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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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La herida luminosa

He sabido por el periódico que vivo en un edificio sujeto a la ilegalidad. De momento no corremos peligro sus inquilinos de ser llevados ante la justicia, pero con el Consistorio uno nunca puede estar seguro. Por ejemplo: a mí no me ha pasado, pero he oído de casos desgarradores de amenaza y multa de personas por introducir un desecho orgánico en una cavidad indebida; la reservada exclusivamente para la basura del cristal. Alarmado por la noticia, me he asomado a la ventana de mi casa y he visto florecer, con la nueva información de que dispongo gracias al reportaje periodístico, una bonita cantidad de edificios cuyos moradores, si no son lectores de prensa o no siguen al día las ordenanzas municipales, tal vez ignoren su condición. En un primer vistazo en rededor he contado cuatro posibles sujetos ilegales: un concesionario de automóviles, una firma inmobiliaria, una producción cinematográfica y la mismísima UGT. Todos presuntamente fuera de la ley.

     Recapitulemos. La nueva Ordenanza de Publicidad Exterior. El nombre es sugestivo, hay que reconocerlo, sobre todo si se piensa en una alternativa de indudable enjundia; la Publicidad Interior, o, lo que es casi lo mismo, el alma de la publicidad (caso de tenerla). Estamos ahora en el cuerpo, en todo caso. El ayuntamiento de Madrid dictó o promulgó o implementó, que es lo que más se lleva ahora, esa Ordenanza hace un año, con el objetivo de acabar con placas, cartelones a fachada entera y demás artilugios de propaganda comercial, incluyendo, a escala humana, los hombres-sándwich, que tanta polémica despertaron hasta que, tras la oportuna queja de la mismísima Esperanza Aguirre (nadie le gana a ella en casticismo), se revocó el epígrafe que les prohibía pasearse, permitiéndoles ahora de nuevo circular por las calles anunciando un restaurante barato o un comprador de oro, del mismo modo que se dejan otros vestigios de la esencialidad madrileña: los majos y las majas, los isidros, las mascotas, cerditos y ‘hamsters' en la fiesta de San Antón.

      Para no incurrir en acusaciones de totalitarismo, la corporación que preside el alcalde Ruiz Gallardón dio un año de margen para examinar otros casos de anunciamiento ilegal no semoviente, y ahora parece estar llegando la hora de la verdad municipal. La concejalía de Medio Ambiente ha inventariado todos los soportes publicitarios de nuestra capital, para intentar poner orden en un paisaje tal vez ilegal en una cifra muy considerable. Pues bien, de ese indiscutible trabajo de campo en la ciudad, se ha deducido que 431 de los 1.503 rótulos existentes no cumplen con la susodicha ordenanza, habiendo procedido el ayuntamiento, por vía ya ejecutiva y no meramente reflexiva, a retirar 223, en un desglose que el reportero de nuestro periódico enumera con un detalle que es de agradecer: 59 vallas, 51 monopostes, 50 lonas, 39 paredes medianeras y 24 rótulos sobre edificios. Aquí entro yo.

    He descubierto en la lectura del reportaje la palabra monoposte, que no por comprensible me resulta menos exótica: como nombre de servidor de un maestro masónico en una ópera de Mozart. La ilegalidad en lo que yo y mis vecinos vivimos no es monoposte, sino de otro género, decididamente -dada la promiscuidad en ascensores y rellanos de los cientos de vecinos que aquí habitamos- poliposte. Pues de eso se trata: somos ilegales porque sostenemos en la cima de nuestro alto edificio un poste enorme, con un anuncio luminoso que se enciende en cinco fases anunciando una compañía aérea que, pese a ser de bandera, ¡de nuestra bandera además!, incurre en presunto delito. Sabemos que las farmacias seguirán infundiendo la esperanza de alivio con sus crucecitas verdes iluminadas, y que los cines y los hoteles también podrán lucir sus servicios, aunque en horario restringido y con baja intensidad, que es lo que ya tienen ahora en cuanto a frecuentación del personal. De los rótulos de alta intensidad que destacan en las calles de Madrid sólo cuatro han sido exonerados de la condena dictaminada por el ayuntamiento: el Schweppes del Capitol, en Gran Vía, el Tío Pepe en Sol, el BBVA en el hermoso edificio de Sáenz de Oiza en Castellana y uno de Firestone en O´Donnell poco recordable. El indulto es por su valor simbólico y sentimental, lo que significa un duro golpe para aquellos de nosotros que llevamos en algún caso más de 30 años bajo un cartel visible en toda la ciudad pero no por ello indultable.

    Vivir en Madrid, tan ruidosa, incómoda y de mobiliario urbano tan berroqueño,  ya era duro. Y ahora quieren quitar esa pequeña ascua de alegría que, al levantar los ojos del rudo suelo, nos dan las luces de la ciudad.

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22 de febrero de 2010
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García-Alix

A Alberto García-Alix le gusta autorretratarse, más que a la mayoría de los grandes fotógrafos contemporáneos entre los que se cuenta. No por ello es más vanidoso que el resto. Él se muestra ante el objetivo de su cámara con la misma impudicia con la que retrata a sus demás modelos, siguiéndoles a menudo en los castigos de la crueldad del tiempo. Y como ellos, se desnuda genitalmente o se pone elegante, se mete en las venas la jeringuilla, se enmascara o exhibe los accidentes de su piel, piel gastada, que es la que puede verse en alguna de las magníficas piezas que ahora mismo están colgadas en el ‘stand' de El País dentro de ARCO.

García-Alix es en esos abundantes autorretratos el modelo de García-Alix, y señalar la duplicidad de la persona no es un apunte mío de psico-crítica; en el arranque de su libro ‘Moriremos mirando', el autor escribe: "Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ése soy yo. He sido testigo de su tiempo y de sus andanzas. Sus pasos han sido también mis pasos. Es posible que nos hayamos cambiado las sombras, pues cuando lo abandono y me voy camino del sueño, temo que la sombra que me siga sea la suya. Mil veces pienso que nuestra amistad está sostenida en algo más poderoso que el amor. En el temor. El mío, claro. Algo en él, quizá su desatino o la locura a la que me arrastra, me produce miedo. Tengo motivos para sentirlo, he sido sin desfallecer su compañero inseparable desde el 76". El texto, que lleva el curioso título de ‘Revelador, paro y fijador', continúa contando la vida de Alberto desde esa fecha de 1976, la del comienzo de la dedicación fotográfica de García-Alix; la voz narradora, bajo el nombre de Xila (que es, por supuesto, el anagrama de Alix), dialoga a veces con su alter ego, pero principalmente da el parte de un testigo ocular, reflejándolo entre sus amores y sus amigos, en la muerte por sobredosis de su hermano Willy, en sus viajes y chutes, y reprochando a veces lo que el otro hace.

