Hace un tiempo me refería aquí al libro de M. Pohlentz La libertà greca (Paideia Brescia, 1963) resaltando el hecho de que, en Grecia, el teatro era marco en el que convergían ciudadanos de todos los estamentos, y en el que concretamente los campesinos reconocían el espacio propio de su espiritualidad.
Oponía la situación de esos ciudadanos, a la de tantos habitantes de ciudades de nuestro mundo, por ejemplo tantas capitales latinoamericanas en las que hay espacios para conciertos de eminentes pianistas, pero dónde sólo el fútbol constituye la referencia espiritual para los niños de los inmensos suburbios, para esos hijos de los que, abandonando el medio rural, han sustituido la cabaña de arcilla o madera y la convivencia con lamas o vacas por la chabola de bidón infectada de ratas. Retomo ahora algunas líneas del texto que entonces transcribía:
"La sociedad de formación natural ofrece al individuo no sólo el espacio vital sino también un contenido de vida. El campesino ático que cultivaba campos y viñas lejos de la ciudad, rara vez podía encontrar tiempo para asistir a la asamblea popular. Eso no quita que políticamente fuese no, digamos, de Maratón o de Acarne sino un Ateniense, tuviese el conocimiento que le permitía (en las elecciones importantes, que le concernían personalmente porque afectaban a todos) aportar su contribución de hombre libre. La ciudad de Atenas, además, no era para él simple mercado para sus ventas y sus compras: allí, sobre la Acrópolis, dominaba también Palas Atenea, que protegía con mano fuerte, su polis y a él mismo. Y ni siquiera el campesino más simple se descuidaba de asistir a las representaciones del teatro de Dionisos, gloria de su ciudad patria."
No es necesario referirse a esas sociedades literalmente quebradas de los llamados países en desarrollo (donde las clases sociales europeizadas viven en barrios aislados y villas cercadas, tanto en razón de amenaza real como de la inevitable paranoia). En las ciudades de nuestro mundo, concretamente en las de esta Europa tan aséptica como autocomplaciente, la ausencia de manifestaciones auténticamente festivas de cultura, manifestaciones transversales en las que se reconocería la ciudadanía por entero, el espíritu muere por inanición y el ser humano queda reducido a la indigencia.

Y, sin embargo, ¡qué admirable escritor!, ¡qué admirable moralista incluso!, en esa exhortación a asumir la propia vida con dignidad, sentimiento de fraternidad y valentía ante la inevitable confrontación con la naturaleza que es Capitanes intrépidos. No es esta una paradoja menor en algunos de los grandes de la literatura. Pienso en el Celine del Voyage au bout de la nuit, los Drieux de la Rochelle y Robert Brassillac de El fuego fatuo y Comme le temps passe; pienso, en fin en el Ernst Jünger de Los acantilados de mármol, que marcó a fuego la vida de mi llorado amigo Ferrán Lobo.







