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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El vorticista

Pasé unos años obsesionado, siendo joven, con Percy Wyndham Lewis, y ahora he ido con una sensación de temor a la sede en Madrid de la Fundación Juan March, que expone una amplia selección de su obra. ¿Resistiría el artista británico el paso del tiempo? ¿Mantendría yo la fogosidad de mi antigua fascinación por él, o me encontraría, por el contrario, con la figura de uno de esos artistas marginales que es propio del alocado entusiasmo juvenil clasificar entre los grandes?

    Mi primera aproximación a Wyndham Lewis fue literaria y empezó en 1972 con la adquisición de ‘La venganza por amor', un libro suyo que acababa de ser publicado en una bonita edición de bolsillo por Penguin, ilustrada con la pintura que me hizo fijar en él. La pintura, de estilo cubo-futurista, se llamaba, según decía la contraportada, ‘La rendición de Barcelona', y era del propio novelista, hasta ese momento desconocido del todo para mí en cualquiera de sus facetas. Al cubo-futurismo de la ilustración y al título barcelonés se añadió, para animarme a comprar y leer la novela, el comentario editorial: "Ser herido en la guerra civil española...discutir sobre Marx en una fiesta...un hombre de negocios de la City convertido en un rabioso anticapitalista...el cuerpo y la mente desnudos de las inhibiciones sobre el sexo y el arte...ideales de los años 1930, pero hay ideales y hay hombres, y Wyndham Lewis se concentra en los hombres". Lo devoré y, pese a ciertas connotaciones políticas que no me gustaron, me cautivó el estilo y la sorna, no siempre muy humanista, del autor, a quien seguí leyendo (‘Los monos de Dios' es una devastadora sátira del mundo de Bloomsbury) hasta que le descubrí, poco tiempo después, como pintor y, lo que era para mí más sensacional, como animador y portavoz del grupo Vorticista, una vanguardia que no tenía en mi colección de ‘ismos'.

    Salí de la Fundación aliviado. Mi fijación no había sido una pérdida de tiempo. Lewis no es un genio del arte, pero sí una figura original y estimulante, que se inserta, ahora lo veo mejor que entonces, en una peculiar tradición, muy gloriosa, del arte británico: la de los excéntricos plásticos de cuño literario, en la que destacan los nombres de William Blake, Samuel Palmer, Dante Gabriel Rossetti, Richard Dadd el loco, Edward Burra o, tal vez el más grande de todos, Stanley Spencer. Por ese motivo, y por la carencia casi total de obra suya de ficción traducida en España, yo aconsejo encarecidamente, además de la visita a la exposición, la compra de la publicación que la acompaña (el misterio de Wyndham Lewis revelado en forma de libro, uno y trino a la vez), aunque la recomiendo, lo advierto, a quien tenga brazos potentes (pues pesa el todo cuatro kilos comprobados) y disponga de los 85 euros que cuestan, un precio, me apresuro a decir, nada caro para la suntuosa y enjundiosa calidad de los tomos.

     Como tantos vanguardistas del período de entreguerras, Lewis tuvo veleidades totalitarias, con la ventaja de que su carácter impetuoso le hizo ser, también en eso, volátil; su inicial atracción por Hitler pronto se convirtió en un desdén absoluto. También tuvo una amistad particular con España, país que recorrió varias veces y sobre el que escribió en más de una ocasión, con una mezcla de romántica exageración y agudeza; véase, en una de las vitrinas documentales que tanto interés le dan a la exposición de la March, la página abierta de su relato ‘Un soldado con humor', del libro de 1927 ‘El cuerpo salvaje', que arranca con estas palabras: "España se desborda en lo sombrío". En otro viaje de 1931, el artista tomó un barco en Alicante y fue al norte de África, por donde viajó varios meses en compañía de su esposa, escribiendo al volver uno de los títulos suyos que prefiero, ‘Filibusteros en Berbería', que tiene entre otros aciertos de percepción el ponderar -yo diría que antes que nadie- la extraordinaria belleza de las ‘kasbahs' de adobe del sur de Marruecos.

     Naturalmente, el grueso de la exposición lo forma el arte de Lewis, y en ese apartado se puede apreciar la buena mano en el dibujo del artista, que ofrece además la paradoja de ser enemigo del naturalismo en su pintura ‘vorticista' y a la vez un magnífico retratista (de, entre otros, Ezra Pound, Edith Sitwell, T. S. Eliot o Stephen Spender, cuadros pertenecientes en su mayoría al fructífero período de los años 30). Lewis vivió hasta 1957, pero es justo decir que su pintura murió antes que él. Desprovisto de la armadura conceptual del vanguardismo y alejado del retrato, el artista se convierte en el metafísico enrevesado que ocupa, con menos lustre, las últimas salas del edificio de la calle Castelló. Nunca sin embargo falló su inteligencia. Leyendo por la noche, tras la visita, el catálogo, fui a dar en el apéndice con un texto que me sorprendió. Es de 1949 y reseña una exposición de Francis Bacon con un clarividente entusiasmo que pocos sentían entonces por el pintor irlandés. Lewis dice de él que es "hoy uno de los artistas más impactantes de Europa", y que, al contrario que su tocayo, el filósofo renacentista "más brillante y sabio", es "oscuro y endemoniado". Wyndham Lewis saludaba en Bacon a un allegado.