Se trata del escrito más destacado de un conjunto poco relevante en sí mismo, fuera del interés del revelado de su autor. Cuando se pone lírico, como le pasa a veces en la larga confesión ‘De donde no se vuelve', incluida en el catálogo de su extraordinaria exposición del mismo título en el Museo Nacional Reina Sofía, García-Alix puede resultar pueril, y hasta asombrosamente ñoño ("He visto lo insondable del corazón absorto en la soledad de mis delirios"), y tampoco la versión cinematográfica del mismo texto y los demás guiones de video publicados en el libro tienen sustancia. Sólo compensa la lectura cuando nos informa de aspectos de su arte o de algún episodio vital que ilumina su trabajo, y también interesan, por poco articuladas que estén, las manifestaciones de sus amores (a los fotógrafos August Sander, Dianne Arbus o Richard Avedon) y de sus desdenes, como el que siente por Sebastiao Salgado, "que humanamente tiene que ser un gran tipo" pero cuyas "fotos siempre son...¿cómo decirlo?...¿políticamente correctas? Sí, sus imágenes nunca nos ofenden, en ellas el dolor de los hombres desfavorecidos por la vida nunca se muestra [...] Siempre hay esa distancia del que observa pero no se implica".

La ventaja de sentirse dos, es, en el caso de García-Alix y Xila, muy productiva, y nunca engañosa. Xila tiene algo de moralista no puritano, de hombre prudente, inevitablemente sujeto a los desmanes, a las malas conductas y las malas compañías de Alberto. Pero el tándem formado con el propósito del arte está enteramente al margen de las artimañas; aunque García-Alix hace también paisaje y algún que otro interior sin figuras, su fuerte es el retratismo, y en ese género fotográfico, y con el género humano golpeado que a menudo tiene ante su cámara, jamás se le verá compasivo o condescendiente, y mucho menos embellecedor. Al mismo tiempo carece, a mi entender, de la curiosidad enfermiza de Arbus por sus criaturas más desdichadas, y en ningún caso García-Alix, por mucho que le admire, cae en el tratamiento un tanto zoológico que Sander daba a sus campesinos y colegiales. Los ‘yonkis', las putas, los colgados y demás seres que se prestan a posar para él sin ninguna ropa o con atuendos de diversas tribus urbanas, son semejantes, camaradas de un viaje al subterráneo, y de ahí el valor añadido de la complicidad natural, del entendimiento, que aflora espontáneamente en los autorretratos, los de la droga y alguno de los recientes, como ‘Un hombre triste' (el desnudo frontal junto a una piscina, del 2001), ‘Carnaval' (el fotógrafo orinando, del 2002) o ‘Tras la máscara' (2001), en el que lo poco visto del rostro en gran primer plano (los labios, la nariz, las mejillas sin afeitar), parece la continuación natural de los pintados ojos macilentos del antifaz. "Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz".

Como se trata del fotógrafo menos retórico que pueda haber, apetece repasar literariamente sus obras, tan frecuentemente dotadas de la atmósfera de cuento sucio-realista que sólo tiene desenlace en el misterio o la incertidumbre. Enumero alguna de mis preferidas, y las comento como si yo fuera uno de esos críticos que cuentan los argumentos de las novelas. ‘Las cenizas de Caty' (1988) muestra la urna de una amiga muerta -como tantos de sus ‘personajes'-  aún joven, y el utensilio adquiere la capacidad subrogada de ser la máscara fúnebre de esa Catalina Pavón. Pero la urna está, tal vez en el mismo cementerio donde fue cremado el cadáver, en un poyete de losas rotas, casi en el abismo, y aún más temible o desconsolador es lo que se ve detrás, una pared de arenisca con una mancha de humedad (¿o es la sombra de algo nunca visto?) formando el mapa potencial del más allá. En ‘Fernando Pais' (1983), de este sabido amigo de García-Alix sólo vemos sus bruñidos zapatos de lazo, los buenos calcetines de raya oblicua y un trozo de las perneras; todo muy ‘mod', si no fuese por el detalle del hilo suelto que cae del pantalón. La irregularidad, la descompensación, el momentáneo curso de toda elegancia y de toda carne, también presentes en ‘Ewa Budapest' (2000), una muchacha en bello desnudo integral, con las piernas, el sexo y los ojos bien abiertos, todo situado encima del tapete que cubre una mesa, en una postura que tiene tanto de ofrecimiento como de insidia.

Suelen estar muy serios, cariacontecidos, incluso en la calle y en compañía, los modelos de García-Alix, incluyéndose él entre los afligidos. Una de sus fotografías más conocidas (estaba tentado de escribir "emblemáticas", pero me parece más considerado no afirmarlo) es ‘Autorretrato: mi lado femenino' (2002), en la que el artista se luce con una acumulación de atavíos que dan a la imagen la categoría de una ‘vanitas' transgénero. El pelo negro desordenado (las mechones blancos aparecerán pocos años después), las patillas ya canosas, el gesto grave, los tatuajes por brazos y cuerpo, los puños cerrados a la altura del abdomen, el reloj de pulsera corriente, el brazalete de anillas un tanto sado-maso, y los aditamentos femeninos: lápiz de ojos y ‘body' negro ceñido, bajo el que bien podría haber un sujetador para un pecho plano. Esos elementos de transformismo están ahí, se diría, para reforzar -sin negar la condición ambigua- una masculinidad rampante. En un fotógrafo que siempre que retrata a hombres desnudos los elige extraordinariamente dotados de miembro, y que también, en sus mucho más abundantes desnudos de mujeres, ensalza las abundancias del cuerpo femenino, este grotesco autorretrato "en travesti" podría constituir una forma de penitencia. De renuncia carnal.

O, de nuevo enemigo del disimulo, provocador sin gestos para la galería, tal vez con esa foto Alberto García-Alix sólo se está dirigiendo a su inseparable Xila (nombre, por cierto, que también tiene su lado femenino fonético, pues así se pronuncia en inglés ‘Sheila'). Disculpándose ante él o recordándole unas palabras escritas que sin duda el otro yo tuvo que oír en su momento: "Modelo y fotógrafo sostienen siempre un singular pulso donde el modelo presiona de tal manera que pide violentamente un acto de comprensión. O quizás quien se pide tal acto soy yo mismo...".     

