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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Sombras

"¡Oh desgracia! en la avenida de las Acacias- la alameda de los mirtos- veía de nuevo a algunas de ellas, viejas, y que no eran más que las sombras terribles de lo que habían sido, errabundas, buscando desesperadamente un no se qué en los bosques virgilianos. Habían huido desde mucho tiempo atrás, mientras yo seguía interrogando los caminos desiertos." (Marcel Proust, A la Recherche..., Gallimard 1987, I, 419)

Los editores de esta edición hoy canónica de la Recherche proustiana señalan en su Introducción General ( tomo I, p. LI) que este libro responde también a esa confianza de que un arte pueda tomar la forma de otro, confianza que el propio Proust atribuye a Balzac, lo que explicaría el carácter pictórico de tantas páginas de La Comedia Humana. Y extraen del Contre Sainte- Beuve párrafos en los que Proust expresa su deseo de que el escritor trate "veinte veces, con luces diversas el mismo tema...como las cincuenta catedrales y los cincuenta nenúfares de Monet". Ello explicaría que en la Recherche se juegue tan sólo con el espectro de luz para hacernos retornar al Bois de Boulogne- "jardín elíseo de la mujer" o al bosque sin seres vivos (en razón de que el Narrador no alcanza a ver surgir campesinas escondidas tras sus árboles) de Roussanville. Iré los días inmediatos dando algún ejemplo.

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22 de abril de 2009
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Los botones de oro

En un singular momento de Du côté de Chez Swann, el Narrador evoca sus sentimientos infantiles ante el paisaje de los aledaños de Combray, contemplado desde la otra orilla del río Vivonne. Hay entonces una referencia a los botones de oro que siembran los prados entre ruinas de almenas. Los niños de un colegio religioso, que eligen el entorno de las almenas como espacio para sus recreos escolares y que introducen en el Vivonne botellas de cristal, parecen confundirse en la imaginación del protagonista con esos mismos botones de oro, flores venenosas y que el ganado evita, pero que atraen poderosamente a los pequeños. El niño que era entonces el Narrador se exalta profundamente, ante el amarillo intenso de la corola, pétalos y estambres de estas florecillas:

"Avanzábamos en el camino de sirga que dominaba la corriente desde un terraplén de varios pies; del otro lado la orilla era baja, prolongándose hasta el pueblo y hasta la estación, distante del mismo, en amplios prados. Se hallaban sembrados de ruinas, medio sepultadas en la hierba, de castillos de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenían de este lado el caudal del Vivonne como defensa contra los ataques de los señores de Guermantes y los abades de Martinville. No eran más que unos fragmentos de torre salpicando la pradera, apenas visibles, almenas en las que en el pasado el arcabucero lanzaba piedras y el vigila mantenía a ojo Novepont, Clairfontaine, Martinville-le-Sec, Bailleau l'Exempt, todas ellas tierras vasallas de los Guermantes, entre las cuales Combray era un enclave, hoy al raso nivel de la hierba, dominadas ahora por los niños de la escuela de los hermanos que venían allí a estudiar sus lecciones o a jugar durante los recreos- pasado casi sumergido en la tierra, acostado junto al agua como un caminante que toma el fresco, pero que provocaba mis ensoñaciones, haciéndome añadir al nombre de Combray, a la pequeña villa de hoy, una ciudad muy diferente, fijando mis pensamientos por su aspecto incomprensible y arcaico, que apenas lograba esconder bajo los botones de oro. Eran muy numerosos en este lugar al que habían escogido para sus juegos en la hierba, aislados, en parejas, por tropas, amarillos como yema de huevo, brillando tanto más, me parecía, que, no pudiendo derivar hacia veleidad alguna de degustación, el placer que su vista me causaba, lo acumulaba en su superficie dorada, hasta que se hiciera suficientemente poderoso para producir una belleza inútil; y ello desde mi primera infancia, cuando desde el sendero de sirga tendía hacia ellos los brazos, sin acertar a deletrear completamente sus hermosos nombres de Príncipes de los cuentos de hadas franceses, llegados quizás siglos atrás desde Asia, pero tomando patria para siempre en el pueblo, satisfechos en su modesto horizonte, amando el sol y la orilla del agua, fieles a la reducida vista de la estación, conservando aun, sin embargo, como en ciertas de nuestras antiguas telas pintadas, en su simplicidad popular, una poética luminosidad de Oriente." (Marcel Proust, A la Recherche... Gallimard 1987, tomo I p. 165-166.)