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29 de marzo de 2010
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Los demasiados (pocos) libros

‘Los demasiados libros' fue, hace ya más de diez años, el título de un hermoso ensayo del escritor mexicano Gabriel Zaid que quedó finalista del premio Anagrama y publicó aquí la editorial barcelonesa. La obra trataba de la abrumadora cantidad de los libros, los que se publican y los que quedarán como manuscritos guardados en cajones llenos de polvo, y también sobre lo que rodea al libro y no siempre lo acompaña bien: las presentaciones, las pre-publicaciones, los anticipos, el costo de la edición, las reseñas, el olvido injusto de algunos autores y la conversión de otros en figurones ridículos, los lanzamientos espectaculares y las librerías menguantes, la cada vez más extendida práctica de la destrucción de los ejemplares no vendidos de una edición, eso que los americanos llaman ‘to pulp', y no es ninguna ficción.

    Siempre digo que hay demasiados pocos libros, aun siendo consciente, por supuesto, de su abundancia y de su  -en tantos casos-  redundancia. Pero nadie se queja de la inmensa producción mundial de obras plásticas o videográficas, de películas, de canciones; sólo el libro les parece a muchos una ‘delicatessen' que convendría hacer más escasa, menos visible. Lo malo es que quizá llegue el día en que ese escamoteo o desaparición del libro vengan impuestos por la industria, por la incultura, o por el ‘e-book', que es, a mi juicio, un apreciable artilugio, algo así como un nuevo aparato clínico para casos de necesidad o urgencia. Mientras tanto, y antes de que caiga sobre nuestras cabezas la hecatombe, observo con esperanza y con convencimiento -por glosar a Ángel González- un saludable fenómeno español dentro del mundo de los libros: la proliferación de pequeñas editoriales independientes que, sin hacer sombra a las grandes casas, están no sólo ampliando el catálogo de los libros que a uno le apetece leer, sino también, más significativamente, explorando autores y literaturas que da casi vergüenza llamar marginales.

     No seré exhaustivo, porque ni aun queriendo podría dar un censo completo, dada su cantidad. Pero ahí van unas cuantas: Ediciones del Viento, Barataria, Demipage, Cabaret Voltaire, Neverland Ediciones, Periférica, Sexto Piso, Impedimenta, Errata Naturae, Contraseña, Umbriel, Barril & Barral, Libros del Bronce, Libros del Asteroide, Trama. Se advertirá que estas editoriales, además de poner en circulación obras de calidad, cultivan la imaginación en sus nombres. Y conste que sólo he citado aquí algunas de las que editan narrativa y ensayo; si añadiéramos las pequeñas editoriales de poesía, el número y la hermosa nomenclatura serían inagotablemente encantadores.

    Cuando yo empecé a leer con (cierto) entendimiento y a publicar (con gran atrevimiento), en España había muy pocas editoriales en las que confiar: Seix Barral, Destino, Alianza, Aguilar, Plaza y Janés, un tanto devaluada ésta desde la época en que sólo era del señor Janés. En los años siguientes surgieron Alfaguara, Anagrama, Tusquets, Siruela, Acantilado y alguna otra de calidad probada y larga vida, que deseamos asimismo para sus unipersonales directores: Jorge Herralde, Beatriz de Moura, Jacobo Siruela, Jaime Vallcorba. A ellos se suman ahora el valeroso, inquieto, atrevido conjunto de los pequeños editores independientes, responsables de que siga habiendo no demasiados pero sí suficientes libros para los que nos resistimos al apocalipsis del texto de papel.

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26 de marzo de 2010
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El Madrid de Iván

No ha habido un cineasta más radicalmente madrileño que el donostiarra Iván Zulueta, que falleció hace menos de tres meses en San Sebastián. Se me dirá, después de una afirmación tan tajante, que en las (pocas) películas que dirigió Zulueta ningún niñato de Serrano -con alcohol en las venas u otras substancias aún más alucinógenas en el cuerpo- atravesaba locamente al volante de un deportivo los arcos de la Puerta de Alcalá, ni salía en ninguna Manolo Morán de guardia urbano, ni la problemática social de la periferia quedaba reflejada en sus guiones, aunque sí hubiera droga, sin sordidez, en ‘Arrebato'. Iván, al que traté poco, temí bastante y admiré mucho, era un artista que observaba la ciudad desde las alturas, en su caso desde el Edificio España, hoy empapelado y cerrado a la espera de no se sabe qué reconversión especulativa. No especulaba él; sólo sacaba a la terraza de su apartamento su camarita de Súper 8, y filmaba las nubes pasar y la gente cruzar allá abajo los semáforos de la Plaza de España, la gente retratada como insectos rápidos y afanosos, las nubes desplazándose señoriales, pomposas, por un cielo que en ese lugar de la capital incita a sumarse a él, saltando al vacío.

    El suyo era un Madrid interior, un Madrid del dolor callado, sin color local, que ahora, siendo tan distinta al cine que hacía Zulueta, me ha recordado la fascinante película de Javier Rebollo ‘La mujer sin piano', sobre todo en las escenas de la Glorieta de Atocha y sus aledaños, por donde el personaje que interpreta soberbiamente Carmen Machi pasea su arrebato en sordina y se toma un bocadillo, no recuerdo si de calamares, en el bar más castizo del barrio, El Brillante, que mirado por Rebollo pasa a convertirse en un lugar del alma general y sufrida. Qué gusto da, recordando ‘Arrebato' y ‘Leo es pardo' de Zulueta, o viendo ahora ‘La mujer sin piano, comprobar que se puede hacer un cine de la ciudad y sus habitantes más extremos y elementales sin caer en el costumbrismo, la inveterada costumbre del cuerpo artístico español.