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19 de febrero de 2010
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La comida de Seix Barral

Seix Barral fue mi primera editorial, en la época en que la dirigía Carlos Barral. No he vuelto a publicar con ellos desde aquella temprana novela mía de 1970, "Museo provincial de los horrores", aparecida cuando yo era todavía un estudiante de Filosofía en la Universidad Complutense, pero siempre he sentido una cercanía  mezclada con nostalgia hacia el sello barcelonés, que, además de las razones sentimentales, publica con frecuencia libros que me gusta leer. Seix Barral ha pasado, como la mayoría de las casas editoriales de nuestro país, por distintos avatares empresariales, pero lleva años dirigida literariamente por personas que aprecio: Elena Ramírez, a la que conocí en Madrid en sus comienzos en el mundo de la edición, y Pere Gimferrer, uno de mis más antiguos y esenciales amigos.

Se ha hecho habitual para mí asistir en Barcelona a la comida del Premio de novela Biblioteca Breve, que en esta ocasión ha ganado el autor argentino Guillermo Saccomanno. Y aunque fue un poco anticlimático (o quizá antípodo) no contar en el acto con la presencia del ganador, volví yo a sentirme igual de bien acompañado por amigos que, de manera tal vez inevitable, sólo veo de Pascuas a Ramos, una frase o latiguillo no del todo comprensible que el festejo anual de Seix Barral rectifica o tal vez aclara. Hablé con Eduardo Mendoza, con Elisenda Nadal, Rosa Montero, Carme Riera, Ángela Vallvey, Jorge de Cominges, Ignacio Martínez de Pisón, David Trueba, Javier Moro (que hace años me invitaba a navegar en su barquito por las agua de Altea), hice de bastón humano del poeta y narrador cordobés Joaquín Pérez Azaustre, accidentado en una pierna, intercambié impresiones fílmicas con el director Fernando León de Aranoa, con quien he compartido -cinematográficamente hablando- a una actriz, la excelente Sonia Almarcha, departí con Luis Antonio de Villena más de lo humano que de lo divino, y sólo pude saludar, entre tanta gente, a Malcolm Otero, Enrique Vila Matas, Pedro Zarraluqui y Rodrigo Fresán, representante en la tierra catalana, al menos este día, de su compatriota Saccomanno.

   Pero el almuerzo me dio, además, un regalo inesperado: las recuperación de  una experiencia que yo había vivido hace casi veinte años y tenía olvidada. En un momento previo a la comida bajo las columnas del palacio de las Atarazanas se me acercó uno de los tres novelistas españoles actuales que más admiro, Javier Cercas, me dio la mano, y al decirle yo que estaba encantado de conocerle me rectificó. Nos habíamos conocido cuando él, aún inédito como escritor, asistió de alumno a los cursos de Cine y Literatura que codirigimos Cabrera Infante y yo en la Universidad Menéndez  Pelayo, y Cercas, con esa sabiduría en la reconstrucción novelesca de lo realmente sucedido que sus libros demuestran, me fue devolviendo en unas cuantas evocaciones aquellas jornadas de Santander, al lado del matrimonio Cabrera Infante, de Susan Sontag, Monique Lange, Edgardo Cozarinsky, Joseph Losey, así como una cena posterior, con la que yo no le tenía identificado pero de inmediato recordé, en casa de nuestros amigos de Gerona Narcís Comadira y Dolors Oller. Después de esa 'casual' pero tan viva disección retrospectiva  hecha por Cercas de los largos instantes de un breve pasado común aún tengo más ganas de adentrarme en su último libro, que mis menesteres como director de cine (con película terminada sólo desde el pasado viernes) me han impedido leer.

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10 de febrero de 2010
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La poca biografía. Otro enfoque a la película de Gil de Biedma

El país más cotilla de Europa es también el más pudibundo cuando se trata de muertos ilustres, que, según el hipócrita concepto prevaleciente, conviene dejar en un aura santificada y borrosa. Hace casi seis años salió publicada la biografía de Jaime Gil de Biedma, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, escrita por Miguel Dalmau; aunque tuvo una mayoría de críticas negativas, nadie se rasgó las vestiduras, quizá porque los que ejecutan ese tipo de actos rituales no leen. El cine es otra cosa. La iglesia católica lo vigila de cerca de toda la vida, y muchos españoles recordamos aún las clasificaciones morales que se colgaban a la puerta de los templos numerando con colores el pecado inherente a las películas. ‘El cónsul de Sodoma', la película de Sigfrid Monleón, habría sido entonces un 4 de color rojo, es decir, "Gravemente peligrosa", y lo curioso o lo desolador es que hoy, habiendo desaparecido según dicen el nacional-catolicismo, la iglesia de Monseñor Rouco ha vuelto a estigmatizar esta película veraz, honesta y atractivamente provocadora.

    Me preocupan también, y más, otras reacciones laicas, porque delatan nuestra quizá congénita falta de entrenamiento en el género biográfico en todas sus formas: la biografía, el diario íntimo, la memoria, los epistolarios. A ‘El cónsul de Sodoma' le están negando lo que los británicos, maestros en las literaturas biográficas sin tapujos, hacen abiertamente también en cine (y eso que pasan por ser muy puritanos), por ejemplo con el pintor Francis Bacon, con la escritora Iris Murdoch, con el dramaturgo Joe Orton o con iconos tan legendarios de su historia como Lawrence de Arabia. Aquí, por el contrario, se está insinuando que la sexualidad y un erotismo descarnadamente carnal deberían ser sólo aludidos o directamente eludidos, que es lo que ‘no' ha hecho, con toda justicia, el director Monleón, también co-guionista del film. Ayer mismo, sin ir más lejos, el filósofo José Luis Pardo hablaba en El País, en un artículo de opinión titulado ‘Basado en hechos reales', de "cinta pornográfica"; él sabrá por qué. Y esto en una sociedad que se traga ávidamente el envase amarillo de su basura televisiva y que, en el otro polo más exigente de la conciencia progresista, aplaude una película tan brillante pero para mí tan obscena como "El divo", sólo porque el personaje reflejado (y estigmatizado) no era una gran poeta de izquierdas sino un político curil y maquiavélico como Giulio Andreotti.

    Es cierto que algún personaje del ‘biopic' de Monleón aún vive, si bien yo diría que su tratamiento es más que decoroso, llegando, en el caso de quien quizá fue el gran amor de su vida, Luis (su apellido no lo puedo decir, para no incurrir en la posible denuncia legal con la que el interesado ha amenazado), a cambiarle el nombre en el film. Pero Jaime Gil de Biedma está muerto, y con su muerte y las ediciones recientes (se anuncian más textos póstumos de carácter confesional) se levanta el velo de discreción que los vivos requieren. Jordi Mollà encarna destacadamente su papel, secundado en general muy bien por los demás actores, y a la película sólo cabe reprocharle su desmesura; como retrato del artista seriamente ‘salido' funciona y emociona, pero al querer también retratar ambiciosamente la época que él vivió se cae en el esquematismo de alguna escena -las del club Bocaccio- que, al contrario que la auténtica ‘gauche divine', carece de sustancia y huele a frívolo.