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21 de abril de 2009
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El niño

Cuando un niño  empieza a relacionarse con los demás a través de palabras, cuando itera compulsivamente vocablos, triviales para los demás, pero que son para él auténticos signos de entrada en un nuevo mundo, tan mágico como poderoso, cuando, en suma, un niño arranca a hablar...su entorno espera con ansiedad que pase a la nueva etapa, que empiece a vincular ordenadamente esos vocablos, que la sintaxis desarrolle exponencialmente la potencia de la incipiente semántica y, en suma, que de su boca salgan frases y no sólo términos. Frases ciertamente que merezcan el calificativo de tales, es decir: conjuntos no meramente archivados  por el mismo mecanismo por el que archiva palabras, sino enunciados por el niño en un acto que cabe calificar de creación porque -aunque pueda objetivamente coincidir con una frase convencional para las personas de su entorno- resulta en él de un auténtico ensanchamiento de su espíritu, y supone un paso de gigante en la actualización o realización de las posibilidades de su naturaleza...En suma, de un niño que arranca a hablar los adultos esperan con ansiedad  que hable cabalmente, que la sintaxis merezca tal nombre, que no itere frases -cosa que puede hacer una bien elemental máquina- sino que las forje a partir de palabras.

Y en la medida en que quede en nosotros un rescoldo inconsciente de cuando el protagonista de ese momento lo fuimos nosotros mismos, en la medida en que perdura una huella de cuando la condición de creador fue la nuestra (pues sin ese  acto de mediatizar el mundo por complejos de vocablos que nadie nos ha enseñado, simplemente no nos hubiéramos humanizado), viviremos como alborozo propio el hablar de cada niño, como vivimos como alborozo propio el decir de narradores y poetas, decir- por definición- que (a la vez que explora las posibilidades del deslizamiento semántico) repudia el hablar con frases, apuntando a actualizar la infinita potencialidad  de la sintaxis.

 

 

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20 de abril de 2009
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Redención y palabra

Es seguro que, al menos en los Estados Unidos, el año Darwin será ocasión de que se acentúe  la crudeza de la polémica entre los defensores de las tesis evolucionistas y los defensores de posiciones creacionistas, ya sea en su formulación convencional, ya sea en modalidades aparentemente más sofisticadas, como las que apelan a una idea directriz que se hallaría en el origen de la naturaleza y de la vida y que determinaría su evolución. Como casi todas las polémicas en las que los  defensores de un criterio de objetividad  al que medir las teorías se enfrentan a los que sostienen posiciones a priori, la posibilidad de compromiso es muy pequeña, y desde luego nula cuando la polémica se intenta llevar a ese tribunal de la razón que ha de constituir la universidad. En el seno de ésta es imposible-o al menos inaceptable- que alguien niegue el hecho de que todos los seres vivos estamos sometidos a la selección natural y que compartimos rasgos que remiten a un universal común ancestro.

Para un racionalista lo interesante ante los defensores del creacionismo no es quizás tanto posicionarse sobre el contenido de lo que sostienen como preguntarse  por qué lo sostienen. Pues en muchos casos, aferrarse a la teoría de un Dios, más o menos disfrazado de "designio inteligente", es una manera de manifestar la profunda desazón que puede llegar a  producir una presentación de la teoría evolucionista que reduce al hombre, es decir, que niega su singularidad radical en el seno de las especies.

 

 Por prudente que fuera Darwin  a la hora de extraer consecuencias filosóficas de sus observaciones científicas, de su teoría suele inferirse que la diferencia entre el hombre y  las especies que constituyen nuestros parientes es sólo cuantitativa o de grado. La negación de esta singularidad adopta a veces la forma de negación de la diferencia radical entre el lenguaje humano y los códigos de señales animales Se acepta que la aparición de la vida supuso un enorme salto cualitativo en la historia del universo, pero no  se está dispuesto a aceptar que la aparición del lenguaje (es decir aquello en lo que reside la esencia o naturaleza del hombre) supone una salto cualitativo no menos importante. Pues bien:

 La homologación del destino de este fruto de la historia evolutiva que es el hombre al destino de los demás animales, puede  provocar como reacción el refugio en la irracionalidad o, caso de interiorizar la tesis, en una postración nihilista. Pues para el único ser que se sabe fruto contingente de la historia evolutiva, para el único ser que conoce su condición animal, la finitud inherente a esta condición corre  el riesgo de ser sentida  como una desgracia.