     A ese Iván en la torre, auto-reducido vitalmente, en la mayor parte de su larga residencia madrileña, a un pequeño perímetro urbano en torno a la Gran Vía, la citada Plaza de España y la calle Princesa (donde, en el número 3, estaba el apartamento en que se filmaron numerosas escenas de ‘Arrebato') le hace ahora un justo homenaje la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, y lo que son las casualidades. El mismo día en que recibí el programa de esas jornadas en torno a Zulueta estaba releyendo uno de los más hermosos textos de Juan Benet, ‘El Madrid de Eloy', que apareció en su libro de viñetas memorialísticas, todas memorables, titulado ‘Otoño en Madrid hacia 1950'. Benet habla de un ser desconocido para la mayoría, y para él mismo casi inescrutable, aunque fuera compañero suyo en la escuela de Ingenieros de Caminos. Un hombre procedente de un pueblo grande del Sureste que un buen día, pasados los años, desapareció sin más, sin avisar a nadie. ¿Como Iván Zulueta, en su gradual pero inapelable retiro del mundo y posterior silencio cinematográfico? No creo que se parecieran en nada Iván y Eloy, pero sí me parecieron pertinentes para Zulueta las palabras del escritor en torno a esa figura deslizante de su antiguo compañero de Caminos, al que, a lo largo de cincuenta páginas, con procedimientos de reconstrucción fragmentaria que alcanza al fin una emocionante coherencia, Benet define como alguien que le puso sello a su tiempo, en una reflexión sobre el conjunto de personas y caracteres por los que una época será reconocida por las futuras generaciones. Y dice el autor de ‘Volverás a Región': "la figura que la posteridad acabará por designar como representativa de su momento apenas aparece en su época y solamente será merecedora de ese póstumo título cuando la representación de su época ha concluido".

    Lo que para nosotros hoy es, indiscutiblemente, el París de Baudelaire o la Praga de Kafka, no fueron, dice Benet, mientras esos artistas vivían, ciudades que ellos encarnaran como protagonistas, quedando tal papel para personajes de relumbrón hoy tragados por el olvido. Zulueta no gustó a la mayor parte de la crítica de su tiempo ni llegó al público, en primera instancia ni siquiera al minoritario. Ahora, sin embargo, como en el caso de Kafka y Praga que Benet analiza, no resulta posible reconstruir el Madrid de los años 1970/1980, para el que Iván Zulueta no existió, sin colocar en el centro a aquel gran cineasta ensimismado que fue Iván Zulueta.

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22 de marzo de 2010
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Nocilla: sí y no

En el suplemento El Cultural de la semana pasada se publicó un amplio reportaje sobre el fenómeno de la llamada "novela fragmentaria" o "nocillesca" para el que días antes fui consultado por Nuria Azancot, que tomó por teléfono mis opiniones y luego tuvo la amabilidad de enviarme su trascripción, muy exacta, como era de esperar. Pese a la extensión del reportaje (cuatro páginas del suplemento), no todo lo que quedó trascrito en mi caso salió finalmente publicado, algo que nunca ha de sorprender a quien conoce las limitaciones y recortes que un texto periodístico puede sufrir en el proceso de edición. Pero como lo que falta en mis declaraciones es algo que para mí era especialmente significativo, quiero ahora rescatarlo y comentarlo brevemente.

Tras recabar las opiniones de unos y otros, "nocilleros" y "clásicos" (las comillas son aquí particularmente necesarias), Nuria Azancot preguntaba al final por la insurgencia literaria que esos nuevos movimientos pudieran significar. Y el reportaje se cerraba con las respuestas de algunos de mis compañeros del bloque que llamaremos clasicista, y también, en el opuesto, de Agustín Fernández Mallo, con quien -aparte de leerle con interés- sostuve en cierta ocasión conversaciones de lo más estimulante. Esto fue, literalmente, lo que yo respondí y Nuria Azancot trascribió, pero no salió:  

-¿Insurgencia? En su momento yo fui un insurgente, cuando aparecí entre los Nueve Novísimos de Castellet, con una gran polémica. Ahora lo que llamamos insurgencia, o ismos, o nocilleros, o cracks mexicanos, demuestra que vivimos un momento de creación interesante en ambas orillas del castellano, aunque en ocasiones pueda más lo mediático que la literatura. Es posible que muchos de los Nocilla no existan dentro de unos años, pero siento comprensión y algo más que simpatía por ellos...

 Sería un ejercicio de cinismo por mi parte, con mi turbulento pasado, y después de haber expresado en las declaraciones lo que siento (en resumen: una defensa de las permanentes categorías estéticas, o la creencia de que no es lo mismo un brillante anuncio publicitario que las ‘Elegías de Duino' de Rilke), no reconocer el derecho, y hasta la conveniencia, de la salida en tromba literaria algo chillona de un nuevo y joven grupo compacto. (¿Lo son los Nocilla? Ésa es otra. Por lo visto ya se han producido, como en los mejores ‘ismos', disensiones entre ellos, y a mí me sorprendió encontrar agrupados en sus filas a dos autores que admiro y no tenía por tales, Kirmen Uribe y Juan Francisco Ferré).

Corolario: los libros, incluso cuando tienen forma de manifiesto, hay que leerlos, y nunca derivar conclusiones ni condenas de aquello que en ocasiones no pasa de ser mera farfolla mediática a la que los propios causantes del guirigay podrían estar ajenos.

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18 de marzo de 2010
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Dos amigos en la India

En el año 1961, Pier Paolo Pasolini y el matrimonio entonces formado por Alberto Moravia y Elsa Morante viajaron a la India. Fue un viaje largo y generalmente placentero, con muchos desplazamientos internos y un buen resultado literario: los dos hombres escribieron sus impresiones, breves y en gran medida contradictorias. En el libro de Pasolini, publicado póstumamente en 1990 con el título ‘L´odore dell´India' (hay traducción castellana, de Atilio Pentimalli, publicada en Península), Moravia y Morante aparecen a menudo como personajes, más que como compañeros de viaje, mientras que en el de Moravia, ‘Un´ idea dell´India' (que conozco por su edición francesa, ‘Une certaine idée de l´Inde', y aquí editó también, en 2007, Península), nunca son citados los acompañantes, aunque se incluye al final del breve libro la misma entrevista de Renzo Paris con Moravia que sirvió de apéndice a ‘El olor de la India'. En ese diálogo con el periodista, Moravia se explaya en mostrar las diferencias de mirada y concepto que los dos escritores tuvieron respecto al país asiático, subrayando su propio pragmatismo frente a la tendencia más fantasiosa del amigo Pier Paolo.