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1 de febrero de 2010
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La película de Gil de Biedma

En octubre de 1963, cuando aún no había cumplido los 34 años, Jaime Gil de Biedma le escribió una carta a su amigo el poeta y traductor Juan Ferraté que, después de unas desabridas reflexiones sobre el presente español y "el sofocante sistema de inhibiciones morales que durante todos estos años uno ha tenido que utilizar para todo lo que no fuesen las relaciones con nuestros amigos personales", concluye con un lamento aún más amargo: "Uno se pregunta quiénes vamos a quedar aquí. Si esto dura diez años más, a los cuarenta voy a ser un asco de persona".

     Gil de Biedma sobrevivió airosamente a esa premonición y a algo más drástico, la propia muerte en vida, fantaseada por él con grave inteligencia y sarcasmo en uno de sus últimos poemas, ‘Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma', publicado por vez primera veintidós años antes del fallecimiento ‘real' del poeta en enero de 1990. Coincidiendo por tanto con el vigésimo aniversario de su muerte se ha estrenado la para mí fascinante película de su vida, ‘El cónsul de Sodoma', un título brillante y muy idóneo que de manera absurda está siendo criticado cuando se trata del que el propio Jaime puso a una antología de entrevistas con escritores gay que, traducida del inglés, fue editada en España. Jaime iba poco al cine, y compartía con otros grandes de su generación (Barral, Benet, García Hortelano) una visión despectiva o, como mucho, condescendiente de eso que los escritores-cinéfilos más jóvenes que ellos nos empeñábamos en calificar de séptimo arte.

    ¿Habría Gil de Biedma aprobado la imagen físicamente mejorada de sí mismo que en el film de Sigfrid Monleón ofrece, también con muchos rasgos de hondura, Jordi Mollà? ¿Son los actores que interpretan, todos en mi opinión muy bien, a los distintos amantes y ‘ligues' ocasionales del poeta lo guapos que él los buscaba en la realidad? Ni esas ni otras preguntas tendrán nunca contestación, pero sí sabemos que algunos de los pocos coetáneos cercanos a él que le sobreviven han puesto el grito en el cielo, y Juan Marsé con más voz que nadie. Como amigo muchísimo menos íntimo y frecuente de Jaime de lo que lo fueron Marsé, Colita, Jaime Salinas, Carmen Balcells o Salvador Clotas, no puedo, evidentemente, discutir el fundamento de su irritación o su desdén (la gran fotógrafa Colita, por ejemplo, ha dicho que no la piensa ver, y en su caso lo entiendo, pues su personaje queda en la estratosfera, como también resultan marcianos los innominados Novísimos pululantes y, en brevísima aparición en el Bocaccio de Barcelona, un joven Enrique Vila Matas).

       Ahora bien, como espectador de la película, como testigo parcial pero memorioso de una época y unos lugares y como lector, interlocutor y amigo de Gil de Biedma y otros personajes reales reflejados en la pantalla, discrepo radicalmente de los que repudian ‘El cónsul de Sodoma', que me parece una obra arriesgada y en general lograda, de un excelente empaque visual (incluso en las secuencias filipinas, llenas de atmósfera, no toda sórdida), y con numerosas escenas que interesan, divierten y emocionan, entre las que hay, efectivamente, muchas de sexo explícito, de inmediato condenadas por la iglesia, y en este caso, por desgracia, no sólo la católica, apostólica y romana. ¿Se habrían hecho en la prensa (no hablo ahora de los púlpitos) los mismos reproches que se le hacen a Monleón si la biografía fílmica fuese la de un escritor putero heterosexual (de los incontables que ha habido) y los desnudos correspondieran sólo a muchachas de la mala vida en toda su exuberancia carnal? La homosexualidad está por supuesto -excepto en la Plaza de Colón de Madrid sábado sí sábado no- aceptada en España, pero no hay que pasarse, señores; una cosa es ser maricón y otra distinta mostrarse y ser mostrado como tal en el apogeo de una sexualidad que fue, y resulta por lo visto necesario recordarlo aquí, crucial en la vida y en la imaginación poética de Gil de Biedma.  

   ¿Ha cambiado "la cara de pedrada del español sempiterno" que un Gil de Biedma algo más optimista en 1965 le decía a Ferraté que "empieza poco a poco a suavizarse"? Yo diría que no, a tenor del sentimiento agraviado y el malestar incómodo que produce esta película descarnada y veraz en tantos puntos, incluido el de la ficción, al que se debe, pues no se trata de un documental ni de una disertación erudita. Junto al poeta y al ciudadano políticamente comprometido en un país en evolución (y ésta es quizá la parte más borrosa del guión), en ‘El cónsul de Sodoma' brilla el hombre sensual, cosa que no habría, me parece, molestado a quien, en ese mismo carteo con Ferraté (una obra maestra de inteligencia correspondida, cuya lectura, en la reciente reedición de Acantilado, les recomiendo tanto como la película) confesaba: "Hubiera querido también ser obsceno, al modo maravillosamente aristocrático y rural de Catulo, pero mis tentativas en esa dirección fallaron por completo. Esto de vivir en una sociedad en que la obscenidad ritual no está aceptada resulta una desventaja demasiado grave". ‘El cónsul de Sodoma' refleja con la suficiente tensión la doble y contradictoria vertiente humana de un artista singular que fue capaz de grandes enamoramientos sin perder nunca el deseo de lo que, en un delicioso guiño, Juan Ferraté había llamado su frecuente "ajuste con los cachorritos".

   ¿Qué la escena final se excede en el pretendido ‘ajuste' del poeta ya seriamente enfermo puesto frente a un cuerpo pagado de cachorrito? Es muy posible. Pero ése y otros defectos menores de una película valiente, bien contada y tan favorable a Venus como al autor de ‘Moralidades', no deberían despistar ni hacer caer en lo que denunció, en otra de las luminosas páginas de la citada correspondencia, el mismo Gil de Biedma. Contestando a Ferraté, quien, en 1964, cuando Leopoldo Alas ‘Clarín' vivía en el limbo de los clásicos, le pregunta, con una evidente intención admonitoria, si ha leído ‘La Regenta', Jaime le dice veinte días después que la está leyendo, y añade: "Es un libro que va derecho al bulto, cosa rara en nuestra literatura, en donde casi todos prefieren embestir al trapo rojo".