A esta vivencia nihilista y a sus eventuales consecuencias morales alude un héroe de  Dostoievski al sostener que en ausencia de Dios todo estaría permitido. Pero  felizmente  hay alternativa: es ciertamente difícil no buscar refugio en Dios, o no caer en el nihilismo si se niega que la aparición del ser humano supuso un salto cualitativo en la evolución, pero todo cambia si se confía en la radical singularidad de nuestra naturaleza, si se apuesta a la vida del lenguaje y a sus leyes, si, en suma, se sigue el ejemplo del escritor Dostoievski y no el de su héroe.

Pues el trabajo de todos los grandes del verbo (pienso al respeto en admirables páginas  de Marcel Proust) sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza  nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aun mayor.  Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese Verbo al que hacen referencia desde Aristóteles a Chomsky, pasando por los Evangelistas y Descartes; potencia que no nos arranca al mundo pero  sí nos hace sentir que  lo irreversible del  devenir  del mundo no es lo único que  determina a los seres humanos. No es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la frase según la cual  "en el principio está el Verbo". Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es insignificante.

Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que en la inmediatez natural coarta nuestra libertad, a que pueda  rescatarnos del vejamen que  para el ser de palabra supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora. Sugería Marcel Proust  que esta potencia se actualiza en  cada uno de nosotros cada vez que asumimos plenamente nuestra singular naturaleza; cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento  un fin en sí.

 

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17 de abril de 2009
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¿Protección del ser de palabra?

Tras varias semanas, y cuando he leído de todo en un sentido y en otro, me lanzo también a un comentario sobre un aspecto - el lingüístico- de un asunto que ni siquiera se ya (tan fugitiva es la actualidad) si sigue pareciendo provocativo:

"En nuestra sociedad cada vez es mayor la sensibilidad sobre la necesidad de proteger los embriones  de distintas especies animales. Las leyes tutelan la vida de esas especies en sus primeras fases de desarrollo. Sin embargo la vida de una persona humana que va a nacer es objeto de una desprotección cada vez mayor"

Tal era el texto con el que la conferencia episcopal intentaba convencernos de la segregación a la que estarían sometidos los seres humanos en relación al imperativo de proteger la vida. 

El problema, como ha sido abundantemente señalado, es que en la imagen que  ilustraba el texto no percibíamos un ser "que va a nacer, sino un bebé perfectamente configurado y además vestido, pero sobre todo un bebé que ya habla: "¿Y YO?  PROTEGE MI VIDA" nos dice.

La protección del ser de palabra: tal parece ser la esencia del mensaje de los obispos españoles. De hecho, Camino, uno de los responsables del cónclave obispal, declaró en un programa de radio que la campaña pretendía "dar voz a los que aún no la tenían" es decir a los embriones de seres humanos a su juicio excluidos cruelmente de esa humanidad de la que ya serían plenamente (aunque potencialmente) partes y ello por su condición de futuros seres hablantes.

 Con una elevada dosis de oportunismo, los obispos dirigen su mensaje, no a los convencidos de las tesis antiabortistas, sino a los que consideran que efectivamente la pulsión de proteger al ser que habla ( ¡ precisamente porque habla¡) es la expresión más clara de que la persona que la experimenta responde a una exigencia moral desinteresada, responde a lo que en otro tiempo se tildaba de  Humanismo

 Pues bien:

Estoy de acuerdo en que la protección del ser de palabra es un imperativo moral absoluto, incluso El imperativo moral absoluto, del que se desprenderían como corolario la protección de la naturaleza, incluidas las demás especies animales. De hecho constituimos la única especie animal que tiene entre sus exigencia éticas el cuidado de las demás especies.