El libro de Pasolini, sin duda su mejor crónica viajera y -en mi opinión- uno de sus ensayos más percutientes y reveladores, empieza en el hotel Taj Mahal de Bombay, escenario en noviembre del 2008 de los mortíferos atentados con bomba de un grupo terrorista islamo-pakistaní. Desde las primeras páginas vemos en Pasolini al gran escritor visionario, tan inspirado en sus excursos líricos como en sus viñetas descriptivas, de las que sería un buen ejemplo este encuentro, en uno de sus paseos por los suburbios de Bombay, con los moradores más estables y menos fanáticos de la India, la población vacuna: "pobres vacas cuya piel se había vuelto de barro, obscenamente flacas, algunas pequeñas como perros, devoradas por los ayunos, con la mirada eternamente atraída por objetos destinados a una eterna desilusión". En Delhi, asistente con los Moravia a una recepción diplomática (los escritores fueron agasajados repetidamente, y Alberto tuvo un largo encuentro con Nehru, que recuenta en su libro), a Pasolini le llaman la atención dos prelados católicos, muy delgados y muy cubiertos de fajas de seda y demás atavíos sagrados: "Debían de ser españoles: tenían el aire de los espadachines".

Dos líneas de reflexión recorren el libro de Pasolini, dándole su singularidad y su pertinencia: el carácter risueño que ve en los indios, y la ‘bondad', producto de un arraigado sentimiento religioso. Sobre el primero hace una distinción muy certera, al menos para mí, que sostengo desde hace más de quince años una relación de amor constante con aquel continente: "los indios nunca están alegres: sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría". Esa dulzura la extiende el director de ‘Teorema' a las vivencias religiosas de los habitantes, sobre todo de los hindúes, en quienes detecta los benéficos efectos terrenales de una creencia sobrenatural que les hace efectivamente mejores personas, al contrario de lo que sucede en los países católicos occidentales, donde la práctica de la religión es un hábito familiar o un rito externo y no una vía de superación moral. Ante los musulmanes de la India Pasolini, sin embargo, se siente receloso, desconfiado, viéndolos encorsetados por las certezas excesivas y el monocultivo de la identidad. Por desgracia, el tiempo trascurrido, más de cuarenta años, desde aquel viaje de los tres escritores italianos, ha endurecido certezas, sectarismos e identidades étnicas en todos los campos sociales, y no sólo, por supuesto, en la India.

Pasolini se va entusiasmando con las gentes y paisajes que conoce ("Aunque la India sea un enfermo de miseria, vivir en ella es maravilloso porque carece casi totalmente de vulgaridad"), si bien no deja de mostrar el pesimismo, digamos histórico, de sus últimos años de vida; como en el resto de los países subdesarrollados que había recorrido, el poeta y cineasta augura para la India los peligros de una ‘occidentalización' mecánica y deteriorada que, efectivamente, se ve hoy en algunas de las capitales más limitada o superficialmente prósperas del país.

Esa amargura social de Pasolini constituyó, según la confesión de Moravia, un punto de fricción dialéctica durante el viaje; mientras el primero presagiaba, como ya hemos dicho, que el Tercer Mundo acabaría siendo desvirtuado por la revolución industrial y el rampante consumismo a imitación de Occidente, el segundo sostenía la opinión de que el Tercer Mundo como tal desaparecería por una inercia propia. Enfrentado a la visión bucólica de su querido Pier Paolo, sin duda teñida por la nostalgia de su propia infancia y adolescencia en la zona rural del Friuli, el más urbano Moravia afirma que "de la cultura campesina ya no se puede esperar nada bueno", por lo que, añade, "es mejor poner punto final y llevar a cabo verdaderamente la revolución industrial".

La divergencia amistosa de los dos viajeros no afecta a lo que la lectura comparada de los dos libros de tema indio pone en evidencia: Moravia es un buen novelista, pero un escritor literariamente mucho más limitado que Pasolini. ‘Una idea de la India' se inicia con un falso diálogo entre dos interlocutores, en el que la voz que habla por Moravia acepta implícitamente la consideración del fundamento religioso que Pasolini defendía en ‘El olor de la India', pero despojándola de las connotaciones positivas que aquel le daba. "La India es el país de la religión como situación existencial", y a su vez, concluye el autor romano, "los indios son el pueblo más indiferente ante el sufrimiento de todos los que conozco en el mundo". Hay que decir que esa indolencia se le debió contagiar a Moravia durante el viaje, pues su voluntad de narrador objetivo llega a ser despiadada en el episodio del mendigo que él mismo llama "el monstruo": desfigurado por la enfermedad, sin frente, sin nariz y sin barbilla, a la vez que enmudecido, el escritor lo compara a una serpiente que sólo abre la boca para encontrar algo que comer o a alguien a quien morder.