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28 de enero de 2010
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Tercera muerte en Venecia

Viendo hace una semana la transmisión televisada de la ‘Muerte en Venecia' del Liceo me acordé del 31 de marzo de 1978, el día en que cientos de espectadores infatigables pasamos tres horas sentados en el suelo del teatro de Covent Garden, en Londres, asistiendo a una triple ceremonia fúnebre. Se trataba de la reposición del montaje original de la ópera de Benjamin Britten, estrenado en el verano de 1973 en el festival de Aldeburgh, y guardo de aquella velada, además de un programa manoseado, el recuerdo de las agujetas del día siguiente y la fascinación por descubrir, siete años después del estreno de la versión cinematográfica de ‘Muerte en Venecia', que había otra música posible  -más allá de los fragmentos de las sinfonías 3ª y 5ª de Mahler elegidos como banda sonora por Luchino Visconti-  para acompañar la ‘nouvelle' de Mann y evocar a la vez las aguas de Venecia y su malsano poder de encantamiento. La historia relatada por la novela, la película y la ópera es, por supuesto, luctuosa, pero esa noche nadie era ajeno en Covent Garden al hecho de que el compositor inglés había muerto poco más de un año antes (meses después del fallecimiento del propio Visconti), y de que aquellas representaciones de la primavera del 78 constituían un memento a Britten y un homenaje al que bien podríamos llamar, en lenguaje contemporáneo, su viudo, el tenor Peter Pears, a quien está dedicada la obra y volvía a cantarla en  escena.

     Pears ya no tenía entonces en plena forma, a sus 66 años, la voz  -nunca muy amplia ni muy hermosa, aunque de dicción esmerada y gran finura tímbrica-  para la que su pareja amorosa de casi cuatro décadas creó tantos papeles memorables, desde el titular de ‘Peter Grimes' o el del mayordomo Quint de ‘Otra vuelta de tuerca' hasta, por supuesto, el Gustav von Aschenbach de ‘Muerte en Venecia', además de algunos de los mejores ciclos de canciones del siglo XX. El público estuvo, en todo caso, de su parte, con el entusiasmo que suele marcar esos llamados ‘Proms' londinenses en los que las butacas de patio del teatro Covent Garden o la sala de conciertos del Royal Albert Hall son levantadas para que los aficionados entren, a precios muy reducidos, y asistan paseando (de ahí la palabra: ‘promenade'), de pie o, en su mayoría, acurrucados en el suelo.

   La novela corta de Mann contiene elementos autobiográficos, tanto en la parte digamos reflexiva como en la anecdótica, ya que también el escritor alemán, hospedado en 1911 durante una semana (con su esposa y su hermano Heinrich) en el Hotel des Bains del Lido veneciano, principal escenario de la acción, encontró allí a un bello muchacho que le cautivó y le inspiró, tomando para la construcción de su Gustav von Aschenbach rasgos literarios y personales del poeta alemán del XIX August von Platen. Platen, según un crítico francés "el primer gran poeta homosexual en el sentido moderno", fue también autor de unos hermosos y muy pictóricos Sonetos venecianos y murió de la peste en Sicilia; Mann, que le defendió en un ensayo de la incomprensión en su día mostrada por Goethe, gustaba de citar el poema de Platen titulado Tristan (como un cuento del propio Mann) que arranca con estos versos:"Quien con sus ojos la belleza ha visto,/está ya entregado a la muerte". Y en una carta de 1932 a sus hijos Erika y Klaus mientras se alojan en el mismo Hotel des Bains, el autor de ‘La montaña mágica', hablándoles con una ambigua mezcla de condena y nostalgia de la ciudad de la laguna, les cita algo que dijo Platen: "Todo lo que queda de Venecia está en la tierra de los sueños".

    ‘La muerte en Venecia' de Mann fascina pero no llega a ser, a mi juicio, un relato perfecto; su discursividad teórica y sus pasajes oníricos pueden resultar plomizos, y tampoco faltan imágenes de dudoso lirismo (particularmente en el capítulo 4). Esos lastres pasaron casi intactos a las dos adaptaciones de Visconti y Britten, que, quitándole al título el artículo del original, son en todo lo demás muy fieles al texto novelesco, coincidiendo a menudo película y ópera en soluciones plásticas y trazo dramático. Sin constituir ninguna de ambas las obras maestras que podía esperarse de sus respectivos y grandes autores, me inclino a pensar que, frente al relativo envejecimiento sufrido por la cinta de Visconti (a causa sobre todo de la amanerada interpretación del otras veces excelente Dirk Bogarde), la ópera de Britten prevalece en función del ‘racconto' sonoro que el músico, maestro de la narratividad musical, desarrolla, reanimando la torpona palabrería de los monólogos que su libretista Myfanwy Piper le endilga en un intento de "pasar" la mayor cantidad posible de información trascendente. Y así como Visconti introduce con notable inteligencia fílmica el uso de las panorámicas lentas para plasmar la morosidad y avidez de la mirada de su protagonista (convertido en el guión en músico y no en escritor) al efebo Tadzio, Britten, inspirándose una vez más en la música balinesa, orquestó con un riquísimo dispositivo de los instrumentos de percusión la idea central de la pasión desordenada latente en todas las páginas de la novela, que el propio Mann sintetizó así: "¿Qué podían importarle ahora [a Aschenbach] el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?".

     El segundo y más llamativo logro de la ópera es, aunque inesperado, deslumbrante: la conversión del personaje de Tadzio no en una voz blanca sino en una sibilina criatura alada siempre silente, que exhibe su tentadora inocencia a través de la pura expresividad del cuerpo. El Tadzio operístico ni siquiera dice frases sueltas en francés o polaco, como el cinematográfico; sólo danza, en una obra con substanciales partes de ballet. Quizá una variante más carnal del erotismo pederástico que (según confirma el reciente y nada sensacionalista libro de John Bridcut, ‘Britten´s Children') fue dominante en la sexualidad (¿sublimada?) de Britten, el músico que siempre con extraordinaria calidad y en mayor cantidad ha escrito para voces infantiles masculinas.

    Y para aquellos que piensen ‘viscontinianamente' que el Adagietto de la 5ª de Mahler es la única banda sonora posible para ‘La muerte en Venecia' de Thomas Mann, las palabras que Golo Mann le escribió en 1970 a Britten al saber que éste, sin desanimarse por el ya iniciado rodaje de Visconti, proseguía con su proyecto de ópera: "Mi padre solía decir que si alguna vez se hacía una ilustración musical de su novela ‘Doktor Faustus', usted sería el compositor adecuado".