El problema ( y de ahí la falacia de este mensaje arzobispal) es que proteger al ser de palabra, proteger al ser humano, no pasa por coartar sus libertades, no pasa por alienar el cuerpo de la mujer, no pasa por incrementar la tiranía del registro biológico condenando a las mujeres a tener hijos aun en los casos crueles de seria amenaza de enfermedades degenerativas, no pasa por exponer la población al sida...no pasa en suma por erigir el ideario humanista en coartada para mantener un código moral que coarta libertades.

 

 

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16 de abril de 2009
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Muerte de las catedrales

Para completar el texto de ayer relativo a la misa dominical, cantada según el esplendoroso rito maronita, de Saint Julien le Pauvre en París, la cual sigue constituyendo una singular reliquia de espiritualidad que me atrevo a caracterizar de popular, en el sentido preciso de que es reflejo de una exigencia por todos compartida,  retomo de nuevo una reflexión de Marcel Proust, relativo a la muerte de las catedrales. No es quizás ocioso precisar que Marcel Proust, nada tiene de meapilas, y que su condición de judío por parte de madre (Hanna Arendt, ve incluso en él un cierto paradigma de asunción de tal condición) le hacía ser perfectamente consciente de la inmensa superchería que suponía la proclamada espiritualidad de la jerarquía eclesiástica. Y sin embargo escribió en el periódico Le Figaro este hermoso texto:

  "Supongamos por un momento que el catolicismo se ha apagado desde siglos atrás, que la  tradición de su culto se ha perdido. Únicamente monumentos (ya ininteligibles pero que provocan aún admiración) de una creencia olvidada subsisten: las catedrales silenciosas y desafectadas. Supóngase asimismo que un día los científicos, con ayuda de documentos consiguen reconstruir las ceremonias en otro tiempo celebradas; ceremonias para las cuales las catedrales habían sido erigidas, que constituían su cabal significación y su vida.

...Las esculturas y las vidrieras retoman vida, un misterioso perfume flota de nuevo en el templo, un drama sagrado se interpreta, la catedral vuelve a cantar. El gobierno subvenciona, con buen criterio esta resurrección de ceremonias católicas de un interés histórico, social, plástico, musical, cuya sola belleza parece superar lo que artista alguno ha soñado... Por desgracia... cuanto más elevado y más justo resonaría la obra cuando todo un pueblo respondía a la voz del sacerdote, se arrodillaba cuando sonaba la campanilla de consagración, no como estas representaciones retrospectivas con gélidos figurantes estilizados."

Doble muerte de las catedrales, cabría decir, pues su renacer por la vía de la erudita reconstrucción constituye para el autor algo así como el golpe de gracia, una suerte de equivalente desvirtuado de la auténtica emoción religiosa.  

Al comentar este mismo texto hace unos meses señalaba que también el arte sufre de ese desarraigo respecto a las condiciones en las que constituiría una ineludible  exigencia tanto del artista como de su receptor, también el arte sufre de la abstracción que borra su imagen de compromiso radical convirtiéndolo en tan delicado como insustancial manjar para espíritus cultivados.

Tal sucedáneo, no obstante, tendrá la fuerza suficiente para movilizar a esos ociosos que hemos visto caracterizados como vírgenes (o mancebos) del arte y que parecen serlo asimismo del sentimiento religioso: "...Caravanas de esnobs acuden a la ciudad santa, ya sea Amiens, Chartres, Bourges, Reims, Rouen, París,... y una vez por año experimentan la emoción que en otro tiempo buscaban en Bayreuth...Desgraciadamente estas cosas se hallan tan lejos de nosotros como lo está el piadoso entusiasmo del pueblo griego en las representaciones de teatro, de las que nuestras reconstrucciones no pueden procurar idea".

 

 

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14 de abril de 2009
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Saint Julien le Pauvre

En el París que en los años setenta constituía un árido refugio para jóvenes- a veces rayanos en la adolescencia- huidos de sus lugares de origen en razón de acoso político, miseria económica, desazón sentimental... o todo a la vez, era curioso comprobar como algunos de ellos, que nada tenían de religiosos, que  repudiaban todo lo que procedía de los aparatos vaticanistas o análogos, que enfatizaban el carácter de narcótico de las esperanzas  religiosas, que denunciaban el freno que estas  suponían  a la hora de asumir lo objetivamente miserable de las condiciones sociales existentes y la necesidad de subvertirlas...coincidían en la misa cantada dominical de la pequeña iglesia maronita de "Saint Julien le Pauvre", ubicada junto al Sena en un pequeño jardín desde el que se abarca Nôtre Dame.