Los viajeros visitan Kajurao, "la cosa más sublime que pueda contemplarse en la India" y "tal vez el único sitio que puede decirse verdaderamente bello en el sentido ‘occidental' de la palabra", dice Pasolini. Uno y otro dedica páginas a evocar la extraordinaria floración de templos de piedra esculpida enclavados en un reducido espacio campestre a las afueras de la antigua capital del poderoso reino de los Chandelas. Al acabar su recorrido, y todavía dentro del recinto donde se hallan los 25 templos cubiertos de atrevidas figuras amatorias de ambos sexos, los escritores descubren a un santón que, completamente desnudo, hace sus tareas rituales en una cabaña mugrienta. Pasolini lo describe primero ‘estéticamente', con una hermosa y agudísima precisión, y después lo juzga con severidad, pero sin desprecio, por la altivez sacerdotal que ve en tan despojado personaje. Moravia moraliza, por el contrario, y en el hecho de que el gurú viva ascéticamente a pocos pasos de las lujuriosas practicantes del Kama Sutra no advierte contradicción; según él, el frenesí erótico de las esculturas expresa la misma anulación de la persona humana que aquel chamán representaba a su modo sacro. Y concluye así ‘Una idea de la India': "En ambos casos, el mundo humano, histórico, estaba vaciado de toda su importancia, de su significación, y reducido a la nada". Su compañero de ruta Pasolini, menos sociológico, menos esquemático, más ingenuamente abierto a los enigmas de una tierra tan remota y distinta a la suya, captó en esa nada un recipiente lleno de contenido.

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15 de marzo de 2010
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Londres cuece habas

Londres nos sigue gustando tanto a todos que a veces, cuando pasas unos pocos días en la capital inglesa, puedes llegar a creer que estás en el paraíso sin haber salido de casa. En las puertas del Museo Británico, en muchos de los restaurantes de Bayswater, en la cola formada en Leicester Square ante el kiosko que vende entradas teatrales del día a precio reducido, las voces españolas predominan, incluso sobre las italianas, inconfundibles por el ‘anima' ‘berlusconiana' que uno cree detectar con frecuencia. Yo viví en Inglaterra una buena parte de mi vida, y siempre vuelvo al país como el viajero ávido de confirmar sus buenos recuerdos. Mi romanticismo londinense se fue atenuando sin embargo a lo largo de la estancia. Me habían dicho mis amigos de allí que ahora, con los avatares financieros del mundo y la fortaleza del euro, Londres era un lugar barato para nosotros, y no es así en absoluto. El metro sigue teniendo precios de taxi madrileño, y del taxi londinense no puedo hablarles, porque está fuera del alcance de mi bolsillo. No me molestó gastar en el teatro, que puede costarte, si la obra tiene tirón y está por ello fuera del circuito de las ofertas, 50 euros la butaca de primer piso. Ian McKellen haciendo con otros tres grandes actores ‘Esperando a Godot' lo valía.

    Pero no es el dinero lo que me escandaliza o me entristece de Londres. La ciudad le está copiando a Madrid su prurito destripador, que otros llaman obras públicas. De repente cruzabas Piccadilly Circus y te parecía estar en la ‘gymkhana' de la calle Serrano, sorteando con peligro de muerte esos andadores metálicos que hay en lugar de aceras. Y algo aún peor, que no tiene remedio. El apetito inmobiliario está tragándose algunas de las zonas más nobles del centro; por ejemplo la conjunción de Shaftesbury Avenue y New Oxford Street, y su colmena de nuevas oficinas con sus ventanas pintadas como puertas. Otro ejemplo aún más sangrante: la construcción, a punto de finalizar, de un chirriante bloque de esquina en Leicester Square, una plaza que, sin tener belleza (sólo la tiene la silueta Déco en mármol negro del Odeon Cinema) ni espíritu de ningún tiempo preciso, ha conservado una armonía y una ‘cosyness' encantadoras. Algunos se quejan de la violación del ‘skyline' del East End desde el punto de vista que mejor lo encuadra, el puente de Waterloo. Es cierto que cada vez hay más rascacielos en liza con la cúpula y las torres de la catedral de San Pablo. Pero no son invasores, al menos desde la lejanía fluvial, y destaca entre ellos además el ‘gerkhin' de Foster, su pepinillo primordial, que, haciendo honor al dicho sobre esa planta cucurbitácea, Sir Norman no deja de repetir por doquier.

   Otra pérdida sentimental tiene que ver con la música. Yo tenía a Londres como una de las tres ciudades mejor orquestadas del mundo, junto a Praga, donde ver por las calles a los instrumentistas cargando con sus fundas de violín o clarinete camino del auditorio o el conservatorio es ya un espectáculo, y Benarés, que llena las estrechas calles de la parte vieja con el sonido de tablas y sitares. Londres también era así, en su gran dimensión, y aún celebra numerosos conciertos y mantiene en permanente funcionamiento sus dos teatros de ópera, Covent Garden y el Colisseum. Pero ni siquiera Londres, de la que los románticos esperábamos algo más valeroso, ha resistido la crisis de la industria discográfica, que conlleva la desaparición de las tiendas de discos. Pocos placeres había para mí comparables a ir a un teatro del West End a las 7, tomar un ‘supper' chino a la salida y pasar una hora rebuscando grabaciones en la extensa y maravillosa sección de música clásica de Tower, abierta hasta las doce de la noche. Tower cerró el año pasado, como han cerrado las excelentes tiendas del Music Discount Centre, y al buscador ambicioso sólo le queda ahora el His Master´s Voice de Oxford Street, con su acogedora planta sótano. ¿Hasta cuándo? Tampoco era muy prometedor pasearse por la inmensa y muy bien ordenada macro-librería Waterstone´s, en Piccadilly, y verla desierta. Y no hablemos de las ‘pequeñas'; según leí en The Times, cada semana cierran en Gran Bretaña tres librerías independientes. Sólo los anticuarios del libro y la segunda mano subsisten con aparente buena salud en torno a Charing Cross Road.