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25 de enero de 2010
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El dandy y su fantasma

El más famoso ‘dandy' de la historia, George ‘Beau' Brummell, murió pobre, sucio y loco en una humilde pensión de Caen, negándose hasta el último instante a ingresar en un asilo, mientras repetía a sus escasos benefactores: "No debo nada. No debo nada". Y en la fase final de locura  -según cuenta Edith Sitwell, que lo catalogó entre sus ‘Ingleses excéntricos'- el antes temido árbitro de la elegancia londinense pasaba las horas desastrado e inmóvil, haciéndose anunciar las amistades que creía ver agolpadas ante su cuartucho: la duquesa de Devonshire, el duque de Beaufort o el Príncipe Regente, después Jorge IV, que le admiró y protegió hasta que su paciencia con el insolente bufón cortesano llegó al hartazgo. Todos esos nobles y ‘royals' habían muerto ya, y el aire que entraba del rellano cada vez que el criado abría la puerta helaba aún más a Brummell, que no tenía dinero ni para encender el fuego. Aun así, su voz apenas audible hacía esfuerzos por corresponder a las atenciones de sus imaginarios visitantes, indicándoles que se sentaran en divanes inexistentes y probaran los dulces con los que el goloso ‘dandy' soñaba; así hasta las diez de la noche, hora en la que el sirviente hacía saber que los carruajes y los lacayos esperaban a sus señores frente a la mansión.

 

      No todos los ‘dandies' han sufrido tan mal destino, aunque una muerte en la penuria o antes de tiempo contribuye mucho a forjar las leyendas del gran mundo. Durar poco o no mantener constantemente el brillo de la elegancia tienen por lo demás su lógica casi obligada en personajes cuyo renombre surge del más efímero y deslizante suelo que hay, el de la moda. Beau Brummell, frívolo e inconstante también en sus galanteos, murió a los 61, pero Lord Byron, que sintió siempre envidia por su contemporáneo, cayó antes de cumplir los 36 combatiendo por la independencia de Grecia, después de haber llevado una vida amorosa incontable. Con todo, no le faltó al autor de ‘Las peregrinaciones de Childe Harold' una cualidad infalible entre los ‘dandies': los celos mutuos. Hay testimonios de que al poeta con título nobiliario le mortificaba reconocer que Brummell, nieto de un comerciante y según malas lenguas (desautorizadas por la historia) hijo de un pastelero, vestía mejor que él, llegando a decir Byron, en un rapto de obsequiosa malicia, que la levita de Brummell tenía más pensamiento que su cabeza.

       Pero no sólo el hábito del buen vestir hace al ‘dandy'. Balzac, que dedicó al asunto un minucioso tratado, sostenía que "para ser elegante es necesario gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo". Brummell se ajusta perfectamente a esa definición, pues, salvo un corto periodo como militar, no se le conoce ocupación ni siquiera ‘hobby', más allá del esfuerzo de elegir vestuario y jugar a los naipes, un vicio que le llevaría a su ruina y exilio en Francia.

     ¿Quiénes son los ‘dandies' de hoy? He leído en algún sitio que David Beckham pasa por serlo, y quizá (me lo cuentan quienes saben de esto) su decadencia actual en los terrenos de juego reforzaría tal opinión, si pensamos en la sentencia de Baudelaire: "el dandismo es un sol poniente; al igual que el astro que declina, es soberbio, privado de calor y pletórico de melancolía". El rostro del bello durmiente Beckham retratado en vídeo por la artista británica Sam Taylor-Wood refleja tal vez una inquietud, una nube negra cruzándole la cabeza, pero yo diría que lo más ‘dandy' del futbolista sería su gusto por llevar ropa interior femenina. O los prolijos tatuajes sicalíptico-religiosos que se ha hecho, diez, por lo visto. Tatuarse la piel, siempre que no se caiga en la trillada voluta de catálogo que adorna los tobillos de tantos chicos, me parece un signo de disidencia narcisista equivalente  -salvando las distancias- al clavel verde del ojal de Oscar Wilde.

     Hace bastantes años, en el prólogo a la edición de una antología de textos franceses sobre el dandismo que publicó Anagrama, Salvador Clotas sugería, sirviéndose de un ocurrente cuadro sinóptico de nombres y caracteres, una ecuación inesperada, según la cual habría una línea ‘dandy' que iba de Cristo a Beau Brummell y desde Brummell llegaba al Che Guevara, quien indudablemente posee, y no parece perderlo con el tiempo y las revelaciones de su horrendo historial político, el halo del santoral demoníaco y los rasgos de una belleza agreste aunque estudiada. Así que es evidente que se puede ser ‘dandy' sin guardarropa. Más que la cantidad, importa la persistencia en un gesto, un símbolo o un color de vestido; el negro, tan destacado por Baudelaire, admite matices infinitos, y bien podría ser en su variedad el uniforme histórico de la milicia ‘dandista'.

    Cuando contemporáneamente, es decir, después de Larra y de Alejandro Sawa y de Valle Inclán, se ha hablado de ‘dandies' españoles, los nombres propuestos eran descorazonadores. Con todos mis respetos por los difuntos, creer que Antonio de Senillosa (con esas camisas de puños y cuello de distinto color al resto) o Francisco Umbral, el de las bufandas tricotadas, lo eran, significa confundir malamente el concepto, olvidando además el origen de la palabra, que empezó a usarse en su sentido actual a principios del XIX en Gran Bretaña, aunque se duda de que procedente del francés ‘dandin' (el que se contonea) o del inglés ‘Jack-a-dandy', individuo gallardo y presumido. Como tantos términos aceptados después con orgullo por sus titulares, ‘dandy' tenía entonces, y la tuvo hasta bien entrado el siglo XX, una connotación ridícula. 

    Nunca se habla del ‘dandy' en femenino, a pesar de que, tras Baudelaire, las cosas más juiciosas sobre el dandismo las han escrito mujeres: la citada Sitwell, la filósofa francesa Françoise Coblence o Virginia Woolf. Esta última escribió un ensayo sobre Beau Brummell que es un prodigio de concisión e inteligencia; sin negar la profunda superficialidad de quien fue modelo de todos los ‘dandies' posteriores, Woolf le reconoce a Brummell, además de un gusto anticipatorio del ‘camp', la suave perversidad del genio disconforme, relatando el dicho ‘brummelliano', tan influyente en Wilde, de que si viera ahogándose en un estanque a un hombre y a un perro, sin dudarlo salvaría al perro, siempre que nadie le estuviese mirando a él. El fantasma de Brummell, escribe la autora de ‘Las horas', "sigue circulando entre nosotros".

