al sísifo romántico que en vez de cargar piedras empuja corazones: un trabajo sin duda más riesgoso pero bastante menos idiota. Observo la figura y sé que muy probablemente encierra una tragedia, y quién sabría si no una tragicomedia, pues se entiende que un corazón de ese tamaño no pasaría jamás por una puerta así de estrecha. Pero hago una novela y tengo que intentarlo.
Hay un romanticismo tétrico tras este objeto, supongo que por eso le he tomado la foto a media penumbra. Además, no puede uno ir por la calle empujando un corazón en pleno mediodía, la gente se malquista con esos espectáculos. ¿Qué hará el hombre si logra hacer que el corazón cruce la puerta? Quiero creer que ahí empieza la historia. Es posible que haya comprado el objeto sólo para robarle esa historia, y acaso acompañarla de una canción de los Flaming Lips que con suerte me ayudaría otro poco a empujar a la glándula rejega. Un trabajo de locos, pero hay objetos que saben hacerlo.