    Acabo esta elegía sobre los desaguisados que afectan a un lugar que creíamos inexpugnable con una nota de alivio. En la ciudad donde la especulación y el nuevo feísmo arquitectónico nos enseñan el peor rostro del capitalismo, hay al menos una catarsis. La obra de mayor éxito en estos momentos es ‘Enron', una comedia muy trepidante que, mezclando a Bertolt Brecht con Robert Lepage, retrata la fenomenal estafa de aquella gran empresa energética americana que acabó con su bancarrota y la de la firma de auditores Arthur Andersen. El público ríe y aplaude, se libera y se crece, y luego se va a casa a encender sus aparatos eléctricos y a seguir viviendo por encima de sus medios.

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11 de marzo de 2010
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Nuestros malditos

La reedición de la novela ‘El don de Vorace' (Demipage, 2010) no sólo nos devuelve la singular figura de Félix Francisco Casanova, un autor canario que la escribió (se dice que en 44 días) a los 17 años, en 1974, y meses antes de cumplir los 19 murió de un escape de gas tal vez accidental. Su destino trágico, la originalidad de una voz apenas iniciada literariamente y su resurrección convertida en poco menos que un fenómeno que atrae a los medios sirven para recordar la condición del artista maldito, una figura que, en contra de lo supuesto, abunda en la literatura española contemporánea. Y también en el cine español, tan a menudo tildado de acomodaticio, de restringido, de previsible.

      Hace menos de dos meses murió a los 66 años en un hospital donostiarra otro gran maldito de nuestro panorama creativo, el cineasta Iván Zulueta, como murió tres décadas antes, en circunstancias confusas que apuntan a un suicidio o un ajuste de cuentas barriobajero, el maldito por excelencia de nuestro cine de vanguardia, Antonio Maenza, que yo me permití, tras haberle tratado en su día y heredado parte de su legado, convertir en personaje real aunque ficcionalizado de mi novela ‘El abrecartas'. También Maenza resucita poco a poco, en reediciones de sus difíciles textos narrativos, en una biografía crítica aparecida hace unos años, en la anunciada digitalización y relanzamiento de su obra cinematográfica, que quedó al morir él en poder de un cineasta radical pero no maldito, Pere Portabella. Felizmente vivos, y alguno en activo, están en la nómina del cine español más independiente gente de la talla de Adolfo Arrieta, que en los años 1970 encandiló a los franceses, rodando en París varios largometrajes ayudado y aplaudido por Marguerite Duras, Jean Marais y Howard Vernon; Celestino Coronado, colaborador importante de Lindsay Kemp en el teatro y director, con la hoy superpremiada Helen Mirren, de un ‘Hamlet' fílmico enormemente original; Antoni Padrós y Javier Aguirre, éste último un caso atípico de hombre de cine que desde mitad de los años 1960 fue prolífico director de comedietas insulsas (del tipo de ‘El insólito embarazo de los Martínez', ‘Soltero y padre en la vida' o ‘Esposa de día, amante de noche'), mientras que, con el dinero ganado comercialmente, se costeaba una notable serie de cortos experimentales hoy mostrados en la colección del Museo Reina Sofía y culminados en el largometraje monologado ‘Vida perra' (1981), magníficamente interpretado por la que es su pareja de largo tiempo, Esperanza Roy.  

     El caso de Zulueta es distinto. Realizador en TVE de un popular programa de éxitos discográficos, Último grito', dirigió en 1969, con producción de José Luis Borau, una película musical ‘pop' de mucho brío, ‘Un, dos, tres...al escondite inglés', continuando después una labor casi secreta de cortos en Súper 8 que desembocaron en su película de 1979 ‘Arrebato', hoy un titulo fundamental del cine español y muy influyente en el primer Almodóvar. Voluntariamente retirado en la mansión familiar de San Sebastián, Zulueta, también un refinado cartelista cinematográfico, mantuvo una larga relación con las drogas y un silencio que alguna vez amagó con romper pero sólo la muerte, la más maldita de las ejecutoras, ha roto definitivamente.

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8 de marzo de 2010
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El terremoto

El primer temblor de mi vida no fue ‘kierkegaardiano' sino meramente físico: en 1960, estando yo en la escuela, la clase se empezó a mover, rompiendo el tedio de la lección de álgebra. Y eso que no era ‘the real thing', sino sólo una réplica, sentida en Alicante, a miles de kilómetros de distancia, del famoso terremoto de Agadir, que destruyó esa entonces bella ciudad semi-colonial del sur de Marruecos en la que, con el paso del tiempo, fui residente a tiempo parcial durante los últimos cuatro años del siglo XX.

Los terremotos me obsesionan, y he llegado a pensar que, viviendo yo en una zona poco proclive a esos movimientos de la tierra y el mar, sin embargo me persiguen o yo los rondo. Leo todo lo que cae en mis manos sobre el histórico terremoto de 1755 en Lisboa, que partió en dos el siglo de las Luces, y estaba a una semana de viajar a Sri Lanka cuando se produjo el tsunami de la navidad del 2006. Como es sabido, las olas desbocadas azotaron también mortíferamente las costas índicas más al norte, y en una de las fotos de aquellos tristes días pude ver destruido sobre la arena el chiringuito del pueblo de Mamalipuram, al noreste de la India, donde pocos meses antes yo me había zampado una langosta hervida después de haber visitado su maravilloso conjunto de relieves esculpidos y haberme dado un baño en las aguas caldosas del océano.