Alguna vez he tenido ocasión de decir que lo desolador de las grandes construcciones ideológicas hoy imperantes [1] es que tienen los rasgos de las religiones, pero que no dan lugar a la erección de catedrales. Ni catedrales, ni cantos...esos cantos que sí se escuchan aún en Saint Julien le Pauvre y que no son expresión de una asténica representación  erudita, sino de una exigencia de trascender la finitud, exigencia para la que el lenguaje -en su origen quizás indisociable del canto- es una promesa,  y Dios quizás sólo la palabra que imaginariamente la encarna.

Ello era transparente  en el caso de Pascal, y lo es quizás más aún en el del gran Peguy  En ambos casos la apuesta se halla en las antípodas de un timorato refugio en la sinrazón. Pues no se trata de  salvar  la  propia individualidad, sino por el contrario de fundirla en lo que constituye su esencia, siendo casi lo de menos que a tal esencia se de el nombre de Dios. Como en alguna ocasión tuve ocasión de decir, no es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la tesis de que efectivamente "en el principio está el verbo". Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es insignificante.


[1] Por ejemplo la concepción de la ecología que postula la exigencia de luchar por la preservación del orden natural, no en razón de que así lo exige el bienestar material y espiritual de la humanidad, sino como si la naturaleza fuera un objetivo en sí, una causa final con independencia del hombre.

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13 de abril de 2009
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Retornar a la “repetición compleja”

Hemos visto que la responsabilidad de la tecnología en la omnipresencia de la música, como objeto sonoro indeseable, reside en que ha abierto la posibilidad de una repetición mecánica. Pues, obviamente, ello es lo que hace posible que el capricho de un sujeto, o la ciega economía de una institución, pública o privada, perturben el espacio urbano como lo hacen. Conviene, no obstante, enfatizar asimismo un segundo aspecto, tan deplorable quizás como el contaminante, a saber, la intrínseca debilidad, la pusilanimidad, de la música vehiculada por dígitos, cuando se trata de música no generada por la propia tecnología contemporánea.

Al parecer, limitándose a la llamada música clásica (víctima propiciatoria de lo que aquí señalamos), cada mes se enriquece el mercado con más de ochocientas grabaciones. Basta un esfuerzo de memorización del repertorio convencional para darse cuenta de que muchas de estas grabaciones coinciden en una misma obra. ¡Riqueza hermenéutica!, podría pensarse. La cosa no es, sin embargo, segura, puesto que hay mucha probabilidad de que la mayoría de estas interpretaciones estén marcadas por alguna grabación considerada paradigmática, la cual ha podido determinar con tanta más facilidad a los intérpretes cuanto que éstos han tenido la posibilidad de oírla tanta veces como hayan creído necesario.

Pero seamos optimistas. Supongamos que una o varias grabaciones de una obra dada, tienen realmente un interés interpretativo. Para mayor valor de paradigma, supongamos que se trata de una de esas obras que dejan al intérprete una posibilidad amplia de libertad, en razón de que la partitura no está excesivamente cerrada, contrariamente a lo que ocurre en general a partir del siglo XIX (Vivaldi, por oposición a Brahms para entendernos).

Ante la ausencia de excesivas indicaciones, o de la poca precisión de las mismas, el intérprete efectúa un trabajo creativo, que completa de alguna manera el del propio compositor. Es muy probable que, en tales circunstancias, esta interpretación concreta que designaremos con A, refleje, no sólo la visión más ascética del intérprete (que podemos considerar fruto de una aprehensión de la estructura de la obra), sino también elementos aleatorios que forman parte de la subjetividad del interprete, la cual, naturalmente no permanece inalterable ante las circunstancias.

Incluso suponiendo que se trata de un persona de sólida armadura psicológica y poco vulnerable ante las incidencias en lo que se refiere a su trabajo, se dará un grado de singularidad en esta interpretación concreta A; simplemente en razón de que el análisis musical, aunque tienda a expresarse de manera formalizada, no es exactamente un álgebra. Se trata de una modalidad de rigor más próxima a la del análisis textual (en el caso de una poesía, por ejemplo) que a la del álgebra. Es decir: una modalidad de rigor que no implica exactitud.