     Se me ocurren varias figuras de ‘dandy' con personalidad de mujer, y no sólo en el entorno del grupo de Bloomsbury que rodeaba y continuó a la propia Virginia Woolf. En la Francia del XVIII, ‘avant la lettre' por tanto, hubo literatas que cumplen sin duda los requisitos, como los cumplen con un perfil muy moderno ciertas actrices del cine mudo y de después, empezando por Marlene Dietrich. La androginia, al menos de apariencia, no es absolutamente necesaria, pero ayuda: a Beckham y a Woolf, quien, no se olvide, creó con su ‘Orlando' un prototipo enigmático y elocuente del ‘dandy' eterno.

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21 de enero de 2010
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Oración de la nieve

Para que no parezca que somos siempre dogmáticos en la fobia municipal, voy a empezar esta prosa del duro invierno con una loa. En la madrugada del pasado lunes 11 de enero, a las 2.35, y estando yo despierto por prescripción facultativa, vi una imagen conmovedora desde la alta ventana de mi casa: unos operarios del ayuntamiento echando sal y regando las aceras -naturalmente desiertas a esa hora, con la que estaba cayendo en Madrid-  para que usted y yo pudiésemos, a la mañana siguiente, caminar sin peligro de muerte. El domingo, mientras la nevada cuajaba, había yo mismo visto a dos señores deslizándose calle Atocha hacia abajo, sin esquí, y delante del Museo del Prado a una niña de bruces en el suelo por haber querido patinar sin la gracia de un Patinir.

      Viviendo en un país al que se le supone -no sé si con razón hoy día- muy buen tiempo, la nieve se produce, no siempre anualmente, como un espectáculo en temporada baja, y su caída copiosa nos hace niños, pues no hay infancia feliz sin la imagen de un hombre gordo de nieve prensada con un gorrito, una bufanda y un palito en la boca a modo de cigarro. Mi amiga la novelista y poeta Menchu Gutiérrez, que es perita en nieves, así como suena, escribió hace un año, en el texto de una conferencia pronunciada en la Fundación Botín de Santander, que "la nieve pone a dormir una parte de nosotros y despierta otra". Menchu, que es de Madrid, vive ahora en el norte y en el campo, yo creo que para tener más nevadas en potencia y poder tocarlas de cerca, sosteniendo ella la idea, que me parece muy convincente, de que la nieve sepulta el estado de vigilia, nos adormece, y así, encima del suelo nevado, "caminamos por el territorio del sueño".

     Más prosaico yo, vuelvo al operario municipal que me emocionó en las primeras horas del lunes. Fue uno de esos momentos en los que el hartazgo de la gran ciudad, que en Madrid se hace cada día mayor por culpa de las alcaldadas frecuentes (aquí reaparece en el artículo el dogmático anti-Gallardón que todo madrileño sensato lleva dentro) abre una tregua y te lleva incluso a ponerte ingenuo y sentimental. Yo estaba en mi casa bien abrigado, leyendo el fascinante libro-catálogo de la exposición sobre Edward Gordon Craig en La Casa Encendida, cuando el silencio del exterior me llamó la atención por su anomalía (pues vivo en una zona de mucho tránsito rodado). Así que puse el libro en el brazo del sillón, me quité las gafas de leer y me asomé a la ventana. El espectáculo era de cuento de hadas, y tuve la sensación, viendo los árboles y los senderos blancos del cercano jardincito del palacio de La Trinidad, de revivir la leyenda que Menchu Gutiérrez evoca en su citada conferencia: la del califa Abderramán III, que le construyó a su favorita Azahara en las afueras de Córdoba la famosa Medina que lleva su nombre y era conocida como "la ciudad de la flor de azahar". Pero la favorita del harén, que procedía de Granada, echaba en falta en Medina Azahara la nieve de su añorada Sierra Nevada, cayendo a menudo en la melancolía. Así que el califa, dolorido de verla sufrir, hizo arrancar el bosque de cedros que había ante el palacio, plantando en su lugar un campo de almendros, que cada primavera, al florecer, le traerían a la muchacha la memoria de la nieve.

    Acabó mi fantasía mora, los empleados de la limpieza trabajaban parsimoniosamente con sus mangas y sus palas, había dejado de nevar, yo estaba por irme a la cama, para ver si la delicia del sueño que se me auguraba en las palabras poéticas de mi amiga se cumplían, cuando de golpe un sonido estridente primero me exaltó y luego me asustó. Una moto. ¿Una moto a estas horas? Una moto de gran cilindrada desafiando el hielo y avanzando, seguramente en dirección a Alcalá de Henares. Una moto, todo hay que decirlo, ruidosa como muchas lo son de modo inmisericorde. Y entonces, sólo entonces, quizá porque me había dejado llevar por  la ensoñación nevosa y me había acostumbrado a esa desacostumbrada paz del silencio, volví a la realidad -que en Madrid suele tener una banda sonora de alta potencia constante-  y vi la nieve en su dimensión de bendita apaciguadora de la ciudad. A la mañana siguiente pude salir a la calle y no romperme la crisma gracias a esa sal depositada por los operarios del municipio bueno (pues, como los colesteroles, hay municipios buenos y municipios malos), pero como ya no nevaba ni llovía (nuestro nuevo clima global cambiante y sobresaltado) la ciudad recobraba su música diurna. Su estruendo. Y me acordé de la poética oración de René Char sobre la quemadura del ruido: "Alabada sea la nieve, que logra calmar su escozor".   

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18 de enero de 2010
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Metáfora del partisano: un rescate

Compañero de viaje político de otros reconocidos escritores de la Resistencia como Calvino, Primo Levi o Fenoglio, Luigi Meneghello (1922-2007) tuvo menos presencia literaria fuera y dentro de su país por una decidida condición ‘extraterritorial' que le llevó a instalarse poco después de la segunda guerra mundial en Inglaterra, donde enseñaría a lo largo de cincuenta años en la universidad de Reading. Más de un año después de su aparición me gustaría volver a recomendar y recordar ‘Los pequeños maestros' (Barataria, 2008, en traducción de Elena de Grau). Se trata de la primera novela de Meneghello que aparece en España, y la originalidad de su concepto (entre narración y recuento memorialístico) y los constantes hallazgos verbales de una riquísima prosa (no siempre manifiesta en la citada traducción) hacen desear que no sea la última que nos llegue de este escritor hoy ya considerado en Italia como un ‘gran maestro'.