   Ahora me ha golpeado a distancia, profundamente, el terremoto de Chile, país que visité por primera vez hace poco más de dos meses, y en el que hice amigos instantáneamente, algunos después de haberlos leído antes con admiración. En Valparaíso me llamó la atención lo difícil que era en muchos puntos del litoral llegar hasta el mar, yo que soy un bañista vocacional. A través de las imágenes de los noticieros compruebo sin embargo, en la terrible  devastación de poblaciones costeras cercanas a los lugares por donde me moví, lo cerca que estaba el mar de la tierra, y lo avasallador que podía ser, en su altiva lejanía.

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5 de marzo de 2010
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El genio de la modestia

Eric Rohmer ha sido uno de los grandes directores de la historia del cine y el más modesto, con una parquedad de medios que no estaba motivada por la estrechez del presupuesto sino por la voluntad. Voluntad de independencia (casi toda su obra fue producida por la marca que él mismo creó, Les Films du Lonsange) y voluntad de estilo o de impronta: Rohmer quiso hacer siempre un cine sin costuras, es decir, sin ‘arte', y de ahí la famosa polémica indirecta que el director recién fallecido y Pier Paolo Pasolini sostuvieron en 1965 a propósito del cine de poesía y el cine de prosa, que, resumiendo lo que ocupó en su día páginas y páginas, podría definirse como la contraposición entre un lenguaje fílmico que se deja notar ("donde se siente la cámara", decía Rohmer), y otro, el que él prefería y practicaba, auto-limitado al relato y reacio al tropo y a la rima. En cierta medida, ambos cineastas marcan (junto a Godard, que está por supuesto, junto a Pasolini, en el grupo de los metafóricos) el desarrollo del cine de la segunda mitad del siglo XX, y a todos los aficionados nos cabe -y no sólo porque estén ya muertos- la posibilidad de celebrar el enorme genio de los dos sin tener que decidir una preferencia o formular una exclusión.

    Lo curioso de Rohmer es que, siendo un ‘joven turco' de la ‘Nouvelle Vague' y figura seminal de la revista Cahiers de Cinéma, en la que los mejores nombres de la corriente coincidieron como críticos, hizo un cine, hasta el final, arraigadamente francés, en el sentido que este adjetivo puede tener de peyorativo para una parte del público; lo francés como paradigma de lo retórico, lo engolado y lo moroso, manteniéndose por tanto alejado de la constante reinvención formal del Godard de la primera etapa y de Truffaut, que amoldaba su peculiar poética a los cánones de la gran narrativa hollywoodiense. En todas sus películas, desde la primera, de 1959, ‘Le signe du Lion' (‘El signo Leo'), hasta la última, ‘Los amores de Astrée y Céladon', que data de 2007, Rohmer buscó, con un estatismo que remite al origen teatral del cine, la preponderancia de la palabra y el amortiguamiento de la sintaxis, logrando que incluso al trabajar con artistas de la fotografía del calibre de Néstor Almendros, con quien rodó seis películas, el resultado no fuera "demasiado bonito", pues él aspiraba, como declaró a propósito de ‘La mujer del aviador'(1980) a "una fotografía que no tuviese ese lado brillante, lamido, hiperrealista, de la película actual". De igual modo, Rohmer casi nunca utilizaba músicas compuestas ex profeso (es decir, no diegéticas), algo que consideraba "un pleonasmo [...] Hay una partitura, una melodía de imágenes que queda oculta por la música cuando ésta se superpone", le confesó en 2004, en una de sus raras entrevistas, al crítico español Carlos F. Heredero.

      Su honda identidad francesa se origina a mi modo de ver en Marivaux, un escritor que el antiguo profesor de literatura nacido como Jean-Marie Schérer nunca adaptó -convertido en el cineasta Eric Rohmer- en sus películas de época extraídas de autores clásicos (Chrétien de Troyes, Jules Verne, Heinrich von Kleist, Grace Elliott o Honoré d´Urfé). Marivaux es un modelo en la velocidad del diálogo, el espíritu galante y libertino (recordemos las dos obras maestras de los finales 60, ‘La coleccionista' y ‘La rodilla de Clara') y una cierta abstracción sentimental, producto de las ecuaciones del alma con la carne. El ‘marivaudage' también quedaba de manifiesto en uno de los trabajos menos conocidos y más relevantes del cineasta francés, su comedia ‘El trío en mi bemol', que él mismo dirigió en el teatro Renaud-Barrault de París y yo me enorgullezco de haber programado en mi etapa como Director Literario del Centro Dramático Nacional; la obra tuvo a fines de 1990 una brillante versión española traducida y dirigida por el cineasta Fernando Trueba en el Teatro María Guerrero de Madrid, con Silvia Munt y Santiago Ramos de únicos y excelentes actores. El diálogo amoroso de la pareja protagonista tenía en la función el contrapunto del trío para piano, viola y clarinete del título, el K.498 de Mozart, que se interpretaba en vivo en momentos señalados.

     Marivaux, Mozart y, para ser justos con el cine, Jean Renoir: tres constelaciones artísticas que infunden en la obra ‘rohmeriana' la profunda ligereza, el sentido melódico y el gozo de la fecundidad.

     La filmografía de Rohmer es muy extensa (más de treinta títulos entre largos y cortometrajes) y elegir favoritos puede resultar mezquino. Yo prefiero las más aladas, su cine inconsútil, por la misma razón que de Pasolini me quedo con el aparatoso, el de más subrayado formalismo. ‘Mi noche con Maud' es seguramente la película más hablada de la historia del cine, más que algunas de Mankiewicz y más que la propiamente titulada ‘Um filme falado' de Oliveira. ‘El rayo verde' tuvo una enorme cantidad de entusiastas y el León de Oro del festival de Venecia y a mí, a propósito de colores, me ha excitado siempre mucho que Rohmer fuese tan viejo verde en su elección de jóvenes figuras eróticas: Haydée Politoff, Françoise Fabian, Béatrice Romand, Zouzou, Marie Rivière, Arielle Dombasle, algunas descubiertas y así lanzadas por él, y todas escrutadas sensualmente por el objetivo de su cámara de jansenista. En esto, pero sólo en esto, se parecía a otro gran cineasta ‘womaniser' del cine francés, el tan católico Robert Bresson.