Para lo que nos interesa, lo que precede supone pura y simplemente que (al menos de tratarse de un intérprete literalmente dogmático, es decir, que se niega a ver los aspectos aleatorios de la partitura que lee) no habrá dos interpretaciones coincidentes. E insistimos en que ello ocurrirá aún haciendo abstracción de la subjetividad del intérprete, de su eventual incapacidad para impedir que las vivencias puntuales se reflejen en su visión de la música.

En resumen: aún sin llegar a "variar la interpretación según mi humor" (desafortunada frase pronunciada por el violinista Fabio Biondi) lo que el intérprete nos transmite en A será (por razones intrínsecas) diferente de lo que nos transmite en una segunda interpretación B. Esto es obvio y, sin embargo, ¿hay alguna condición de posibilidad de que se refleje en el trato concreto que tenemos con la música?

En un universo en el que la música está digitalizada, y siendo los dígitos de elemento esencial del funcionamiento del sistema, no ya cultural sino económico (se ha llegado a decir que un 15% de la economía mundial depende directamente de frutos de la Mecánica Cuántica), el aficionado concreto a la música es casi inevitablemente un repetidor compulsivo de una escucha que tiene como base un objeto sonoro idéntico a sí mismo.

Ello es hasta tal punto inevitable que, precisamente, sólo la multiplicidad de grabaciones puede dar algún tipo de salida a la exigencia de diferencia, diferencia no subordinada a la unidad, repetición compleja (según los términos de Gilles Deleuze). Exigencia que no puede dejar de estar en el alma de cualquier aficionado a la música, e incluso de cualquier ciudadano.

Ha de quedar claro que lo que precede nada tiene que ver con un repudio general de la tecnología. Ya hemos indicado que la parafernalia tecnológica que resulta de las grandes teorizaciones científicas no se daría una notable parte de la gran música de los últimos cincuenta años. Música ésta tanto más interesante cuanto que, precisamente, apunta a esa repetición compleja a la que antes aludíamos y que se haya en las antípodas del uso de las tecnologías como procedimiento meramente iterativo de una música que no resulta de ella; música ésta que (la llamada clásica, en primer lugar) que en la tecnología encuentra una pretendida potencialidad divulgativa, la cual es simplemente una potencialidad de trivializarse.

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3 de abril de 2009
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La música como narcótico

En el trabajo antes evocado, presentado en el seminario de la ciudad de Ronda, Gotzon Arrizabalaga presentaba esta desconsoladora perspectiva:           

"Definitiva para la aceptación de la composición musical a través del ordenador, ha sido la posibilidad de recrear en software las herramientas hardware de creación musical. No solo eso sino que las emulaciones software no tienen nada que envidiar a sus arquetipos hardware superándolos incluso en eficacia, manejabilidad, control y sonido. Este paso ha sido dado en los últimos diez años. De ahí que, hoy en día, la industria de maquinaria hardware está en peligro de desaparecer. Previendo tal futuro, las industrias dedicadas al hardware se están reconvirtiendo en generadoras de programas software.

El penúltimo hallazgo consiste en la técnica del sampler. En realidad, basada en la antigua capacidad para grabar los sonidos, el sampler expande esta posibilidad hasta territorios insospechados. Básicamente, un sampler, convierte cualquier sonido en instrumento musical. No solamente reproduce el sonido grabado sino que le ofrece la posibilidad de encarnarse, a través de distintos operadores, en diferentes alturas a través de una "escala".

Parece, sin embargo, que en lo que a la creación de nuevas formas y conceptos musicales se refiere, las posibilidades se están agotando. Desde los inicios de la era electrónica a mediados del siglo XX hasta nuestros días, la tecnología ha dado un salto espectacular. No estoy seguro, sin embargo, de que se haya avanzado fundamentalmente en la creación de nuevas formas interesantes para el devenir musical. Se crearán nuevos artilugios para la creación y reproducción del sonido a través del ordenador; se mejorará la calidad y definición del mismo, se llegará quizás a la implantación de chips que, insertados en nuestro organismo, nos permitan acceder a la música sin mayor necesidad de herramientas externas, etc. El avance tecnológico, en este sentido, seguirá siendo espectacular. Ahora bien, quizás la sobreabundancia de la presencia musical en nuestras vidas esté ocultando el hecho de que la creación musical esté dejando de existir y que bajo la parafernalia tecnológica se oculte, sin más, el agotado espíritu de una figura del pasado."