     ‘Los pequeños maestros' son los jóvenes partisanos locuaces, enamoradizos, comprometidos con la causa de la libertad, que recorren las montañas y pueblos campestres de la zona de Vicenza en el período de la ocupación alemana. Luchan valerosamente contra el enemigo fascista   -tanto el invasor como el local-  pero encuentran lugar y tiempo para leer y discutir de literatura: "en medio del desbarajuste seguíamos creyendo en la importancia de la estética". El paisaje de ese noreste italiano va apareciendo, con la delicadeza de una acuarela, entre las peripecias del libro, alguna, como la del robo de los quesos, convertida en un bellísimo ejemplo de apólogo anti-heroico que da muy bien la temperatura propia de Meneghello, visionaria a la vez que atenta al correlato histórico. Narrada desde un claro punto de vista masculino animado por los vigorosos retratos femeninos que van puntuando la trama, ‘Los pequeños maestros' es una novela con frecuencia divertida, trepidante en su intensidad lírica y finalmente amarga, pues rememora la historia de un honroso fracaso (así vio su autor, miembro junto a Montale o Bobbio del malogrado Partito d´Azione, el convenio político que siguió al armisticio) y la forzada madurez de unos muchachos que, como dice la tía del protagonista, tuvieron que hacer de viejos cuando todavía no habían sido jóvenes.

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15 de enero de 2010
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El pequeño Wyoming

El cuento más conocido de Annie Proulx, ‘Brokeback Mountain', es seguramente el mejor de su extenso ciclo de historias situadas en Wyoming o relacionadas con personajes, modos o leyendas de ese estado del noroeste de los Estados Unidos. También es, a mi modo de ver, el que revela con mayor nitidez el peculiar patrón narrativo de la escritora norteamericana, marcado por la dureza de los entornos donde suceden, la crudeza del habla de sus personajes y la delicadeza de las emociones, mitigadas y a veces apenas sugeridas. Proulx ha escrito novelas, entre ellas la excelente ‘The Shipping News' (premiada con el Pulitzer de 1994 y aquí publicada, bajo el título de ‘Atando cabos', por Tusquets, en traducción de Mariano Antolín Rato), si bien lo esencial de su literatura está, para mi gusto, en el relato corto, género en el que ha publicado cuatro libros. ‘Wyoming' recoge los tres volúmenes subtitulados originalmente ‘Wyoming Stories', aunque Lumen, sin explicación, recorta el contenido de dos de ellos, eliminando tres relatos aparecidos en la edición americana de ‘Bad Dirt' (aquí ‘Tierra maldita') y otros cuatro del más reciente ‘Fine Just the Way It is' (‘Todo perfecto tal como está'); entre los desaparecidos hay alguna pieza muy relevante del canon ‘proulxiano', como ‘Them Old Cowboy Songs'.

 

     El Oeste de Proulx es de un bronco realismo y tiene los personajes esperados: rancheros rudos, indios desubicados y marchitos, cantineras que lo han visto todo desde la barra, magnates del comercio enriquecidos a falta de escrúpulos. En sus grandes espacios, la soledad parece un componente más del paisaje, y el dolor una forma atenuada de la violencia precisa para sobrevivir en ese medio hostil. ‘El testimonio del burro', uno de los más logrados de la serie, se inicia con una cita, para nosotros muy trillada, de Antonio Machado, y cuenta la historia de Marc y Catlin, una pareja aficionada al senderismo, cuya crisis amorosa queda asociada a la supuesta costumbre de algunas pequeñas poblaciones de Galicia en las que, así lo refiere Marc, en la última noche del carnaval se lee públicamente el "testamento del burro", una "feroz recopilación rimada de los pecados cometidos en el pueblo durante el último año, y se hace un reparto ficticio de las diversas partes del cuerpo de un burro que se corresponden con los pecados". El reparto de culpas entre la camarera Catlin y el bombero voluntario Marc es ambiguo, pero se resuelve en un final estremecedor de escalada montañera durante la cual resuenan, mezcladas sin remedio a los reproches, las voces de amor que los dos amantes no han tenido tiempo de decirse. ‘El testamento del burro' bordea el campo del misterio sin entrar nunca en él, pero aprovechando con elocuencia la difuminación que las incertidumbres aportan a lo cotidiano; cuando Proulx aborda abiertamente lo fantástico y aun lo alegórico (dos ejemplos son, en el libro que se reseña, ‘El Chico de Artemisa' y ‘Siempre me ha encantado este sitio') el fenómeno producido no es la sugestiva extrañeza sino la fatigosa incredulidad.

            Lo que sí se le da estupendamente a la autora es la fábula en el estilo  -conciso, cómico, truculento-  aquí representado por ‘El bayo purasangre', uno de los más breves, protagonizado por un caballo arisco y de diente fácil, unas botas de piel y unos vaqueros "vivales y frescales" (y no "con sentido común y recursos", como traduce María Corniero, que, enfrentada a una ardua tarea, sobre todo en las abundantes partes coloquiales de la obra de Proulx, no siempre sale bien parada).   

      Mis favoritos de esta en general magnífica antología son el citado ‘Brokeback Mountain' y ‘Las guerras indias redivivas', que pertenece al segundo volumen de las ‘Historias de Wyoming'. En ‘Brokeback Mountain' destaca poderosamente el contraste entre los asfixiantes límites que el entorno varonil y atávico en el que se mueven impone a Ennis y Jack, y la amplia resonancia que unos factores casi fantasmales (la frontera de México, un recuerdo infantil de Ennis, una ropa usada) adquieren en el desarrollo de la historia, donde la introducción del motivo del doble crimen homofóbico se hace de manera sutil aunque reveladora. Proulx dosifica con brillantez ingredientes dispares en ‘Las guerras indias redivivas', que arranca, a comienzos del siglo XX, como la saga de una familia de abogados y rancheros de la ciudad de Casper, los Brawls, hasta llegar, al cabo de tres generaciones marcadas por la tragedia, a Georgina Crawshaw, que al enviudar del último varón de la estirpe, Sage, se casa en segundas nupcias, audazmente, con Charlie Parrott, el apuesto capataz del rancho, "mucho más joven que ella y con sangre de sioux oglala en las venas". Pero Charlie tiene una hija de un primer matrimonio, Linny, y esa muchacha que llega como huésped al rancho embutida en minifaldas minimalistas y ‘tops' a punto de reventar dará a ‘Las guerras indias redivivas' un bellísimo e inesperado quiebro que no conviene contar. Baste decir que del pasado surgen la sangre sioux, la batalla de Wounded Knee, Buffalo Bill y unas películas olvidadas desencadenantes del emotivo acto de aceptación histórica y renuncia personal que cierra el relato.

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11 de enero de 2010
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