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1 de marzo de 2010
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Ángel Vázquez

No es demasiado tarde para descubrir o simplemente leer a Ángel Vázquez, que murió en el número 98 de la calle Atocha de Madrid hoy hace exactamente treinta años. ¿Y quién era este Ángel, que ni se llamaba así, y pocos hoy recuerdan, muertos también sus dos grandes amigos y valedores literarios Emilio Sanz de Soto y Eduardo Haro Ibars? Los franceses no habrían dejado pasar tan a oscuras el tránsito o, por decirlo a su modo, la vida más bien perra que Vázquez llevó antes de morir a los 50, y de hecho han sido los franceses los que ahora le están dando su merecido. La extraordinaria novela ‘La vida perra de Juanita Narboni' salió hace pocos meses traducida en Francia, con un prólogo muy esclarecedor de Juan Goytisolo, y el suplemento de libros de Le Monde le concedió su portada, con un artículo encomiástico de Raphaëlle Rérolle en el que esta crítica hablaba a propósito de Tánger  -escenario del libro-  de la "femme-ville".

     De aquella "mujer-ciudad" o "ciudad-mujer" en la que nació Antonio Vázquez en junio de 1929, salió huyendo el rebautizado Ángel (Antonio le parecía nombre de torero) a mediados de 1965, pues la urbe norteafricana que tanto había atraído a Paul y Jane Bowles (gran amiga y primera en creer en su valía como escritor), a Truman Capote, Tennessee Williams, Djuna Barnes o William Burroughs, a Vázquez le parecía "muy convencional, artificiosa y superficial". Después de deambular por diversos lugares españoles, Vázquez se instalaría en Madrid hasta su muerte, en una penosa decadencia física de gran bebedor desordenado y escritor inseguro que escribe y destruye lo escrito, aunque no desde luego ‘La vida perra de Juanita Narboni', que Planeta, sin ningún entusiasmo, publicó en 1976 (el autor había ganado en 1962 el Premio de la editorial creada por José Manuel Lara con la muy interesante ‘Se enciende y se apaga una luz'. Esos dos libros, junto con su también novela ‘Fiesta para una mujer sola', que ha reeditado Rey Lear, y una colección de relatos en Pre-Textos, constituyen el todo de su obra).

     De la engañosa ciudad-mujer ("esa puta llamada Tánger", decía él), a la procelosa ciudad-hombre que Madrid quizá fue para Ángel Vázquez, auto-definido en carta a Emilio Sanz de Soto de 1966 como una mezcla de Jean Genet y Violette Leduc en edición de bolsillo: "Yo también soy un corrompido. Sin fe en Dios, egoísta y sin ninguna confianza en mí mismo. Homosexual, alcohólico, drogado, cleptómano...". Sanz de Soto solía decir, con todo el cariño y admiración que sentía por su paisano tangerino, que tanto adjetivo abismal le parecía una exageración del atormentado Vázquez, quien, según él, era menos truculento de lo que da a entender esa definición. Periodista culto, fino y políglota, aunque a veces ausente sin explicaciones de la redacción del diario España de Tánger, al radicarse en Madrid obtuvo un empleo en el Ministerio de Información y Turismo ("vestía como el funcionario perfecto", así la describió en sus memorias otra persona cercana a él, Eduardo Haro Tecglen), fue contratado como preceptor de su hija por Rocío Urquijo, y contó hasta el fin con el afecto de unos cuantos fieles: aparte de los ya citados, Carmen Laforet, que le animó en su carrera literaria y estaba en el jurado del Planeta que ganó ‘Se enciende y se apaga una luz', los pintores José Hernández y Pablo Runyan, y el escritor Eduardo Haro Ibars, que le trató asiduamente y, espigado y enjuto como era, llamaba al más bien rechoncho Vázquez "mi pequeño genio redondito".

    Ángel Vázquez fue un desplazado, un insatisfecho, y un raro literario, lo que contribuyó en su día a descolocarlo más de las ‘capillas' y corrientes imperantes. Irónicamente él decía que era incapaz de hacer literatura social, en los años de su madurez la menos leída pero la más prestigiosa, "porque soy pobre y las novelas de problemas sociales sólo las escriben los burgueses". Su tantas veces cómplice Haro Ibars resumió con mucho ingenio el libro ganador del premio Planeta de 1962: "una situación digna de Evelyn Waugh, plasmada en una novela que le debe mucho a la técnica narrativa de Virginia Woolf'.

     Desde la Glorieta subo por la acera de los pares de la calle Atocha, imaginando en qué ‘baretos' bebería Vázquez "infusiones de whisky al principio y de tintorro después"; ha cerrado ‘La Joya', que tantos bocadillos de calamares proporcionó al mundo de la alimentación elemental, aunque sigue abierto a la vuelta de la esquina otro clásico, ‘El Brillante'. Me detengo ante el número 98, un edificio de buena plata y cinco alturas, con un portal destartalado ahora (¿por obras?) y algo tétrico. Allí pasó el escritor, acogido generosamente en su casa de huéspedes por Trinidad Martínez, otra de las mujeres-protectoras que tuvo, sus últimos tiempos, y allí murió, en el piso que él llamaba "la mansión de Drácula". Sigamos esperando la resurrección entre nosotros de Ángel Vázquez, desde la tumba sin sosiego de la literatura maldita.

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25 de febrero de 2010
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