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1 de abril de 2009
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Qué supuso grabar el sonido

Cuando hace ya más de un siglo se consiguió grabar el sonido, ni siquiera cabía sustraerse al sentimiento de milagro. Una cosa, en efecto, es saber las condiciones de posibilidad de que pueda registrarse y reproducirse la voz humana (por ejemplo), y  otra muy distinta es que esta voz efectivamente se grave y resurja eventualmente tratándose incluso de una persona desaparecida. Los muertos, de alguna manera, habían dejado de guardar silencio. Una palabra enunciada en una circunstancia emotiva o jocosa perdía su singularidad y su carácter fugitivo, su aura. Este radical sentimiento de misterio (que aún nos embarga) ante la presencia de la audé griega, en ausencia de corporeidad que la sustente, se acentúa aún tratándose de la voz que canta y ello se extiende, naturalmente, a la música en general.

A diferencia de la literatura (disponible espacialmente desde el nacimiento de la escritura) de la pintura y del saber conceptual, la música era intrínsecamente irreductible a la condición de objeto, es decir, de realidad susceptible de posesión y eventualmente de intercambio. Sin duda, se daba un grado de objetividad en la transcripción simbólica. Pero obviamente, la partitura no es la música, sino una suerte de esqueleto que carece de peso sin interpretación. Ello, al menos, si se piensa la música como algo intrínsecamente compartido y fermento de cohesión social; diferente es el caso si se da peso al hecho de que alguien suficientemente entrenado pueda recrear interiormente una sombra de la música ante la sola presencia de la partitura.

Todo esto cambia, naturalmente, con la posibilidad de registrar y reproducir. Tenemos un objeto sonoro-musical, y al igual que ocurre con cualquier otro objeto, hay posibilidad de manipularlo, es decir, de perturbarlo, deformarlo (darle otra forma) y eventualmente transformarlo, conferirle una función diferente a la originaria. Baste con considerar la posibilidad de cortar aquí o allá la secuencia de una interpretación y, eventualmente, sustituir el fragmento extirpado por otro de una segunda interpretación. Truco elemental que, con niveles mayores o menores de sofisticación, otorga enorme peso a los técnicos, hoy ingenieros de sonido que, hace ya más de medio siglo, empezaron a ser importantísimos en la industria grabada (Alfredo Kraus, recuérdese, fue durante años un tenor singular porque sólo había de él grabaciones en directo, es decir, menos susceptibles de ser un producto de la manipulación técnica). En embrión está ya ahí lo que son algunas de las técnicas contemporáneas de composición musical y, desde luego, en esencia el tan traído "cortar y pegar".

Con esta transformación radical, de alguna manera se ha abierto la veda. Surgen nuevas hipótesis relativas a qué entender por música y se transforma el concepto mismo de átomo o elemento de lo musical. Éste ya no es algo dado, sino que puede ser creado en función de la tarea que el compositor mismo se propone. Naturalmente esta apertura supone una desvalorización de aquello que tenía un peso absoluto, es decir, los sonidos a los cuales, en última instancia, los compositores tenían que medirse (como el químico se mide a la tabla periódica). Ello es, en principio, interesantísimo cuando se trata de pensar sobre la esencia de la música y, cabe decir, que gran parte de la creación del siglo XX no hubiera tenido lugar sin esta subversión. Pero las cosas difícilmente se hacen sin pagar un precio. Y el precio en este caso va muy ligado a la imparable progresión de los avances tecnológicos.

El cyborg, no sólo se alimenta de música enlatada, sino que tiene posibilidad de crearla, por poco que se sienta vocacionalmente llamado. Pues al disponer de un sintetizador y, en general, de la posibilidad de recreación software de los instrumentos de creación (cosa que, en muy poco tiempo, estará al alcance de cualquiera) se dispone prácticamente de todo el ciclo que la música exige: forja de las elementos o átomos, manipulación combinatoria de los mismos, modificación de los resultados no satisfactorios, y, sobre todo, ... escucha reducida eventualmente a uno mismo.

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30 de marzo de 2009
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